BERENGARIO DE TOURS


Después de la general decadencia del s. X europeo, resurgen en el s. XI la espiritualidad y la cultura. El renacimiento del monacato vigorizó de nuevo la piedad y el culto, la reforma gregoriana llevó con rigor la disciplina eclesiástica, y la cultura se desarrolló en las escuelas catedralicias y monásticas, con gran actividad de la ciencia teológica, a veces tempestuosa en la controversia entre dialécticos y antidialécticos. Para los primeros el «arte dialéctico» (el Trivium) se convirtió casi en un deporte, con el que algunos recorrían lugares, discutiendo sin temas de fondo con unos cuantos silogismos, o resolviendo problemas con mera palabrería. En el s. XII continuarían, con mayor profundidad intelectual, las polémicas entre las dos tendencias que en el s. XIII prácticamente se fundirían en las grandes Sumas de la Escolástica.
      Tuvo especial trascendencia en el s. XI la polémica suscitada por B., n. en Tours poco después del a. 1000. Alumno de S. Fulberto, el fundador de la célebre escuela de Chartres, que m. en 1029, B. volvió a su ciudad natal; en 1031 es ya canónigo y director de la escuela de San Martín de Tours, rivalizando con la del docto Lanfranco (m. 1089) en la abadía de Bec. Lanfranco atraía más discípulos (entre ellos S. Anselmo de Canterbury), y, antes de retirarse a Bec, en su época de dialéctico, ya había derrotado a B. en una discusión, razones por las que éste quizá le guardó cierta animosidad. No siguió B. los pasos de su maestro S. Fulberto, sino que aplicó el racionalismo dialéctico a temas religiosos--- "Y teológicos, y a partir de 1046 comenzó a difundir ideas contrarias a la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Hugo, obispo de Langres (1051), que había seguido en Tours las lecciones de B., se conturbó profundamente por la novedad de la enseñanza eucarística, y desde su diócesis le dirigió una noble carta, aconsejándole abandonara su error: «Dices que en este Sacramento el cuerpo de Cristo está presente sin que por ello se cambie la naturaleza o la esencia del pan y del vino, y el cuerpo, que has dicho haber sido crucificado, queda reducido según tú, a una pura ficción mental» (PL 142, 1327). Gramático y retórico, pagado de sí mismo ( «en verdad es propio de una mente grande recurrir en todas las cosas a la dialéctica», escribiría en su obra De sacra coena), el racionalismo filosófico de B. parece que no produjo otros frutos que su intento de «racionalizar» el misterio de la Eucaristía. Un ente no puede cambiarse en una realidad preexistente; los sentidos atestiguan que en la Eucaristía permanecen los accidentes (las apariencias) del pan y del vino; por tanto, también el sujeto a que van ligados, es decir, la sustancia. Por otro lado el cuerpo de Cristo está en el cielo; por tanto, no puede estar presente en tantos lugares cuantas son las Hostias consagradas, y además no cabría en ellas. Así, pues, B. negaba en principio lo que más tarde el conc. de Trento llamaría transustanciación (siguiendo al conc. IV de Letrán y al II de Lyon: Denz.Sch. 1652, 803, 860). Con ello B., además de mal teólogo, mostraba no ser tampoco buen filósofo, pues según él los sentidos captarían directamente la esencia de las cosas, desconociendo la diferencia entre sustancia y accidentes de las mismas, y así negaba también la presencia real de Cristo en la Eucaristía, como hizo en varias ocasiones, aunque en otras afirmase una especie de impanación del cuerpo de Cristo, es decir, que la sustancia del pan coexistía junto con la de Cristo; desconocía, por tanto, también las diversas maneras en que algo o alguien puede estar realmente presente en un lugar (tanto de modo natural como sobrenatural). Para B., mediante las palabras de la consagración, el cuerpo y la sangre del Señor se hacen presentes sólo in similitudine, intellectualiter, in figura, in imagine; es decir, el pan y el vino son, después de la consagración, sólo símbolo del cuerpo y de la sangre de Cristo, símbolo que, recibido por los fieles, hace actuar sobrenaturalmente en ellos la virtud de Cristo. B. se apoyaba, además, en las doctrinas de los adversarios de Pascasio Radberto en el s. IX, utilizando principalmente el De corpore et sanguine Domini atribuido a Escoto Eriúgena, que posteriormente se comprobó ser obra de Ratramno; en esa obra, negando el cafarnaitismo craso o material de Radberto, tampoco se acertaba a explicar la presencia sobrenatural de Cristo en la Eucaristía, que era reducida a puro simbolismo. Con sus teorías, B. dirigió una carta a Lanfranco, cuya escuela seguía la doctrina de Radberto, que le llegó a Roma en 1050 estando en un concilio; la leyó ante el papa León IX y la dio a conocer a los obispos congregados, suscitando su indignación. El concilio romano rechazó la doctrina atribuida a Escoto, así como la de B., citando a éste a un sínodo que habría de reunirse en Vercelli en septiembre del mismo 1050, al que B. no llegó a ir, y en el que se ratificó la condena del conc. de Roma. En 1051 un sínodo de París condena de nuevo a B. En 1054 León IX envía como legado a Francia al monje Hildebrando, quien ese mismo año preside un sínodo en Tours, donde B. rechaza sus errores y con juramento afirma que «panis et vinum post consecrationem sunt corpus et sanguis Christi» (fórmula verdadera pero demasiado genérica), decidiendo acompañar a Hildebrando a Roma para dar testimonio de recta fe ante el propio León IX; pero la muerte de éste hizo suspender el viaje. B. acudió a un sínodo romano en 1059, donde, en contra de sus artificios dialécticos, se vio obligado a suscribir una fórmula de fe clara y categórica (cfr. Denz.Sch. 690; la fórmula seguía más bien el modo de expresarse de Radberto, y habría que explicarla para ser entendida rectamente). Salido de Italia, B. se contrarretracta atacando violentamente al Papa y a la Iglesia romana, y escribe el opúsculo Contra praefatam synodum (cit. por Lanfranco: PL 150, 409). Varios concilios franceses le excomulgan (cfr. Bernoldo de Costanza, De Berengarii haeresiarchae damnatione multiplici: PL 148, 1457). Las escuelas de Bec y de Chartres, así como varios obispos y teólogos, le dirigen exhortaciones (Hugo de Langres, Adelmanno de Brescia, Ascelino el Bretón) o escriben tratados teológicos sobre la Eucaristía, refutando a B. (Durando de Troarn, Lanfranco, Guitmondo de Aversa: PL 148, 1375- 1424; 150, 407-442; 149, 1427-1494). Poco antes de 1070, B. escribe su obra De sacra coena, en respuesta a De corpore et sanguine Domini de Lanfranco. Alejandro II (1061-1073) le dirigió avisos llenos de benevolencia que tampoco hicieron ceder a B., sino que incluso hizo correr falsas cartas de ese Papa pretendiendo que le defendía.
      Al subir Hildebrando al pontificado como Gregorio VII, B., citado ante un sínodo francés, apeló al nuevo Papa de quien conservaba grato recuerdo. El gran pontífice reformador accedió, ganando de nuevo a B., que en el sínodo romano de 1078, y más explícitamente en el de 1079 suscribió una fórmula de fe, confesando «que el pan y el vino, puestos en el altar, por el misterio de la sagrada oración y palabras de nuestro Redentor, se cambian sustancialmente (substantialiter converti) en la verdadera, propia y vivificadora carne y sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y que después de la consagración es el verdadero cuerpo... y la verdadera sangre... no sólo a través del símbolo y la virtud del Sacramento, sino en la propiedad de la naturaleza y verdad de la sustancia» (Denz.Sch. 700). Pero después B. recayó en la teoría de la impanación; casi a los 80 años de edad, B. fue de nuevo citado a un concilio en Burdeos (1080), donde parece que se arrepintió sinceramente, y desde entonces mantuvo la fe verdadera. Retirado a la isla de San Cosme, junto a Tours, llevó vida de silencio y soledad hasta que m. en 1088 en paz y comunión con la Iglesia.
      La controversia se desarrolló más bien en el ámbito de las escuelas teológicas, y B. no formó ninguna secta. Los pocos discípulos que le siguieron, se dividieron a su muerte en diversas opiniones. Urbano II en 1095 condenó varios errores sobre la Eucaristía; los llamados «umbráticos» fueron refutados en el s. XII por Algero de Lieja (PL 180, 739-854; m. 1146) y otros autores. La controversia sirvió para precisar la terminología y la comprensión de la presencia real y sustancial de Cristo en la Eucaristía, de la que dio una más cuidada explicación el concilio IV de Letrán. Más tarde empalmarán con la herejía de B. los cátaros; también Lutero y otros protestantes de la primera época, como Carlostadio, seguirán aspectos de la doctrina de B.
      El libro De sacra coena de B., prolijo, reiterativo, y en mal latín, fue descubierto en el s. XVIII, y editado por A. F. y F. Th. Vischer en Berlín 1834, y por W. B. Beekenkamp en La Haya 1941. Se conservan de B. algunos otros escritos, como un breve memorial acerca de los sínodos romanos de 1078 y 1079 (en E. Martene, Thesaurus, París 1717, IV, 103-109), algunos versos, mejores que su complicada prosa (ib., 115-116), y unas 23 cartas, la mayoría de los primeros años de la controversia.
     

BIBL. : R. GARCÍA VILLOSLADA y OTROS, Historia de la Iglesia católica: 11, Edad Media, 3 ed. Madrid 1963, 203-207; A. PIOLANTI, El misterio eucarístico, I, Madrid 1958, 68-78; G. FRAILE, Historia de la Filosofía, II, Madrid 1966, 345-347; J. SCHNITZER, Berengar von Tours. Sein Leben und seine Lehre, 2 ed. Stuttgart 1892; F. VERNET, Bérenger de Tours, en DTC 2. 722-742; M. CAPPUYNS, Bérenger de Tours, en DHGE 8, 385-407; R. HEURTEVENT, Durant de Troan et les origines de l'hérésie bérenganienne, París 1912; A. J. MAC DONALD. Berengar and the Reform of sacramental Doctrine, Londres 1930; M. MATRONOLA, Un testo inedito di Berengario di Tours e il Concilio Romano del 1079, Mi1án 1936; L. C. RAMÍREZ, La controversia eucarística del siglo XI: Berengario de Tours a la luz de sus contemporáneos, Bogotá 1940; C. E. SHEEDY, The Eucharistic controversy of the Eleventh Century, Washington 1947; J. DE GHELLINCK, Le mouvement théologique du XII siecle, 2 ed. Brujas 1948, 72-75.

 

 

JORGE IPAS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991