1. Vida. N. en Madrid, en 1600, hijo del secretario Diego Calderón de la
Barca, y de Ana María de Henao y Riaño. Cursó estudios de Humanidades y
Teología en el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús en Madrid,
prosiguiéndolos en 1614 y 1615 en las Univ. de Alcalá y Salamanca. Cuán
sólida llegó a ser la formación del escritor en tales materias lo revelan
sus obras dramáticas; especialmente aquellas en que; por la índole de los
géneros o los temas -p. ej., los autos sacramentales -, tuvo ocasión de
exhibir sus conocimientos teológicos y su dominio de la terminología
escolástica. A este respecto apunta A. Valbuena Prat que C. no abandonó el
estudio de tales materias a lo largo de toda su vida, «como lo acredita
cierta mayor firmeza de discurso y trama escolástica de las producciones
dramáticas de su vejez». Esto puede ayudarnos a entender el porqué de esa
tan frecuente contraposición entre lo que se ha dado en llamar el teatro
más bien frío, cerebral e intelectual de C., con el cálidamente espontáneo
y vital de Lope de Vega. Y si la vida de éste -incansable amador, inmerso
siempre en ruidosos episodios eróticos, tanto antes de su ordenación
sacerdotal (Elena Osorio), como después (Marta de Nevares)- se caracteriza
por la agitación y el escándalo, la de C. ha podido ser considerada, por
Valbuena Prat, como una «vida silenciosa»; es decir, caracterizada por el
tono normal y la ausencia de espectaculares incidentes. Algo cabe
recordar, sin embargo, relativo a la mocedad del escritor, cuando éste y
dos hermanos suyos fueron inculpados de haber dado muerte a un hombre. En
otra ocasión, cuando un hermano del escritor fue herido por Pedro de
Villegas y éste obtuvo refugio en un convento de trinitarios, C. y otros
amigos llegaron a penetrar en el recinto eclesiástico, dando lugar a un
hecho escandaloso que motivó la censura del predicador fray Hortensio
Félix Paravicino, en un sermón pronunciado en la corte.
Con todo, la tónica normal de esos años juveniles del escritor
parece que fue la de entrega al estudio y la participación en algunos
certámenes poéticos, como el celebrado en 1620 para solemnizar la
beatificación de S. Isidro, o el de su canonización en 1622, junto con S.
Teresa y S. Francisco Javier. En 1625 pasa a servir al rey en Milán y
después se cree que a Flandes. Posteriormente, en 1636, como muestra del
favor real, se le concede el hábito de Santiago. Cuatro años más tarde, en
1640, lucha C. en la guerra de Cataluña. Sumados los hechos de esta
campaña a los antes citados, nos ofrecen la imagen de un C. en el que se
dio, como en Garcilaso o Cervantes, aunque no en la misma proporción, el
consabido maridaje de armas y letras, tema tópico de las épocas
renacentista y barroca. Una obra como El sitio de Breda (equivalente
literario, en cuanto al tema, de lo que pictóricamente es el famoso cuadro
de Velázquez que se ha dado en llamar de las lanzas) es, tal vez (según
supone A. Valbuena Prat), la consecuencia dramática de esa posible
participación del escritor en las guerras de Flandes.
Como quiera que sea, la vida de C. habrá luego de inclinarse a favor
de las letras, a partir, sobre todo, según señalaba en 1682 Juan de Vera
Tassis, de su ordenación sacerdotal. Con ella, apuntaba este autor, atajó
C. «aquellos ardentísimos impulsos militares».
Contrasta asimismo la turbulenta vida sentimental de Lope con la muy
opaca o no bien conocida de C. en tal aspecto. Con todo, no parece hoy
admisible aquel tajante juicio de Tomás Agulló: «Calderón no debe haber
llorado en su vida, pues casi nunca sabe hacer llorar a sus lectores».
Pero aunque tal imagen, la de un C. duro y carente de toda afectividad o
ternura, resulte ya inaceptable, parece cierto que hay en la vida de este
escritor una zona de recato, de intimidad escondida, de ese silencio al
que alude Valbuena Prat. Contrasta tal actitud con la de Lope, aireador y
glosador de sus pasiones, pasadas a romances que el pueblo cantaba, o
transportadas, sin apenas cambio de clave, a creaciones literarias tan
apasionadamente autobiográficas como La Dorotea. La intimidad afectiva de
C. permanece, por el contrario, en la sombra. Pero esto no significa
carencia de sentimientos ni aun de pasiones. Se sabe que C. tuvo un hijo
natural al que, antes de su ordenación sacerdotal, llamaba «sobrino» en
algunos documentos. Después, sin ninguna hipocresía ya, le reconoce y
llama «hijo», quizá porque (en interpretación de Valbuena) el poeta estaba
entonces de vuelta de toda vanidad o simulación, y dispuesto a enfrentarse
con las últimas verdades y responsabilidades de la existencia humana.
Con todo, hubo una vanidad, si así puede considerarse, a la que
nunca renunció: el teatro. En 1640 el rey le mandó escribir Certamen de
amor y celos, que se representó en los estanques del Buen Retiro. Y fue
precisamente esta actividad literaria la que valió a C. no pocos favores
reales, incluso cuando el poeta se había ordenado sacerdote en 1651. Dos
años más tarde, en 1653, es nombrado capellán de Reyes Nuevos en Toledo.
Su nuevo estado no le aparta de sus normales actividades dramáticas. Por
el contrario, la corte gusta tanto de ellas que en 1663, según apunta Vera
Tassis, el rey, «considerándole distante para el empleo de sus reales
fiestas, le honró con otra capellanía de la corte, y dándole una pensión
en Sicilia, con otras especiales y continuas mercedes en reconocimiento de
sus grandes servicios y premio de sus altos merecimientos». El
nombramiento de capellán de honor del rey equivalía al de comediógrafo de
la corte, para la cual prepara C. brillantes y fastuosos espectáculos:
comedias, zarzuelas (obras musicales, de aparatosa escenografía las más
veces, que tomaron su nombre del lugar madrileño, la Zarzuela, en que se
representaban) y, sobre todo, autos sacramentales. Cuando - al igual que
ocurrió con el mercedario Fray Gabriel Téllez, Tirso de Molina- se
reprochó a C. que escribiera mundanas comedias, indignas de su estado
sacerdotal, al tiempo que no dejaban de encargarle que compusiera autos
para el Corpus Christi, el poeta argumentó altivamente: «o es malo, o es
bueno; si es bueno, no se me obste, y si es malo, no se me mande».
En Madrid m. el 25 mayo 1681. En ese mismo año había redactado, a
petición del duque de Veragua, una lista de sus obras: 110 en total. Pero
de hecho son más las que han llegado a nuestro conocimiento, entre
comedias, autos sacramentales, jácaras, loas, entremeses, etc. Según Vera
Tassis, escribió «más de cien autos sacramentales, más de ciento veinte
comedias, sin descaecer en ninguna edad con ellas; pues empezó grande con
la de El carro del cielo, de poco más de trece años, y acabó soberano con
la de Hado y divisa, de ochenta y uno, coronando su madura edad doscientas
loas divinas y humanas, cien sainetes varios, el libro de entrada de la
augusta Reina madre, nuestra señora; un dilatado discurso sobre los cuatro
Novísimos, en octavas; un tratado defendiendo la nobleza de la pintura;
otro en defensa de la comedia; canciones, sonetos, romances, con otros
metros a varios asuntos, premiados en primer lugar de certámenes y
academias y en el juicio de todos los discretos cortesanos, que fueron
innumerables». En su testamento dejó dispuesto que su cuerpo fuese
enterrado sin pompa alguna, llevándose descubierto «para que ofreciese
desengaño de lo perecedero de esta vida». Con tal disposición se diría que
casi pensó hacer de su entierro un último auto sacramental, cuya ascética
lección fuese la de la inevitabilidad de la muerte.
2. Obras. De «metafísico» ha sido calificado por E. R. Curtius el
teatro de C. «Este teatro, apunta dicho autor, está tan alejado del de
Shakespeare como del clasicismo francés y alemán. No es mensurable con
ninguno de estos patrones». En tanto que en tales teatros inglés, francés
y alemán, «la persona humana es siempre su punto angular», el teatro
calderoniano, para Curtius, «no está centrado en el hombre», sino que es «teocéntrico»
y dominado por lo que el mismo crítico alemán llama, apoyándose en
Hofmannsthal, el simbolismo de la situación. «¿Qué hemos de entender,
empero, por simbolismo de la situación? Un ejemplo nos la revelará. En el
teatro de Calderón nos encontramos una y otra vez con la figura del
príncipe que se ha criado en la soledad, en el desierto, en una cueva o en
la mazmorra de una torre, aislado del resto del mundo. Tales son las
figuras del príncipe Segismundo en La vida es sueño, los príncipes del
drama de Focas, Semíramis, y también figuras mitológicas como Narciso, o
heroicas como Aquiles. Luego viene un giro de la fortuna que arranca a
todos esos personajes de su vida en la torre, en su caverna, en su
prisión; sus almas despiertan al mundo y entonces se produce la tensión
más tremenda. Este "despertar al mundo", como le llamó, es una de las
situaciones típicas del teatro calderoniano. ¡Qué riqueza de símbolos, en
esta situación! La vemos anunciada ya en la imagen platónica de la
caverna, como es también un mito platónico el concebir el cuerpo como
cárcel del alma. Pero esta existencia en la caverna, esta torre prisión
representa asimismo la preexistencia del alma antes del nacimiento, como
vemos en el Gran Teatro del Mundo de Calderón».
Teatro, pues, metafísico y simbólico. Y en lo que a la estructura,
forma, lenguaje se refiere, teatro inequívocamente barroco, como bien ha
señalado Valbuena Prat. El barroquismo de C. - temático, estructural y
expresivo- cristalizó en una de las obras dramáticas de más considerable
altura dentro del panorama teatral europeo del s. XVII. Y aunque en el s.
XVIII la reacción antibarroca se proyecta contra Góngora, Lope, C., no se
les oculta a los más finos espíritus de la época, que el drama
calderoniano, aún no ajustado a las unidades y preceptos en que tan
ciegamente se creía entonces, suponía una altísima creación literaria.
Así, Luzán pudo decir en su Poética (1737): «por lo que mira al arte, no
se puede negar que sin sujetarse Calderón a las justas reglas de los
antiguos, hay en algunas de sus comedias el arte primero de todos, que es
el de interesar a los espectadores o lectores, y llevarlos de escena en
escena, no sólo sin fastidio, sino con ansia de ver el fin: circunstancia
esencialísima de que no se pueden gloriar muchos poetas de otras naciones,
grandes observadores de las reglas».
Fue sobre todo a raíz del Romanticismo, y en Alemania, cuando tuvo
lugar una alta valoración del teatro calderoniano por Lessing, Herder, los
hermanos Schlegel y el propio Goethe, gran admirador de El Príncipe
constante. En nuestros días, ya semejanza de lo ocurrido con Góngora
(revalorizado precisamente por la generación de su centenario, la llamada
generación del 27: Alberti, García Lorca, Dámaso Alonso, Gerardo Diego,
etc.), el teatro calderoniano ha sido estimado como una de las más bellas
creaciones estéticas del barroco literario español. En esta tarea de
revalorización calderoniana ha desempeñado un papel decisivo uno de los
mejores conocedores de la vida y la obra del gran dramaturgo madrileño,
Angel Valbuena Prat.
Dejando a un lado los autos sacramentales (estudiados en el
correspondiente artículo), apenas será posible aquí sino apuntar y
comentar brevemente algunos de los más significativos títulos del
repertorio dramático calderoniano. El saber teológico e
histórico-religioso del autor es perceptible no sólo en el citado género
del auto, sino también en otras obras reveladoras de hasta qué punto es
certera la afirmación de E. R. Curtius al considerar que «el cristianismo
sólo ha tenido dos poetas universales: Dante y Calderón». Recuérdense a
este respecto obras calderonianas tan significativas como Origen, pérdida
y restauración de la Virgen del Sagrario, La Aurora en Copacabana (ambas
de tema mariano, ambientada la segunda en los exóticos escenarios del
Nuevo Mundo), Los cabellos de Absalón, Judas Macabeo (las dos de tema
bíblico), El mágico prodigioso (relacionada temáticamente con el viejo
tema del pacto diabólico, es decir, con la historia del Teófilo medieval o
del posterior Fausto), La devoción de la Cruz, El purgatorio de San
Patricio, etc.
El tema de Teófilo (inspirador en el teatro medieval francés de la
obra de Rutebeuf) figura en uno de los Milagros de Nuestra Señora de
Gonzalo de Berceo. Con el motivo, tan repetido en esa colección, de cómo
los más grandes y abominables pecadores pueden, sin embargo, salvarse,
habida cuenta de la infinita misericordia de Dios, se relacionan las dos
últimas obras citadas de C. En ambas los protagonistas se acomodan a un
tipo frecuente en el teatro español barroco, el del rebelde, libertino y
criminal, a la manera del Enrico de El condenado por desconfiado.
Semejantes son el Eusebio de La devoción de la Cruz y el Ludovico Ennio de
El purgatorio de San Patricio. Si Eusebio salva su alma, tras una vida de
crimen y desenfreno, gracias a la devoción que siempre tuvo por el Signo
de la Redención, Ludovico consigue otro tanto merced a la intervención de
s. Patricio y después de sufrir una tremenda penitencia. La conocida
escena en El condenado por desconfiado en que el ermitaño Paulo tiene
noticia de cuán perverso es Enrico, al oír el inventario que éste hace de
sus crímenes, es allegable a la que, en El Purgatorio de San Patricio,
figura en la Jornada I, escena II, cuando Ludovico se jacta ante el rey de
Irlanda de su vida delictiva:
«No te contaré piedades ni maravillas del cielo
obradas por mí; delitos,
hurtos, muertes, sacrilegios, traiciones, alevosías, te contaré».
En esta obra de muy barroco diseño, son frecuentes los recuerdos o
tonos gongorinos. Así con los «montes de agua, o piélagos de montes» de la
Soledad primera, se relaciona lo que en la escena I de la Jornada I de El
Purgatorio dice Leslia:
«Porque el mar alterado,
en piélagos de montes levantado riza la altiva frente».
La cueva del cíclope Polifemo que en el poema de dicho título es así
descrita por Góngora:
«Allí una alta roca
mordaza es a una gruta de su boca»
«De este, pues, formidable de la tierra bostezo, el melancólico
vacío
a Polifemo, horror de aquella sierra, bárbara choza es, albergue
umbrío y redil espacioso donde encierra
cuanto las cumbres ásperas cabrío de los montes esconde: copia bella
que un silbo junta y un peñasco sella».
se asemeja a la cueva por la que se entra al Purgatorio en la obra
calderoniana:
«¿No ves ese peñasco, que parece
que se está sustentando con trabajo, y con el ansia misma que
padece,
ha tantos siglos que se viene abajo?
Pues mordaza es que sella y enmudece el aliento a una boca, que
debajo
abierto está, por donde con pereza el monte melancólico bosteza».
Por lo demás, la descripción que del Purgatorio hace Ludovico,
recuerda la de Dante en su Divina Comedia.
De tema histórico, pero en cierto modo relacionado con el sector
religioso del teatro calderoniano, es una de sus obras maestras, El
Príncipe constante, inspirada en la expedición del infante D. Fernando de
Portugal a Marruecos. Allí fue derrotado y hecho prisionero por el rey de
Fez. Antes que obtener la libertad a cambio de la cesión de Ceuta,
Fernando prefiere morir en el más cruel y duro cautiverio. Y así, el
ejemplo del príncipe cautivo, mártir de su constancia, se convierte en una
ascética lección, sub specie teatral, en la que se exponen los temas de la
vacuidad de las pompas humanas, del desengaño entrañado en la brevedad de
la vida, la inmediatez de la muerte, la necesidad de renunciar a todo con
tal de obtener la paz eterna. En esta línea figura entre los momentos más
bellos de la obra aquel, en la escena XIV de la Jornada II, en que D.
Fernando y Fénix recitan los sonetos, gemelos intencional y
estructuralmente, de las flores y de las estrellas, habiéndose hecho
famoso el primero de ellos: «Éstas que fueron pompa y alegría...» Los
razonamientos de que Fernando se vale en la escena VII de la misma Jornada
para hacer ver al rey de Fez que la realeza lleva aparejada la piedad,
recuerdan en su estructura comparativa - realeza del león, del delfín, del
águila, de la granada, del diamante- los tan famosos del monólogo primero
de Segismundo en La vida es sueño. Son justamente estos dos personajes
calderonianos, el príncipe de Polonia y el de Portugal, los que la crítica
suele considerar más importantes entre cuantos creó el autor. Dos figuras
en cierto modo antitéticas y complementarias, ya que si Segismundo en su
inicial desempeño como príncipe se deja arrastrar por la violencia y el
instinto para después, desengañadamente, cambiar de actitud y comportarse
prudente y generosamente; Fernando es constante en su conducta heroica,
cristiana y desengañada, sin posibilidad alguna de mutación, firmemente
aferrado a su fe y al sentimiento del deber.
La trama de La vida es sueño se relaciona en algún punto con la
leyenda de Buda (tal y como pasó, cristianizada, a El Libro de los Estados
de D. Juan Manuel, y al Barlaan y Josafat de Lope de Vega), así como con
el cuento del Durmiente despierto en Las mil y una noches, que Shakespeare
utilizó como trama-marco de su Doma de la bravía. C. bien pudo tener
noticia de tal cuento a través de la adaptación que de él incluyó Agustín
de Rojas en su Viaje entretenido. Pero lo que en Las mil y una noches era
la divertida historia de un mendigo al que, mientras duerme, se le
traslada a un lujoso palacio para hacerle creer, al despertar, que todo
aquello es suyo; es en C. un tema cargado de implicaciones filosóficas y
provisto de una tensión dramática y una expresividad barrocas tan ricas y
excepcionales, que han hecho de tal obra una de las cumbres del teatro
español y aun europeo de todos los tiempos.
Sirviéndose C. de un recurso muy explotado dramáticamente, el de las
creencias astrológicas, nos presenta a Basilio, rey de Polonia, deseoso de
evitar los augurios que acompañaron el nacimiento de su hijo, según los
cuales éste, tras humillar a su padre, acabaría por destronarle. Basilio
ordena que el niño sea llevado a una abrupta prisión en un paisaje
solitario y montañoso, fuera de toda compañía humana, con excepción de su
ayo Clotaldo. Esa escenografía es la que conocemos al iniciarse el drama,
con un Segismundo, hombre ya, cargado de cadenas y vestido de pieles,
símbolo de lo elemental y casi adánico, no muy alejado del que con el
nombre de Andrenio - crecido asimismo en soledad- presentó Gracián en El
Criticón. Cuando Basilio, atormentado por la idea de haber sido injusto y
cruel con su hijo, quiere probar la verdad o falacia de los signos
astrológicos, decide someter a Segismundo a una prueba: mediante un
narcótico el príncipe es dormido en su prisión para despertar en el
palacio como príncipe. El hombre elemental, casi una fiera, se comporta
violentamente, arrojando a un cortesano por el balcón, pretendiendo gozar
de la hermosura de Rosaura y revelando, en fin, su condición salvaje. Por
ello, Basilio hace que Segismundo sea narcotizado otra vez y devuelto a la
torre, donde se despertará creyendo que todo lo pasado, su fugaz vida de
príncipe, ha sido solamente un sueño. Al tener noticia el pueblo de la
existencia de Segismundo, se subleva contra Basilio y libera al príncipe.
De nuevo cree soñar Segismundo, pero aun así, decide obrar bien,
portándose generosamente con su padre y renunciando al amor de Rosaura, en
favor de Astolfo.
La obra está llena de contrastes barrocos - debidamente estudiados
por Valbuena Prat- como la oposición torre-palacio, o la ambigüedad
sueño-vida, unidos al que supone la presencia de Rosaura, mujer vestida de
varón, o el entrañado en el hecho de que el gracioso Clarín muera
trágicamente en la Jornada III. Pocas obras dramáticas cuentan con un
comienzo tan impresionante como el de La vida es sueño con esa lamentación
del príncipe cautivo - la lamentación del hombre- cargada de un simbolismo
tan profundo y tan de siempre, que es usual hoy estudiar los atormentados
monólogos de Segismundo a la luz de la filosofía existencial.
Comentario especial merecería el muy significativo conjunto de
dramas calderonianos caracterizados por el tema del honor y de los celos:
El médico de su honra; El mayor monstruo, los celos; El pintor de su
deshonra; A secreto agravio, secreta venganza. En contraposición a tan
sombría y aun trágica zona, habría que recordar la tan amable, luminosa y
musical de las comedias de enredo, llenas frecuentemente de gracia y
agilidad, gr., La dama duende. Y por su universalidad, permanentes valores
dramáticos y fama comparable a La vida es sueño, conviene citar,
finalmente, El alcalde de Zalamea, con el tema del honor rural, de los
villanos, tan fecundo en el teatro español del XVII.
BIBL. : Las obras dramáticas
completas de Calderón pueden leerse en las ed. de HARTZENBUSCH de la
Biblioteca de Autores Españoles y en las de A, VALBUENA PRAT y A, VALBUENA
BRIONES (Madrid 1953), aparte de ed. sueltas en las col. de Clásicos
Castellanos, Clásicos Ebro, etc. Sobre la vida y otros aspectos: N. ALONSO
CORRTS, Algunos datos relativos a D. Pedro Calderón de la Barca, Rev. de
Filología Española II (1915); D. ALONSO, La correlación en la estructura
del teatro calderoniano, en Seis calas en la expresión literaria española,
Madrid 1951; M. A. BUCHANAN, Segismundo's Soliloquy on Liberty,
Publications of the Modern Language Association of America, XXIII,
Baltimore 1908; I. M. DE Cossfo, Racionalismo del arte dramático de
Calderón, Cruz y Raya XXI (1935); E. COTARELO, Ensayo sobre la vida y las
obras de Calderón, Madrid 1924; E. R. Curnus, Calderón und die Malerei,
Romanische Forschungen 50 (1936); A. FARINELLI, La vita e un sogno, Turín
1916; E. FRUTOS CORRTS, Calderón, Barcelona 1949; E, I. GATES, Góngora and
Calderón, Hispanic Rev. V (1937); F. G. OLMEDO, Las fuentes de La vida es
sueño, Madrid 1928 ; L. E. PALACIOS, La vida es sueño, Finisterre II
(1948); C. PÉREZ PASTOR, Documentos para la biografía de Calderón, Madrid
1905; A. REYES, Un tema de La vida es sueño, Rev. de Filología Española IV
(1917); A, VALBUENA PRAT, Calderón. Su personalidad, su arte dramático, su
estilo y obras, Barcelona 1941; ÍD, El orden barroco en La vida es sueño,
Escorial VI (1942); ÍD, Estudios de literatura religiosa española, Madrid
1964; I. DE VERA TASSIS, Comedias del célebre poeta español Don Pedro
Calderón de la Barca, 9 vol. Madrid 1685-91.
M. BAQUERO GOY ANES.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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