Fundador de la Orden benedictina, llamado Patriarca de los monjes de
Occidente y Padre de Europa. N. en el 480. En el 500, fue a Roma a hacer
sus estudios. En el 529 fundó la gran abadía de Montecassino. M.
santamente en el 547. Dentro de este margen de años se desarrollaron en
Italia grandes convulsiones políticas y religiosas, que el santo
presenció, y a las que intentó poner remedio.
1. Nursia. B. nace en Nursia, hoy Norcia, provincia de Umbría, en
las estribaciones de los Apeninos, a unos 100 kilómetros de Roma. De muy
antiguo fue una ciudad fuerte con sus gruesas murallas, y en ella vieron
la luz igualmente Vespasiano, Marcial y Sertorio. De sus habitantes dicen
los escritores antiguos que eran de recio temple (Virgilio, Eneida, VII,
V, 715), muy amantes de la libertad (Suetonio, Divus Augustus, 12) y de
valor inquebrantable en la defensa de su libertad (Estrabón, Geographica,
V, 3, 1). Los Apeninos con sus altas cumbres parece como si les aislasen
de la corrupción de las ciudades, disponiéndose así a mejor recibir la
semilla del Evangelio. Tuvo esto lugar en el s. III, en que el obispo de
Foligno, S. Feliciano, vino a comunicarles la buena nueva. Hacia el a. 495
aparece como obispo de Nursia un tal Esteban, al que se atribuye la
administración del Bautismo y Confirmación a B. y su hermana Escolástica.
También florecía ya por entonces en la región la vida monástica, pues S.
Gregorio nos da a conocer a dos santos monjes contemporáneos de B.:
Eutiquio y Florencio, así como al abad Spes de un cercano monasterio. Esto
contribuyó, sin duda, a impregnar de piedad su niñez. Pero hubo otro
factor más importante aún: su propia familia.
2. Familia. De los padres de B. no sabemos casi nada, si bien una
tradición tardía los hace llamar Eupropio y Abundancia. Nos dice S.
Gregorio que eran de clase social buena, o por lo menos más que ordinaria:
liberiori genere. Se trataría, pues, de una nobleza provincial, notable
por el número de sus domésticos, uno de los cuales sería la nodriza Cirila.
Confirma esta posición de sus padres el hecho de que enviaran a su hijo a
cursar estudios en Roma. B. tenía una hermana melliza y única: S.
Escolástica. Pocos seres se han amado tanto como estos dos santos
hermanos, como se echa de ver por el último coloquio que mantuvieron ambos
pocos días antes de la muerte del santo. Su nodriza Cirila vino a ser para
B. como una segunda madre.
3. Estudiante en Roma. Los padres de B., que no habían perdonado
medios para que su hijo creciese en la piedad, procuraron asimismo
facilitarle cuanto estaba a su alcance para que aprovechase en los
estudios. Dice S. Gregorio que le enviaron a Roma para su educación
liberal: Romae liberalibus litterarum studiis traditus fuerat. Estas
palabras dan a entender que en Nursia ya había terminado su educación
elemental. Los antiguos escritores distinguen el Magister primus, que
enseña a leer y escribir, del Grammaticus, que explica las bellas letras:
la Retórica constituía el fondo de esta enseñanza. La escuela romana era,
ante todo, escuela de elocuencia que enseñaba a hablar y persuadir. La
hermosa exhortación que constituye el prólogo de la Regla benedictina es
una muestra de esa formación retórica.
No se conoce exactamente la edad de B. en ese momento, se cree que
fue ca. el 500, es decir, a sus 20 años. Le acompaña Cirila, su fiel
nodriza (Dialogi s. Gregorii, I). Roma, entonces, era todavía floreciente.
Es cierto que los godos y vándalos la habían llenado de ruinas, pero los
monumentos principales continuaban en pie. Sin embargo, Roma ya no era la
capital del Imperio romano; una tras otra, había perdido sus provincias.
Por fin, la misma Italia cayó en poder de Odoacro, rey de los hérulos,
quien, a su vez, fue asesinado por un nuevo invasor, Teodorico, rey de los
ostrogodos en el 493, bajo cuyo reinado tuvo lugar la estancia de B. en
Roma. Precisamente acababa de llegar a la ciudad cuando tuvo ocasión de
presenciar una escena impresionante. En el 500, el rey, que hasta entonces
había tenido su residencia en Rávena, la abandonó para hacer su entrada
triunfal en la capital del Imperio. El Papa, el Senado y el clero entero
salieron a su encuentro con pompa extraordinaria. Él, aunque arriano,
deseoso de captarse las simpatías de la muchedumbre, fue a postrarse ante
la tumba de S. Pedro, y, después en el Foro, arengó al pueblo prometiendo
respetar sus derechos y leyes. En este día pudo conocer B. el esplendor
del mundo, al que muy pronto habría de renunciar. La situación de la
Iglesia era también muy turbulenta. En noviembre del 498, murió el papa
Anastasio II y los electores del sucesor se dividieron en dos grupos. Los
romanos se decidieron por Símaco y le establecieron en Letrán, pero el
partido bizantino aclamó en S. María la Mayor al papa Lorenzo. Durante
cerca de tres años la ciudad fue teatro de escenas salvajes, Hubo
asesinatos aun entre el clero y los monjes.
4. Ermitaño en Subiaco. No se sabe cuánto tiempo duró la estancia de
B. en Roma. Sin duda, fue lo suficiente para adquirir una buena cultura,
sobre todo en las ciencias sagradas, S. E. y literatura patrística y
monástica, como se demuestra por la Regla. Pero no terminó los estudios.
S. Gregorio da la razón: «Como viese a muchos de sus compañeros
precipitarse por la sima del vicio, temiendo para sí lo que veía en los
demás, determinó retirar del mundo el pie que apenas había puesto en él».
Roma, que acababa de abrazar el cristianismo, era todavía pagana en sus
costumbres. En cuanto a los peligros que corrían en Roma los jóvenes poco
tiempo antes de B., S. Paulino de Nola, escribiendo a Lucencio, que había
tenido de maestro de retórica a S. Agustín, le dice: «Roma hoy día, iay!,
es mala consejera, capaz de derribar a los más robustos. Pero hijo mío, yo
te lo suplico, ten siempre delante de los ojos al Padre Agustín en medio
de la corrupción de la ciudad; pensando en él, franquearás sano y salvo
los mil peligros de esta vida frágil» (Epist., 46). En este ambiente, B.
sintió un deseo imperioso de dejar el mundo para retirarse al servicio de
Dios. Por otra parte, de los desiertos de Egipto y Palestina llegaban
noticias sobre las austeridades a que se sometían en ellos muchos
cristianos. De Roma y otras partes de Occidente salían caravanas para
presenciar tales hechos y los difundían a su regreso.
B., conocedor de estas noticias, se decidió a seguir los ejemplos de
esos santos anacoretas. Allí, a dos pasos de la ciudad, se encontraba el
desierto, y un buen día, en vez de tomar el camino acostumbrado de la
clase, torció el paso, y por la Vía Nomentana se dirigió hacia Tívoli. Le
siguió - su fiel nodriza, que no se resignaba a dejarle solo, y juntos
llegaron a un pueblo llamado Enfide, hoy Enfile. Aquí permaneció un tiempo
en medio de una colonia de ascetas. Un milagro que realizó para consolar a
su nodriza, le hizo huir secretamente, pues no quería pasar por santo (Dialogi
s. Greg., I). Tal vez también encontró allí algunos desengaños. Esas
comunidades de ascetas no dejaban de presentar ciertos defectos. El santo
describirá más tarde en su Regla a esos monjes que moraban de dos en dos,
o de tres en tres, en sus propias casas, sin practicar regla alguna y
viviendo a su gusto. Parece una experiencia personal.
Salió, pues, de Enfide, y a una distancia de unos 10 Km. encontró el
palacio ruinoso de Nerón, junto a un lago artificial formado por las aguas
del Anio. Allí, en las rocas que dominan el paisaje, descubrió una gruta
de su gusto, que había de servirle de morada por tres años. Era Subiaco.
Este paraje tan pintoresco había atraído tiempo atrás a los amantes de la
soledad, y en el valle se veían numerosas cabañas ocupadas por los
ermitaños. Un buen día se encontró con uno de ellos, llamado Román, que
había de formarle en los principios de la vida monástica; después de
imponerle el hábito y la tonsura, se encargó de instruirle en las cosas
del espíritu, y de proporcionarle regularmente algún alimento. También le
descubrieron unos pastores, y muchos pasaron de una vida animal a una vida
piadosa, bajo el influjo de su palabra que vibraba de modo ardiente cuando
les hablaba de Dios. Su nombre se hizo famoso en los alrededores; la
concurrencia de la santa cueva, cada vez mayor. La noticia llegó hasta
Roma produciendo honda impresión, porque Roma no había olvidado a B.,
aquel joven distinguido de la familia de los Anicio, que de la noche a la
mañana había desaparecido de su seno. Después de algunos años de silencio
hacía oír su voz, precedido de la aureola de la virtud y del don de
milagros. Desde entonces, muchos nobles romanos le entregaron sus hijos
para que les educase en la ley de Dios; con ellos pudo formar 12
monasterios con 12 monjes cada uno y su prelado correspondiente, creando
así una organización nueva en la historia del monacato. Era un término
medio entre el gran cenobio de S. Pacomio y las lauras de S..Antonio Abad.
Entre sus discípulos había dos predilectos, Plácido y Mauro, que
llegaron también a la santidad. Ambos, como él, venían de Roma y habían
salido de una familia patricia. Pero no todo fueron triunfos; en el
desierto tuvo también sus pruebas para acabar de forjar su alma y darle el
temple necesario para la misión a la que estaba destinado y que iba a
empezar muy pronto. A instancias de los monjes del monasterio vecino de
Vicovaro, consintió en ser su abad, pero la firmeza con que hizo observar
la regla provocó graves murmuraciones y hasta una tentativa de
envenenamiento, que fracasó por un milagro (Dialogi s. Greg., III). Se
despidió de ellos y volvió a su retiro. En otra ocasión, parece fue el
demonio quien directamente intentó hacerle desistir de sus propósitos de
santidad, sugiriéndole una fuerte tentación carnal que venció arrojándose
a un zarzal. Otra vez fue la hostilidad de un párroco vecino, de nombre
Florencio, que, envidioso de sus trabajos, intentó corromper la virtud de
sus discípulos (Dialogi, VIII).
5. Montecassino. Esto le decidió por fin a salir de allí, y, tomando
el camino del sur por la Vía Latina, llegó hasta Cassino, donde otrora los
principales personajes de la República romana tenían sus villas, como
Marco Antonio y Catón. En el monte que domina al pueblo, el santo encontró
restos de idolatría, evangelizó y convirtió a sus moradores, derribó los
ídolos, y sobre las ruinas de un templo dedicado a Júpiter levantó el
monasterio que había de ser la cuna de la Orden benedictina. En las
páginas que nos ha dejado S. Gregorio, vemos cómo se desarrollaba allí la
vida monástica. Aparece el santo trabajando con sus monjes, sentado a la
puerta del monasterio, orando aun por la noche, gobernando y dirigiendo a
sus monjes, aliviando los sufrimientos de los pobres durante el hambre de
aquellos tiempos calamitosos y recibiendo la visita de personajes
ilustres, como la del rey Totila, al que anunció su próxima muerte después
de echarle en cara sus excesos. Pero hay un hecho que domina a todos: allí
escribió la Regla después de haber sido vivida y practicada, regla que
hizo de él el legislador de Occidente, pues desplazó a las otras que
entonces se disputaban la hegemonía: la de S. Pacomio, la de S. Basilio y
la de Casiano. Debió este éxito a la gran discreción que es su
característica, adaptándola a las condiciones de la vida occidental ya los
postulados de tiempo y lugar.
La Regla consta de un prólogo y 73 capítulos, cuyo contenido puede
clasificarse en cuatro puntos: un código moral, que señala tres deberes
principalmente: abnegación de sí mismo, obediencia y trabajo; un código
litúrgico, que organiza el oficio divino, al que, dice, no se debe
anteponer nada porque es el servicio de Dios, servitutis officium; un
código disciplinar, en el que introduce la gran innovación del voto de
estabilidad, que constituye al monasterio en una familia, en el que
suprime las grandes austeridades corporales de las reglas anteriores y no
impone otra norma que la de evitar la gula y el exceso; y un código
político, en el que establece una autoridad absoluta, permanente y
electiva, que se llama abad. El tiempo de su composición se cree que fue
ca. 540, es decir, hacia el final de su vida.
Su lenguaje es rudo, lleno de incorrecciones gramaticales; es el que
usaba vulgarmente el pueblo en una época en que el latín comenzaba a
corromperse para dar lugar a la formación de las lenguas romances. No es
que ignorase el latín clásico de los buenos tiempos de Roma, sino que,
hombre práctico ante todo, más que obra literaria pretendía hacerla
asequible a las condiciones del tiempo en que vivía. En este sentido es un
documento de gran valor personal. De ella se han hecho varios comentarios,
de los que sólo mencionaremos algunos. Abre la serie Pablo Diácono, monje
de Montecassino en el s. VIII. Es interesante para conocer la vida de su
monasterio. Tritemio, en el s. XVII, y Antonio Pérez, General de la
Congregación de Valladolid en el s. XVIII, la comentan desde el punto de
vista de la piedad; Mege, cuyo comentario es una respuesta al libro de
Rancé (Devoirs de la vie monastique) en que sostenía la obligación de
observar la Regla en sentido literal; Martene, Calmet, uno de los mejores,
y, finalmente, el más moderno de todos, Delatte: Commentaire sur la Regle
de Saint Benolt. Existe una edición crítica de Cutbert Butler: S.
Benedicti Regula monachorum, Friburgo 1912. Gregorio Arroyo, monje de
Silos, nos ha dado una concordancia de la misma: Concordantia S. Regulae,
Burgos 1947.
6. Fisonomía del santo. S. Gregorio, en sus diálogos, se complace
repetidas veces en mostramos el carácter de B. Era serio, reflexivo,
aventajado en su juicio por encima de sus años, corgerens senile, aetatem
moribus transiens. Veníale esto sin duda de su raza sabina y de su
educación cristiana. Este carácter traducíase - al exterior en un rostro
sereno, apacible, grave: vultu placido. - Ese modo de ser hace que condene
con gran energía las chanzas y chocarrerías: aeterna clausura in omnibus
locis damnamus, la risa inmoderada y estrepitosa y las palabras ociosas;
que aborreciese la frivolidad y el desorden de sus compañeros de estudio,
que en el gobierno de sus monjes se muestre un hombre de autoridad,
autoridad que a veces se reviste de cierta dureza propia de aquellos
tiempos, que por encima de todo ame el orden, como puede verse en varios
detalles de la Regla. Sin embargo, al lado de esa autoridad y gravedad, se
descubre en él la bondad y la comprensión, lo cual le llevó a mitigar en
gran parte las austeridades de las Reglas anteriores.
Su inteligencia era más bien práctica, metódica; su voluntad, firme,
inquebrantable, que le lleva a resoluciones radicales. En el orden
sobrenatural, su característica, lo que orienta toda su vida, es la virtud
de la religión. S. Gregorio le define como el hombre de Dios, vir Dei.
Para él, Dios lo es todo; si deja el mundo es para agradar a Dios: soli
Deo placere cupiens, funda un monasterio para que sea una escuela de
servicio divino, divini schola servitii; su ocupación preferente es el
Opus Dei: la alabanza divina; amonesta al maestro de novicios que se
informe con cuidado si sus discípulos buscan a Dios sinceramente, quiere
que sus monjes obren en todo para gloria de Dios, y manda al procurador
que lo que tenga que vender lo dé más barato que los seglares: ut in
omnibus glorificetur Deus, para que en todo sea Dios glorificado.
Finalmente, da como lema a sus discípulos este imperioso: nihil amori
Christi praeponere, no anteponer nada al amor de Cristo.
M. San Benito el 21 mar. 547, según la opinión más común, y fue
enterrado en el oratorio de Montecassino, al lado de los restos de su
santa hermana Escolástica, muerta poco antes. Fue trasladado su cuerpo en
el 673 al monasterio de Fleury sur Loire, y en el s. XI, su abad concedió
algunas reliquias del mismo a los monjes de Montecassino que habían venido
a reclamarlas.
BIBL. : S. GREGORIO MAGNO,
Dialogi, en PL 66, 125-204; D. E. HILPISCH, S. Benito y su obra, trad. P.
ALONSO, Bilbao 1962; CARD. SCHUSTER, Saint Beiloít et son temps, trad. I.
B. GAI, París 1950; I. ALAMEDA, S. Benito, 2 ed. Madrid 1961; DU FRESNEL,
S. Benoít, l'oeuvre et l'dme du Patriarche, Maredsous 1936; D. I. CHAPMAN,
S. Benedict and the Sixth Century, Londres 1929; D. 1. HERWEGEN, Der
Heilige Benedickt ein Characterbild, Düsseldorf 1947; MONJES DE
MONTSERRAT, San Benito y su Regla, Madrid 1954; A. LENTINI-M. C. CELLETTI,
Benedetto di Norcia, en Bibl. Sanct., 2, 1104-1184 (bibl. completísima).
JULIÁN ALAMEDA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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