La palabra castellana c. deriva de la latina caritas, que significa amor,
cariño, afecto. Fue usada por los primeros cristianos para traducir los
textos de la S. E. en los que se hablaba del amor que Dios tiene a los
hombres o que los hombres deben tener al responder a Dios. De ahí pasó al
castellano, donde significa el amor cristiano y sobrenatural.
1. La noción de amor en el A. T. El hebreo expresa la noción de amor
con la radical 'hb ('ahaba, 'ahab, 'ohab, etc.). Su uso es muy variado:
puede referirse al amor entre familiares (cfr. Gen 22,2; 25,28), al amor
hacia la esposa o simplemente hacia la mujer (cfr. Gen 24,67; 29,32;
34,3), al amor entre amigos (cfr. 1 Sam 16,21; 20,17; 2 Sam 1,26), al amor
o relaciones de amistad entre connacionales (cfr. Lev 19,18.34), etc. No
obstante, este término tiene un uso privilegiado en el ámbito de lo
religioso: se dice que Dios ama a alguien, primordialmente a Israel (cfr.
Dt 4,37; 7,8; Is 43,4; ler 31,3; Os 1-3; etc.), a los patriarcas o a algún
personaje concreto, Ciro (Is 48,14), Jacob (Mal 1,2). El uso de 'hb en el
hebreo del A. T. más que a la descripción de un sentimiento, humano o
divino, mira al comportamiento total de la persona que ama. La asociación
entre la idea de amor y la de una actividad correlativa y complementaria
es constante; . así vemos en Is 43,4 ss. que Dios ama y protege a Israel,
que ama y elige (Dt 4,37), que ama, bendice y multiplica (Dt 7,13).
Igualmente por parte del hombre: ha de amar a Dios, pero este amor se
identifica en la práctica con el cumplimiento del querer divino (cfr. Ex
20,6; los 22,5; 23,6-11; Dt 6,4-9, etc.). No se trata de la exclusión del
aspecto afectivo o emocional del amor, presente de forma entrañable en
tantas páginas del A. T., sino de poner de relieve todas las dimensiones
del amor: la ordenación de la voluntad hacia el amado.
El A. T. subraya diversos aspectos del amor con otros términos. El
radical rsh expresa la idea de complacencia (cfr. Ps 44,4; 147,11), pero
más la de favor y benevolencia (cfr. 2 Sam 24,23; Is 42,1; Ps 5,13;
30,6.8; etc.). Indica en muchas ocasiones un movimiento espontáneo del
espíritu, de benevolencia o amor, que se objetiva en un favor y es
referido a Dios con frecuencia. El verbo hasaq contiene la idea de seguir
o unirse a otro con amor: un hombre a una mujer (Gen 34,8; Dt 21,11 en el
sentido de enamorarse), Yahwéh a Israel (Dt 7,7; 10,15), o viceversa,
Israel a Yahwéh (Ps 91,14). La radical rhm, muy frecuente, introduce la
noción de misericordia (v.), término privilegiado para describir el
comportamiento divino hacia Israel (cfr. Ex 33,19; 34,6 ss.).
El amor de Dios. La verdad de la que vive Israel es la verdad de
Dios poderoso, lleno de bondad y misericordia, que ha hecho a Israel
objeto de su predilección. Fue esa actitud de benevolencia y amor la que
llevó a Dios a elegir a Abraham, y a bendecirle y prometerle larga
descendencia; la que le conduce a proteger a los sucesivos patriarcas, y
la que se muestra con toda su fuerza en la liberación de la cautividad de
Egipto. A lo largo de su historia Israel tendrá siempre presente este
hecho. A la visión de la liberación de Egipto se unirá la de la acción
permanente de Yahwéh inclinado con bondad y amor hacia Israel,
protegiéndole frente a sus enemigos y eternamente fiel a las antiguas
promesas. La celotipia o la misma ira de Dios contra el pueblo infiel
aparecerán siempre subordinados a este carácter primario de un Dios lleno
de bondad y amor hacia su pueblo.
Es el amor de Yahwéh el que ha dado la vida a Israel (ler 3,4.19;
cfr. Ex 4,22; Dt 14,1) y le conserva como a un hijo querido. A partir de
Oseas se añade la idea de Yahwéh esposo de Israel. El pacto del Sinaí ha
señalado la fecha de este matrimonio, y la historia posterior de Israel
será la historia de las relaciones conyugales entre Yahwéh y su pueblo:
Israel se ha ido tras otros esposos, ha adulterado con dioses extraños y
Yahwéh, por su gran amor ha esperado pacientemente la vuelta de la esposa
querida. El amor de Yahwéh es descrito como un amor paciente y profundo,
en ocasiones con rasgos patéticos de un amor doliente (ler 4,1; 12,7-9).
Es un amor que triunfará finalmente de las infidelidades de Israel y
reconstruirá la nación después de la gran prueba de la destrucción y
destierro (cfr. Is 54,4-10; Ier 30-31).
En la literatura profética se subraya que el amor de Yahwéh tiene un
alcance universal que abarca a todos los pueblos que, finalmente, vendrán
a hacerse partícipes de la bendición de Israel (Is 2,2-5; Ier 3,17; Mich
4,17; Mal 1,11).
Los escritos sapienciales trazan grandes panorámicas de la historia
de Israel en las que ponen de relieve la misericordia amorosa de Dios (Prv
8,11; Sap 3,7-14; Ecc1i 4,14). Digamos, finalmente, que el pueblo hebreo
estaba expuesto a una mala interpretación: no entender bien el sentido de
la Ley, interpretando el amor de Dios como una recompensa de Israel, o del
justo, a la alianza. Se olvidaba de esa forma que la iniciativa viene de
Dios y la realidad de un amor divino gratuito, que elige al objeto de su
amor, quedaba desdibujada.
El amor a Dios. El hombre ha de amar a Dios. Este precepto es un
absoluto en todo el A. T. que resume la actitud religiosa del hombre. Amar
a Dios es reverenciarle y adorarle filialmente (cfr. Dt 10,12; 13,4 ss.),
es mostrarle agradecimiento, lo que supone la visión constante de sus
favores (los 22,4 ss.; 1 Sam 12,7-11), implica un total sometimiento a su
querer y una adhesión incondicional (Dt 10,20; 11,22; 13,5; los 22,5) y
llena de confianza en su bondad y poder. Amar a Dios es, además, venerarle
o adorarle cultualmente (Ex 20,2-6; 23,32 ss.; Dt 5,7-10; 11,13; los 22,5;
1 Sam 12,20 ss.), con la total exclusión del horizonte religioso de Israel
de cualquier otra divinidad. Merece atención especial la íntima conexión y
práctica identificación entre, el amor a Dios y el cumplimiento de su
voluntad, tal como ésta se manifiesta en las cláusulas de la Alianza y en
la Ley (cfr. Ex 20,6; los 22,6-10; Dt 6,4-9; 7,9; 10,12 ss.; 11,1.13;
30,16). El sentimiento, afectividad o emoción, no son en modo alguno
ignorados, pero en el A. T. pasan a segundo término, dejando en primer
plano la realidad de la existencia como campo privilegiado en el que se
concretiza y realiza el amor a Dios. De esta forma el principio del amor a
Dios se hace el principio ético por excelencia.
En la literatura profética el principio del amor a Dios alcanza toda
su densidad y profundidad. La proclividad hacia el formalismo que tentó a
Israel halla un enérgico correctivo en la predicación de los profetas que
han dado a la religiosidad hebrea el nivel más alto de pureza. La piedad
de los Salmos sigue este mismo camino, acentuando el aspecto personal.
El amor al prójimo. «No odiarás en tu corazón a tu hermano... No te
vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu
prójimo como a ti mismo» (Lev 19,17 ss.). Aunque este precepto no es en sí
mismo universal, presenta, sin embargo, unos caracteres que determinarán
la evolución de su interpretación en una línea decididamente
universalista. El principio del amor al connacional, a quienes de alguna
forma están vinculados con Israel (Ex 23,9; Lev 19, 33; Dt 10,19) y el
mismo trato benevolente hacia los enemigos (Ex 23,4 ss.; Dt 22,1-4)
aparece siempre inscrito en una perspectiva religiosa. El amor al prójimo
es precepto divino y su cumplimiento es una de las formas en que ha de
realizarse la sumisión, la dedicación, en una palabra, el amor del
israelita a Dios (cfr. Dt 10,14-21; Is 58,6-8; Mich 6,8; etc.). Hasta los
tiempos más recientes de la historia de Israel el precepto del amor al
prójimo es objeto de una doble interpretación que oscila entre el rígido
nacionalismo y un amplio universalismo. Este último se va imponiendo sobre
todo cuando los caracteres nacionalistas de la religión de Israel van
cediendo a una comprensión universal de su forma religiosa, como sucede en
la época posexílica.
2. La terminología del amor en los Setenta. En la traducción del 'hb
hebreo al griego, los Setenta (v. BIBLIA vi, 2) usan casi siempre agape,
agapan; solamente en 15 ocasiones utilizan philia, philein y siempre en un
contexto no religioso. Los mismos términos rhm, hfs, rsh, etc., son
traducidos en ocasiones con agapan. Esto es importante sobre todo en
relación con el N. T., ya que agapan va a ser también el término técnico
para expresar la noción cristiana del amor. Este hecho muestra una
atención selectiva precisa de vocabulario. En contextos religiosos los
Setenta han evitado otros términos griegos consagrados en la literatura
del amor, como eros, eran y philein. Es indudable que han querido esquivar
una aproximación comprometedora a contextos literarios griegos en los que
con frecuencia aparece inscrito su uso, sobre todo de eros. Ese hecho
básico parece claro. Cuáles fueran en concreto los riesgos que se querían
evitar es algo más confuso. Algunos piensan en las resonancias sensuales
que tenía, en ocasiones, el vocablo eros y sus derivados. Otros se
inclinan en cambio a pensar más bien en las visiones dualistas que
consideraban al hombre como un espíritu aprisionado por la materia: ese
espíritu, fragmento divino encadenado al cuerpo, aspira a liberarse para
volver al seno de la intimidad divina de la que proviene, disolviéndose en
el piélago de una divinidad impersonal, o, dirá Platón, alcanzando el
mundo de las ideas. De ahí que, según esos planteamientos, el eros actúe
en el hombre como fuerza divina que le impulsa hacia la posesión del bien
o de lo bello, que le hace trascender el mundo de lo sensible y
corruptible para aproximarse al divino.
La idea más característica que introduce la noción
veterotestamentaria de amor es la de predilección que supone una
espontaneidad radical y una decisión libre en quien ama. La motivación no
reside en la percepción de la bondad o belleza impersonales, sino que es
fruto, en Dios, de su bondad y misericordia para con el hombre y, en éste,
consecuencia de su actitud de agradecimiento y sumisión a Dios cuya bondad
ha reconocido en los favores y misericordia que ha usado con él. Y es ese
carácter personal, hecho de libertad y no de mera atracción intelectual,
lo que habrían querido subrayar los Setenta al posponer eros y usar la voz
agape.
3. La noción de amor en el N. T. La tradición sinóptica.
Terminológicamente la .tradición sinóptica, y en general el N. T., siguen
la línea trazada por los Setenta. En los Sinópticos el verbo agapan
aparece unas 26 veces; el uso, en cambio, del sustantivo agape es escaso
(dos veces). El grupo philein es usado en los Sinópticos con frecuencia,
aunque solamente en tres ocasiones se presenta como concurrente de agapan
(cfr. Mt 10,37 y Le 22,47). Eros o eran están ausentes. Dios nunca figura
como sujeto de agapan; lo que obliga, al analizar la idea del amor de
Dios, a recurrir a expresiones o contextos paralelos y complementarios.
Por lo demás si bien hay novedad, no hay ruptura con el A.T. Basta
observar la importancia que dos citas del A. T. tienen en los Sinópticos:
Lev 19,18 (cfr. Mi 5,43; 19,19; 22,39; Me 12,31) y Di 6,5 (cfr. Mi 22,37;
12,30; Le 10,27). Más que tratar de analizar la noción de amor en el N. T.
lo que interesa verdaderamente es el determinar las variaciones de sentido
y de acento de esta noción, es decir, lo que constituye la novedad
específica del N. T.
Lo realmente específico de la enseñanza sinóptica es la idea del
amor de Dios en cuanto se relaciona con la persona misma de Jesús. Jesús
es el Hijo querido de Dios enviado para cumplir un designio misericordioso
divino (Me 1,11; 9,7; Mi 3,17; 17,5; Le 3,22). El mismo Jesús, en su
predicación, describe con rasgos vívidos y reiterados la actitud bondadosa
del Padre hacia todo hombre, bueno o malo (cfr. Mi 5,45.48; 6,26-34), que
ha de suscitar un sentimiento de confianza ilimitada en el corazón de
todos. Cuando los evangelistas nos describen con complacencia la bondad de
Jesús hacia los pobres o hacia los pecadores (cfr. Me 2,15-17), el perdón
de los pecados que en ocasiones anuncia a personas determinadas (cfr. Me
2,1-12), su compasión hacia los que sufren (cfr. Me 1,41; 8,1 ss.), lo
hacen queriendo poner de manifiesto el amor y la bondad del mismo Dios. La
forma más intensa de expresar esta actitud divina hacia el hombre es, sin
duda, la proclamación del perdón de los pecados. Este tema aparece
asociado al de la conversión (metanoia), aspecto primario de la
predicación evangélica (cfr. Me 1,4.15 y paralelos). Tres observaciones se
desprenden de lo expuesto: el amor se presenta como un movimiento
espontáneo y libre de Dios; aparece como un acontecimiento de alcance
universal; y tanto esta iniciativa divina como la consiguiente respuesta
del hombre se desarrollan en un nivel personal.
También en el N. T. la respuesta del hombre a. Dios se expresa en el
precepto de amar a Dios. Di 6,4 ss. sigue siendo un principio incontestado
(cfr. Me 12,30,37; Le 10,27). Este precepto abarca la totalidad de la
actitud religiosa del hombre. Se funda en la realidad de Dios, Padre
bondadoso, que vela con ternura por sus hijos (cfr. Mt 6,25-34) y que
exige una respuesta de confianza ilimitada. Pero esta actitud de
aceptación integral de Dios se polariza, en los'Sinópticos, en la actitud
que el hombre tome frente a la persona misma de Jesús (cfr. Me 9,37; Mt
10,40; Le 9,48; 10-16). El amor a Dios, concebido también como un
sometimiento a la voluntad divina (cfr. Le 6,46; Me 7,6 ss.; Mt 7,21-23),
al igual que en el A. T., tiene como objeto imprescriptible la aceptación
de Jesús y de su palabra en cuanto manifestadora del querer divino. Creer
en su palabra o amarle a El es creer o amar al Padre que le ha enviado (Mi
10,40-42; Le 10,16).
El precepto del amor al prójimo ha de leerse en esta perspectiva. Se
expresa por medio del precepto de Lev 19,18 (cfr. Me 12,31; Mt 5,43;
19,19; 22,39). En la predicación de Jesús el prójimo es todo hombre (cfr.
Le 10,25-37), incluso los enemigos y los que persiguen al discípulo (cfr.
Mt 5,43-47; Le 6,27-35). Los límites étnico-religiosos del judaísmo quedan
definitivamente superados. El discípulo no opone resistencia a la
hostilidad, devuelve bien por mal, ruega por sus perseguidores (cfr. Mt
5,38-48; Le 6,27-30). Esta actitud está expresada con una radicalidad
desconocida en el A. T., es más, con la conciencia de que se efectúa una
superación (cfr. Mi 5,21.38.43). El móvil que guía y funda el amor del
hombre a sus semejantes es el amor indiscriminado de Dios hacia todos (Mt
5,45; Le 6,35). El discípulo ha de ser misericordioso como lo es el Padre
celeste, ha de perdonar porque él también necesita del perdón de Dios.
Inversamente, quien condena a los otros cae bajo el juicio de Dios (Mi
6,14 ss.). La relación del hombre con Dios pasa a través de la relación
que mantiene con sus hermanos (Mt 5,23 ss.). En el mismo juicio final la
medida del amor a Dios la dará el comportamiento observado hacia los demás
(cfr. Mt 25,31-46).
San Pablo. Los escritos paulinos incluyen las enseñanzas sobre el
amor, que ha recibido de la tradición apostólica, en un cuerpo de doctrina
cuyo eje es el acontecimiento de Cristo como punto central de la historia.
S. Pablo, fiel a la descripción bíblica, ve la historia humana como la
historia de la ruptura del hombre con Dios, un orden inicial roto y
destruido por el pecado y la muerte (cfr. Rom 5,12-14). Cristo, el Hijo de
Dios, ha sido enviado al mundo para redimir al hombre (Gal 4,4 ss.) al
llegar la plenitud de los tiempos (cfr. 1 Cor 10,11). Todo el peso de la
predicación paulina sobre Cristo cae en la muerte y resurrección, en
cuanto obra máxima del amor de Dios. Además, el carácter mismo del amor
divino se desvela en la conexión entre Cruz y amor.
La muerte y la resurrección de 'Cristo son el núcleo del
acontecimiento salvador (cfr. 1 Cor 15,3-8 y paralelos), y aparecen
siempre bajo el signo del amor misericordioso de Dios que entrega a su
Hijo a la muerte (cfr. Rom 4,25; 8,32; etc.) y le resucita de entre los
muertos (cfr. Rom 4,24; 8,11; 10,11; Cor 6,14; etc.). La motivación de
esta acción de Dios no es otra que el amor benevolente que desciende de
Dios al hombre en la persona de Cristo (cfr. Rom 5,8 ss.; 8,39). Cuando S.
Pablo habla del amor de Dios manifestado en la obra de la salvación pasa
insensiblemente a referirse al amor de Cristo hacia los hombres. La
terminología misma es idéntica. Puede observarse a través del uso de
agapan o de agape (cfr. Rom 8,37 comparado con Gal 2,20) referido a Dios o
a Cristo de forma idéntica, o también por el uso del verbo entregar (paradidomi;
cfr. Rom 8,32 comparado con Eph 5,2.25). Para S. Pablo el amor de Dios y
el de Cristo se unen en una misma realidad. Cristo no solamente
manifiesta, sino que hace presente en el mundo el amor de Dios (cfr. Rom
5,8; 8,39; 2 Cor 5,19).
La Cruz desvela al hombre el carácter del amor de Dios. Hay absoluta
gratuidad en el amor de Cristo hacia los hombres: el tema evangélico del
«no vine a llamar a los justos, sino a los pecadores» (cfr. Mc 2,17)
reaparece en toda su profundidad en S. Pablo: Cristo ha muerto por los
pecadores, por los injustos, por los impíos (cfr. Rom 5,6.8.10; Col 1,21;
1 Tim 1,15); no es la bondad del objeto la que atrae la benevolencia
divina, sino, al contrario, ésta desciende, hecha misericordia salvadora,
sobre el hombre, pecador y enemigo de Dios. La Cruz no solamente muestra
un grado de intensidad (cfr. Eph 2,8), sino que evidencia lo absoluto del
amor de Dios en la absoluta donación de Sí de Cristo.
En el creyente el amor es ante todo un don recibido, es gracia. El
Espíritu de Dios, que el creyente ha recibido, ha hecho que el amor anide
en su corazón (cfr. Rom 5,5). De aquí que el amor a Dios se dibuje, no
como presunto derecho a la posesión de Dios, sino como respuesta a un
impulso dado por Dios mismo y que lleva hacia Él. Campo de manifestación y
realización del amor es el amor hacia los hermanos. En él desarrolla el
cristiano la tendencia profunda del amor de Dios en cuanto donación y
entrega. Es más, a través del amor, la comunidad cristiana está haciendo
efectivo el amor de Dios al mundo en el tiempo intermedio que va de la
Cruz a la parusía (v.), anunciando el fin, proclamando el amor salvador de
Dios, siendo fermento de salvación para el mundo.
El amor en San Juan. Cuando S. Juan afirma que «Dios es amor» (1 lo
4,8.16) no pretende dar una definición de Dios. Expresiones paralelas son
«Dios es luz» (1 lo 1,5) y «Dios es espíritu» (lo 4,24), que deben leerse
en el contexto de una acción divina en el seno de este mundo dominado por
el odio, las tinieblas o la carne. El amor parte de Dios que ama a su Hijo
(lo 17,24; cfr. 3,35; 5,20), entra dentro del mundo por medio del Hijo,
que ama a los que el Padre le dio (lo 15,9; 16,27), y continúa en el amor
de los discípulos entre sí (lo 13,34; 15,12-17) o de los miembros de la
comunidad (1 lo 3,23 ss.; 4,11-21). El tema del amor de Dios presente en
Cristo que se entrega a la muerte por los hombres, se enuncia en S. Juan
de forma prácticamente idéntica a como aparece en S. Pablo (cfr. lo 13,1;
15,13; 1 lo 3,16; 4,9 ss.).
Es en el amor mutuo donde S. Juan subraya nuevos aspectos. El amor a
los hermanos clarifica la conciencia del discípulo que sabe que, por su
medio, el amor del Padre reside en él (1 lo 4,11 ss.). Quien observa el
precepto del amor, sabe que su amor a Dios (1 lo 2,4 ss.) o a Cristo (lo
14,21.23) es auténtico. Quien ama sabe que ha pasado de la muerte a la
vida (1 lo 3,14), que ha sido engendrado de Dios (1 lo 4,7 ss.), que
pertenece a los hijos de la luz (lo 3,17-21). En cambio, quien no ama
permanece en la muerte (1 lo 3,14) y en las tinieblas porque no es de Dios
(1 lo 3,10). El amor de los miembros de la comunidad cristiana entre sí es
la prolongación del amor de Cristo (cfr. lo 15,9-17; 1 lo 4,10 ss.). Este
amor no es teoría o especulación, sino que entra de lleno en la esfera de
lo real (1 lo 3,16-18), por eso es visible á todo hombre. A través del
amor mutuo el mundo tiene que ser capaz de identificar a los cristianos
como discípulos de Cristo (lo 13,35). Esta acentuación del amor mutuo
entre los cristianos está relacionada con la función que la comunidad
cristiana ejerce sobre el mundo, función de juicio y condenación (lo
16,7-15), pero al mismo tiempo de salvación, ya que el amor de Dios sigue
presente, mediante la comunidad cristiana, en el corazón de este mundo. El
encuentro con la realidad cristiana ha de significar, para todo amante de
la verdad y de la luz, el encuentro con la verdad y con la luz (cfr. lo
8,47; 10,26; 1 lo 4,6) presentida en lo más profundo de su ser. El Amor es
verdad y es luz, porque precisamente el Absoluto se define como Amor.
V. t.: AMOR; ALIANZA 1 (Religión); CONOCIMIENTO 111; MISERICORDIA 1.
BIBL.: 1. MOFFAT, Love in the Néw
Testament, Londres 1929; L. GRÜNHUT, Eros und Agape, Leipzig 1931; A.
NYGREN, Eros et Agapé, París 1944-52; V. WARNACH, Agape, Düsseldorf 1951;
C. SFIcQ, Agapé dans le Nouveau Testament, París 1958-59; íD, Théologie
morale du Nouveau Testament, París 1965, 381-393, 481-566, 781-815; G.
QUELL-E. STAUFFER, Agapao, en TWNT I, 20-55; R. BULTMANN, Aimer son
prochain, commandement de Dieu, «Rey. d'Histoire et de Philosophie
religieuse» 10 (1930) 222-241; iD, Le commandement de 1'amour, en lésus,
París 1968, 106-113; C. VALENZIANO, Introduzione alla filosofía dell'amore
di Maurice Nedoncelle, Roma 1962; R. SCHNACKENBURG, El Testimonio moral
del Nuevo Testamento, Madrid 1965, 73-89, 178-185, 250-267; L. CERFAUx, La
Charité fraternelle et le retour du Christ, «Ephemerides Theologicae
Lovanienses» 24 (1948) 321-332; F. GUILLÉN TORRALBA, La Caridad en San
Pablo, «Estudios Bíblicos» 23 (1964) 295-318; PH. DELHAYE, Dossier
néotestamentaire de la charité «Reine des Vertus», «Studia Montis Regis» 9
(1966) 155-175; K. HRUBY, L'amour du prochain dans la pensée juive, «Nouvelle
Revue Théologique» 91 (1969) 493-516.
MIGUEL ÁNGEL PATÓN.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
|