Asociaciones de fieles


Se llaman a. de f. aquellas instituciones de la Iglesia que surgen cuando los fieles, libremente, se agrupan y comprometen de forma permanente, dando lugar a una realidad en la que coordinan su actuación para alcanzar fines propios de su condición de bautizados. Son consecuencia del vínculo de comunión que une a los fieles, communio fidelium, y del ámbito de autonomía del que gozan en su misión; esa autonomía implica el derecho fundamental de asociarse. «Se trata de una libertad reconocida y garantizada por la autoridad eclesiástica que debe ser ejercida siempre y sólo en la comunión de la Iglesia» (Juan Pablo II, Exh. Apost. Christifideles laici, n. 29).

I. Las asociaciones en la historia de la Iglesia. En la Iglesia, muy pronto, se fueron distinguiendo grupos de fieles que, teniendo un nexo de homogeneidad, pretendían un determinado fin espiritual, apostólico o caritativo, vírgenes, viudas, enterradores, penitentes…; en estos grupos,, organizándose los fieles de manera estable, surgieron las primeras manifestaciones del hecho asociativo. En Oriente, en la segunda mitad del s. III, un ejemplo típico de a. de f., del que da noticia el Código Teodosiano, son los Parabolani, que se dedicaban a cuidar enfermos. También en Oriente, a partir del s. IV, aparecen los Philopones, para facilitar a los fieles la perfección en medio del mundo, y las llamadas Asceteria, a. de f. para procurarse sufragios. En Occidente las primeras que se conocen fueron las diversas agrupaciones de fieles que surgieron alrededor de los monasterios, por ejemplo aquellas que tenían como fin establecer una comunicación de oraciones. Otras que aparecen y se desarrollan en la Edad Media son las fraternidades y confraternidades, con el fin de hacer más fácil la ayuda mutua, y las cofradías, término que, siendo también traducción del latino confraternitates, ha venido a designar aquellas asociaciones que tienen como fin extender un culto determinado (García y García).

Algunas manifestaciones del hecho asociativo alcanzaron tal relevancia y peculiaridad en la vida de la Iglesia que hicieron nacer un derecho de naturaleza especial, el derecho de los religiosos, que consta de normas comunes a los distintos institutos religiosos y de normas propias para cada uno de ellos. A su vez estos entes religiosos se convirtieron en promotores de nuevas a. de f. que quedaron, en muchos casos, ligadas de diversa manera a la institución religiosa de la que surgían. Así se originaron múltiples cofradías de culto, de oración y de penitencia, y surgieron las órdenes terceras - de franciscanos, de dominicos, etc.-, en ellas se pretendía, como se sigue pretendiendo, dedicarse al apostolado y buscar la perfección (cfr. can. 303), bajo la guía espiritual de los religiosos a los que están unidas. Fueron y son medio para que el espíritu específico de cada institución religiosa se pueda vivir por los fieles laicos, adaptándolo más o menos a sus circunstancias temporales.

En la Edad Moderna, y con la misma diversidad de fines que surgieron desde el principio, continuaron estableciéndose nuevas formas asociativas. Aparecieron las Congregaciones marianas y diversas asociaciones eucarísticas. En España alcanzaron gran relevancia las diversas asociaciones que Promovían el culto de la Virgen, en especial el culto a la Inmaculada Concepción, y las que promovían el culto y la penitencia con motivo de determinadas celebraciones litúrgicas, en especial las Cofradías de Semana Santa. La época revolucionaria que se extendió por Europa y América a finales del s. XVIII y gran parte del s. XIX causó grandes dificultades para la manifestación y progreso de las asociaciones de fieles, pero una vez superados los doctrinarismos antirreligiosos, volvieron a florecer las antiguas asociaciones y aparecieron otras nuevas. En especial se multiplicaron las que promovían la devoción y culto al Corazón de Jesús, las que tenían como fin el apostolado y la formación, las que se dedicaban a la enseñanza de la doctrina, las que pretendían diversas obras sociales, el fomento de la oración, etc.

Posteriormente entre los desarrollos del fenómeno asociativo, caracterizado en el s. XX por una particular variedad y vivacidad, se deben destacar los llamados movimientos que, en algunos casos, no resultan del todo encuadrables en el marco legal previsto para las asociaciones. Pueden mencionarse también aquí las Organizaciones Católicas Internacionales.

2. Derecho fundamental de asociación. Los entes asociativos son una manifestación de la naturaleza social del hombre que, en la Iglesia, por el bautismo y la gracia, ha sido elevada, dignificada, e informa la vida del fiel y de la Iglesia. Los fieles, dentro de la general comunión que tienen entre sí, pueden libremente unirse a otros para alcanzar sus fines propios en cuanto bautizados, gozando de una serie de derechos y obligaciones. El derecho de asociación depende, por tanto, de la condición constitucional de fiel y, en concreto, de la corresponsabilidad del bautizado en la misión de la Iglesia y de su esfera de autonomía, es decir de la capacidad que tiene de tender al fin al que ha sido llamado por el mismo Cristo, con su plena y personal responsabilidad.

Los fieles se asocian como fruto de una decisión libre, libertad que no se podrá entender en tal sentido independiente de la autoridad de la Iglesia como si no tuviera otro límite que la conciencia regida por la moral cristiana. El ejercicio del derecho de asociación, al igual que los demás derechos fundamentales, tiene como límites los derechos de los demás fieles, la función de la Jerarquía y el bien común de la Iglesia. Y en su carácter específico, en cuanto derecho de asociación, tiene también límites intrínsecos; por ejemplo, las asociaciones de fieles están limitadas a los fines que son propios de la Iglesia, y por eso no hay verdadero derecho de asociación del fiel si lo que se pretende constituir tiene un fin técnico, civil, político, etc., en estos casos, por pretenderse esos fines, estaríamos ante una asociación que debe encontrar su cauce en el ordenamiento civil. Además de los límites constitucionales - intrínsecos y extrínsecos -, a los que acabamos de hacer referencia, existirán otros límites: los establecidos por las normas positivas de la autoridad, que estarán siempre en dependencia de los constitucionales. Esta dependencia supone que el derecho de asociación, como los demás derechos fundamentales, por su naturaleza, es fundamento y criterio de interpretación de los desarrollos normativos del mismo y de las concretas asociaciones de fieles.

El derecho fundamental de asociación fue proclamado solemnemente en el Concilio Vaticano II: «... recuerde (cada cristiano) que el hombre es social por naturaleza y que Dios ha querido unir a los creyentes en Cristo en el Pueblo de Dios (cfr. 1 Petr 2, 5-10) y en un solo cuerpo (cfr. 1 Cor 12, 12). Por consiguiente, el apostolado organizado responde adecuadamente a las exigencias humanas y cristianas de los fieles y es al mismo tiempo signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia...» (Apostolicam actuositatem, n. 18). «Guardada la debida relación con la autoridad eclesiástica, los laicos tienen el derecho de fundar y regir asociaciones y de inscribirse en las ya fundadas» (Ibidem, n. 19). Este derecho, del que participan también los clérigos (cfr. Presbiterorum ordinis, n. 8), fue entendido en el Concilio como verdadero derecho fundamental del bautizado; es un ius nativum inherente a la condición de fiel cristiano. No depende, por tanto, de una concesión de la Jerarquía, ni tiene su origen en el Derecho positivo (Del Portillo). Años después del Concilio se ha vuelto a proclamar este derecho en el Código de Derecho Canónico de 1983 (cc. 215, 278 § 1 y 299 § l), y, entre otros muchos documentos magisteriales, en la Exhortación Apostólica de Juan Pablo 11 sobre «Vocación y Misión de los laicos en la Iglesia y en el Mundo» de 30 dic. 1988, en este caso refiriéndose de manera directa al derecho de asociación de los laicos (nn. 29 y 30).

3. Relación de las asociaciones de fieles con la jerarquía. Desde el Concilio Vaticano II, además de la proclamación del derecho fundamental de asociación, ha tenido particular incidencia en las a. de f. la distinción entre la responsabilidad del fiel en cuanto fiel, que puede cumplir solo o asociado, y la que es propia de la Jerarquía: la misión de la Iglesia no es exclusivamente la misión de la Jerarquía ni ésta es su única depositaria. Esta nueva perspectiva, y la consiguiente elaboración de la doctrina sobre el derecho de asociación, entre cuyos exponentes más relevantes se encuentran Onclin, Del Portillo, Lombardía , Hervada, Viladrich, Martínez Sistach, Schulz, Feliciani, ha supuesto la clara conciencia, acompañada del consiguiente desarrollo normativo (Código de 1983), de que hay muchas actividades de la Iglesia que corresponden a esferas de competencia de los fieles.

Las a. de f., en principio, se ocupan de lo propio de los fieles, y sobre ellas la autoridad ejerce sólo una general y superior vigilancia. A la vez la Jerarquía, en algunos casos concretos, en aquellas asociaciones que reciben el nombre de públicas - el resto se denominan asociaciones privadas -, se compromete erigiéndoles y delimitando su particular cooperación con las responsabilidades jerárquicas; en estos casos existirá una específica y determinada dependencia.

4. Regulación canónica de las asociaciones de fíeles. Del general fenómeno asociativo pronto se diferenció, y reguló, el hecho de aquellos entes que exigían a sus miembros compromiso de una «consagración» más o menos pública. Así el Concilio de Constantinopla del 451 estableció normas que determinaban sobre la relación monacato - jerarquía. Por el contrario, el resto del fenómeno asociativo, ¡o que hoy denominamos a. de f., se caracterizó durante siglos porque no recibía más normativa que la dirigida en general a los fieles y, aun estando bajo la general vigilancia de la autoridad, como lo estaba cualquier otra realidad eclesial, no necesitaban de ella, ni previa ni posterior autorización para su constitución. Precisamente a las -a. de f., como especialmente se mostró a partir del s. XIII por los comentadores del Decreto de Graciano, lo que las caracterizaba era la total dependencia de la voluntad y responsabilidad de los fieles (García y García).

Sin embargo, esa independencia de la autoridad fue desapareciendo poco a poco, quedando con el paso del tiempo cada vez más sometidas a requisitos y controles jerárquicos. Se les fue exigiendo autorización para su constitución, reconocimientos para publicar sus gracias espirituales, se consideraron sus bienes como eclesiásticos, etc.: se llegó a tal dependencia que antes del Concilio Vaticano II, en la primera mitad del s. XX, se tendía a considerarlas como un fenómeno de la organización de la Iglesia, como instrumento de la acción apostólica, misional, etc., de la Jerarquía. Después del Concilio Vaticano II se ha recuperado el primitivo sentido de las asociaciones, quedando claramente manifiesto en la normativa universal del Código de Derecho Canónico, cánones 298 a 329, en vigor desde 1983.

5. Asociaciones públicas y privadas. Las asociaciones públicas tienen estas características: son erigidas por la autoridad (can. 301 § 3); por el mismo decreto que las erige quedan constituidas en persona jurídica (c. 313); reciben la misión en la medida que lo necesiten, para los fines que se proponen alcanzar en nombre de la Iglesia (c. 313); y sus bienes son considerados como bienes eclesiásticos (cc. 319 y 1257). Otras prescripciones que afectan a este tipo de asociaciones llamadas públicas se contienen en los cánones 298 a 329 del Código de Derecho Canónico.

Las asociaciones privadas, precisamente porque las dirigen y administran los mismos fieles, de acuerdo con las prescripciones de los estatutos, que se den, no están sujetas a muchas determinaciones de carácter legal, aunque existen algunas prescripciones en el Código, que, según los casos, pueden afectarles (cc. 298-311 y 321-329). Estas a. de f. privadas, para que sean reconocidas como tales en el ordenamiento, en el Derecho de la Iglesia, sólo necesitan tener unos estatutos que hayan sido revisados por la autoridad competente (c. 299 § 3); es decir necesitan que la autoridad conozca su existencia de tal modo que pueda certificar su autenticidad cristiana. No se trata de hacer depender el derecho de asociación de un acto de autoridad, sino de reconocer que, ya antes de ese acto, el derecho fundamental de los fieles a asociarse tiene unos límites: los derechos de los demás fieles, la función de la jerarquía y el bien común de la Iglesia.

La autoridad, con la revisión de los estatutos, lo que hace es reconocer que lo que efectivamente existe, una asociación con independencia de la autoridad, se encuentra dentro de los límites del derecho de asociación. Por tanto, es este derecho de asociación el único presupuesto no sólo necesario sino suficiente para que sea admitida como tal. La admisión de estas asociaciones, por tanto, no puede considerarse como un procedimiento discrecional, sino como un acto debido: la autoridad, con el requisito legal de la revisión de los estatutos, tras el examen de la estructura de la asociación, de sus medios Y de sus fines, reconoce que no hay nada que se oponga a la fe, a la disciplina y a la integridad de costumbres (Feliciani). Los fieles asociados tienen verdadero derecho a que sea reconocida su asociación como asociación privada de fieles, y tanto es así que este procedimiento de revisión de estatutos sólo es necesario para que ii asociación alcance en la comunidad eclesial una específica relevancia jurídica - formal.

La figura técnica de las asociaciones privadas debe aplicarse, tal como se deduce del espíritu conciliar y de las expresiones del Código, en un espíritu de pleno respeto a su autonomía. Las asociaciones privadas pueden adquirir personalidad jurídica por decreto formal de la autoridad (c. 322 § l); en cuanto a sus bienes, tanto teniendo personalidad jurídica como no teniéndola, no se consideran bienes eclesiásticos, y los administran conforme a los estatutos a no ser que expresamente se indique lo contrario (cc. 325 y 1257).

En cuanto al gobierno de las a. de f., las públicas dependen de la «alta dirección de la autoridad eclesiástica» (c. 315), lo que no supone que ésta pueda inmiscuirse en todo lo que afecta a la asociación, sino que podrá intervenir, más o menos, según esté establecido en las normas universales y en los estatutos, en diversos aspectos de su régimen interno. En cambio las asociaciones privadas gozan de plena autonomía en el gobierno interno, la Jerarquía sólo puede intervenir en la medida en que interviene en el gobierno de las personas individuales, es decir, vigilará la doctrina, el orden en relación con otras personas y el cumplimiento de las normas universales.

6. Clasificación de las asociaciones. La distinción que se hace según la relación con la autoridad entre asociaciones públicas y privadas, a la que nos acabamos de referir, es la fundamental. Las públicas tienen siempre personalidad jurídica, es decir, son sujetos de derechos y deberes ante el ordenamiento en cuanto tales entes asociativos; las privadas pueden tener o no personalidad jurídica, pero para el caso de que no la tengan no deja el ordenamiento vigente de concederles cierta capacidad jurídica. Estas asociaciones privadas, con independencia de la atribución de personalidad, pueden ser alabadas o recomendadas por la Jerarquía (cc. 298 § 2 y 299 § 2), y siendo entes católicos, sustancialmente católicos, como lo es cualquier ente eclesial, sólo pueden utilizar formalmente el apelativo «católico» contando con el consentimiento de la autoridad competente (c. 300). Esto supone que cuando la autoridad se refiere a las «asociaciones católicas» se deberá discernir si se refiere a todas las a. de f., pues todas son sustancialmente católicas, o se refiere a las que formalmente pueden utilizar ese apelativo, en las que se incluirán todas las asociaciones públicas y algunas privadas.

Por los sujetos que las componen las a. de f. pueden ser: comunes de fieles, que pueden estar constituidas de clérigos y laicos, sólo de clérigos o sólo de laicos (cc. 327-329); y clericales, que son aquellas que no sólo están compuestas de clérigos, sino que además tienen como fin el ejercicio del orden sagrado y son reconocidas como tales por la autoridad competente (c. 302).

Por su ámbito de extensión pueden ser: universales o internacionales, nacionales y diocesanas; según su extensión tendrán diversa dependencia de la Santa Sede, Conferencias episcopales y Obispos (c. 312).

Las a. de f. también se pueden distinguir por los fines, pero esta distinción tiene una importancia menor; de hecho los fieles asociados pueden pretender tantos fines como pueden pretender los fieles personalmente (asociaciones con objetivos catequéticos, misionales, asistenciales, de beneficencia...). Ahora bien, hay unos fines que están reservados a las asociaciones públicas; en general esto sucede siempre que se pretendan fines que por su propia naturaleza están reservados a la autoridad, y, en concreto, éste es el caso de asociaciones que pretendan transmitir la doctrina cristiana en nombre de la Iglesia, y de aquellas cuyo fin sea promover el culto público (c. 301 § l). Se pretende así delimitar de forma neta lo que se hace en nombre de la Jerarquía y extremar en este caso el control y responsabilidad de los Pastores.

7. Constitución de las asociaciones. Los fieles constituyen válidamente una asociación cuando ejercen su derecho dentro de los límites previstos en el Derecho universal (cc. 215, 278 y 298-329) y particular. Se exige como mínimo que tengan unos estatutos revisados por la autoridad. En estos estatutos, que se constituyen en norma reguladora de la vida de la asociación, debe quedar reglamentado lo siguiente (cc. 94 § 1 y 304): nombre o título de la asociación; fin u objetivo social; constitución y régimen, en particular si es pública o privada, y si es o no clerical; condiciones que se requieren para ser socio; ámbito de extensión: una o varias diócesis, internacional, etc.; órganos de gobierno; y sede. Aun no estando directamente exigido por las normas universales es muy conveniente que en los estatutos también se determine sobre lo siguiente: patrimonio y su administración; disolución y extinción de la asociación, y en estos casos sobre el destino de los bienes; y sobre los derechos y deberes de los socios.

En las asociaciones privadas basta la presentación de los estatutos a la autoridad para su «reconocimiento», necesitando que los estatutos sean aprobados si pretende adquirir la personalidad jurídica (c. 322 § l). La aprobación de estatutos, o la alabanza o recomendación que puedan recibir de la autoridad, no modifica la naturaleza privada de la asociación (cc. 229 y 322). Las públicas necesitan que los estatutos sean aprobados y que la autoridad realice un acto propio que las constituya como tales, por ese mismo acto tendrán personalidad jurídica (cc. 313 y 314); este acto de la autoridad, este consentimiento, se debe dar por escrito (cc. 37 y 312 § 2).

 

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JOSÉ A. FUENTES.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991