ATENÁGORAS


Vida. Autor de una de «las más bellas y antiguas apologías de la religión cristiana», en frase de Bossuet, fue filósofo cristiano de Atenas, según el título de su Apología. Poco sabemos de su vida. Eusebio de Cesarea y S. Jerónimo no lo nombran siquiera en sus reseñas sobre personajes ilustres. La única alusión a él en la antigüedad cristiana la encontramos en Metodio de Olimpo (Bonwetsch, De resurrectione, I, 37, 1). En un fragmento atribuido a la historia perdida de Felipe de Side, hacia el año 430, aparece A., pero este fragmento está plagado de errores. En él se afirma que A. había dirigido su Apología a los emperadores Adriano y Antonino; añadiéndose que «su discípulo fue Clemente, autor de los Stromata, y Panteno, el discípulo de Clemente» (PG, VI, 182). Th. Zahn lo identifica con el A. al que, según Focio (v.; Bibl. Cod: 155), el alejandrino Boetos dedicó su obra Sobre las expresiones difíciles de Platón. Nada seguro podemos concluir de todas estas afirmaciones. Tampoco en lo que respecta a saber cómo llegó a abrazar el cristianismo. De su estilo puede deducirse que debió frecuentar la escuela catequética de Alejandría, donde más tarde fueron maestros Panteno y Clemente . Ignoramos asimismo el lugar y la fecha de su muerte.
      Escritos. Ca. a. 177-178 compuso A. una Súplica en favor de los cristianos, escrito que envió a los emperadores Marco Aurelio Antonino y su hijo Lucio Aurelio cómodo, «arménicos, sarméticos y, lo que es máximo título, filósofos». En dicha Súplica defiende a los cristianos de las tres principales acusaciones que contra ellos se lanzaban desde la parte pagana: ateísmo, antropofagia e incesto. Desde las primeras frases, la Apología se hace notar por la moderación y por la cortesía de sus expresiones. Es una pieza maestra por su alto vuelo literario, por la lealtad de su argumentación y por la vasta erudición que en ella revela el autor. Su composición es clara y metódica, la fraseología redonda y rica en ideas, el razonamiento firme y vigoroso, el estilo sobrio, hasta rozar a veces la sequedad, pero siempre preciso. El conjunto de todo este escrito revela al verdadero filósofo y al maestro que discute según las reglas. En ella, a una habilidad dialéctica, mayor que la demostrada por Justino en sus escritos, se añade una actitud más benévola y comprensiva, con respecto a la filosofía, que la demostrada por Taciano, contemporáneo suyo.
      Escrita en vísperas de las matanzas de Lyon, la Apología contiene párrafos verdaderamente conmovedores como éste: «¿Tal vez aquellos que toman como máxima de su vida el comamos y bebamos, que mañana moriremos,... deberán ser considerados como personas pías? ¿ y a nosotros se nos mirará como gentes impías, nosotros que estamos convencidos de que la vida presente dura poco y tiene poco valor, nosotros que estamos anjmados por el solo deseo de conocer al Dios verdadero ya su Verbo, de saber cuál es la unión del Hijo con el Padre; qué es el Espíritu; cuál es la unión y la distinción de estos tres términos unidos entre sí: el Espíritu, el Hijo, el Padre; nosotros, que sabemos que la vida que esperamos será la más grande de cuantas puedan pensarse, con tal de que dejemos el mundo limpios de toda culpa y amemos a los hombres hasta tal punto de no amar solamente a los amigos? Todavía una vez más, nosotros que somos tales y 4ue llevamos una vida digna para evitar el juicio" ¿tendremos que pasar por ser tenidos como impíos?» (XII). Lógica, aunque siempre respetuosa, es la conclusión: todo el Imperio goza de una paz profunda; solamente los cristianos son perseguidos, ¿por qué? Si se nos puede convencer de crimen, aceptamos el castigo; pero si somos perseguidos sólo por el hecho de llevar un nombre, entonces apelamos a vuestra justicia.
      Otra obra que poseemos de A. es el tratado Sobre la resurrección de los muertos, ya anunciada al final de su Apología (cap. 36 y 37). En un estudio reciente R. M. Grant ha intentado probar que no es obra de A., sino un escrito poco anterior al a. 310, que pertenecería a la literatura origenista. El códice de Aeta, del a; 914, sin embargo, dice expresamente que es obra de A. y la pone inmediatamente después de la Apología. El dogma en ella defendido es uno de los que los paganos admitían con mayor dificultad, como ya aparece en el discurso de S. Pablo en Atenas (Act 17, 16-34), mientras para los cristianos, atribulados por el dolor y la persecución, resultaba uno de los más caros: la resurrección de los muertos. Es una discusión clara y fácil, dirigida a los fílósofos, que se mantiene siempre en el terreno de la pura dialéctica.
      Doctrina. Monoteísmo de A. P.I pretende, ante todo, demostrar la unicidad de Dios, frente al pluralismo politeísta de los paganos. Con este fin se empeña en demostrar, por vía especulativa, la unidad de Dios, atestiguada por los profetas. Sus argumentos tal vez no alcancen la precisión de una fílosofía técnica, pero indudablemente ofrecen una sólida base de reflexión. En A. aparecen ya algo desarrolladas las primeras pruebas racionales de la existencia de Dios. La prueba favorita para él la constituye el orden del mundo. En el cap. 16 de su Súplica expone sus puntos de vista sobre el orden cósmico, atribuyendo la hermosura del mundo al Creador al considerar la naturaleza corruptible de lo creado; argumento reforzado en el cap. 22 al rechazar las mitologías paganas y por la comparación que establece entre el mundo y un navío, que, por muy perfecto que sea, necesita de un piloto que lo conduzca. A partir de A. esta prueba de la existencia de Dios por la vía del orden y del fin, aparece reproducida en todos los apologistas cristianos, aunque con diversos matices.
      Sobre la Trinidad. A. es un excelente expositor de la fe en la Trinidad Santa. En él encontramos también los primeros intentos de explicación científica del la Trinidad. Algunos han pretendido acusarle de subordinacionismo, pero no creemos que haya fundamento serio para tal aserto. Con mayor nitidez que los demás apologistas del s. II, afirma la unidad y la igualdad de las tres divinas Personas. Parece temerario tildar de subordinacionista a un autor que, en pleno s. II, esto es, mucho antes del concilio de Nicea, escribe en su Apología: «Así. pues, suficientemente queda demostrado que no somos ateos, pues admitimos a un solo Dios... ¿Quién, pues, no se sorprenderá de oír llamar ateos a quienes admiten a un Dios Padre ya un Dios Hijo y un Espíritu Santo, que muestran su potencia en la unidad y su distinción en el poder?» (Súplica, X).
      Sobre el matrimonio. Interesante es también la doctrina de A. sobre el matrimonio y sus fines. Para él la pro- creación es el primero y el último fin del matrimonio. «Al modo que el labrador echada la semilla en la tierra, espera a la siega y no sigue sembrando, así, para nos- otros, la medida del deseo es la procreación de los hijos» (Súplica, XXXIII). En otros textos A. muestra la lucha que el cristianismo primitivo hubo de sostener para defender el derecho a la vida de las criaturas antes de nacer. Contra los paganos, que acusaban a los cristianos de cometer crímenes en sus funciones de culto, escribe: «Nos- otros afirmamos que los que intentan el aborto cometen homicidio y tendrán que dar cuenta de él a Dios; entonces, ¿por qué razón habríamos de matar a nadie?... No, nosotros somos en todo y siempre iguales y acordes con nosotros mismos, pues servimos a la razón y no la violentamos» (Súplica, XXXV). Acérrimo defensor de la indisolubilidad del matrimonio, lleva su doctrina hasta el extremo de creer que ni siquiera la muerte puede disolver el vínculo matrimonial. En consecuencia, para él las segundas nupcias son «un adulterio decente».
      Juicio crítico. Tal vez menos original que S. Justino y Taciano, conviene hacer resaltar que él señala indudablemente un momento importante en la historia de las relaciones entre el cristianismo y la filosofía. Platónico de mentalidad, hace resaltar las concordancias que existen entre razón y fe. En sus discursos toma de la filosofía su método y sus formas, pero como buen filósofo cristiano procura mantener un sano equilibrio entre razón y fe. A pesar de su liberalismo filosófico ya pesar de la tentativa de una demostración racional de la fe, A. atribuye exclusivamente a la Revelación el conocimiento sólido y completo de la verdad: para llegar a Dios hay que «aprender de Dios a conocer a Dios» (Súplica, VII). Su teología resulta más clara y más lógica que la de otros apologistas de su época. No cabe duda de que con A. se da un paso importante hacia la ciencia teológica, hacia las relaciones serenas y fecundas entre el mundo de la fe y el de la razón. No sabemos hasta qué punto merece crédito la noticia de Felipe de Side, que hace de A. el jefe de la escuela de Alejandría, pero, en cierto modo, este ateniense recuerda el pensamiento cristiano alejandrino.
     
     

BIBL.: P. UBALDI-PELLEGRINO, Atenagora, Turín 1947; D. RUIZ BUENO, Padres Apologistas griegos, Madrid 1954; G. BAREILLE, Athénagore, en DTC I, 2210-2214; A. PUECH, Les apologistes chrétiens du II' siecle, París 1912, 192-206; ÍD, Histoire de la littérature grecque chrétienne, 11, París 1928, 196-203; F. SCHUBRING, Die philosophie des Athenagoras, Berlín 1928; K. F. BAUER, Die Lehre des Athenagoras von Gottes Einheit und Dreienigkeit, Bamberg 1902; L. CHAUDOUARD, La philosophie du dogme de la résurrection de la chair au II, siecle. Étude sur le Peri Anastáseos d. Athénagore, Lyon 1905; A. PAPPALARDO, Il monoteismo e la dottrina del Logos in Atenagora, en «Didaskaleion» 2 (1924) 11-40; M. PELLEGRINO: Studi sull'antica apologetica, Roma 1947, 65-79; R. M. GRANT, Athenagoras or Pseudo-Athenagoras. en «Harvard Theological Review» 47 (1954) 121-129; J. H. GREHAN, Athenagoras. Embassy for the Christians. The Resurrection of the Dead, Londres 1956; R. M. GRANT, Some errors in the Legatio of Athenagoras, en «Vigiliae christianae» 12 (1958) 145 ss.; N. SCI. VOLETTO, Cultura e scolastica in Atenagora, «Giornale italiano de filologia» 13 (1960) 231 ss,

 

S. AZNAR TELLO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991