Rey de España y Emperador de Alemania, uno, de los más ilustres
gobernantes de Europa en los comienzos de la Edad Moderna. N. en Gante
(Flandes) el 24 feo. 1500, hijo de Felipe el Hermoso, de Habsburgo, y de
Juana la Loca, de Trastámara. El juego de enlaces matrimoniales propio de
la época del Renacimiento hizo que se concentrasen en su persona los
patrimonios de cuatro importantes dinastías. De su abuelo paterno, el
emperador Maximiliano I, heredaba los territorios centroeuropeos
dependientes del archiducado de Austria, a más de los derechos al Imperio
alemán, vinculado por tradición, desde hacía más de un siglo, a la casa de
Habsburgo; de su abuela paterna, María de Borgoña, recibía el conjunto de
Estados dispersos que Carlos el Temerario había pretendido integrar en un
reino de Lorena: Países Bajos, Flandes, Brabante, Luxemburgo y el Franco
Condado, más los derechos a la Borgoña, en manos de Francia; de su abuelo
materno, Fernando el Católico (v.), los reinos de la Corona de Aragón
(Aragón, Valencia, Cataluña y Baleares), más Navarra, Sicilia, Nápoles y
diversas plazas en el norte de África; y de su abuela materna, Isabel la
Católica (v.), los reinos de Castilla, otras plazas africanas, las
Canarias «y otrosí las islas y tierra firme de la Mar Océana, descubiertas
y por descubrir», es decir, todo un Nuevo Mundo en ciernes. En la persona
de C., por circunstancias que raras veces repite la historia, confluyeron
así cuatro herencias espléndidas, que le hacían dueño y señor de extensos
territorios en Europa, África y América. Con su reinado se consagra la
nueva forma de Estado territorial, que desborda ya en concepto y en
realidad geopolítica e histórica a la idea de Estado nacional propia de
los albores del Renacimiento.
La heterogeneidad de su patrimonio, que no favoreció en la
mentalidad política de C. la generación de ninguna idea nacionalista, no
entorpeció en cambio (antes clarificó) su idea imperial. Las tesis de un
C. flamenco, alemán, éspañol o italiano deben ser sustituidas por la
imagen de un «Carlos de Europa», como le ha llamado Wyndham Lewis, y como
le considera la moderna historiografía. Ello no obsta el que España se
hubiera ido convirtiendo progresivamente, por una serie de motivos a los
que no debió ser ajena la voluntad del monarca, en el centro activo del
Imperio.
1. La juventud y la formación. C. vivió y se educó durante los 17
primeros años de su existencia en la corte flamenca, donde había nacido.
Huérfano de padre desde los seis años, separado de su madre a causa de la
enajenación mental de ésta, y lejos de sus abuelos -astutos diplomáticos
ambos- Maximiliano de Alemania y Fernando de España, recibió, sin embargo,
una esmerada educación. Fue su preceptor el deán de Lovaina, Adriano de
Utrecht, que llegaría a ser Papa con el nombre de Adriano VI. Hombre
virtuoso y destacado humanista, Adriano formó en C. más al hombre que al
político, confiriéndole una excelente preparación teórica en lo religioso,
lo ético y lo cultural. Brandi ha destacado el influjo que hubo de ejercer
en el carácter idealista del príncipe la tradición borgoñona imperante
entonces en la corte de Bruselas, y que databa sobre todo de los tiempos
de Carlos el Temerario. El sentido caballeresco bajomedieval pervivía aún
en el ambiente nobiliario y en la misma etiqueta palaciega. . La Orden del
Toisón de Oro (v. óRDENES MILITAREs), que obligaba a sus miembros al
cumplimiento de estrictos preceptos morales y a un alto
sentido del honor y de la lealtad, era símbolo de aquellos ideales
caballerescos, y en ella fue iniciado C. desde su primera juventud. Su
formación religiosa, bastante profunda a lo que parece, estuvo influida
por un cierto espíritu erasmista, o acaso más exactamente por el mismo
espíritu en que se movió Erasmo (v.). La cuestión del erasmismo del futuro
Emperador sigue siendo hoy por hoy debatida; pero más o menos en línea con
aquel espíritu están su irenismo, su afán por la reforma disciplinar de la
Iglesia, y un cierto sentido ascético y de sencillez en el plano
religioso.
C. recibió así una formación bastante completa y sólida, pero no fue
debidamente preparado para asumir las funciones concretas a que le llamaba
su nacimiento. Si llegó a conocer la ciencia política, le faltó
inicialmente sentido práctico, por no haber tenido a su lado el estadista
experimentado que hubiera sido menester. Su tía Margarita, gobernadora de
los Países Bajos y ferviente «austracista», le inculcó más el celo por la
grandeza y el prestigio de la Casa de Austria que una auténtica lección de
práctica del gobierno. Llegó a conocer, en líneas generales, los problemas
del archiducado flamenco; pero, presunto rey de España y Emperador de
Alemania, llegaría a reinar sin conocer una palabra de español ni de
alemán.
En 1515 se hizo cargo del gobierno de los Países Bajos, pero su
juventud y su inexperiencia dejaron la dirección de los negocios en manos
de Guillermo de Croy, señor de Chiévres. En esta tesitura, la muerte de
Fernando el Católico (23 en. 1516) le convirtió en rey de España.
2. La llegada a España y la crisis de 1520. Durante 20 meses, el
joven monarca permaneció todavía en los Países Bajos, donde quería
retenérsele el mayor tiempo posible, en tanto los reinos de Castilla eran
regentados por el cardenal Jiménez de Cisneros (v.), y los aragoneses por
el arzobispo de Zaragoza, D. Alonso de Aragón. Al fin, en septiembre de
1519, llegó C. al puerto de Villaviciosa, en Asturias. El contraste entre
la complicada corte flamenca y el seco carácter de los castellanos se echó
de ver inmediatamente, y lo reflejan muy bien -aunque en sentido opuesto-
los cronistas tanto españoles como flamencos.
En Valladolid, donde se estableció de momento la corte, molestó el
ver al monarca rodeado de extranjeros, que, además, se repartían los
mejores cargos del reino, se enriquecían rápidamente y procedían a la
retirada de moneda. Aunque los abusos de los flamencos no llegaron al
grado que ha venido admitiendo por mucho tiempo la historiografía
española, no pueden negarse en modo alguno. Los personajes más influyentes
eran el señor de Chiévres y el canciller Sauvage, por los que C. se dejaba
conducir. A Adriano de Utrecht le hizo obispo de Tortosa, y a un sobrino
de Chiévres, que seguía viviendo en Bruselas, arzobispo de Toledo. El
descontento de los españoles se hizo patente en los numerosos memoriales
de protesta enviados por las ciudades, y en las Cortes de Castilla, Aragón
y Cataluña.
Antes de que el rey jurase ante las Cortes de Valencia, le llegó la
noticia de su elección como Emperador de Alemania. En realidad, esta
elección había sido hasta entonces su máximo empeño, quedando los asuntos
españoles algo arrinconados. C. había conseguido el voto de los grandes
electores mediante fabulosos sobornos (para ello, las poderosas bancas de
Fugger (v.) y Welser le concedieron un empréstito de más de 800.000
florines; los' otros candidatos, Francisco 1 de Francia y Enrique VIII de
Inglaterra, no consiguieron movilizar tan enorme capital); aunque es
evidente que pesó en la elección la tradicional adscripción del Imperio a
la Casa de Austria.
Pero a tan halagüeña noticia iban a seguir graves preocupaciones,
tanto en Alemania como en España. Para financiar su viaje, reunió C.
nuevas Cortes en Santiago y La Coruña (primavera de 1520), en las que
afloró con mayor claridad que nunca el malestar general; pese a todo, el
monarca logró una subvención económica, que le permitió embarcar rumbo a
Alemania, mientras dejaba' como regente de los reinos españoles a Adriano
de Utrecht. Unos cuantos incidentes bastaron para provocar los movimientos
de las Comunidades (v.) en Castilla y de las Germanías (v.) en Valencia.
Ambos casos responden, en realidad, a un mecanismo muy similar. El hecho
que los precipita es el descontento contra el rey extranjero, su equipo y
las medidas de gobierno; aunque existe una cuestión de fondo de carácter
político (autonomismo y libertades locales contra centralismo estatal), y,
sobre todo, de carácter social, que se evidencia en la lucha de la
burguesía o el patriciado urbano (que son los elementos revoltosos) contra
la alta nobleza (que defiende, al menos aparentemente, la causa real). En
este sentido, no pueden desvincularse los movimientos de 1520 de toda la
serie de alteraciones que se habían registrado, sobre todo en Castilla, a
partir de la muerte de Isabel la Católica.
El establecimiento de la junta Santa, por uno de los regidores de
Toledo, luan de Padilla, consagró la rebeldía, y poco hubiera podido hacer
Adriano, de no haber nombrado C., desde Alemania, otros dos regentes,
ambos españoles. Luego, la desunión entre los comuneros, su falta de
técnica guerrera y su escasa capacidad para mantener movilizados por
cierto tiempo considerables efectivos, les llevaron a la total derrota de
Villalar (23 abr. 1521). Por su parte, los rebeldes de Valencia, muy
relacionados con la organización gremial, los agermanados, se hicieron por
unos meses dueños de la ciudad y parte del reino, especialmente la zona
sur, pero acabaron vencidos también por fuerzas nobiliarias al servicio de
la corona.
Entretanto, el monarca, convertido ya en Emperador de Alemania,
hacía frente en aquel país a una subversión
de distinta naturaleza, pero más grave, si cabe, todavía. En la
Dieta de Worms (abril de 1521) se manifestó en toda su importancia el
peligro de un cisma religioso, motivado por la doctrina de Lutero (v.). En
realidad, el movimiento luterano era, paralelamente al de las Comunidades,
mucho más complejo de lo que aparentaba en un principio. No se trataba
sólo de una herejía, sino de una corriente germanista opuesta a todo lo
latino, que pretendía realizar sobre bases autóctonas el ideal alemán. Los
historiadores protestantes -tal Brandi- apuntan que C. hubiese podido
realizar la unidad de una Gran Alemania como Estado moderno, con sólo
haberse puesto al frente, en lo político, del movimiento que en lo
religioso encabezaba Lutero. Pero el Emperador, aparte de que no compartía
el particularismo nacionalista propio de la época del Renacimiento, como
ya hemos indicado, se sentía guardián de la tradición católica y
ecumenista, con lo que, reaccionando conforme a su conciencia, ordenó la
proscripción de Lutero; aunque comprendió desde el primer momento lo
difícil que iba a ser el impedir la difusión de su doctrina.
En 1522 se planteó al joven Emperador, cuyo pensamiento hacía
madurar la gravedad de los problemas, la doble eventualidad de permanecer
en Alemania o regresar a la Península, como había prometido a los
españoles. Era muy posible que el dominio que abandonase se perdiera,
física o al menos moralmente. C. decidió volver a España, y su opción
habría de tener trascendentales repercusiones históricas.
3. Las guerras contra Francia. El regreso del monarca arregló las
cosas en España. El poder de las ciudades y, por consiguiente, el de la
burguesía, quedó muy debilitado, en tanto la nobleza volvió a acaparar los
puestos de mando del país: eso sí, con un carácter funcionario,
dependiente, en lo político, del poder de la corona. Se consagraba así una
estructura político-social destinada a perdurar durante toda la época de
la Casa de Austria.
España, pacificada, iba a integrarse cada vez con mayor
espontaneidad en los planes de la política imperial, al tiempo que
proporcionaría a C. muchas de sus ideas y abundantes y buenos consejeros.
En su proceso de hispanización parece que jugó un papel importante su
matrimonio, en 1525, con Isabel de Portugal, nieta también de los Reyes
Católicos, y que ya en 1520 había sido la principal candidata a Emperatriz
en la opinión española. Con todo, no faltan autores según los cuales la
razón de Estado que impulsó a C. al casamiento con su prima fue
precisamente la de dejar en España una gobernadora grata al país, y poder
así multiplicar sus ausencias. Por de pronto, sería España la base de la
lucha del Emperador contra Francia, que ya se había iniciado en 1521.
Aunque en la ruptura pudieron pesar motivos ocasionales (despecho de
Francisco 1 por no haber conseguido el Imperio, reclamaciones francesas
sobre Navarra e imperiales sobre Borgoña y Milán), lo que en el fondo se
debate es la hegemonía europea, a la que aspiran Habsburgos y Valois. Las
dos guerras de 1521-25 y 1526-29 no son más que los primeros actos de un
interminable conflicto de casi 200 años (V. t. FRANCISCO I DE FRANCIA).
El intento francés sobre Navarra fracasó, en tanto que un golpe de
mano de los imperiales les deparó el ducado de Milán. Desde entonces,
todas las operaciones giraron en torno a aquel territorio italiano, para
cuya reconquista organizaron los franceses una serie de expediciones
destinadas al fracaso. La última de ellas, comandada por el propio
Francisco 1, sufrió un tremendo desastre en Pavía (24 feb. 1525), y el
propio monarca cayó prisionero. C. tenía en sus manos cuantas bazas
pudiera desear; y, sin embargo, las negociaciones diplomáticas -tratado de
Madrid, enero 1526- no supieron sacar partido de la espléndida coyuntura.
Empeñado en conseguir dos objetos incompatibles, como eran la Borgoña y la
amistad de su regio prisionero, C. ganó la guerra y perdió la paz, pues
sólo obtuvo promesas vagas que no se cumplieron.
Las hostilidades se reanudaron poco después, al firmar Francisco 1
la liga Clementina con el papa Clemente VII (v.), que aspiraba a expulsar
a los españoles de Italia. Las tropas imperiales entraron en la Ciudad
Eterna (6 mayo 1527: saco de Roma, v.), en tanto que los franceses ponían
en grave peligro a Milán y Nápoles (1528). La defección de la flota
genovesa que mandaba Andrea Doria, que abandonó al rey de Francia y se
pasó al Emperador, permitió el envío de refuerzos, y un cambio sustancial
de la decoración. En 1529, ambos beligerantes decidieron recurrir a las
negociaciones (paz de Cambrai o de las Damas), en que la diplomacia de C.
se mostró mucho más realista, renunciando al hecho (no al derecho) de la
posesión inmediata de la Borgoña, a cambio de la renuncia francesa sobre
los territorios italianos. La hegemonía imperial quedaba afianzada.
4. La plenitud de la idea imperial. El 24 feb. 1530, en Bolonia,
Clemente VII coronaba solemnemente a C. como Sacro Romano Emperador. Aquel
acto, el último en su género que recordaría la historia, significaba no
sólo la reconciliación entre el Pontificado y el Imperio, indispensable
para la concordia de la Cristiandad, sino también la madurez de la propia
política imperial. C., que cumplía justamente en aquella jornada los 30
años, ya no era aquel «muchacho absorto y boquiabierto» que tan mediana
impresión había causado a los españoles. Su pensamiento había evolucionado
hasta alcanzar un perfecto equilibrio su formación teórica y su
experiencia: así llegó a darse en su figura, como dice Rassov, esa
síntesis que pocas veces repite la historia, del pensadorrealizador.
Neutralizada Francia, avenido el Pontífice, iniciada ya la conquista
de los territorios americanos, fuente de prodigiosos ingresos, C. podía
formalizar una auténtica política imperial. Es posible que, en su
juventud, el patrimonio de su enorme herencia, las primeras victorias
militares y los consejos de su secretario, el humanista italiano Mercurino
Gattinara, le hubieran inculcado la idea del dominio universal. En la
coyuntura de 1530, su idea política aparece ya mucho más madura y
realista. Multitud de historiadores -Brand¡, Menóndez Pidal, Rassov,
Vicens, Braudel- han tratado de rastrear los orígenes de esta idea, aunque
la discusión resulte, hasta cierto punto, ociosa. Es indiscutible que C.
recibe aportaciones de la propia tradición imperial, del ideario borgoñón,
de sus consejeros españoles -sin duda los mejores que tuvoy de sus
experiencias italianas. Como también lo es que el Emperador supo asimilar
todos aquellos . influjos y refundirlos en grandiosa síntesis. La fuerte
personalidad de C. sería groseramente interpretada si no la entendiéramos
más que como receptáculo de consejos o influencias.
Su idea imperial es, al mismo tiempo, medieval y moderna. Acepta
íntegramente el viejo lema de pax ínter christianos et bellum contra
paganos, en que el Emperador es, no un jefe único, pero sí el máximo
concertador, el árbitro supremo, en lo político, de la Cristiandad. El
Imperio no supone la desaparición de las distintas monarquías de
Occidente, sino que se superpone a ellas como una unidad distinta y
superior. Como director del gran coro de los pueblos cristianos, el
Emperador tutela la paz, el orden y la justicia, .empeñando una fuerza más
moral que física: esta última debe reservarse más bien a la obra de
cruzada, a la lucha contra el infiel y la expansión sobre nuevos
territorios del Reino de Cristo. La concordia entre los pueblos cristianos
intentó lograrla C. mediante el reconocimiento de la unidad espiritual de
Occidente, consagrada a través de un sistema de alianzas que casi podría
ser, gracias a entronques dinásticos, una especie de pacto de familia.
Francia era, sin duda, por su fuerza y por su política individualista, la
pieza más difícil de encajar, y varias veces osciló la política del
Emperador entre aislarla diplomáticamente -siguiendo en esto la táctica de
Fernando el Católico-, o integrarla en su sistema. La lucha contra los
turcos era el otro polo de la política imperial, en momentos en que
Solimán el Magnífico (v.) amenazaba con adueñarse de media Europa. La paz
de Cambrai fue precipitada por la noticia del asedio que los turcos habían
puesto a Viena (1529). Un ejército español, dirigido por el marqués del
Vasto, liberó aquel mismo año a la capital austriaca.
Pero este binomio no resume todas las directrices de la política
carolina. El movimiento luterano fue otro condicionante esencial, frente
al que C. no pudo permanecer ajeno. Su idea de un concilio que encontrase
caminos de avenencia no pudo realizarse tan fácilmente como esperaba. En
primer lugar, porque las diferencias doctrinales entre católicos y
protestantes eran más profundas de lo que imaginaba el Emperador; y en
segundo lugar, porque la Iglesia romana no podía aceptar un concilio de
mesa redonda, en que todo fuese discutible, como los luteranos exigían. La
bamboleante, pero siempre católica, política religiosa de C. (Concilio,
Dietas en Alemania, diálogos irenistas o guerra abierta) llena otra buena
parte de su reinado.
5. Etapa mediterránea. A partir de 1530, el monarca permanece menos
en España, aunque sigue rodeado de sus consejeros españoles (entre los que
hay que destacar a Francisco de los Cobos, Fr. Antonio de Guevara (v.) y
Alfonso de Valdés, v.), y comprende cada vez mejor la importancia de los
reinos peninsulares en el dispositivo de su Imperio. El centro de sus
actividades es, por espacio de 14 años (1530-43), la cuenca mediterránea,
y en ellos se combinan en más abigarrada mezcolanza que nunca la cruzada
antiturca, la acción diplomática o militar frente a Francia y la atención
al cada vez más grave problema religioso.
En 1530, C. trata de llegar a un punto de avenencia con los
protestantes en la Dieta de Augsburgo, logro que, pese a sus cesiones
iniciales, no fue conseguido. Las graves discrepancias doctrinales
escapaban, en realidad, del ámbito de la Dieta, y reclamaban la
convocatoria de un concilio, lo que no estaba ya en manos del Emperador.
En 1532, después de rechazar un segundo ataque turco contra Viena, C.
concedió a los protestantes la paz de Nuremberg, fórmula de compromiso
provisional, y regresó a España.
En 1534 fue elegido un Papa renovador y partidario de la aventura
conciliar, Paulo III (v.); pero diversas circunstancias, entre las que
cuentan la intransigencia de los luteranos y los enredos políticos de la
época, retrasaron la reunión del gran sínodo todavía 11 años. Durante
ellos, la política imperial osciló entre las expediciones contra los
turcos y las guerras contra Francia. En 1535, el Emperador, en una campaña
afortunada, se apoderó de Túnez y La Goleta, utilizando fuerzas españolas.
A su regreso a Roma, en la Pascua de 1536, cuando contaba concertar con el
Papa una más amplia alianza contra los infieles, se encontró con la
noticia de que los franceses habían invadida el Piamonte. El hecho fue
origen de una nueva guerra (la tercera) entre C. y Francisco 1; en ella
los imperiales tentaron un desembarco en Provenza, operación que, llevada
a cabo con grandes fuerzas, no pudo, sin embargo, acorralar al enemigo a
una acción decisiva. El conflicto fue languideciendo por agotamiento de
ambas partes, hasta desembocar en la tregua de Niza (1538), arreglo
provisional que nada resolvía.
Aquel mismo año se reanudó la acción de cruzada, aliándose C. con
Paulo III y los venecianos. La escuadra cristiana encontró a la turca en
Prevessa y Santa Maura, pero las acciones, en parte por interferencia de
los elementos, quedaron indecisas. Un nuevo golpe de mano, esta vez sobre
Argel (1541), fracasó también por obra del mal tiempo. La cruzada, idea
central del Emperador, estaba llevándose, sin embargo, de modo ocasional,
y no rendía los resultados previstos. Una nueva guerra con Francia la
arrumbaría definitivamente.
6. Etapa germánica. En 1543, C. abandonó España, encargando el
gobierno a su hijo Felipe II (v.). Se dirigía al espacio alemán, primero
para asestar a Francia un golpe decisivo desde el N, y segundo -aunque sin
duda fuese esto lo más importante- para poner mano en el cada vez más
espinoso asunto de la herejía.
En 1544, las tropas imperiales penetraban en Francia por el Artois y
se lanzaban en tromba sobre París; pero la alianza británica, en la que C.
había depositado sus esperanzas, apenas rindió frutos, y no fue posible la
proyectada conjunción bajo lds muros de la capital enemiga. Entretanto,
los franceses invadían el Milanesado. En tales condiciones, el Emperador
se decidió por la paz, sobre la base de un empate. Fue la paz de Crépy
(1544), con mutua devolución de conquistas, y en la que pareció
consagrarse la definitiva reconciliación entre C. y Francisco. Uno y otro
se daban cuenta de la inutilidad de una guerra cuyos resultados acababan
indefectiblemente siendo nulos. (Para explicar estos desenlaces, que para
los propios contendientes resultaban incomprensibles, hay que tener en
cuenta dos factores: por un lado, la generalización de las armas de fuego,
mucho más fáciles de utilizar por el que defiende que por el que ataca; y
por el otro, la inflación producida por el cambio de estructura metálica
-del oro se pasa a la plata-, que eleva los gastos y la velocidad de
circulación, por lo que cualquier guerra resulta ahora ruinosa y termina
pronto por lasitud de ambos bandos).
La paz de Crépy permitió al fin a Paulo III reunir el tan deseado
Concilio, que se convocó en Trento en 1545 (V. TRENTO, CONCILIO DE). Los
hechos, no obstante, habían evolucionado, y ya era difícil pensar en
diálogos. Trento fue un concilio eminentemente católico, que dejaba a los
protestantes fuera de la ley. La política de C. con respecto a aquéllos ya
no podía ser otra que la guerra: máxime cuando la cuestión religiosa se
asociaba a la política, y de ella pretendían aprovecharse los grandes
señores de Alemania para rebajar el poder imperial. C., utilizando en gran
parte recursos y tropas españoles, causó a los rebeldes una derrota en
Ingolstadt (1546) y obtuvo un triunfo definitivo (1547) en Mülhberg (v.).
Más que nunca parecía posible la unidad política y religiosa del Imperio.
La idea imperial de C. alcanzó quizá por aquellos años su suprema
madurez. No era la de su primera juventud, pero tampoco la idealista y
puramente teórica de 1530. El monarca supo darse cuenta de que en la nueva
coyuntura de Europa, donde imperaban el individualismo y el maquiavelismo,
ya no tenían lugar los imperios morales. Su concepto era ahora totalmente
distinto en cuanto a la estructura de aquel Imperio, por más que los fines
-la realización de un orden cristiano en el mundocontinuasen siendo los
mismos de siempre. Lo que ahora interesaba a C. era la consagración de un
Imperio-potencia, una especie de gran Estado gendarme, que obligase a la
comunidad de Occidente a marchar de acuerdo con unas normas directrices.
Para ello ya no bastaba la autoridad moral del Sacro Imperio, sino la
hegemonía basada en la fuerza física virtual, o, si era preciso, actuante.
Para ello eran necesarios, ante todo, dos importantes logros: el
primero, la modernización del Imperio alemán, aupado hasta entonces sobre
unas estructuras en gran parte medievales, y donde el poder señorial
convertía la autoridad del Emperador en poco más que un símbolo; el
segundo, mucho más ambicioso aún, consistía en la unificación virtual de
todo. el extensísimo patrimonio de C. -del Báltico al Río de la Plata- en
una herencia común. Ello requería, por supuesto, transformar la
constitución del Imperio, y hacerlo pasar de electivo a hereditario.
Cuando, en 1549, C. hizo viajar hasta Alemania a Felipe II y lo presentó
como heredero de todos sus Estados, el grandioso plan parecía aún posible.
7. La crisis del Imperio alemán. Toda la biografía de C. oscila
entre momentos en que parecen al alcance de la mano los más ambiciosos
logros, y otros en que todo parece perdido. Resulta curioso observar cómo
esta oscilación histórica se corresponde con una tendencia ciclotímica en
el temperamento del Emperador, en el cual se alternan también, y a veces
en sucesión desconcertante, la euforia y la depresión. Los grandes planes
de 1548-50, cuando se los veía más factibles que nunca, se vinieron abajo
estrepitosamente, y a un momento en que pareció consagrarse la realidad de
un Imperio de corte moderno, sucedió otro en que el mismo Imperio estuvo a
punto de perderse totalmente. La victoria militar de 1545-47 había sido
tanto contra los protestantes como contra los particularismos señoriales.
Deshecha la liga de Smalkalda, muerto Martín Lutero, presos los nobles
rebeldes, C. pa. recía tener ante sí las mejores perspectivas. Sin
embargo, tardó poco en darse cuenta de que era más fácil vencer que
convencer y de que el luteranismo iba a sobrevivir con mucho a Lutero. Ya
en 1548 accedió al Interim, especie de estatuto de igualdad de derechos
entre católicos y protestantes, en tanto éstos no pudiesen acudir al
concilio -circunstancia que C. seguía esperando y deseando- o el problema
religioso no fuese resuelto por otra forma de arbitrio.
En cuanto a la reforma política, el proyecto de modificar la
constitución imperial fue recibido con oposición desde el primer instante.
Felipe II, hombre taciturno, nada concesivo, católico convencido y rodeado
de españoles, no resultó grato en amplios sectores de la opinión alemana.
Se echaba de ver que, en un Imperio unificado, España iba a ser cabeza. A
la oposición que C. encontró en la dieta de Augsburgo (1550) se unió bien
pronto la de su propia familia, ya que su hermano Fernando (V. FERNANDO I
DE ALEMANIA), que ya había sido jurado como Rey de Romanos, se negaba a
ceder sus derechos; y cuando Fernando pareció dispuesto a una actitud más
flexible, la irrupción de su hijo Maximiliano condujo las negociaciones a
un punto muerto. La solución final de una sucesión en zigzag (C.
Fernando-Felipe-Maximiliano) no era más que una salida de compromiso, que
a nadie convenció, y que ni siquiera iba a cumplirse.
Las disensiones de la familia imperial alentaron la revuelta
señorial, por supuesto bajo el signo protestante. Para más, C. había
entregado el mando de las tropas a un joven y ambicioso noble, que él
había creído de los más adictos, pero que ahora se disponía a
traicionarle: Mauricio de Sajonia. En 1551, el Emperador se trasladó al
Tirol para seguir de cerca la segunda reunión del conc. de Trento, en que,
contra el criterio del Papa, C. había conseguido imponer el suyo de una
asistencia de delegados luteranos, Éstos llegaron, sin embargo, provistos
de tales exigencias, que no hubo acuerdo posible, y pronto volvió a ser el
concilio una reunión exclusivamente católica. El monarca, profundamente
contrariado, presenciaba desde Innsbruck este fracaso, mientras Mauricio
de Sajonia se concertaba con los demás señores del Imperio y firmaba con
el nuevo rey de Francia, Enrique 11 (v.), el tratado de Chambord (1551).
El peligro se estaba viendo venir, y, sin embargo, C., sumido en una
de sus típicas crisis depresivas, dejó hacer a sus enemigos. Enrique II
penetró por el O de Alemania, mientras Mauricio levantaba el resto del
país, según parece con el propósito de proclamarse Emperador. Pronto
sobrevino la invasión de Austria, hasta que C., indolente hasta el último
instante y enfermo de gota, hubo de huir en litera, llevado a través de
los pasos alpinos. Una vez en Milán, presenció lo que parecía ser el fin
de su Imperio.
8. Hacia el Imperio español. En 1552, la crisis se resolvió tan
inesperadamente como había sobrevenido. La muerte de Mauricio de Sajonia y
las diferencias entre Enrique II de Francia y los nobles alemanes cortaron
alas a la rebelión. A ello hay que sumar otro acontecimiento imprevisto,
procedente esta vez del mundo hispánico. El bachiller Lagasca (v.),
después de_ pacificar Perú, había enviado a la corona de Castilla todo el
fabuloso botín de aquella conquista. C. se vio al fin con abundancia de
numerario, circunstancia que le permitió sentirse de nuevo seguro de sí
mismo, movilizar tropas y reunir la dieta de Passau, en la que con dinero,
promesas b amenazas, se ganó de nuevo a la nobleza alemana.
A fines de 1552, la situación, en sus líneas generales, estaba
restablecida. Eso sí, a C. ya no se le pasó por las mentes reemprender su
plan de modificar la constitución del Imperio. Alemania seguiría siendo un
Estado señorial, o quizá más exactamente, una federación de Estados
presidida por el Emperador. Tampoco era tiempo ya de reducir a la
obediencia a los disidentes religiosos. El protestantismo era un hecho
histórico consumado, con el que no había más remedio que contar. Fernando,
hermano menor de C. y hombre dúctil, más dado a los tratos y combinaciones
diplomáticas que a los grandes planes o a la guerra, sería el hombre más
indicado para heredar el Imperio y con él el doble e intrincado problema
político-religioso. Presidiendo ya la nueva dieta imperial, Fernando
firmaría (1555) la paz o confesión de Augsburgo (v.), que consagraba el
régimen señorial y la diversidad de confesiones en Alemania.
C., entretanto, seguía la lucha con Francia, empeñado en privar a
Enrique II de las ventajas adquiridas a raíz de la liga de Chambord. La
invasión de Alemania fue detenida, aunque el Emperador tampoco logró
muchos progresos hacia el O. El frente se estabilizó sobre la línea de los
tres obispados (Metz, Toul y Verdun), y la guerra, como siempre, tendía al
empate. Ya por entonces, C., agotado, verdadero anciano a los 55 años,
pensaba legar la interminable empresa de humillar a Francia a su hijo
Felipe II.
Sus planes, pese a todo, seguían adelante, incluyendo el proyecto de
un Imperio-potencia; pero ya sobre bases nuevas. Fue alrededor de la
crisis de 1550-52 cuando C. hizo tres descubrimientos casi simultáneos.
Primero, que Alemania, neutralizada por su estructura social y por el
cisma religioso, quedaba relegada a un plano histórico inoperante, y lo
mejor que podía hacerse era prescindir de ella. Segundo, que en la nueva
coyuntura de los tiempos, no era posible edificar sobre sus dominios otro
Imperio que el español. Tercero, que América era un elemento sustancial en
el mantenimiento de este Imperio y, por tanto, había que volverse hacia el
Atlántico. Este «descubrimiento» de América por el Emperador es, aunque
tardío, un fenómeno de capital importancia. Hasta entonces, sus dominios
trasatlánticos habían ocupado -quizá injustamente- un lugar secundario en
su política y su atención; ahora, en cambio, pasaban a ser el determinante
esencial de la orientación del nuevo Imperio.
Para redondear aquella realidad geopolítica, C. ideó legar a Felipe
II, junto con España y las Indias, los Países Bajos, pueblo de navegantes,
mercaderes y banqueros, que serviría de complemento a la empresa
americana. La decisión resultaba un poco forzada, y es una de las que más
se han criticado a C.; pero resulta explicable a la luz de sus ideas. Para
completar la fachada europea, logró en 1553 un magnífico triunfo
diplomático: casar a Felipe II con la reina de Inglaterra, María Tudor
(v.). Fue un matrimonio desigual, también un poco forzado, y que a la
postre no habría de rendir sus frutos; pero también en línea con las
nuevas directrices.
El Imperio atlántico, Imperio-potencia gendarme de Europa, parecía
en marcha, y sólo entonces inició el Emperador la penosa tarea de irse
desprendiendo lentamente de sus dominios, hasta buscar refugio en Yuste.
Ya no habría de presenciar íntegramente el desenlace final: la muerte
temprana de María Tudor, los problemas de los Países Bajos y la gran
victoria de Felipe II sobre Francia con la paz de Cateau-Cambrésis (v.),
transformarían el Imperio atlántico en el primer Imperio nacional de los
tiempos modernos: el Imperio español.
9. Abdicación y muerte del monarca. Ya en 1540, C. había abdicado el
ducado de Milán en Felipe II, para vincularlo definitivamente a su casa.
En 1555-56 fue despojándose triste y lentamente de los otros dominios.
Primero, de Nápoles; luego, en una emocionante ceremonia (25 oct.
1555), de los Países Bajos y demás Estados borgoñones; de España y sus
posesiones, el 16 en. 1556, y del Imperio el 23 ag. 1556. Este pasaba,
junto con la herencia austriaca, a su hermano Fernando; el resto de los
Estados, a Felipe II. Despojado voluntariamente de todo poder, C. eligió
España como lugar de su retiro y muerte. El 3 feb. 1557 entraba en el
monasterio extremeño de Yuste, donde alternó la vida de piedad con
pequeñas aficiones (la música, la mecánica), y un interés nunca muerto del
todo por la política. En aquel retiro murió piadosamente el 21 sept. 1558.
Inteligente, de una nobleza magnánima y un valor que no le discuten
sus mayores enemigos; morigerado de costumbres -a veces casi asceta-, y
enamorado de la vida dura, fue un monarca idealista al que no faltó, sin
embargo, sentido práctico. Sus planes fracasaron en gran parte porque la
época que le tocó vivir -la de consagración de las nacionalidades
modernas- iba diametralmente en contra de sus ideales ecumenistas. Genial
sintetizador de los conceptos medieval y moderno de Imperio, nos ofrece el
contraste de una gran coherencia ideológica de fondo y una amplia
flexibilidad de criterios en orden a su puesta en práctica. Quizá esta
flexibilidad le llevara en ocasiones a un excesivo vaivén en la marcha de
su política, a lo que contribuye su falta de un orden programático y su
propio criterio variable. En cuanto a su relación con los españoles, si
bien no puede aceptarse el pleno hispanismo que deponen algunos de sus
panegiristas, es evidente su predilección por lo español, el influjo de
sus consejeros peninsulares, e incluso su concepción final del Imperio
hispánico como columna de Occidente, que haría realidad Felipe II.
V. t.: AUSTRIA, CASA DE; ESPAÑA VII; FELIPE II DE ESPAÑA; FRANCISCO
1 DE FRANCIA; LUTERO Y LUTERANISMO; TRENTO, CONCILIO DE.
BIBL.: Biografías: K. BRANDI,
Carlos V, Madrid 1943; R. B. MERRIMAN, Carlos V el Emperador, Madrid 1960;
D. WYNDHAM LEWIS, Carlos de Europa, Madrid 1955; W. ROYAL TYLER, El
Emperador Carlos V, Barcelona 1959; O. DE HABSBOURG, Charles-Quint, París
1967.-Monografías de tipo general: M. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, La España del
Emperador Carlos V, Madrid 1966; Charles-Quint et son temps, Colloques
Internationaux, París 1959; Carlos V, Miscelánea de estudios, homenaie de
la Universidad de Granada, Granada 1958; J. M. JOVER, Carlos V y los
españoles, Madrid 1962; B. CHUDOBA, España y el Imperio, Madrid 1963; J.
H. ELLIOTT, La España Imperial, Barcelona 1965; R. MENÉNDEZ PIDAL, Idea
imperial de Carlos V, Madrid 1941; F. EGUíA-GARAY, Los intelectuales
españoles de Carlos V, Madrid 1965; P. RAssov, El mundo político de Carlos
V, Madrid 1945; íD, Política mundial de Carlos V y Felipe II, Madrid 1966;
R. CARANDE, Carlos V y sus banqueros, Madrid 1949, 1965 y 1968.
JOSÉ LUIS COMELLAS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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