Rey de los francos (768-800) y después Emperador (800-814), aparece sin
duda alguna como la figura más prestigiosa de la Alta Edad Media. Su
personalidad y su obra, exaltadas y deformadas por la leyenda pueden, sin
embargo, ser bastante bien determinadas por el historiador, gracias a las
fuentes relativamente seguras que conservamos sobre su reino, se trate de
documentos diplomáticos (títulos, colección de leyes, cartas) o de
escritos historiográficos. Entre éstos merece especial atención la Vita
Karoli de Eginardo, amigo del soberano y que gozaba de su simpatía, quien,
a pesar de su intento de imitar a los modelos antiguos (Eginardo se
inspira constantemente en Suetonio), no por eso deja de ofrecer un
testimonio vivido que es de primera importancia. Por otra parte, esta
fuente se encuentra afortunadamente completada por los Annales, oficiales
u oficiosos, del reino, redactados durante la vida misma de C. por los
clérigos de la capilla palatina, y por las interesantes anotaciones que se
encuentran ocasionalmente en las crónicas bizantinas o musulmanas. En
cambio se deberá tener la más grande desconfianza ante ciertas biografías,
escritas mucho después de la muerte del Emperador (p. ej., la De gestis
Caroli imperatoris de Notker de Bégue), que han servido de base durante
mucho tiempo a los trabajos de los historiadores y que ofrecen del reinado
de C. una imagen muy dudosa.
Nieto de Carlos Martel e hijo del rey Pipino el Breve (v.
CAROLINGIOS I) y de la reina Berta o Bertrada, pertenecía por línea
paterna a una gran familia originaria de la región de la Meuse; su madre
era probablemente la hija de Caribert, conde de Laón. Se sabe que nació el
2 abr. 742, pero se ignora el lugar exacto de su nacimiento, que se sitúa
probablemente en la región de París. Cuando murió su padre tenía 28 años y
el 7 oct. 768 fue elevado a la realeza, al mismo tiempo que su hermano
menor Carlomán. Conforme a la tradición, Pipino había dividido sus
posesiones entre sus dos hijos: Carlos instaló su capital en Noyon,
mientras que Carlomán residía en- Soissons. Ambos hermanos mantuvieron
malas relaciones, y cuando Carlomán murió prematuramente en el a. 771, C.
en vez de respetar los derechos de sus sobrinos, según la costumbre
franca, sometió todo el regnum Francorum bajo su autoridad. Una vez solo,
inauguró inmediatamente la gran política de expansión militar que debía
caracterizar a su reino y que iba a hacer de él un conquistador
legendario.
1. Las campañas militares. Podemos preguntarnos sobre sus causas.
Para los cronistas coetáneos (no olvidemos que todos eran clérigos) son
las motivaciones religiosas las que prevalecen. C. es el protector de la
Iglesia, el representante de Dios, y su misión es la de ampliar los
límites del mundo cristiano. De este modo la fuerza está al servicio de la
fe y la dilatatio regni, la expansión del reino, tema esencial de la
propaganda oficial, no es otra cosa que la expansión de la Ciudad de Dios.
En verdad, podemos preguntarnos hoy día si este pretexto religioso, en el
que han creído sinceramente los hombres de la época, no ha sido sobre todo
una coartada ideológica destinada a honrar la guerra, una guerra que era
la condición del funcionamiento del sistema político y social implantado
por C.: en una época en que, la aristocracia constituía la única fuerza
poderosa y coherente, el rey no podía obligarla a aceptar su autoridad
sino en la medida en que la proporcionase gloria y riquezas. Ahora bien,
apenas había otra clase de gloria que la de las armas y apenas existía
otra posibilidad de enriquecimiento, en este tiempo de retracción
económica, que el botín. Estando la fidelidad de los grandes en función de
la liberalidad del rey, era solamente la conquista la que podía permitir a
éste encontrar tierras suficientes para recompensar a sus vasallos con
donaciones renovadas sin cesar y mantener de este modo su lealtad. La
guerra venía a ser así un fin en sí misma y todos los años se repetía
regularmente desde la primavera al otoño; la elección del enemigo era en
estas condiciones bastante secundaria. Esto explica que las campañas de C.
no hayan obedecido al parecer a ningún plan de conjunto: guerras en
Sajonia, expediciones a Italia, a España y a otros lugares, se sucedieron
sin ningún orden cronológico. Sólo para una mayor claridad las agruparemos
aquí por grandes sectores.
a) Hostilic{ades con árabes e hispánicos. En dirección S, la primera
campaña de C. tuvo por objeto reprimir un levantamiento de los aquitanos
que se desencadenó en el a. 769 a instigación del duque Hunaud: la
rebelión fue aplastada. Pero el gran asunto del reino fue la expedición a
España del a. 778. Esta se decidió en mayo del 777 en la asamblea de
Paderborn, en Sajonia, después de la visita que allí hizo a C. el valido o
gobernador de Barcelona, Sulaimán Izn-al-Arabí, llegado en busca de la
ayuda del soberano franco contra el emir de Córdoba Abderramán I (v.). La
campaña, preparada cuidadosamente y llevada a cabo con efectivos
considerables, se inició en Pascua del 778. Participaron en ella dos
ejércitos: uno de ellos iba bajo el mando del mismo rey y sin duda
franqueó los Pirineos por el desfiladero de Ibañeta; el otro avanzaba por
la Septimania y Barcelona. Ambos se unieron bajo los muros de Zaragoza e
inmediatamente empezó el sitio de la ciudad. Este fue un fracaso completo,
tanto desde el punto de vista militar (la ciudad resistió) como
diplomático (porque las negociaciones iniciadas con los sitiados no
pudieron llevarse a cabo). C., alarmado quizá por la' noticia de un
levantamiento en Sajonia, dio la orden del retorno. Este terminó en
desastre: después de haber desmantelado Pamplona (a pesar de que era
ciudad cristiana), el ejército se internó en los Pirineos y en el momento
en que los franqueaba, un ataque de irregulares vascos o gascones (las
fuentes dicen Wascones) diezmó su retaguardia. Aquí encontraron la muerte
el senescal Eginardo, el conde de palacio, Anselmo, y el duque de la marca
de Bretaña, Rolando. Respecto a este asunto, los testimonios
contemporáneos son extremadamente lacónicos (los cronistas francos no
tenían ningún interés en publicar una derrota tal), y se prestan a todas
las interpretaciones. A la luz de las más recientes investigaciones
eruditas, parece ser, sin embargo, que la batalla tuvo lugar realmente en
Roncesvalles (v.), cosa que ha sido discutida frecuentemente. La campaña
terminó, pues, lamentablemente. Esto disuadió a C. de volver a España y le
obligó a constituir Aquitania (v.) en reino autónomo bajo la dirección
nominal de su hijo Luis (v. LUDOVICO Pío). En cuanto a los españoles que
se habían comprometido con los francos, se hizo necesario repatriarlos; se
los instaló en la Septimania, en donde las fuentes les llaman
frecuentemente con el nombre de Hispani.
A la expedición del 778 sucedió una larga fase de repliegue
estratégico (778-796) durante la cual los musulmanes se permitieron
organizar razzias en Languedoc y hasta sitiar Narbona, mientras que los
vascos asolaban Aquitania y hacían prisionero al conde de Tolosa. Sin
embargo, en el 785 los habitantes de Gerona se habían entregado
voluntariamente al reino franco y poco después hacían lo mismo los de
Urgel y los de Cerdaña. Esto abría el camino a una nueva ofensiva que se
desarrolló a partir 'del 796. C. no participó personalmente y sus
principales jefes fueron el rey Luis de Aquitania, el conde de Tolosa,
Guillermo (canonizado más tarde) y el conde de Gerona, Rostany. Un primer
ataque lanzado contra Zaragoza, Huesca y Barcelona fracasó en el 800. Pero
al año siguiente (801) capitulaba la guarnición musulmana de Barcelona y
esta victoria terminaba con la liberación de toda la Cataluña vieja. Sin
embargo, los francos no fueron lo suficientemente poderosos para explotar
el éxito a fondo y, después de tres tentativas desafortunadas contra
Tortosa, debieron renunciar a toda reconquista más allá del Llobregat. Una
tregua concertada con el emir de Córdoba en el 810 y renovada en el 812,
reconoció este estado de hecho y la frontera se encontró estabilizada
durante dos siglos a las mismas puertas de Barcelona. Esta incorporación
de una gran parte de la futura Cataluña al reino franco no es menos
importante en el plan histórico general, pues iba a traer consigo el
aislamiento durante largo tiempo de esta provincia del resto de la España
cristiana. Además, se implantaron una serie de instituciones de tipo
franco, claramente diferenciadas de las de otros núcleos de la
Reconquista.
b) Conquista de Italia. Al SE del reino, el problema italiano se
planteó desde la muerte de Carlomán. La viuda y los hijos de éste se
reunieron inmediatamente a Deseadas, la esposa repudiada por C., que había
encontrado refugio en el rey lombardo Desiderio. Como los lombardos no
cesaban además de amenazar al Papa, C., a petición del pontífice Adriano
1, mandó una gran expedición a Italia en el 773. El ejército, después de
haber franqueado los Alpes por el paso del Gran San Bernardo y del monte
Cenis, sitió Pavía, que capituló al final de los nueve meses (junio del
774). El rey Desiderio fue deportado a la Galia y encerrado en el
monasterio de Corbie y C. ciñó la corona de hierro de los lombardos,
añadiendo a su título de rey de los francos el de rey de los lombardos y
patricio de los romanos. De hecho, Italia del norte fue constituida
rápidamente en reino autónomo, bajo la dirección del segundo hijo de
Carlos, Pipino. El Estado pontificio pasó a estar bajo el protectorado
franco, mientras que al sur de la península se mantenían dos ducados (los
de Espoleto y de Benevento) para servir de tapón entre el dominio franco y
las posesiones bizantinas. Ulteriormente, C. intentó extender su dominio a
la región del Adriático, pero la conquista de Venecia y de Dalmacia chocó
con una viva oposición de Bizancio y debió renunciar a ello en el 812. c)
Germania. Al E y al NE del reino, C. terminó la conquista de Germania que
habían comenzado dos siglos y medio antes los hijos de Clodoveo (v.). En
el 788, después de la destitución del último duque independiente de
Baviera, Tasilón III, fue suprimida la autonomía de la que hasta entonces
habían gozado los bávaros. Pero fueron los sajones los que crearon más
dificultades al soberano. Allí la guerra fue encarnizada, renovándose casi
todos los veranos durante 30 años. Los sajones eran el pueblo germánico
que había guardado la más fuerte cohesión étnica y su espíritu de
independencia se alimentaba en las fuentes de un paganismo que continuaba
siendo muy vivo y cuyo símbolo era el santuario de Irminsul. En el 772, C.
logró destruir Irminsul, pero esto tuvo como consecuencia un levantamiento
general del país. Desde entonces las insurrecciones se sucedieron unas a
otras y los sajones, que encontraron en su jefe Widukind un notable
estratega, resistieron victoriosamente a C. durante largos años. No se
logró la sumisión definitiva de este pueblo hasta el 804, y al precio de
una terrible represión que vio cómo se sucedían masacres, bautismos
forzados y deportaciones masivas. El código de leyes del 785 sobre Sajonia
había instituido por otra parte el cristianismo como obligatorio y había
promulgado la pena de muerte para toda manifestación del culto pagano. La
conquista de Sajonia fue acompañada del establecimiento de un protectorado
franco sobre las tribus eslavas establecidas a las orillas del Elba,
obodritas, sorabos, checos (v. SAJONES).
d) Los ávaros. Finalmente, el reino franco tuvo que hacer frente a
la amenaza de un pueblo de raza amarilla, originario de Mongolia e
instalado desde el S. VI en la llanura panoniana: los ávaros. Se
emprendieron muchas campañas contra ellos en el 791, 792, 793, que
terminaron en el 796 con la destrucción del Imperio ávaro por Pipino, rey
de Italia, que se apoderó del ring y de los tesoros del khagan ávaro. De
este modo cayeron en manos de C. importantes territorios; los dotó de una
administración militar e hizo de ellos marcas avanzadas del Imperio
(marcas de Panonia y de Friul).
El balance de todas estas expediciones militares a la muerte de C.
(814) es en apariencia bastante prestigioso: numerosos pueblos han sido
sometidos y el Islam ha retrocedido en España. Sin embargo, este balance
parece un poco ilusorio. En efecto, las guerras continuas (y sobre todo la
guerra de desgaste contra los sajones) han agotado los recursos del reino
y se ha visto rápidamente que la defensa de un territorio tan vasto estaba
por encima de las posibilidades de la monarquía franca. C. se ha batido en
todos los frentes, y por esto mismo se ha visto obligado a dispersar sus
fuerzas. Si consiguió éxitos indiscutibles en las fronteras terrestres, se
mostró incapaz de defender eficazmente la frontera marítima de la Galia
Occidental y del noroeste. Es precisamente ahí en donde aparecen desde
esta época los que terminarán con el Imperio franco: los normandos (v.
NORMANDA, DINASTíA). Desde el a. 808, el rey danés Godofredo envía una
flota para asolar la Frisia y amenaza Aquisgrán. En adelante, no cesarán
ya los ataques de los vikingos.
2. El gobierno del reino. En esta materia, las innovaciones de C.
fueron mínimas: las instituciones oficiales apenas difieren de las del
periodo precedente y continúan estando dentro de la pura tradición franca
(v. MEROVINGIOS). El rey, lugarteniente de Dios, dispone de un poder
ilimitado en principio, fundado sobre el derecho de soberanía (derecho de
mandar y de prohibir bajo pena de castigo). El pueblo franco le está
sometido directamente y le debe fidelidad; la práctica de los juramentos
de fidelidad que había caído en desuso, es restaurada por C. y en dos
ocasiones, en el 789 y en el 802, se hace prestar juramento por todos los
hombres libres del reino de más de 12 años. Todos los hombres libres deben
también en principio ayudar al rey en su gobierno y asistir a las
asambleas generales del reino que se celebran todos los años en primavera,
aunque de hecho sólo participan los grandes dignatarios. Finalmente, todos
los hombres libres están sometidos al servicio militar, pero en realidad
sólo son llamados al ejército aquellos que son lo suficientemente ricos
para equiparse a sí mismos, es decir, los que poseen varias mansiones (v.
CAROLINGIOS).
Pero si los principios del gobierno apenas variaron, su práctica,
por el contrario, evolucionó claramente bajo C. Éste, en efecto, restauró
por un cierto tiempo el poder legislativo de la realeza. Sus colecciones
de leyes (colecciones muy distintas de las instrucciones dadas a los
representantes de la autoridad pública) se refieren a los temas más
variados: enseñanza, administración, gestión de los dominios reales,
cuestiones religiosas. Aunque estos textos no contienen verdaderas
innovaciones, no por eso dejan de atestiguar un cuidado constante por
parte de C. para establecer el orden en su reino. El rey se esforzó
también por controlar la acción de sus agentes en las provincias,
principalmente de los condes, quienes, bajo los últimos merovingios,
habían venido a ser prácticamente pequeños soberanos independientes.
Numerosos condes, cuya lealtad era dudosa, fueron destituidos (así, a la
vuelta de la expedición de España, fueron destituidos en el a. 778 nueve
de los 15 condes de Aquitania). Fueron reemplazados por agentes seguros,
reclutados sobre todo entre la aristocracia de Austrasia y con frecuencia
entre la misma familia de C.: así el gobierno del reino vino a ser una
empresa esencialmente austrasiana y hasta familiar. Los condes fueron
también a partir de ese momento inspeccionados por enviados personales del
rey llamados miss¡ dominici, que viajaban de dos en dos (un laico y un
eclesiástico). Sus poderes se vieron al mismo tiempo limitados por la
creación de inmunidades, que sustraían a su autoridad los dominios de las
iglesias y hacían de ellas otros tantos enclaves autónomos dentro de los
condados. Los vassi dominici o vasallos personales del rey, fueron
instalados y dotados de tierras en todas las regiones del reino y su
presencia sirvió igualmente de contrapeso al poder condal. Finalmente, la
reforma judiciaria del 803 que creó un cuerpo de regidores y colocó a
éstos bajo el control de los miss¡ dominici tendía también a limitar la
función judiciaria de los condes; hay que señalar, sin embargo, que esta
medida no fue aplicada en todas partes. Una última característica, y no la
menos importante, del modo de gobierno implantado por C., fue hacer del
vasallaje una institución oficial. El rey hizo entrar en su clientela
personal a todos los representantes de la autoridad pública, y en
particular a los condes, distribuyéndoles beneficios dentro y fuera de sus
condados, y obligándoles a implorar su ayuda. Los condes fueron, a su vez,
invitados a otorgar beneficios, a costa de sus bienes propios o de los del
fisco, a muchos notables de rango inferior como, p. ej., los vizcondes y
los vicarios. Así se constituyó una inmensa red de vasallajes que
terminaba en la persona del rey (v. FEUDALISMO). Este sistema de gobierno
que utilizaba el vasallaje funcionó de manera satisfactoria, parece ser,
durante el reinado de C., pero comportaba para el futuro grandes peligros
que fueron apareciendo casi inmediatamente después de su muerte (V.
LUDOVICO PÍO; CAROLINGIOS).
3. La reorganización de los estudios y el florecimiento intelectual.
A principios del reinado de C., la vida intelectual se encontraba en un
periodo de profunda decadencia. En el reino franco la literatura estaba
casi muerta y desde hacía mucho tiempo casi no había escuelas o maestros
capaces de enseñar. Aunque él mismo era muy ignorante, se esforzó por
volver a dar vida a la cultura. Para gobernar su inmenso reino, tenía
necesidad de colaboradores instruidos, pero el reclutamiento de
administradores competentes suponía en primer lugar la creación de
escuelas capaces de darles una formación suficiente. A esto se añadía una
cuestión de prestigio: queriendo restaurar el Imperio, C. debía restaurar
la tradición intelectual romana y practicar, lo mismo que Augusto de quien
quería ser el sucesor, una política de mecenas. Finalmente, en esta
perspectiva, la preocupación religiosa no era la menos viva: debido a su
ignorancia del latín, el clero era con frecuencia incapaz de desempeñar
correctamente su función litúrgica y de leer los textos sagrados (v.
BIBLIA VI, 913 alemanas). C., protector de la Iglesia, se impuso como
tarea reeducarla. En este sentido, el florecimiento de los estudios
literarios debía servir de base sobre todo para un mejor servicio de Dios.
Los medios puestos en práctica fueron importantes. Se crearon
numerosas escuelas, principalmente escuelas monásticas, en donde se
énseñaron la gramática, el canto litúrgico y el cómputo. En Aquisgrán, la
Escuela palatina se reservó por su parte para la formación de la élite. Se
compraron muchos manuscritos antiguos, particularmente en Roma, y se
emprendió un vasto programa de transcripción en los scriptoria de los
monasterios. De este modo, se salvaron de la destrucción numerosas obras
de la Antigüedad, mientras que se enriquecían las bibliotecas de las
abadías; algunas de ellas (S. Martín de Tours (v.), Corbie, Saint-Gall,
Reichenau, Bobbio, etc.), vinieron a sdr centros culturales importantes. A
causa de la incultura que reinaba en la Galia, los maestros fueron
reclutados en el extranjero, principalmente en los países en los que la
tradición literaria romana se había mantenido mejor (Italia, España) así
como en las Islas Británicas que, primeramente bajo el impulso de los
monjes irlandeses y después de la escuela de Beda el Venerable (v.),
conocían un periodo bastante brillante de florecimiento intelectual. Entre
los iniciadores de este renacimiento carolingio, deben ser citados los
italianos Pedro de Pisa, Paulino de Aquilea, Pablo Diácono, el español
Teodulfo (a quien C. confió el obispado de Orleáns), aunque el principal
organizador de la reforma de los estudios fue el anglo-sajón Alcuino (v.),
quien después de haber sido el maestro de la escuela episcopal de York, se
instaló junto a C. en el 781 y ejerció verdaderamente las funciones de
ministro de la cultura. Contribuyó particularmente a difundir la reforma
de la escritura, puesta a punto en su monasterio de S. Martín de Tours,
que era la base necesaria de toda veleidad de desarrollo intelectual. Sin
embargo, fue después de la muerte de C., bajo el reinado de su hijo,
Ludovico Pío, cuando este «renacimiento carolingio» dio verdaderamente sus
frutos.
4. El coronamiento imperial (25 die. 800). Este acontecimiento ha
constituido un fenómeno de una importancia excepcional en la historia de
Occidente y ha impresionado la imaginación de los hombres. El primer
problema que plantea es el del renacimiento de la idea imperial en Europa
occidental. El término imperium no había desaparecido de la lengua de los
escritores; con frecuencia se encuentra en los escritos de los S. VIi y
vIII. El Imperio, entonces el Imperio de Constantinopla sobre todo, era el
legítimo sucesor del Imperio romano, pero sus pretensiones universalistas
ya no son aceptadas por los occidentales. La palabra imperium puede
también designar la comunidad cristiana o también una dominación política
más fuerte, más extendida que las otras, englobando a muchos pueblos, a
muchos reinos. En esté sentido, el Estado franco que reagrupa a casi todos
los cristianos de Occidente y extiende su poder sobre pueblos numerosos y
diversos, aparece desde antes del a. 800 como un «Imperio» de hecho.
Colocado a la cabeza de este Estado y disfrutando de un prestigio
excepcional, C. se vio impulsado a restaurar en provecho suyo el título de
Emperador por dos grupos de hombres: por una parte, por los intelectuales
del Renacimiento carolingio, penetrados de la cultura romana, y, por otra,
por los mismos medios romanos que tenían una gran nostalgia de su antigua
gloria. El papa León III, en particular, desempeñó un papel preponderante
en el proceso que condujo al coronamiento. En todo caso, fue él quien
organizó la ceremonia, forzando la mano a C., según Eginardo: el día de
Navidad del a. 800, consagró y coronó al nuevo Emperador y después le hizo
aclamar por el pueblo. Le faltaba a C. que Bizancio (v.) le reconociera su
título. La actitud de los orientales era simple: sólo podía haber de
derecho un Emperador auténtico, el de Constantinopla; C. era sólo un
usurpador. Pero Bizancio, desgarrada por crisis políticas y religiosas,
amenazada por los musulmanes y los búlgaros, estaba entonces en una
posición de debilidad. Después de haber resistido durante un cierto tiempo
y hasta de haber entablado una guerra contra los francos en las orillas
del Adriático, los bizantinos llegaron, finalmente, a un arreglo: en el
811, el emperador Miguel I reconoció el título imperial de C., previas
algunas importantes concesiones por parte de éste (restitución de Venecia
y de Dalmacia, renuncia al título de Emperador romano). Por consiguiente,
se trataba de un simple reconocimiento de hecho, no de derecho.
5. Muerte y leyenda de Carlomagno. El último acto importante de C.
fue hacer coronar Emperador el 11 sept. 813 a su hijo Luis en la capilla
de Aquisgrán. Gravemente enfermo desde noviembre del 813, m. el 24 en. 814
y el mismo día fue sepultado en esta capilla que él mismo había hecho
construir. La leyenda se apropió inmediatamente del personaje: se
manifiesta ya a fines del s. ix en los escritos de Notker de Saint-Gall y
se afirma en el s. XII en las canciones de gesta. El retrato que éstas nos
dan del Emperador es bastante diverso: en algunas de ellas, que reflejan
una cierta mentalidad feudal antimonárquica, se nos presenta a C. como un
soberano colérico, extravagante y veleidoso. Pero estos ecos discordantes
son poca cosa al lado de la imagen gloriosa que se destaca de la mayoría
de las canciones y en particular de la más bella de todas ellas, la
Chanson de Roland (V. ROLAND, CHANSON DE). La tradición carolingia, así
establecida, será cultivada incansablemente por la monarquía francesa que
hará de C. su patrón y su protector. C. será canonizado en 1165 por el
papa Pascual III, a iniciativa del emperador Federico Barbarroja. Su
fiesta, el 2 de enero, se celebra aún hoy día, por los estudiantes de
Francia.
Los historiadores han juzgado de una manera totalmente distinta el
papel y la obra de C. Poco a poco, sin embargo, la apología ha ido
cediendo el lugar a opiniones más críticas. Se piensa generalmente que los
planes que él se propuso realizar durante su reinado sobrepasaban
ampliamente los medios de que disponía. El Imperio era desmesurado y la
coyuntura económica de la época hacía imposible el gobierno eficaz sobre
tan vastos territorios. El Estado, puesto en práctica por eJ Emperador,
anacrónico desde su nacimiento, debía derrumbarse bajo sus sucesores (v.
CAROLINGIOS). El historiador belga F. L. Ganshof ha podido pronunciar hace
poco, sin ser contradicho, la palabra «fracaso» de C.
V. t.: CAROLINGIOS I; FRANCOS; LUDOVICO PÍO.
BIBL.: Obras generales: L.
HALPHEN, Charlemagne et I'Empire Carolingien, París 1949; H. FICHTENAU,
Das Karolingische Imperium, Zurich 1949; VARIOS, Karl der Grosse, 4 vol.
1965-66. Biografías: A. KLEINCLAUSZ, Charlemagne, París 1934; J. CALMErrE,
Carlomagno, Barcelona 1956; F. L. GANSHOF, Charlemagne, «Speculum», XXIV,
1949.
PIERRE BONNASSIE.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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