CARLOS MARIA ISIDRO DE BORBÓN


Segundo hijo de Carlos IV, y de María Luisa de Borbón-Parma; n. en Madrid el 28 mar. 1788. Personalidad y carácter. Hermano de Fernando VII y un año menor que él, su educación estuvo confiada a maestros y consejeros insignes que lograron darle una esmerada formación política, religiosa y humana. Los más destacados fueron D. José Bazán de Silva, marqués de Santa Cruz, y D. Vicente de la Vera y Ladrón de Guevara, duque de Roca y marqués de Sofraga. Su formación religiosa y moral corrió a cargo del sacerdote escolapio D. Felipe Scio; la científica estuvo en manos de D. Fernando, hermano del anterior, mientras que su instrucción militar fue dirigida por el coronel de Artillería D. Vicente María de Maturana. El logro de tan concienzuda labor ha sido muy discutido por la posterior historiografía. Para los escritores liberales (Lafuente, Pírala, Galdós), C. se convirtió en un ambicioso, fanático, absolutista, intransigente, amparador de intrigas, con exagerado fanatismo religioso, etc. Para los defensores del tradicionalismo español (Galindo Herrero, Ferrer, Tejera, Acedo) fue infante modelo, «piadoso, formado con espíritu de religiosidad rayana en la pureza más extremada de costumbres, y severo en sus devociones... conocedor de la vida y de los deberes militares... Aficionado a las letras y a las Ciencias... aficionado a la Historia, y su cultura se refleja en la palabra fácil y en la dicción correcta. Amaba a España, pero era, sobre todo, fervoroso católico...» (Ferrer, Tejera, Acedo: Historia del tradicionalismo español, 111, 46, Sevilla 1942).
      Hoy sabemos que era amante del saber y de las letras, aunque está claro que no poseía una preclara inteligencia; de carácter noble y bondadoso, de vida intachable, impregnado de un misticismo y religiosidad fervientes, pero de una ingenuidad innegable; austero, de fidelidad probada, pero amigo también de dejarse llevar por consejeros y colaboradores que tal vez arrastraron su causa al desprestigio. Su físico, también discutido, presenta en cambio una mayor unanimidad: «El físico de D. Carlos era agradable... estatura gallarda y severo continente... gravedad constante y un andar majestuoso y digno. Sus cabellos, casi castaños, su frente ancha y despejada, su mirada tranquila, sus ojos hundidos, su nariz y barba borbónica, su largo bigote rubio y su sonrosada tez hacían de su rostro una fisonomía simpática» (A. Pirala, Historia de la guerra civil y de los partidos liberal y carlista, I, Madrid 1868).
      Actividad política. Tenía 20 años cuando la invasión de las tropas francesas y la traición de Napoleón, que obligó a la familia real a cruzar la frontera camino del destierro. Su inquebrantable negativa a firmar la renuncia de sus derechos sobre la Corona de España, tras la forzada abdicación de su padre y de su hermano, le valió la prisión en el castillo de Marrac y, posteriormente en el de Valengay, donde pasó junto con Fernando VII todo el periodo de la guerra de la Independencia. Terminada ésta y puesto en libertad (1814), regresó a España junto a su hermano Fernando, con el que recorrió Cataluña, Aragón y Valencia antes de llegar a Madrid. Poco después, ya con 26 años, ocupaba sus primeros cargos, puesto que el 14 jun. 1814 era nombrado general de los Carabineros Reales y dos meses después capitán general y generalísimo de los Reales Ejércitos. A partir de este momento pudo asistir a las reuniones de los Consejos y, en ausencia de Fernando, presidía normalmente los de Guerra y Estado. Desde estos puestos de responsabilidad no abandonó su inclinación a las Ciencias y a las Artes, dando buena prueba de ello con sus frecuentes visitas y donaciones a las Univ. de Valencia, Sevilla y Alcalá de Henares, de las que se declaró protector.
      En 1816, viéndose la conveniencia del matrimonio de Fernando y de C., se eligieron a las infantas portuguesas Da María Isabel y Da María Francisca de Asís, hijas de la Infanta de España, Da Joaquina Carlota, y del príncipe del Brasil D. Juan, más tarde Juan VI de Portugal. La boda, que se celebró el 23 sept. 1816, fue el comienzo de una nueva etapa para el infante, puesto que desde entonces la influencia de la austera y enérgica María Francisca se dejó sentir claramente en su vida. La revolución liberal iniciada en Cabezas de San Juan (1820), que implantó en España la Constitución de 1812, puso a prueba la obediencia a su rey, a la que tanto se ha aludido posteriormente, ya que una vez jurada la Constitución por Fernando VII, C. prometió «guardarla, ser fiel al rey y desempeñar debidamente sus cargos».
      Los orígenes del carlismo. Tras los años de intranquilidad política y después de las penalidades de aquella peregrinación por tierras - andaluzas (Sevilla, Cádiz), cortada por la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823, el panorama de la vida de C. cambia completamente. España ha regresado, con este golpe, al régimen de plena soberanía real, o absolutista. Sin embargo, prosigue el descontento, manifestado, muchas veces, por los propios elementos realistas o tradicionales. Todo se debe a que algunos de los realistas que antes se han opuesto con las armas al gobierno liberal y que ahora comienzan a mostrar su disconformidad con la vacía política de Fernando VII, empiezan a ver en el infante (heredero oficial de la Corona, por carecer de hijos el rey) la esperanza del realismo español y la principal defensa contra las ideas liberales. De ello dan muestra muy pronto varias conspiraciones y alzamientos (Adamé, Bessiéres, los Agraviados), que intentan proclamarle rey, sin que el infante autorizase semejantes movimientos. Ya hacia 1824 aparece el germen de un partido, mal dibujado todavía, cuyos miembros reciben el nombre de carolinos o carlinos. A partir de 1827 comienza a generalizarse la denominación carlistas.
      En esta situación, Fernando VII, que había perdido a la reina Da Amalia el 18 mayo 1829, decidió contraer nuevo matrimonio con su sobrina María Cristina, enlace que, celebrado el 9 de diciembre del mismo año, vino a alterar por completo el panorama. Naturalmente este suceso levantó el recelo y la oposición de los carlistas puesto que a partir de este momento existía la posibilidad de que el monarca tuviera aún descendencia masculina y de que, por ello, C. quedase desheredado. Mas por si esto fuera poco y en prevención de que fuera hembra, lo cual presentaría un grave litigio, Fernando VII (v.) promulgó el 29 mar. 1830 la Pragmática Sanción (v.), que derogaba el Auto acordado de 1713, a semejanza de la ley que las Cortes habían establecido ya en 1789, aunque en aquella ocasión no fuera sancionada y promulgada por el entonces rey, Carlos IV. En vista de tal determinación, los carlistas, con el infante a la cabeza, protestaron de la ilegalidad que representaba una reforma no refrendada por las Cortes. Mas cuando meses después, el 10 oct. 1830, la reina María Cristina dio a luz a la princesa Isabel (Isabel II), el problema dinástico quedó definitivamente planteado y con él el conflicto ideológico que impulsará a carlistas e isabelinos en su enfrentamiento durante la guerra civil. «Es curioso pensar, apunta Comellas, que los constitucionales se apoyaban en un acto tan arbitrario como la derogación de una ley fundamental por un rey absoluto, sin contar con el país; en tanto los tradicionalistas se disponían a defender un principio tan poco tradicional y tan afrancesado como la Ley Sálica» (1. L. Comellas, Historia de España Moderna y Contemporánea, 1474-1965, Madrid 1967, 439-440).
      En tales circunstancias, los sucesos de La Granja (septiembre 1832) vinieron a enrarecer más aún el turbio panorama de la sucesión. Hallándose Fernando VII gravemente enfermo, la reina María Cristina, que deseaba asegurar la tranquilidad del país y la garantía de los derechos de sus hijas, intentó atraerse al infante C. para consejero de la futura regencia y, ante la negativa de éste, para co-regente de la misma. Sin embargo, como no se decidiese a aceptar tampoco dicha dignidad, al fin determinó la reina aconsejar al moribundo monarca que derogase la Pragmática Sanción, como así hizo. En tales circunstancias, los elementos liberales -entre los cuales sabemos que tuvo una participación importante Donoso Cortés (v.)- se ganaron a María Cristina, ofreciendo el apoyo del partido a la causa de la infanta Isabel si se desheredaba de nuevo a C. La Pragmática quedó restablecida en todo su vigor y desde entonces María Cristina, en nombre de su esposo, el monarca enfermo, gobernó rodeada de elementos simpatizantes con el liberalismo. En realidad fue un verdadero golpe de Estado que, ya en vida del monarca, cambió por completo las directrices de la política española y condenó las posibilidades de C.
      La reacción de sus partidarios fue inmediata, llegando a producirse incidentes en León y Barcelona, y a realizarse intrigas en la propia corte. Para evitar tales problemas, el nuevo gobierno invitó a C., que hasta el momento se había abstenido de cualquier procedimiento de fuerza contra su hermano, a abandonar el país, so pretexto de tener que acompañar a su esposa, María Francisca, que había sido llamada a Portugal por su hermano, el rey D. Miguel. Cuando un año después de estos sucesos fallece Fernando VII (29 sept. 1833), C., residente en Thomar, acepta la proclamación que sus partidarios realizan en España, mientras que elude los intentos de la regencia española para enviarle a Italia. Vemos, sin embargo, que para defender su legitimidad, el infante tendrá que alzarse contra los liberales, que son los auténticos dueños del poder en España. Comienza ahora, pues, la etapa más importante de la vida del que para los realistas era Carlos V y para los cristinos el Pretendiente.
      La lucha, por la corona. Mientras que la regencia se hacía cargo del poder en España, según el testamento establecido por Fernando VII el 12 jun. 1830, y C. comenzaba a dictar disposiciones y manifiestos como rey legítimo (Manifiesto de Abrantes -1 oct. 1833- y decretos de Santarém -4 octubre-), la reacción carlista en el país fue inmediata, revistiendo por vez primera caracteres de auténtica sublevación generalizada. Manuel González en Talavera de la Reina; el marqués de Valdespina y el brigadier Zabala en Bilbao; Valentín Verástegui y el brigadier Uranga en Vitoria y D. Santos Ladrón en la Rioja, se levantaron contra el gobierno cristino en defensa de la legitimidad de C. Mas el peligro fue pronto dominado por éste; el Decreto del 17 oct. 1833 establecía el embargo de todos los bienes del infante y el desarme de los realistas, mientras que sus más destacados jefes (Santos Ladrón, Aguilar, Tena, Echevarría, etc.) pagaban con su vida el intento. Poco después, D. Pedro Sarsfield, con sus triunfos en Vitoria (21 noviembre) y en Bilbao (el 25), obligaba a los carlistas a retirarse hacia Navarra, donde intentaron establecer el nuevo frente. No obstante, el gobierno liberal, observando la permanencia de C. en Portugal en absoluta connivencia con el pretendiente de este país, D. Miguel, no descansó hasta lograr conjurar este peligro. Para ello, tras la creación del ejército de observación en la frontera de ambos países bajo el mando del general Rodil, logró la firma de la Cuádruple Alianza (22 abr. 1834) -Inglaterra, Francia, Portugal y Españay la libertad para intervenir-en el país vecino y expulsar a los legitimistas. Rodil invadió Portugal y obligó a C. y a D. Miguel a firmar el tratado de Evora-Monte (26 mayo), por el cual el pretendiente español se veía obligado a abandonar el país y a residir en Inglaterra. Poco después recibía del embajador español en Londres, marqués de Miraflores, el ofrecimiento de una renta anual de 30.000 libras por la renuncia a sus derechos, pero C., seguro de la legitimidad de los mismos, rechazó la oferta y escapó de Inglaterra a la primera oportunidad (julio 1834). Después de atravesar Francia disfrazado se estableció en la frontera navarra gracias, sobre todo, a la labor de August de Saint Sylvain, hasta que al fin logró penetrar en España por Urdax (12 julio), donde fue clamorosamente recibido por sus partidarios que, de manera definitiva, habían iniciado la guerra contra el gobierno de María Cristina.
      Sin embargo, la llegada del infante no produjo la reacción que sus partidarios esperaban; quizá por la falta de capacidad de mando necesaria, quizá porque no logró un efectivo dominio más que en un pequeño sector del país, el levantamiento general esperado por los carlistas no tuvo lugar. Desde su precaria corte de Oñate y desde el mismo campo de batalla en multitud de ocasiones, C. dirige durante seis largos años las operaciones contra el ejército liberal. Aquella guerra cruel, violenta y trágica se desarrolla para los carlistas bajo el signo de la mayor pobreza de medios materiales y económicos. Bien es cierto que la gran masa campesina; legendaria guardiana de las tradiciones del país, los apoyó con entusiasmo, pero también es verdad que los cristinos e isabelinos contaban con las más poderosas e influyentes fuerzas del país: propietarios, hombres de negocios, intelectuales, la casi totalidad de la nobleza y, especialmente, el ejército, cuya oficialidad pasó en masa a engrosar las filas liberales. Por si ello fuera poco, Inglaterra, Francia y Portugal apoyaron decididamente al partido representante de las nuevas ideas, mientras que C. no recibía ayuda alguna de las potencias que simpatizaban con su causa (Rusia, Austria, etc.).
      Dos grandes sectores fueron los escenarios de la gue rra: en el Norte, Vascongadas y Navarra; en Levante, el Maestrazgo. Durante algún tiempo las acciones de Zumalacárregui (v.), Cabrera, González Moreno y otros, representaron un cierto equilibrio de la contienda, pero la temprana muerte del primero en el sitio de Bilbao, coincidente con el fracaso carlista ante esta ciudad, señalan el comienzo de los reveses para éstos y el alejamiento de toda posibilidad de reconocimiento de las potencias en favor de C. La falta de cabezas directoras en el bando carlista, la misma torpeza e ingenuidad de su jefe y la actuación de la camarilla que le rodeó, falta de capacidad y dinamismo, contribuyeron a restarle popularidad, a la escisión interna y al total hundimiento de su causa. Al fin, el principal general carlista, Maroto, cansado de la situación interna del partido y de la oposición de ciertos elementos (Guergué, Carmona, etc.) que había tenido que ahogar en sangre, se aviene a la negociación de un convenio firmado en Oñate (29 ag. 1839), y confirmado en Vergara el 31 del mismo mes.
      El destierro. Mientras, C. se veía precisado a cruzar la frontera por Dancharinea, camino del exilio. Aún desde Bourges, donde fue internado por el gobierno francés, dirigió varios manifiestos a sus leales defensores. Años después, 18 mayo 1845, obedeciendo a una nueva opinión que trataba de conciliar a los dos partidos enemigos, el pretendiente abdicó en su hijo primogénito, el infante Carlos Luis, conde de Montemolín, a quien se intentaba casar con Isabel II.
      Sin embargo, las diferencias nacidas dentro de esta nueva tendencia impidieron toda reconciliación; una corriente, aceptada por el príncipe y presentada por el diario La Esperanza, trataba de unir a ambos en igualdad de derechos, figurando los dos como reyes a semejanza de los Reyes Católicos; otra, la tesis de El Pensamiento de la Nación, defendida principalmente por Balmes, pretendía la unión bajo la base de que D. Carlos pasaría a ser rey desde el momento de su matrimonio con Isabel II, reina de España. Poco después de su abdicación, C. se retiró a Italia en compañía de su segunda mujer, María Teresa de Braganza y Borbón, princesa de Beira, con la que había contraído matrimonio en octubre de 1838. Aunque de ésta no tuviera descendencia, de su anterior esposa María Francisca había tenido a los infantes D. Carlos Luis, conde de Montemolín, D. Juan Carlos y D. Fernando María. En Italia vivió hasta su muerte acaecida el 10 mar. 1855 en Trieste, en cuya catedral fue enterrado.
      Semblanza final. No cabe duda de que C., a quien tanto las fuentes realistas como las liberales reconocen indudable valor y pericia militar, más buena intención que voluntad y un comportamiento noble y caballeresco, no supo aprovechar la oportunidad que se le presentó de dar su definitivo sentido al partido renovador y tradicionalista que lo apoyaba. Su falta de visión y de capacidad que le impidieron aprovechar en muchas ocasiones las circunstancias,- la misma indecisión que le caracterizó, permitieron que muchos de los colaboradores que le rodearan pudiesen adoptar unas medidas que no contribuyeron a definir su política ni a fortalecer su prestigio. La escisión que tales debilidades produjeron en el partido carlista ocasionó su falta de popularidad en España y, en consecuencia, su ulterior derrota.
     
      V. t.: CARLISMO; CARLISTAS, GUERRAS; FERNANDO VII DE ESPAÑA.
     
     

BIBL.: M. FERRER, D. TEJERA Y 1. ACEDO, Historia del Tradicionalismo español, III-XIV, Sevilla 1942; A. PIRALA, Historia de la guerra civil y de los partidos liberal y carlista, I,, Madrid 1853; OVILO y OTERO, D. Carlos María Isidro de Borbón. Historia de su vida militar y política, Madrid 1844-45; R. SÁNCHEZ, Historia de D. Carlos y de la guerra civil de España, Madrid 1844; 1. CASARIEGO, Carlos V, o el príncipe insobornable, Sevilla 1940; CONDE DE RODEZNO, La princesa de Beira y los hijos de D. Carlos, Madrid 1928; S. GALINDo HERRERO, Breve Historia del Tradicionalismo Español, Madrid 1956.

 

l. M. RODRÍGUEZ GORDILLO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991