BIEN COMÚN
Categoría: Derecho
1. Concepto y aclaraciones
terminológicas. 2. La estructura del bien común. 3. Bien común y bien
particular. 4. La primacía del bien común y la dignidad de la persona
humana.
1. Concepto y aclaraciones terminológicas. En su acepción social,
es el b. que puede ser participado por todos y cada uno de los miembros
de una comunidad humana.
Del b. c. cabe hablar, ante todo, en dos sentidos: el «ontológico»
y el propiamente «social». En su acepción ontológica, es el b. apto para
ser participado por una pluralidad de seres, tanto si éstos poseen la
índole de personas como si no la tienen. Por el contrario, en su sentido
propiamente social, el b. c. es aquel del que todos los miembros de una
sociedad o comunidad de personas pueden beneficiarse.
Dios es el b. c. por antonomasia en el sentido ontológico, ya que
de Él participan todos los entes, sean o no sean personas. Toda bondad
creada es, en cuanto tal, una participación de la bondad infinita del
Creador, aunque el modo en el que los seres personales participan de esa
misma bondad es diferente del que corresponde a los seres impersonales.
Dios es, por consiguiente, no ya sólo el máximo b. c., sino por cierto
el b. c. de una manera absoluta, sin restricción o limitación de ningún
tipo.
Pero aquí se va a estudiar únicamente el b. c. en su sentido
social, y, a su vez, tomando por Sociedad, tan sólo, la que se compone
de hombres. Y todavía hay que añadir que tampoco se trata de esa
sociedad natural, pero imperfecta (en tanto que insuficiente), que se
denomina la familia,, sino de la que excede el ámbito de ésta, siendo,
no obstante, tan natural como ella. (Evidentemente, también se puede
hablar del b. c. de la familia; y, aun dentro de ésta, la prole
constituye, a su manera, un cierto b. c. de la sociedad conyugal, lo
cual funda toda una serie de derechos y deberes, tanto en los padres
como en los hijos). Por último, y en este mismo orden de
consideraciones, es preciso aclarar que el b. c. al que aquí nos
referimos tiene su máxima proyección en la sociedad supranacional a la
que todos los hombres pertenecen, independientemente de sus diversas
razas, confesiones religiosas, organizaciones políticas, etc.; sin que
ello signifique que puedan ni deban desatenderse las diferencias que de
hecho se dan.
En general, el b. c. es compatible con todos los pluralismos que
no atenten, ni en la teoría ni en la práctica, a la dignidad de la
persona humana. Hecha esta aclaración, importa ahora distinguir entre la
«esencia» misma del b. c., por una parte, y, por otra, los «elementos» o
«condiciones» de su realización. La esencia del b. c. es la que ya ha
quedado establecida al definir este b. como el que es apto para ser
participado por todos y cada uno de los miembros de una comunidad o
sociedad de personas humanas. Pero importa advertir que en esta
definición esencial no puede entrar el hecho de que realmente todas esas
personas participen en este mismo b. Considerado en sí mismo, el b. c.
es común por ser, de suyo, «comunicable» a todas esas personas, no por
hallarse efectivamente «comunicado» a todas ellas; de suerte que, aunque
de hecho no lo esté, no por eso deja de ser en sí mismo un b. c., apto
para beneficiar, distributiva o respectivamente, a todos los miembros de
la sociedad. La conversión de esta aptitud esencial en una efectiva
situación existencial que beneficia de hecho .a todos los elementos de
que la sociedad se compone es una exigencia de la justicia
concretamente, de la justicia social (v. JUSTICIA IV), que tiene en el
b. c. su objeto inmediato y propio. Tal exigencia resulta, pues, de dos
cosas: 1) la comunicabilidad esencial del b. c., y 2) la necesidad ética
de la virtud de la justicia, que obliga a respetar tanto los derechos
como los deberes de los ciudadanos en relación a ese b. esencialmente
comunicable. Y si esos derechos y deberes son, a su vez, esencialmente
idénticos para todos los ciudadanos, ello tiene por causa la identidad
esencial de la naturaleza de las personas humanas: una naturaleza, por
cierto, en la que los hombres comunican, o, lo que es igual, un b. c.,
que en esté caso no es sólo comunicable, sino también efectivamente
comunicado a todos los seres humanos. Claro está que no es la justicia
humana la que ha causado esta esencial comunidad de naturaleza entre los
hombres; pero también es cierto que ha de respetarla, para lo cual es, a
su vez, preciso que respete asimismo los derechos y los deberes de todos
los ciudadanos respecto del b. c. que hemos llamado social.
Por otra parte, es indudable que el b. c. no estriba en ninguno de
los elementos que lo integran, ni tampoco en sus condiciones. Los
elementos o partes del b. c. no son su esencia completa; y las
condiciones permanecen externas a esta esencia, aunque en la práctica
resulten indispensables para que se dé la participación de todos los
ciudadanos en el b. c. Tal participación no es el b. c. mismo, sino una
exigencia de la justicia, como antes se aclaró. Sin embargo, en un
sentido muy amplio, cabe llamar b. c. a todas estas cosas. Es lo que
ocurre en muchos documentos pontificios y en diversos tratados de
Filosofía social cristiana. Por ej., Pío XII afirma que «el orden moral
exige que el bien común, es decir, un modo de vida digno, seguro y
pacífico para todas las clases del pueblo, sea mantenido como norma
constante» (Alocución a la Acción Católica Italiana, 29 mayo 1945); y J.
Messner dice que «el bien común es el auxilio prestado a los miembros de
la sociedad, y a las sociedades menores que en ésta se integran, para la
realización de sus tareas vitales esenciales, como consecuencia de su
respectiva cooperación en las actividades sociales» (La cues tión
social, Madrid 1960, 355). Tanto en el caso de Pío XII como en el de J.
Messner y en tantos otros que igualmente podrían aducirse, se trata de
elementos, exigencias o condiciones del b. c., pero no de este mismo
bien, formalmente entendido.
Otra distinción muy importante y que frecuentemente suele ser
omitida es la que existe entre el b. c. «especulativo» y el b. c.
«práctico». El primero lo constituye todo b. cuya forma de ser
participado es la que formalmente consiste en conocerlo. Tal es el caso
no solamente de Dios, sino. también de los valores científicos y
estéticos, en todos los cuales se puede participar mediante el
conocimiento (y naturalmente, con la respectiva fruición). Ninguno de
estos valores se divide al ser comunicado, a diferencia de lo que
acontece con los b. de tipo material, para participar en los cuales los
hombres tienen que distribuírselos o repartírselos. Sin embargo, ese
carácter indivisible del b. c. especulativo se puede dar igualmente en
alguno de los elementos del b. c. práctico, como, por ej., la paz o la
concordia de los ciudadanos entre sí. Por lo que toca a los b.
materiales, indispensables para el respectivo bienestar, hay que decir
que, estrictamente hablando, no son un b. c., ni especulativo ni
práctico, sino tan sólo una condición de la paz (en cuanto estén
justamente distribuidos) y de la posibilidad de participación en los más
altos valores (en la medida en que el hombre necesita, para esa misma
participación, tener resueltas sus necesidades materiales, al menos las
más inexcusables y perentorias). Naturalmente, el bienestar material de
todos los ciudadanos es un b. c. práctico, en el sentido de algo
«practicable», y resulta, además, exigible frente al exclusivo y
excesivo beneficio de unos pocos hombres; pero no se confunde con los
mismos b. materiales que para 61 son precisos. El bienestar material de
todos los ciudadanos es una situación compartida por éstos, mientras que
los b. materiales que tal situación exige son cosas que han de estar
distribuidas para que pueda darse el necesario y respectivo consumo (v.
BIENESTAR II ).
Por último, hay que tener en cuenta que el b. c. social, aunque
difiere esencialmente de Dios b. c. absoluto y trascendente no deja, sin
embargo, de relacionarse con É1. Y esto no sólo porque de Dios dimanan,
en resolución, todos los b., sino además porque el b. c. social apunta
en definitiva a Dios, dirigiendo hacia pl, en cierto modo, a la
comunidad de las personas humanas. De esta suerte resulta que el b. c.
social, lejos de ser una entidad absoluta, enteramente bloqueada en sí
misma, se encuentra, por el contrario, en relación con un doble mundo
personal: por una parte, con el ser personal divino; y, por la otra, con
las personas creadas que son los mismos. hombres. «El bien común
inmanente observa, a este propósito, Santiago María Ramírez no es un
bien encerrado y concluso en sí mismo, sino esencialmente abierto hacia
el bien común transcendente, y esencialmente difundido y participado en
los miembros de la sociedad» (Doctrina política de Santo Tomás, Madrid
s. a., 3536). Tras estas aclaraciones, nos limitaremos, en todo lo que
sigue, a un estudio formalmente «sociológico» del b. c., sin otras
alusiones ontológicas que las que resulten más indispensables para la
mejor comprensión de nuestro tema.
2. La estructura del bien común. Acerca del b. c. se puede hacer
toda una serie de afirmaciones parciales, cada una de las cuales,
aisladamente tomada, expresa un contenido fragmentario, es decir, un
simple aspecto o ingrediente de lo que constituye a dicho b. en su
completa y unitaria realidad. Así, p. ej., es ciertamente legítimo
afirmar que el b. c. requiere la participación de todos los ciudadanos
en los valores de la cultura; pero igualmente cabe decir otro tanto con
relación al bienestar material, y tampoco, a su vez, es menos cierto que
el b. c. incluye la paz o la concordia de los ciudadanos entre sí.
A todos estos aspectos o elementos del b. c. nos hemos referido
anteriormente, para distinguirlos de la «esencia» de ese mismo b., que
no se agota en ninguno de ellos. Pero ahora es preciso que los volvamos
a considerar, no tanto para diferenciarlos de la esencia completa del b.
c., cuanto para determinar la «estructura» de éste en una forma clara y
rigurosa. El b. c. incluye todos los elementos de que hemos venido
hablando; y ello es verdad hasta el punto de que, si alguno falta, los
restantes quedan amenazados por el desequilibrio consiguiente, de un
modo análogo a lo que acontece en un organismo vivo si se le quita una
de sus partes principales o si alguna de ellas no funciona con la
conveniente corrección. Todo ello, en definitiva, significa que el b. c.
posee una verdadera «estructura», de suerte que los elementos que lo
integran deben ser concebidos como partes de una unidad superior, que es
la que de veras constituye el b. de la sociedad en cuanto tal.
Sin embargo, el hecho de que el b. c. consista en una estructura o
complexión no significa que todos sus elementos estén en el mismo plano.
Así como en la sociedad hay jerarquía, sin que ello anule la igualdad
esencial de todos los ciudadanos que la integran, también en el b. c.
existe efectivamente un orden de valores sin que ello quiera decir que
no sean todos igualmente indispensables.
Los elementos básicos de la estructura del b. c. pueden ser
reducidos a tres: el bienestar material, la paz y los b. o valores
culturales. Cada uno de estos elementos tiene, a su vez, un buen número
de aspectos y componentes, cuya totalidad sería prolijo e innecesario
enumerar. Con todo, algunos de ellos, los de mayor significación, deben
ser atendidos, siquiera sea brevemente. Pero no será ocioso aclarar que
el eje, digámoslo así, del b. c. lo constituye el segundo de los
elementos mencionados, es decir, la paz. En la paz, efectivamente, se
realiza lo más específico y propio del b. de la sociedad en cuanto tal,
o sea, como comunidad o solidaria unidad moral entre los hombres. Sin
paz, la sociedad sería más aparente que efectiva, pues su unidad moral
estaría internamente desgarrada. Pero sobre el concepto de la paz y sus
principales determinaciones en orden al b. c. volveremos después. Por el
momento nos ocuparemos, ante todo del bienestar material.
a) Como anteriormente se observó, el bienestar material no se
confunde con los mismos b. materiales que le son necesarios. El
bienestar material es, en su aspecto de elemento o factor del b. c., la
satisfacción resultante de la participación de todos los ciudadanos en
esos bienes. Esta idea no entraña ningún materialismo. Sencillamente, se
limita a asumir la índole humana en su íntegra complejidad
corpóreoanímica. Por otra parte, lo que se denomina el bienestar
material, más que sér material. en sí mismo, lo es en razón de los
instrumentos o medios exteriores indispensables para llegar a
alcanzarlo; y todavía hay que añadir que la obligación de emplear esos
medios para mantener una existencia humana decorosa representa, por su
propio carácter de obligación, una exigencia connotativa del espíritu,
ya que los seres meramente materiales no tienen obligación de ningún
tipo.
Ahora bien; si aquí nos ocupamos del bienestar material, es
solamente en función del b. c., o sea, por representar un valor que ha
de integrarse en el b. de la sociedad, que es a su vez un b. del que
deben participar todos los miembros de ella. Por consiguiente, lo que en
último término se comporta en el bienestar material como un cierto
elemento indispensable del b. c. no son los simples medios o recursos de
que la sociedad dispone, sino la conveniente y debida participación de
todos los ciudadanos en ellos. Sin duda alguna, la prueba más clara de
que el bienestar material se integra en el b. c. como en una estructura
superior donde las partes se requieren mutuamente, está en las
complicaciones que de un modo inmediato surgen en este punto.
En torno a la noción del bienestar material aparece, en efecto,
una constelación de relaciones que impiden considerarlo de una manera
aislada e independiente. Así, por ej., el bienestar material se nos
presenta como indispensable no solamente por la obvia razón de su
necesidad instintiva o biológica, sino también en función de su positiva
utilidad para el ejercicio de la virtud. Cierto que este segundo
carácter viene, a su vez, condicionado por el primero, pero ello mismo
es una prueba más de la compleja interrelación que señalamos. Tal es la
causa de que la propia Iglesia, cuya misión se define esencialmente por
la índole espiritual de sus objetivos, no pueda, sin embargó,
menospreciar la importancia de los b. materiales, y de su justa
distribución, en el orden social de la convivencia. «Como quiera que el
bien social señala León XIII debe ser tal que los hombres se hagan
mejores al participar en él, es verdaderamente en la virtud donde se le
debe hacer consistir, antes que en cualquier otra cosa. Pero también
corresponde a una sociedad bien constituida el facilitar los bienes
corporales y externos cuyo uso es necesario para el ejercicio de la
virtud» (enc. Rerum Novarum, n° 25).
Junto al hecho, por así decirlo, «general», de que los b. externos
y corpóreos son necesarios para la práctica de la virtud, hay además
otra importante conexión: la que se da entre el bienestar material de
los ciudadanos y ese elemento del b. c. que es la paz o concordia en que
este b. esencialmente estriba. Para percatarse de ello conviene tener en
cuenta, una vez más, la distinción entre el bienestar material y los
propios b. materiales. La paz no depende únicamente de la abundancia de
estos b. Por muy grande que sea la cantidad de los mismos, no cabe
hablar de bienestar material ni, por tanto, de paz si no existe a la vez
una justa distribución. Desde la perspectiva superior que el b. c.
representa, el bienestar material y la justa distribución de los b. se
implican mutuamente, aunque las nociones respectivas sean de suyo
distintas.
b) Pasemos ahora a examinar la paz, directamente, en su carácter
de elemento integrante del b. c. Es claro que no se trata aquí de la paz
en su dimensión propiamente individual, sino en su aspecto formalmente
civil. Tomándola de este modo, S. Agustín la define (De civit., 19,15)
como la «tranquilidad del orden» y la «ordenada concordia». Estas dos
fórmulas son mutuamente equivalentes, y es esencial en ellas el concepto
de orden, según hace ver S. Tomás, al comentar la definición
agustiniana: S. Agustín habla aquí de la paz entre los hombres y la
llama concordia, mas no cualquier concordia, sino la ordenada,
precisamente por el hecho de que un hombre concuerda con otro según algo
que a ambos conviene; porque si un hombre concuerda con otro, no por
espontánea voluntad, sino coaccionado por el temor de algún mal
inminente, tal concordia no es verdaderamente paz, porque en ella no se
conserva el orden de ambos concordantes, sino que se le perturba por el
temor que alguien produce (S. Tomás, Sum. Th., 22 q29 a3 adl).
La verdadera paz no es el consenso impuesto por el temor, sino la
que resulta de la voluntad espontánea de los hombres. Tal es, en suma,
el sentido de la referencia al «orden», que hacen aquí S. Agustín y S.
Tomás; al menos, de una manera inmediata. Naturalmente, esto expresa un
ideal que no excluye en la práctica el uso de la fuerza cuando ésta es
indispensable para el b. c. Desde el punto de vista de las exigencias dé
este b., la coacción pertenece a la potestad del gobernante, como
custodio que es de la justicia en el seno de la sociedad. «La potestad
pública dice S. Tomás confiere a los gobernantes la índole de custodios
de la justicia; y, por lo mismo, sólo. en función de ésta pueden usar de
la violencia y la coacción» (22 q66 a8). De todo ello se desprende, por
tanto, que la verdadera paz, la que conserva el orden conveniente a los
hombres, implica la justicia; y, para expresarlo en términos de b. c.,
será preciso añadir que la justicia que dicha paz implica es la justicia
social (v.), cuyo objeto, en efecto, es ese b.
A este propósito, y tras haberse concretamente referido a la
necesidad de una justa y equitativa distribución de los b., advierte Pío
XI: «Todo esto, no sólo insinuado, sino clara y abiertamente proclamado
por nuestro predecesor, Nos lo inculcamos más y más en esta nueva
Encíclica, porque si no se pone empeño en llevarlo virilmente y sin
demora a su realización, nadie podrá abrigar la convicción de que pueda
defenderse eficazmente el orden público, la paz y la tranquilidad de la
sociedad humana contra los promotores de la revolución» (Quadragesimo
Anno, n° 62).
El mantenimiento de la paz es algo tan necesario al b. c. que ello
explica, aunque en realidad no justifica, las exageraciones de los
partidarios a ultranza del orden público. La divulgada frase, atribuida
a Goethe, de que es preferible la injusticia al desorden, expresa de una
manera gráfica, y como en esquema, el sentido de esas exageraciones. En
rigor, sin embargo, hay que decir que la frase sería interna y
objetivamente contradictoria, si la injusticia a la que se refiere es la
que va en detrimento del b. c., ya que en tal caso no existe un
verdadero orden. Cosa distinta es que tan sólo se trate de injusticias
parciales y ocasionales, evidentemente explicables por la imperfección
de la naturaleza humana, pero que no dejan de ser un desorden, asimismo
parcial y ocasional, al que cuanto antes conviene poner remedio. De lo
contrario, y tomada al pie de la letra, la «preferibilidad» de la
injusticia constituiría una perversión moral y una defensa hipócrita de
intereses privados ilegítimos.
Por lo demás, es también evidente que la paz resulta indispensable
para que se dé una efectiva participación de todos los ciudadanos en los
valores más altos de la vida, que son los de la cultura. Si el bienestar
material condiciona la paz y, a su vez, depende también de ella, otro
tanto cabe igualmente decir en lo que atañe al modo en que se relacionan
entre sí la misma paz y la participación en los valores culturales,
siempre que en éstos se integren los de carácter ético y espiritual. No
cabe duda de que los valores culturales de significación estrictamente
«técnica» contribuyen al bienestar material y, a través de éste, a la
paz; pero ellos solos no bastan. Y, a la inversa, la paz no sólo
facilita la participación de los ciudadanos en los valores culturales de
la técnica, sino que también hace posible el acceso a los más altos
valores de la cultura.
c) Finalmente, este tercer elemento del b. c. la participación en
los valores culturales que, desde luego, no es el más perentorio, tiene,
en cambio, carácter de fin respecto de los elementos anteriores. La
aceptación de esta tesis es la consecuencia natural de una antropología
realista que, si comienza por admitir íntegramente la necesidad y hasta
la «prioridad de urgencia» del bienestar material para los hombres, no
puede, sin embargo, desentenderse de la «prioridad de importancia o
dignidad» de los valores espirituales. Porque el realismo de la idea del
hombre no consiste tan sólo en admitir la dualidad de la materia y el
espíritu en la índole humana, sino también en reconocer la jerarquía
axiológica el orden de valores de estas dos dimensiones de nuestro ser.
Ciertamente, tampoco sería realista, sino utópica y, sobre todo, deforme
una antropología que identificase la objetiva «prioridad de dignidad» de
los valores espirituales con una efectiva «prioridad de urgencia» de los
mismos; pero no sería menos deforme la concepción que tomase la mayor
urgencia de los valores materiales como expresiva de una importancia
mayor.
Más que como una tesis expresamente formulada y mantenida, esa
segunda deformación posee, de hecho, una vigencia práctica, que se
explica, a su vez, por la mayor intensidad de apremio de las necesidades
de índole material, y por la superior facilidad con que se advierte el
valor de los b. respectivos cuando se echan en falta y, sobre todo,
cuando se carece de la formación precisa para hacerse cargo de los
otros. Hay un ejemplo que ilustra esta situación de una manera
elocuente. La justa distribución de los b. de índole material es, en
tanto que justa, un valor formalmente moral, y es verdad que de hecho se
invoca a la justicia para oponerse al acaparamiento de esos b. por unos
pocos hombres; pero, ¿es cierto que cuando se habla de dicha
distribución se está pensando en el perfeccionamiento moral que llevaría
consigo, para los ciudadanos, la práctica de la justicia que se invoca,
o más bien lo que importa es el bienestar material que de ello
resultaría? La pregunta carecería de sentido si se tratara tan sólo de
una cuestión bizantina, ya que es innegable que, en la realidad, la
estructura del b. c. exige ambas dimensiones, siendo, por tanto,
artificioso separarlas. Pero lo que no carece de sentido, ni se puede
tachar de artificioso, es precisamente el reconocimiento de una objetiva
jerarquía de dignidad, en cuyo seno el bienestar material y todas las
condiciones que éste pide, se comportan, sin mengua de su intrínseco
valor, como instrumentos o medios para la participación de los
ciudadanos en los b. o valores culturales.
Por lo mismo, conviene aclarar también que no se gana nada, en lo
que atañe al verdadero fondo de la cuestión, cuando se apela al hecho de
que los propios b. culturales son fecundos y útiles para el incremento
del bienestar material; pues aunque esto expresa algo muy cierto, e
incluso llega a justificar ciertas inversiones 'relativas del orden de
la urgencia, no hay que cifrar en ello el verdadero sentido de los b.
culturales, ni en lo que toca a la vida del individuo, ni en lo que
concierne al b. de la sociedad. Como una confirmación, y al mismo tiempo
un resumen, de todas estas ideas sobre el estrato superior del b. c.,
pueden servir las siguientes palabras de Pío XII: «Si es cierto que hay
que cuidar de que las clases trabajadoras sean solidarias y
beneficiarias del desarrollo económico, con mucha mayor razón hay que
preocuparse de orientar esa creciente capacidad de producción hacia una
participación del mayor número posible de hombres en los bienes
culturales y en las riquezas espirituales y morales de la humanidad
(...) No debe permitirse que la expansión económica lleve a la humanidad
fuera de la justa y recta medida de su existencia. Una producción
desordenada en sus fines no serviría al hombre: no lo respetaría» (Carta
a Carlos Flory, 10 jul. 1956). Un análisis sumario de este texto nos
hace ver en él dos puntos fundamentales: 1) la superioridad, desde el
punto de vista del respeto a los verdaderos intereses humanos, de los
bienes de la cultura y del espíritu sobre los de carácter material; 2)
la subordinación consiguiente de éstos a aquéllos. La idea de una
«producción desordenada» expresa, en una forma negativa, la objetiva
«primacía de dignidad» de que venimos hablando y que no tiene una
significación meramente teórica, puesto que lleva consigo la exigencia
práctica de subordinar la expansión de la economía a la participación
del mayor número posible de ciudadanos en los valores de la cultura y
del espíritu.
Juan XXIII afirma la utilidad de la técnica, la economía y las
ciencias (estas últimas, como veremos por el contexto, tomadas en su
aplicación al bienestar) para niveles más altos del b. c., pero
advierte, a la vez, que de ningún modo constituyen los valores supremos:
«Con profundo dolor observamos el número, no pequeñb, de hombres
pertenecientes a naciones económicamente desarrolladas, para quienes
nada importa la justa jerarquía de los valores, es decir, que desconocen
abiertamente los bienes del espíritu o los olvidan por completo, cuando
no los niegan en absoluto, mientras que al mismo tiempo buscan
ardientemente el progreso científico, técnico y económico, y dan tal
valor a los bienes exteriores, que de ordinario los consideran como el
supremo bien de su vida. De lo cual se sigue que no carece de ocultos
peligros la misma ayuda prestada por los países más desarrollados a los
más atrasados, cuyos ciudadanos, en su mayor parte, aún conservan viva,
gracias a una tradición secular, la conciencia de los principales
valores morales y los reflejan en su conducta» (enc. Mater et Magistra,
n° 1751-76).
Por lo que toca al tratamiento expreso de los valores
sobrenaturales y a la consiguiente postura de la Iglesia en nombre del
b. c. puede bastar este pasaje de Pío X: «Cualquiera que sea su
conducta, incluso en el orden de las cosas temporales, el cristiano no
tiene el derecho de poner los intereses sobrenaturales en un segundo
rango; antes, por el contrario, las normas de la doctrina cristiana le
obligan a dirigirlo todo hacia el soberano bien como hacia el fin
último. Todas sus acciones, en tanto que moralmente buenas o malas, es
decir, acordes o desacordes con el derecho natural y divino, caen bajo
el juicio y la jurisdicción de la Iglesia» (Singular¡ quadam, 24 sept.
1912, AAS 4, 1912, 658).
3. Bien común y bien particular. El b. c. es, por su misma
esencia, un b. en el que pueden y deben participar todos los ciudadanos.
No se trata de nada que en sí mismo se ordene únicamente al beneficio de
una simple parte, por grande que ésta sea, de la sociedad. El b. c. es
el b. de «la» sociedad precisamente porque aprovecha y beneficia a todos
y cada uno de los miembros de que ésta se compone. Por el contrario, lo
que beneficia a un solo hombre, o a un grupo o conjunto de hombres que
no son todos los que en la sociedad se integran, es meramente un b.
particular, aun en el caso de que este b. sea lícito moralmente
hablando. La diferencia entre el b. c. y el b. particular no es, por
tanto, la que puede establecerse sobre la base de la distinción entre la
«mayoría» y la «minoría» de los ciudadanos, ni tiene nada que vercon el
resultado de una consulta al pueblo. No es que por sí propio el b. c.
excluya la posibilidad de esta consulta cuando se trate de una materia
opinable, sino que no es opinable el mismo b. c. esencialmente
considerado en tanto que b. c.; lo cual quiere decir, sencillamente,
que, para ser común, este b. ha de poder beneficiar a todos los
ciudadanos, aunque la mayoría de ellos pretendiesen excluir de,ese
beneficio a una pequeña parte de la sociedad. En suma: el b. c. es
esencialmente diferente de toda clase de b. particulares. Tal es la
causa de que tampoco pueda reducirse a la simple suma o. colección de
los b. particulares existentes en el conjunto de la sociedad. Ante todo,
es menester advertir que cada uno de estos b. particulares tiene su
propio dueño. Por consiguiente, el conjunto que forman no es realmente
común a las personas que integran la sociedad, sino algo realmente
fragmentado en tantas partes como personas haya. En segundo lugar, la
suma o colección de los b. particulares que en la 'sociedad existen no
tiene nada que ver con que los poseedores de estos b. sean tantos como
los miembros de que la sociedad se compone, o se limite a la mayoría de
ellos, o no pase, tal vez, de una minoría. Desde el punto de vista del
mero resultado matemático, el «total» es el mismo en lbs tres casos y
resulta completamente ajeno a la justa distribución de las riquezas. Por
el contrario, el b. c. exige, por ser b. «para todos», que no haya
perjuicio para nadie.
Coincidiendo con Aristóteles, S. Tomás afirma que «el bien común
civil y el bien particular de una persona no difieren tan sólo según la
cantidad, sino según una diferencia formal, porque la índole del bien
común es diferente de la del bien particular, de la misma manera que la
índole del todo es diferente de la de la parte» (22 q58 a7 ad2). Para
entender esta afirmación. en su contexto hay que tener en cuenta que es
la respuesta a una dificultad según la cual no existiría diferencia
específica entre la «justicia legal», que es la que tiene por objeto el
b. c., y la justicia particular, que tiene, en cambio, al b. particular
como su objeto propio e inmediato. Lo que puede dar pie a la negación de
la diferencia específica entre la justicia legal y la particular es que
la distinción entre lo poco y lo mucho (o si se prefiere, entre la
unidad y la pluralidad como tales) no pasa de ser meramente
cuantitativa. Y a esto es a lo que S. Tomás responde sosteniendo que el
b. c. y el b. particular, además de diferir entre sí cuantitativamente
(«secunduin multum et paucum»), son también cualitativamente distintos
(«secundum formalem dif ferentiam»). Ser todo no es, simplemente, ser
mayor que la parte, sino ser algo esencialmente distinto. La suma de las
partes es algo que realmente el todo es, pero no es todo lo que éste es
realmente, porque no tiene en cuenta que aquéllas se organizan en cada
caso de una cierta manera, que en la realidad no es indistinta. Por eso
hubo que llamar antes la atención sobre el hecho de que, si el b. c. es
considerado tan sólo desde el punto de vista del mero resultado
matemático, la justa distribución de las riquezas sería completamente
irrelevante. Pero si, en cambio, no nos limitamos a ese punto de vista,
la justa distribución de las riquezas se nos aparece como un factor
decisivo para el b. c., en la medida en que esa distribución condiciona
la paz, que es un elemento imprescindible de la estructura propia de
dicho b. Y hasta hay que añadir que la justa distribución de las
riquezas tiende a aumentar el número de éstas, por resultar un factor
estimulante del incremento de la producción.
Pero el b. c., aunque específicamente distinto del b. particular,
no excluye a éste, de la misma manera que el todo tampoco excluye a la
parte. El b. tiene carácter de fin; y así como el fin común de los seres
humanos que conviven permite la existencia de los respectivos fines
particulares de cada uno de ellos, siempre que éstos se adapten y se
sometan a él, también los b. particulares son armonizables y compatibles
con el b. c., bajo la correspondiente condición de que, en efecto, le
estén subordinados. Todavía más: el b. c. no solamente no excluye al b.
particular, sino que además exige que cada 'ciudadano tenga el suyo.
Esto resulta fácil de entender cuando se piensa en una situación en la
que nadie pudiese disponer privadamente de ninguna clase de b. propio.
Tal situación sería, indudablemente, un mal común, es decir, un efectivo
y verdadero mal de todos, incluyendo a la autoridad, que habría de
cargar con el deber de suministrar en cada momento a cada ciudadano los
medios necesarios para satisfacer las necesidades respectivas. Esto nos
hace ver que lo verdaderamente bueno para todos es que cada uno pueda
disponer personalmente de un cierto b. privado. Y justamente por su
carácter universal, esta última afirmación lleva consigo una condición
ineludible de su posibilidad misma, a saber, que cada cual respete los
derechos que tienen los demás, de tal manera que, si no lo hace, sea
convenientemente sancionado. La necesidad de esta sanción es, por tanto,
una exigencia del propio b. c., en la medida en que éste mismo exige,
para mantener la justicia, que quien posee un b. particular con
detrimento de los demás ciudadanos, reciba su merecido. Pero ello, en
vez de querer decir que todos los miembros de la sociedad tengan que
carecer de b. partículares, significa justamente lo contrario: que todos
deben tenerlos, y concretamente de tal modo que a nadie se le consienta
perjudicar a nadie.
La exacta comprensión del b. c. no puede ser meramente negativa.
Cierto que este b. lleva consigo algunas limitaciones, que son las
mismas que la convivencia implica. Sin embargo, esencialmente hablando,
el b. c. debe ser concebido de un modo positivo, ya que se trata de un
b. y no de un mal. Situándonos en esta perspectiva se nos hace patente
la verdad deque, para cada uno de los hombres, es un b. el poder
disponer personalmente de los medios precisos para mantener y hacer su
vida, no sólo en lo que concierne a las necesidades materiales, sino
también en lo que se refiere a su índole o naturaleza de personas.
Finalmente, conviene examinar la relación jerárquica entre el b.
particular y el b. c. A este propósito, S. Tomás, recogiendo igualmente
en este punto las ideas de Aristóteles, atribuye al b. c. la primacía,
con la única salvedad de que la comparación sea establecida dentro de un
mismo plano de bienes. «Si un mismo bien puede valer para un solo hombre
o para toda la sociedad, evidentemente es mucho mejor y más perfecto
decidirse por lo que es bueno para ésta que por lo que lo es para aquél.
No cabe duda de que el amor que debe existir entre los hombres autoriza
a procurar también lo que es bueno para uno sólo. Pero es mucho mejor y
más divino que se actúe en beneficio de todos (...) Y ello es más divino
en el sentido de que significa una mayor semejanza con Dios, que es la
última causa de todos los bienes» (In Ethicor., lib. 1, lect. 2, n. 3).
La misma tesis viene a formularse de un modo cómpendioso en el siguiente
texto: «El bien de la sociedad es mayor que el de una parte de ella,
aunque es menor que el bien extrínseco al que se ordena la sociedad» (22
q39 a2 ad2). Así, pues, las tergiversaciones resultan, en definitiva,
dentro de esta materia, de no tener en cuenta que el b. de la sociedad
como sociedad es superior al de cualquiera de sus partes precisamente en
tanto que son partes.
4. La primacía del bien común y la dignidad de la persona humana.
Uno de los aspectos de la problemática del b. c. que de hecho han sido
tratados con la más perniciosa ambigüedad es el de la primacía de este
b., y ello en virtud de su aparente antagonismo con el principio de la
dignidad de la persona humana. En nombre de esta misma dignidad se
relativiza con frecuencia, cuando no es que en absoluto se la niega, la
regla de la primacía del b. c., indispensable para el recto orden de la
convivencia. Todo viene, en definitiva, de un equívoco, sin cuya
aclaración son lógicamente inevitables otras ambigüedades secundarias.
Ese equívoco primario y radical es el que estriba en creer que la
primacía del b. c. es 'tanto como la superioridad de este b. sobre la
dignidad de la persona humana. Y, para ser completos, hay que advertir,
además, que es esa misma creencia la que está en la base del ataque de
las diversas formas del «totalitarismo» a la dignidad personal de
nuestro ser, al menos tal como esta dignidad es concebida en el
pensamiento cristiano. Lo cual quiere decir que lo que en el fondo no se
entiende por una y otra parte es que la primacía del b. c. y la dignidad
de la persona humana puedan ser mutuamente compatibles sin someterlas a
ningún tipo de rectificación.
Todo el sentido de las consideraciones subsiguientes es que los
dos principios en cuestión no sólo son mutuamente compatibles en virtud
de su esencia por tanto, sin necesidad de añadirles ni de quitarles
nada, sino que además se exigen entre si, justamente también de una
manera esencial. Para mostrarlo, comencemos por ver, que el b. c.
incluye y presupone el debido respeto a la dignidad de la persona
humana. La cosa se hace patente cuando se advierte que esta dignidad no
es en sí misma un b. particular, sino precisamente un b. c. La dignidad
de la persona humana no es un b. poseído en exclusiva por un hombre
determinado o por algún tipo determinado de hombres, sino al contrario,
un b. que todos los hombres tienen, ni más ni menos que porque son
personas. Por consiguiente, el respeto a la dignidad de la persona
humana es, en sí mismo y sin necesidad de ninguna otra cosa, respeto a
un b. c., concretamente a un b. que de un modo esencial es poseído por
todos y cada uno de los miembros de la sociedad civil.
A la luz de estas consideraciones se pone de manifiesto que lo que
la primacía del b. c. significa ante todo, y en orden a la dignidad de
la persona humana, es que por encima del respeto a la categoría
particular de un hombre determinado o de un determinado grupo de
hombres, está el respeto a la dignidad común a todos los seres humanos;
de suerte que, en cualquier caso de conflicto, hay que posponer aquélla
a ésta. Con ello, evidentemente, no se hace ninguna restricción a la
norma de la dignidad de. la persona humana, sino que se le toma en toda
la plenitud e integridad de su alcance. Es precisamente lo contrario lo
que supondría una restricción de esa norma, puesto que la dignidad de
que se trata es la que pertenece al hombre en general y no la que
particularmente corresponda a éste o a aquél hombre.
Dicho de otra manera: la subordinación al b. c. es, ante todo y
esencialmente hablando, la única forma de respetar sin excepciones la
dignidad de todos y cada uno de los miembros de la sociedad civil. Pero
entonces es claro que lo que se subordina al b. c. no es la dignidad de
la persona humana, sino, sencillamente, los b. particulares. En el
epígrafe anterior se ha señalado que el b. c. no impone la negación de
todo b. particular, sino tan sólo la del b. particular que se le opone.
Lo mismo se concluye si se parte de la dignidad de la persona humana. El
respeto genérico o común a esta esencial dignidad sólo exige excluir los
b. particulares que se oponen a ella, o sea, los que son lesivos de la
justicia social (v. JUSTICIA IV), a la que todos los hombres tienen
igual derecho, precisamente porque, al ser todos personas, nadie está
moralmente facultado para reducir a nadie a la condición de un simple
instrumento o medio para su propio b. particular.
Análogamente, hay que observar aquí que la primacía del b. c. no
se opone tampoco al verdadero sentido del principio según el cual «la
sociedad es para las personas y no las personas para la sociedad» (civitas
propter cives, non cives propter civitatem). Para que tal oposición se
diera sería preciso identificar a las personas con sus respectivos b.
particulares, confundiendo, por tanto, la dignidad de aquéllas con el
valor de éstos, y asimismo haría falta que la ordenación de la sociedad
a las personas fuese abusivamente concebida de un modo restrictivo, es
decir, como una ordenación a determinadas personas y no a otras, ya que,
de lo contrario, hay que admitir la subordinación al b. c. o, lo que es
lo mismo, la primacía de este b.
Tras estas aclaraciones, sólo queda por ver que la dignidad de la
persona humana no sólo no se deprime, sino que encuentra su mejor
expresión ética en el deber de subordinarse mejor sería decir
sobreelevarse al logro del b. c. A diferencia del animal, posee el
hombre la capacidad de abrirse, cognoscitiva y volitivamente, a lo
común, a lo que trasciende la concreción del individuo. Los meros
animales sólo apetecen su b. particular; no tienen luces para
trascenderlo. Pero el hombre se encuentra facultado para llegar a
elevarse al b. c., y cuando se cierra a este bien y lo pospone al mero
bien privado se animaliza voluntariamente y hace traición a su índole de
persona. Para pensar lo contrario habría que suponer, en este orden de
los valores éticos, que la dignidad de la persona humana consiste en el
egoísmo.
En resolución, sólo puede haber conflictos aparentes entre el b.
c. y la dignidad de la persona humana, o lo que es igual: para que los
conflictos puedan darse, es imprescindible que se trate de un falso b.
c. o de una falsa dignidad del hombre. En este sentido se mueven las
siguientes afirmaciones de Pío XII: «El verdadero bien común se
determina y resume (...) por la naturaleza del hombre, con su armónico
equilibrio de derechos personales y obligaciones sociales, y en idéntica
medida por el fin de la sociedad, determinado también por esa misma
naturaleza humana (...) Por lo que toca a los valores más altos, que
sólo la colectividad y no el individuo aislado puede realizar, también
ellos son en definitiva queridos por el Creador para el hombre, para su
pleno desarrollo natural y sobrenatural y para el acabamiento de su
perfección» (Mit brennender Sorge, AAS 29, 1937, 160). V. t.: JUSTICIA
IV; BIEN.
A. MILLÁN FUELLES.
BIBL.: ARISTÓTELES, Ethica Nichom., lib. I, cap. 1; S. AGUSTIN, Confess., lib. III, cap. 8; fD, De Civit., lib. XIX, cap. 13; S. ToMÁs, In Ethicor., lib. I, lect. 2, n° 30; íD, Sum. Th. q29 a3 adl; q39 a2 ad2; q66 a8; LEóN XIII, Rerum novarum, 25, 234; Pío XI, Quadragesimo Anno, 62; Pío XII, Mit brennender Sorge, AAS 29; fD, Carta a Carlos Flory, 10 iul. 1956; JUAN XXIII, Mater et Magistra, no 157, 17576; COMISIÓN EPISCOPAL DE DOCTRINA Y ORIENTACIÓN SOCIAL, Breviario de Pastoral social, Madrid 1959, 1 par. a. 4; S. M. RAMÍREZ, La doctrina política de Santo Tomds, Madrid s. a.; J. Y. CALVEZ y J. PERRIN, Église et société économique, París 1959, 156169; R. GONZÁLEZ MORALEJO, Pensamiento pontificio sobre el bien común, Madrid s. a.; J. TODOLí, El bien común, Madrid 1951; A. MILLÁNPÜELLEs, Persona humana y justicia social, Madrid 1962, 4157; C. CARDONA, Metafísica del bien común, Madrid 1966.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991