Apologética


I. La Apologética como ciencia. II. Apologistas.

 

l. LA APOLOGÉTICA COMO CIENCIA.

1.Naturaleza y objeto. 2. Relaciones con otras ciencias teológicas. 3. Apologética teórica y práctica. 4. Valores de la Apologética. -5. El comienzo del proceso apologético. 6. Proceso y vías apologéticas. 7. Certeza que se obtiene con la Apologética.

1. Naturaleza y objeto. Apologética, del griego apologeisthai, defenderse, significa en el terreno religioso la defensa de la religión mediante su legitimación ante la razón. La A. se diferencia de la apología, por cuanto ésta pretende únicamente justificar una verdad o un hecho particular, o atendiendo a circunstancias concretas y temporales. Así, pues, la A. católica es una defensa y justificación racional de toda la religión católica; realiza una legitimación científica y perennemente válida de toda la fe. No trata de demostrar o explicar cada uno de los dogmas del catolicismo, ni mucho menos por sus razones internas; porque, cuando se trata de misterios absolutos, éstos no son susceptibles de tal demostración, y únicamente se aceptan por el testimonio y la autoridad divina de quien los ha revelado; de ello se ocupa la Teología dogmática , que hace ver cómo se contienen en la Revelación divina (Escritura, Tradición) y trata de profundizar en el contenido y en la coherencia de cada uno de los dogmas. La A. defiende los dogmas de una manera genérica y universal, en cuanto defiende y legitima la autoridad de la Iglesia que los propone. Para esta justificación general de la religión católica los pasos obligados son los siguientes: l) la llamada demostración religiosa o legitimación racional del fenómeno religioso, mostrando también su carácter obligatorio para el hombre y las condiciones fundamentales en que debe desarrollarse; 2) la demostración cristiana, probando la auténtica historicidad de la irrupción de Dios en la historia humana revelando su vida, su voluntad, y sus verdades salvadores, por medio de los Patriarcas y Profetas; pero muy en especial por medio de Jesucristo y de sus Apóstoles; 3) la demostración católica, haciendo ver que la Iglesia católica romana continúa la misión salvífica de Cristo y es la depositaria fiel y autorizada de sus enseñanzas.

También puede decirse que la A. muestra el carácter racional de la fe, ya que legitima ante la razón la verdad de la religión y, en concreto, la cristiana y católica. En la fe, conforme a la definición del conc. Vaticano 1 (Denz.Sch. 3008). se da el asentimiento de la inteligencia a las verdades reveladas por Dios, no porque veamos su intrínseca verdad con la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios revelante que ni puede engañarse ni engaitar. Es decir, el asentimiento de la fe supone previamente la persuasión de que Dios ha revelado. Si esta persuasión del hecho de la Revelación es cierta, esto es, objetivamente motivada, firme y sin temor prudente de equivocarse, entonces el asentimiento de la fe podrá ser racional, prudente y poseer fundadas garantías de ser constante. La A. estudia y propone los llamados motivos de credibilidad que son todos aquellos argumentos o razones que demuestran el hecho histórico de la revelación divina y la le ' 91timidad del Magisterio infalible de la Iglesia, por medio del cual solemos conocer las verdades de la fe; de este modo muestra que las verdades de la fe son creíbles. También es propio de la A. proponer los motivos de credentidad, esto es, aquellas razones que fundamentan la obligación de creer y, en general, los valores y estímulos que pueden ofrecerse a la voluntad para que acepte y quiera realizar con gusto el acto de fe. Así, pues, la A. no sólo demuestra la credibilidad de la fe, y su posibilidad, sino que conduce hasta el umbral mismo de la fe, demostrando la obligación de creer y de aceptar el Magisterio eclesiástico y los valores que hay en la fe. Se dice que la A. conduce hasta el umbral de la fe, porque siempre será necesaria también la ayuda de la gracia. La A., pues, tiene la finalidad de ayudar a encontrar la Iglesia al que todavía no cree; y al que ya esté en ella, confirmarle y asegurarle en la fe que ha abrazado.

Aunque la A. trata de demostrar el hecho de la Revelación y la obligación y valores que hay en aceptar esta Revelación, no por eso tendrá que demostrar todas las verdades que preparan esa demostración. Podrá presuponer que se conocen ya, y tomarlas de otras ciencias, si se trata de la A. teórica; porque en la A. práctica con frecuencia habrá que comenzar por ellas. Estas verdades que lógicamente se presuponen en las demostraciones apologéticas, son previas al conocimiento de los motivos de credibilidad y previas a la misma fe. Por esto se han llamado preámbulos de la fe. Tales son: el valor objetivo de nuestros conocimientos y la posibilidad de llegar a la certeza y a la verdad absoluta, sin contentarse con una mera verdad relativa o pragmática, ni caer en el escepticismo o agnosticismo total; según enseña la Epistemología. También la libertad del alma humana, que demuestra la Psicología; la existencia de un Dios personal, que prueba la Teodicea, etc. Hay, pues, presupuestos filosóficos, o de sentido común, que están en la base de toda demostración apologética; sin ellos no podría avanzarse en este camino. Pero no todo error filosófico, aunque fuera craso, impediría la argumentación en A., mientras permanezca el buen sentido común y el uso de la recta razón. Poco a poco, y aceptando la fe, podrán llegarse a destruir aquellos errores que al principio no estorbaban o no afectaban a la validez de las pruebas apologéticas.

2. Relaciones con otras ciencias teológicas. La Teología fundamental se ocupa de los' fundamentos racionales de la fe y del dogma y, por esto, en parte coincide con la A. Ambas demuestran el hecho de la Revelación por Jesucristo y la existencia de la Iglesia como sociedad salvífica y con sus prerrogativas y Magisterio infalible. Ambas pueden también extenderse en la consideración previa del hecho religioso universal y en la teoría general de la religión y de la Revelación, estudiando sus manifestaciones en la historia y los signos o criterios con que la revelación se acredita. Pero la primera abarca más que la A., porque estudia también los fundamentos de la Teología dogmática, que son la S. Escritura y la Tradición, demostrando su existencia y estudiando sus propiedades y manera de conocerlas e interpretarlas, como fundamentos del Dogma. La Teología fundamental, pues, comprende la A. y además otro tratado que estudia dónde se contiene la revelación y por dónde se nos comunica. La Teología fundamental se relaciona directamente con la dogmática y es como una introducción a ésta: como el puente entre la Filosofía y la Teología dogmática. Por esto el nombre de Teología fundamental designa el fin interno, teológico y positivo de esta materia; es palabra de mayor comprensión o alcance; mientras que la A. suena a defensa y a labor en cierto modo negativa, y es palabra de menor alcance o comprensión en su concepto. Por otra parte la Teología fundamental designa un camino teológico en la manera de proceder, en cuanto que, desarrolla sus investigaciones y conclusiones a la luz del Magisterio de la Iglesia, que le sirve de guía; mientras que la A. de suyo prescinde de este aspecto teológico de los problemas, aunque puede también seguirlo.

Hay, en efecto, una A. teológico y una A. meramente científica; o, si se quiere, una Teología apologético y una Ciencia apologético. La Teología apologético procede desde un punto de vista teológico y, como toda la Teología, parte del Magisterio eclesiástico como de norma próxima de la fe, Magisterio que le sirve de norma positiva en su investigación; y con cuya luz estudia los problemas apologéticos, p. Ej.: sobre la Revelación y los misterios; sobre los criterios para demostrar el hecho de la revelación; sobre los Evangelios y su historicidad; sobre si la gracia es necesaria para percibir el valor de las pruebas, etc. Y algunos problemas los estudia precisamente porque de ellos se ha ocupado el Magisterio, p. ej.:, la A. de inmanencia, es decir, la A. a base de las indigencias inmanentes, lagunas y necesidades de luz y esfuerzo que aparecen en la naturaleza humana. Pero esta Teología apologético, aunque usa del Magisterio eclesiástico y de las verdades de la fe, como guía y norma extrínseca de sus demostraciones, no puede servirse de ellas para la demostración intrínseca de sus verdades. Porque entonces se serviría de aquello que intenta precisamente demostrar, la legitimidad de la fe y del Magisterio de la Iglesia; y caería, por tanto, en un círculo vicioso. Esta manera de proceder, a la luz del Magisterio, puede ser propia de un católico que, desde dentro de la Iglesia, trata de justificar su propia fe con argumentos reflejamente científicos y razonados. Un católico está ya cierto del hecho de la revelación y de la legitimidad de la Iglesia, al menos con certeza vulgar, que es verdadera certeza objetiva, o con certeza respectiva (suficiente para niños y personas de escasa formación cultural); pero con frecuencia querrá satisfacer el interés psicológico de responder científicamente a la pregunta de por qué cree y por qué se fía de la Iglesia y de su Magisterio. Este interés psicológico lo satisface la Teología apologético que da respuesta a estas preguntas. También puede satisfacer al deseo que tenga el católico de capacitarse para exponer ante otros las razones que hay para creer. La Teología apologético considera, por consiguiente, el caso de quien mira desde dentro de la Iglesia a fuera; mientras que la Ciencia apologético tiene ante la vista el caso del que está fuera y quiere ver las razones que hay para entrar dentro. Pero, una y otra, Teología apologético y mera Ciencia apologético, aunque parten de diferentes enfoques, no basan sus demostraciones en el Dogma o en el Magisterio (que tratan de justificar), sino en la Historia y en la Filosofía (o si se quiere, en los hechos históricos y en el sentido común).

Respecto de la Teología dogmática, que estudia las verdades reveladas por Dios, la A. se distingue de ella por los principios de donde parte, por el método que sigue y por el objeto que estudia. Los principios de la Teología dogmática son las verdades de la fe sobrenatural; los principios de la A. son verdades de orden natural, bien de orden histórico, bien de orden filosófico o experimental; no presupone la fe. El método de demostración en Teología dogmática es a base de la revelación divina pública; en A. es a base de la razón natural. El objeto que estudia la Teología es Dios y todas las cosas que se refieren a Dios, y su objeto formal o aspecto bajo el cual las examina, es en cuanto se conocen por la Revelación; la A., en cambio, estudia el hecho de la Revelación, y, por consiguiente, algo de Dios, y también de la Iglesia como depositaria de misión y de doctrina divinas; con frecuencia considera el mismo objeto material que- la Teología dogmática: Dios, Jesucristo, la Iglesia; pero es diverso el objeto formal, o aspecto bajo el cual estudia dichas materias, porque la A. las estudia en cuanto se conocen y se demuestran con la razón natural. La Teología dogmática presupone la fe; y quien no tuviere fe, no alcanzaría bien los principios de esta ciencia ni llegaría a ser verdaderamente teólogo. La A. hace posible la fe en muchos casos, con individuos reflexivos y exigentes, en cuanto que, echa los cimientos o el fundamento racional de la fe. La A. se dirige muy principalmente a los que no tienen fe, a los cuales ayuda a convertir.

Puede preguntarse, sin embargo, sí la A. y en concreto la que hemos llamado A. teológico forma en realidad parte de la Teología. Además de que el objeto material de ambas disciplinas coincide en parte, como acabamos de ver, aunque tratado desde diferente punto de vista, lo decisivo para considerar la A. como función teológica es que toda ciencia suprema (como lo son la Metafísica en - el orden natural y la Teología dogmática en el sobrenatural) debe defender sus propios principios, cuando no son de por sí evidentes. Y así como la Metafísica racional defiende sus propios principios, y entre ellos aquellos que fundan la validez objetiva del conocimiento humano,- mediante la Criteriología o Epistemología ; Así la Metafísica sobrenatural (la Teología) defiende la validez de los suyos, que son las verdades de la fe, mediante la Criteriología sobrenatural, como también se ha llamado a la A., que realiza de este modo una función teológica. La A. paralelamente a los problemas de que se ocupa la Criteriología natural respecto de la objetividad del ser, trata de la posibilidad y realidad de la revelación divina, de los criterios para acreditar su autenticidad, y cómo se pueden aplicar y reconocer en el cristianismo y catolicismo. Otra razón para considerar a la A. una función teológica es que la Teología debe estudiar las propiedades de la fe, entre las cuales encontramos la de ser racional, creíble y apetecible; y debe demostrarlas con argumentos de historia y de filosofía; Así actuaron no pocos teólogos de los s. XVI y XVII, que realizaban esta demostración en el tratado de la fe. Hoy se realiza comúnmente en la A.

3. Apologética teórica y práctica. Hay una A. teórica que atiende a la exposición científica y sistemática de los motivos de credibilidad y de credentidad. Considera el valor objetivo y la respectiva validez de estos motivos en sí mismos, y prescindiendo de las disposiciones subjetivas de los individuos; trata asimismo de coordinar todos los argumentos según el valor de cada uno, dentro de una sistematización compacta y sólida. Hay otra A. práctica o pastoral, que atiende al uso pastoral y práctico de los argumentos o razones estudiados por la A. teórica. En este aspecto práctico exigen atención las circunstancias subjetivas de los individuos y vale el sentido de acomodación. Para la A. práctica no tanto se debe atender al valor abstracto o al orden teórico de los argumentos, cuanto al valor psicológico y concreto que tienen para los individuos a quienes se trate de instruir. Esta instrucción, que con frecuencia es deficiente, más ganará de ordinario con la clara exposición de los argumentos principales, acomodados al sujeto, que no con la preocupada defensa y con la refutación de todas las posibles dificultades y objeciones.

En el orden de la A. práctica conviene tener ante la vista los requisitos del acto de fe: l) Este acto presupone la certeza previa y racional del hecho de la revelación; por esto se tratará de establecer con la máxima claridad y eficacia que Dios realmente ha revelado y ha comunicado a los hombres las verdades de la fe. 2) Estas verdades, aunque aparezcan como creíbles, no se imponen necesariamente al asentimiento intelectual; porque no se presentan con una evidencia necesitante, como los primeros principios o las verdades matemáticas más sencillas. Es preciso que la voluntad libre determine o impere el asentimiento de la inteligencia. Pero la voluntad se mueve por los valores o bienes que conoce y que más llegan al sentimiento; de ahí la conveniencia de mostrar, no sólo la obligación de la le, sino también sus valores (verdad, belleza, oportunidad y conveniencia para la vida, para la paz del corazón, etc.) y, en concreto, los valores más acomodados al individuo y a su situación particular. 3) Como este imperio de la voluntad para creer, lo mismo que el acto de fe, son actos sobrenaturales, así como lo son de hecho los últimos juicios de credibilidad y de credentidad, y estos actos sobrenaturales escapan a las posibilidades de la naturaleza, será menester que la gracia de Dios ayude con sus auxilios para el acto de fe. Por esto es necesario recomendar la oración y una conducta conforme a las exigencias de la le, para evitar o superar las rémoras que provendrían de los obstáculos morales para la fe, como serían el orgullo (cfr. lac 4, 6; 1 Pet 5, 5), el deseo de gloria humana (lo 5, 43-44), la indocilidad (cfr. Eccli 8, 11), la sensualidad, etcétera. Si hay obstáculos morales que dificultan el imperio de la voluntad para creer, hay también obstáculos intelectuales que dificultan la admisión previa por el entendimiento del hecho de la revelación divina. Tales serían los prejuicios filosóficos incompatibles con la revelación y la fe, la ignorancia religiosa que debería removerse previamente, la inadaptación mental y la incapacidad para un pensar filosófico o la reflexión personal; también, por otra parte, la hipertrofia mental o exceso en el pensar sin llegar a decidirse por la verdad, el hipercriticismo y asimismo los defectos de la especialización, con frecuencia traducidos en un falso método que se emplea, queriendo aplicar, p. Ej.: a la historia y filosofía, métodos experimentales, físicos o técnicos, propios de otras ciencias (cfr. M. Nicolau, Psicología y Pedagogía de la fe, 2 ed. Madrid 1963, c. VI).

4. Valores de la Apologética. Aunque su nombre suena a defensa y a polémica, tiene sin embargo la A. una acción muy positiva, que está en la exposición y fundamentación positiva de los motivos de credibilidad, sobre todo si se hace de una manera científica y exhaustiva. Esta fundamentación científica ayuda, no sólo para el conocimiento teológico más pleno de la fe y de sus propiedades, sino también para convertir en certeza científica y refleja la certeza vulgar o meramente respectiva que muchos tienen sobre el hecho de la Revelación y sobre la obligación o conveniencia de creer.

Además así se satisface al interés psicológico permanente, de todos los que piensan por su cuenta, que en muchos comienza en los periodos acuciantes de la juventud, deseando saber con precisión las razones por las que se conoce que Dios ha hablado, el modo como lo ha hecho, y los valores que se descubren en la fe. Por esto la A. sirve también para estimar la fe y desearla. Sin embargo, no hay que pensar que la fe está en proporción del conocimiento y de la ciencia apologética. Porque, aunque la fe presuponga el conocimiento cierto de algunos motivos de credibilidad, el acto de fe viene imperado por la voluntad, y ésta se mueve por los bienes y valores que ve en las cosas. Por donde, aparte de que la adhesión a la fe es acto sobrenatural y viene realizado con la gracia, que se da libremente por Dios a quien quiere, esta adhesión, considerada psicológicamente, depende de la intensidad y modo con que el hombre aprehende los valores de la fe; y, por tanto, la fe será más intensa, firme y permanente según que la voluntad la ame más y la desee. Si estos valores de la fe, no sólo se han conocido especulativamente, sino además se han experimentado y sentido efectivamente, sobre todo en los periodos de la adolescencia y juventud, más propicios para captar sentimientos y valores permanentes para la vida, entonces la raigambre psicológica de estos valores será más propicia, con la gracia de Dios, a la fe permanente e intensa.

En la problemática moderna, como reacción contra un excesivo y exclusivo intelectualismo en presentar la A., existe la tendencia a desestimarla, como si en realidad nada o poco influyera en la adquisición de la fe, prefiriéndose por algunos la mera exposición del dogma católico como suficiente, o la exposición de otros motivos que influyan en el sentimiento y la voluntad. Aunque hay que tener en cuenta la intervención que éstos tienen en el acto de fe, sin embargo la auténtica fe no debe reducirse a un puro sentimiento, no debe perder su carácter racional; exige el conocimiento cierto del hecho de la Revelación divina; para ello es imprescindible conocer las razones que fundamentan este hecho. Si no basta para la mayoría de los adultos y de los jóvenes una certeza vulgar de estos motivos, si el interés psicológico por llegar a la certeza refleja y científica es de la mayoría de los adolescentes, jóvenes y adultos: ya se ve la utilidad e importancia permanente de la A.

5. El comienzo del proceso apologético. No es menester iniciar la demostración con una duda real acerca de todo aquello que trata de probarse, esto es, acerca del hecho de la revelación por Jesucristo y de la legitimidad del Magisterio eclesiástico. Ésta era la postura del teólogo alemán G. Hermes y sus seguidores, condenada por Gregorio XVI en 1835 (DenzSch. 2738 ss.) y por el conc. Vaticano I (Denz.Sch. 3014, 3036). La razón es que durante la investigación apologética no deja uno de ser católico, y en realidad ya ha tenido y sigue teniendo certeza del hecho de la Revelación, etc., aunque sea solamente certeza vulgar; pero no deja de ser verdadera certeza. Aun en el caso de que solamente hubiera tenido una certeza meramente respectiva, acomodada a su condición infantil, le será fácil convertir esa certeza respectiva en auténtica certeza formal, si pregunta por las razones verdaderas de credibilidad, en cuanto asomen las dudas en el campo de su conciencia; suponiendo que realmente el individuo procede con sinceridad y no abandona a Dios, el cual por su parte no le abandonará. Dando por supuesto que se ha recibido la recta y buena educación cristiana que la Iglesia desea, «porque aquellos que recibieron la fe bajo el magisterio de la Iglesia, nunca pueden tener una causa justa de cambiar esta fe o de ponerla en duda» como dijo el conc. Vaticano I (DenzSch. 3013-3014). Para todos estos individuos, en efecto, siempre permanece, por una parte, el motivo válido de la Iglesia, que ven, y de los hechos y verdades que ella enseña; y, por otra parte, la gracia de Dios que «no abandona a los justificados, si no es antes abandonada por ellos» (S. Agustín, De nat et gratia, c. 26, n. 29: PL 449 261). No hay, pues, causa, ni objetiva ni subjetivamente justa, para que abandonen la fe, ni siquiera por breve tiempo, aquellos que recibieron la conveniente educación cristiana; y, por tanto, tampoco cuando comienzan su investigación científica apologético. Por otra parte, tampoco en Filosofía se comienza con el escepticismo y con la duda universal; hay una certeza natural acerca del ser que nunca se abandona. Y en cualquier investigación no es lícito prescindir de una fuente de información, aun cuando a uno le parezca sospechosa; mucho menos se rechaza una fuente que antes se admitió como cierta. La luz se busca con la luz únicamente hay que evitar el peligro de que las verdades admitidas con anterioridad influyan viciosamente en la prueba para admitir las nuevas verdades; en nuestro caso, debe evitarse que las' verdades teológicas basadas en la fe, o las doctrinas del Magisterio, que tratan de legitimarse, influyan en la misma intrínseca demostración de las verdades apologéticas, presuponiendo con círculo vicioso aquello mismo que hay que probar. Ni hay que temer el peligro psicológico de una presión o coacción externa del Magisterio que induzca a admitir proposiciones no probadas Eficazmente, si se atiende diligente y cautamente a la Sinceridad y al valor intrínseco de las pruebas. También es obvio, por la parte opuesta, que toda persona prudente debe precaverse de la supuesta autoridad de los que hablan en contra de la fe (cfr. S. Harent, art. Foi, en DTC 6, 349-357).

6. Proceso y vías apologéticas. Se reconocen comúnmente dos caminos para la demostración racional apologética:

A) El llamado método regresivo y ascendente, parte del hecho actual de la Iglesia, fácilmente comprobable, y desde él, volviendo hacia atrás, sube o asciende hasta Jesucristo su Fundador. Considerando la Iglesia católica de hoy como una sociedad religiosa internacional y supranacional, es fácil reconocer en ella una dilatación ecuménica que sobrepasa fronteras y llega a todos los confines de la tierra; y, juntamente con esta dilatación católica una unidad de fe, que se manifiesta en el mismo Credo que profesan todas las Iglesias y en los mismos dogmas que ha definido o enseña la Iglesia romana; también una Vanidad de régimen, por cuanto todas reconocen la sucesión primacial que reside en el obispo de Roma, a quien consideran vicario de Jesucristo, y la autoridad plena y suprema (lo mismo que en el Papa) que reside en el concilio ecuménico. Y hay también una unidad cultual del mismo sacrificio que en todas partes es ofrecido, y cae siete sacramentos, que en todas partes son administrados.

Esta unidad esencial en tantas naciones y países de tendencias y costumbres diversas, que propenden naturalmente al nacionalismo, a la dispersión y egoísmo, hace pensar al observador, el cual no puede menos de reconocer un hecho fuera de lo normal en esa unidad conjunta con la catolicidad. Se añade que es fácil observar la santidad del conjunto eclesial, el cual (si bien constituido por miembros pecadores) profesa una doctrina santa, de altísima y purísima moral en las esferas de la diplomacia y del derecho, de la economía, la vida matrimonial y sexual, de la caridad y entrega fraterna a los demás. La santidad doctrinal se acredita, por una parte, -n el hecho de que existiendo numerosos pecadores en el seno de la Iglesia, ello no ha significado una corrupción de la doctrina de la fe y de los principios morales cristianos, como sería de esperar que ocurriese en una institución meramente humana; sino que en medio de los pecados y debilidades humanas de muchos cristianos, e incluso de la jerarquía eclesiástica, la doctrina de fe y moral de Jesucristo ha sido siempre defendida y mantenida dentro de la Iglesia en su integridad esencial. La santidad doctrinal se acredita también en la vida santa, al menos ferviente, de no pocos cristianos que en el sacerdocio, en la vida religiosa, en institutos de perfección o en asociaciones de fieles, etc., se consagran a Dios v al servicio del prójimo o quieren que florezcan los principios cristianos en las estructuras sociales. Se agrega la santidad carismática en hechos extraordinarios, que pueden comprobarse, bien más reservados en individuos, con frecuencia para su provecho personal, bien más patentes a todos, como los milagros que ocurren y han sido comprobados científicamente en lugares de peregrinación como Lourdes, Fátima, o con ocasión del culto a un siervo de Dios y han sido admitidos para su canonización o beatificación.

Este fenómeno contemporáneo de la Iglesia católica, una y santa, conduce el Pensamiento a las causas y orígenes. Es fácil comprobar que esta Iglesia deriva de los Apóstoles de Jesucristo, lo cual constituye su nota de apostolicidad. Sobre todo es fácil constatar esta sucesión apostólica ininterrumpida en la Iglesia romana, desde S. Pedro, a quien Cristo prometió hacer fundamento de la Iglesia, darle las llaves del Reino, y plenos poderes sobre la Iglesia (Mt 16, 18-19) y confirió más tarde el encargo de apacentar ovejas y corderos (lo 21, 15-18); y desde S. Pablo, que también padeció martirio en aquella ciudad, hasta nuestros días. Por todo esto la Iglesia católica «por sí misma, esto es, por su admirable propagación, por su eximia santidad y por su fecundidad inagotable en toda clase de bienes, por la unidad católica y por su estabilidad invicta, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación. Por lo cual la misma Iglesia, como un estandarte levantado ante las naciones, invita hacia sí a los que todavía no han creído, y a sus hijos les atestigua con mayor certeza que la fe que profesan se apoya en fundamento firmísimo» (Denz.Sch. 3013).

Éste era el argumento que, por su valor de fácil comprobación y psicológico, hizo valer con gran fuerza en el conc, Vaticano I el card. belga Dechamps. Ayudará también -añadía- para la plena eficacia de este argumento, como disposición y preparación del sujeto, considerar las indigencias internas y las propias dificultades del individuo para conocer, y más para practicar, el bien y la verdad. La religión católica es la que da solución a estos problemas e indigencias. «Por tanto decía, no hay que verificar sino dos hechos, uno dentro de Vd. y otro fuera de Vd. Se llaman uno al otro para abrazarse, y el testigo de los dos es Vd. mismo» (Dechamps, Entretiens sur la démonstration catholique de la révélation chrétienne, 1857, epígrafe). De este modo, partiendo de lo contemporáneo o quasi - contemporáneo, remontándose a través de la Historia, que habla de la Iglesia y de sus santos y de sus gestas salvadores, se llega hasta los Apóstoles y hasta Jesucristo, cuya doctrina ha producido frutos de santidad y de bien, y ha colmado las apetencias razonables de los individuos y sociedades.

Ya sea antes o después de esta argumentación es conveniente desarrollar también, dentro de este método, la primera etapa o fase (demostración religiosa) del otro método o proceso apologético que se describe a continuación.

B) El otro camino para el proceso apologético parte de lo que ha sido punto de llegada en el camino anterior. Comienza por Jesucristo y, mediante el examen de su persona y de sus obras, concluye en la realidad de la Revelación divina que por Él nos ha sido manifestada (demostración cristiana). Sigue un método histórico y progresivo en el orden cronológico, porque examina las características de la obra fundada por Jesús, la Iglesia, y cómo estas notas y propiedades se han realizado y verifican en la Iglesia católica romana (demostración católica). Las etapas más usuales de esta A. histórica y progresiva son las siguientes:

a) Ante todo, puesto que se trata de demostrar la existencia de una religión revelada, se comienza asegurando la legitimidad de la postura religiosa, como necesidad y obligación del ser humano. El ateísmo, el materialismo y el panteísmo son incompatibles con la religión; la cual significa una relación personal de reconocimiento y de adoración y sumisión respecto del Ser supremo. Para la religión revelada, de que tratamos, es previa la persuasión de la existencia de un Ser supremo personal, intelectual y poderoso, que pueda dar a conocer su íntimo pensar y sus propósitos, descubriéndolos al hombre y mostrando mediante la Revelación la manera concreta y positiva con que quiere ser conocido y honrado y con que quiere salvar al hombre. La Revelación, formalmente considerada, es la locución de Dios al hombre, esto es, aquella acción de un ser inteligente que manifiesta a otro directamente su propio pensar y vida como persona a persona. Como la fe, que es la respuesta del hombre a la Revelación divina, se presta por la autoridad doctrinal de Dios revelante, y su autoridad está constituida por la sabiduría y veracidad de Dios, es preciso para la futura fe haber conocido y admitido estos atributos divinos del Dios personal. Estos y algunos otros atributos de Dios, como su providencia y santidad, están en el objeto y en la base de la que hemos llamado demostración religiosa, como primera etapa de la demostración apologética. El estudio del fenómeno religioso, en general, con sus manifestaciones en la historia de las religiones, en la psicología religiosa y en la filosofía de la religión, es capital para asegurar el principal fundamento lógico de la Revelación. Además de la existencia del Dios personal e inteligente, hay que dejar claro que Él es hacedor del hombre, su Dueño y Señor, a quien le impone la obligación de la ley moral; Dios como fin último del ser creado, y remunerador de sus méritos, así como el que sanciona sus delitos. Y con la obligación moral, la libertad del alma y su inmortalidad, que son el complemento de la obligación y el presupuesto para una sanción proporcionada y apta. Todas estas verdades, enseñadas principalmente por la Teodicea y Ética naturales, están en la base de la religión y pueden considerarse como parte de la demostración religiosa; o, si se quiere, como preámbulos de la le, citados anteriormente y que conviene desarrollar también cuando se sigue el método llamado regresivo y ascendente, descrito en primer lugar.

b) La segunda etapa, usual en la A., es la demostración del hecho de la Revelación divina sobrenatural, esto es, no de la manifestación que Dios hace mediante la naturaleza creada, sino por encima de las exigencias de nuestro ser, hablándonos y comunicándonos su pensar. Ha habido una Revelación divina en el A. T. realizada muchas veces y de muchas maneras a los Padres en los Profetas; pero en los tiempos últimos nos habló en el Hijo (Heb 1, l). Se podría comenzar, por consiguiente, siguiendo un orden cronológico, con el estudio de la Revelación en el A. T., que preparaba la del N. T. Así proceden, p. ej., Wilmers, Ottiger, Dorsch, Lahousse, Zigliara, en sus respectivos tratados. Pero este camino, largo Y difícil por su naturaleza (si se realiza con todas las exigencias de la crítica histórica y a base de los libros del A. T.), no es del todo necesario; Porque la consideración puede dirigirse inmediatamente al N. T. y a la Revelación traída por Jesús de Nazaret, apellidado el Cristo o el Mesías. Jesucristo, en efecto, da testimonio de las revelaciones del A. T. y aprueba la persuasión judía acerca de los Libros sagrados, como inspirados y escritos por Dios sirviéndose de instrumentos humanos. Si el mensaje de Jesucristo se acredita como divino e infalible, podrá conocerse a través de él, el carácter divino de las revelaciones del A. T. en sus estadios patriarcal, mosaico y profético. Se puede, por tanto, comenzar estudiando este mensaje de Jesucristo y la manera como PI lo ha acreditado, para, después de conocer el hecho, deducir o estudiar la posibilidad y conveniencia de la Revelación divina, y cómo es posible la revelación de los misterios y con qué signos o criterios se puede describir la auténtica Revelación divina. Pero también se puede (y es el camino seguido comúnmente por los autores en el tratado «sobre la Revelación cristiana») considerar primero la teoría sobre la Revelación (posibilidad, conveniencia, revelación de misterios, y criteriología de la revelación) para aplicar después esta teoría al hecho de la Revelación por Jesucristo.

Para establecer con solidez esta prueba del hecho histórico de la Revelación, es del todo necesario haber comprobado la validez crítica e histórica de las fuentes a través de las que se conocen los hechos realizados por Jesucristo y en torno a Jesucristo. Nos referimos al valor histórico de los cuatro Evangelios y del libro Hechos de los Apóstoles, que son los de uso más frecuente para conocer la persona de Jesús y establecer su mensaje y sus pruebas. Para fundamentar su historicidad de modo crítico, es importante fijar primero la genuinidad de autor y de tiempo acerca de estos libros, de suerte que aparezca bien probado que sus autores son aquellos apóstoles (Mateo, Juan) o aquellos varones apostólicos (Marcos, Lucas) que trataron inmediatamente con Apóstoles (Pedro y Pablo, respectivamente) recogiendo, sobre todo, su predicación y testimonio, y que los escribieron en el tiempo apostólico que se les atribuye (antes del a. 70, por lo que respecta a Mt, Me, Le, Act; y hacia final del s. i por lo que toca a lo). A ello debe agregarse la demostración histórica de su integridad, esto es, que no han sido objeto de cambios, interpolaciones o glosas posteriores que enturbien la limpieza de estas fuentes tal como salieron de sus autores. Puede decirse que poseemos el texto crítico primigenio, no sólo en su sustancia, y esto con máximas garantías; sino también cierto, casi por completo, en los datos accidentales. Los lugares en que podía haber alguna duda crítica eran hasta hace poco el 1 por 60, y los lugares dudosos en cuanto al sentido el 1 por 1.000 (Westcott - Hort, The New Testament, Introduction, 2), siendo de esperar que esta proporción disminuya aún más con los adelantos críticos. Por último, la plena historicidad de estos libros quedará patente si se comprueba que sus autores, testigos autorizados de lo que en su mayor parte vieron u oyeron, eran también veraces, y no tenían empeño en falsear la verdad, antes bien, su misma fe religiosa les inducía a transmitir fielmente los hechos de que daban testimonio y que constituían en parte esa misma fe. Porque aunque los Evangelios tengan índole y finalidad apologético y sistemática doctrinal, no por ello contorsionan o falsean los hechos narrados, que gozan de plena historicidad. Con esta base crítica e histórica será más fácil comprender el género literario de cada una de las partes de estos libros, y con ellos estudiar la figura de Jesús, su mensaje y sus obras.

Con estas fuentes estrictamente históricas y con los prudentes principios de interpretación, es fácil conocer como indiscutible la existencia histórica de Jesucristo, alejada de los mitos y bien localizada en el tiempo y en el espacio; fijar los puntos cardinales de su mensaje, que le constituyen Legado de Dios; cuya doctrina, basada en el sentimiento de filiación respecto del Padre providente, y en la fraternidad entre todos los hombres, sobre todo con los débiles y necesitados, alcanza una sublimidad moral no superada (cfr. Mt 5-7). También pertenece al mensaje de Jesús su manifestación como Hijo de Dios en sentido propio; y aunque esta divinidad estricta de la única persona que hay en Jesús pertenece al dogma, son no pocos los autores que la estudian y demuestran apologéticamente (Wilmers, Ottiger, Van Laak, Dieckmann, Lercher, Kösters, Garrigou Lagrange, Brunsmann, Felder, Ponce de León, Vizmanos, Cotter, Nicolau; cfr. Nicolau, De revelatione, en Theologia Fundamentalis, o. c. en bibl., n. 428 - 446). La índole psicológica de Jesús, tan lleno de sabiduría y de equilibrio, por una parte, y de santidad de vida, por otra, excluyen el propio engaño en asuntos tan graves, o el fraude. Si fuera erróneo su testimonio, Jesús sería un portento de locura o de malicia; extremos excluidos, tanto por el equilibrio psíquico como por la sinceridad de vida. Decía Jesús: «Si a mí no me queréis creer, creed a mis obras» (lo 10, 38) y «estas obras que yo hago, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado» (lo 5, 30). Por esto el mismo Jesús acudió a sus milagros y profecías como a signos de su misión. El apologeta deberá valorarlos en su verdad histórica, en su verdad filosófica (o en su realidad sobrenatural, de modo que sobrepasen las fuerzas naturales); también en su verdad relativa, esto es, en su aptitud para acreditar la misión y las palabras de Jesús. Pero sobre todo hay un signo al que recurrió Jesús, provocado a testificar la legitimidad de sus pretensiones mesiánicas (Mt 12, 38-40; 16, 1, 4, etc.); es el de su resurrección que, como corona y recapitulación de todos los signos ofrecidos por el Maestro en favor de la divinidad de su mensaje, merece en A. una consideración especialísima. La a. llevada a cabo por el mismo Cristo, tampoco dejó de apelar a los vaticinios del A. T. que se referían a su persona y a su obra (cfr. lo 5, 39; Lc 24, 25.27.44 ss.). De ahí que una A. cristiana completa difícilmente podrá prescindir del estudio crítico (no dogmático) de los vaticinios del A. T. viéndolos realizados en Jesús, aunque este estudio ofrezca hoy particulares dificultades; Y así, valorando el conjunto de estos vaticinios podrá acreditar la persona de Jesús como Mesías, la divinidad de su mensaje y de sus obras. Éstos son los jalones principales de la demostración cristiana.

c) Finalmente, en la predicación de Jesucristo hay una parte que se refiere a su Reino y a su Iglesia. Y Él es quien determina las notas esenciales jerárquicas que debe tener esta sociedad que personalmente ha constituido: con potestad primacial, que promete a Pedro (Mt 16, 18-19), a quien confirió de hecho el gobierno de toda su Iglesia; con potestad de gobierno y de enseñanza, que comunicó al Colegio apostólico, a quienes transmitió su propia misión hasta el final de los tiempos (Mt 18, 18; 28, 18-20; Mc 16, 15-16; lo 20, 21). Él también determinó las notas esenciales del culto, instituyendo y mandando celebrar el sacrificio y sacramento eucarísticos (Lc 22, 19-20, etc.) y los demás sacramentos (Mt 28, 19; lo 3, 3; 20, 22-23; Lc 22, 19, etc.).

Esta Iglesia de Cristo, que arranca del tiempo de los Apóstoles en sus notas esenciales, ha continuado, en el sucesor de Pedro y en los sucesores de los Apóstoles, los oficios instituidos por Jesús; pero, no pudiendo éstos permanecer en los Apóstoles, tributarios de la muerte, y queriendo el Señor perpetuarse con los Apóstoles y su Iglesia hasta el fin de los tiempos (Mt 28, 20), debían ser transmisibles a los sucesores; como de hecho se transmitieron en la Jerarquía eclesiástica y toda la Tradición lo confirma. Misión del apologeta será demostrar la potestad de jurisdicción, plena y suprema, concedida por Jesucristo a Pedro y a sus sucesores; también la misma potestad concedida al Colegio apostólico y al concilio ecuménico; y la de magisterio auténtico e infalible concedida al mismo concilio cuando define y al Romano Pontífice cuando habla ex cathedra; Estudiar el objeto directo e indirecto y las condiciones del Magisterio eclesiástico y el valor de la Tradición, junto con los criterios para conocer la transmisión cierta de la Revelación, recibida de Jesucristo por los Apóstoles o comunicada a ellos por el Espíritu Santo (DenzSch. 1501). Esta Revelación pública, destinada a toda la Iglesia para ser creída con fe divina y católica, acabó con la muerte del último apóstol (ib., cfr. 3421), constituye el «depósito de la fe» y es custodiada diligentemente por el Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente y la predica celosamente. La Iglesia, así delineada, es una sociedad querida por Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (conc. Vaticano 11, Const. Lumen gentium, n. l). El apologeta muestra la Iglesia de Cristo como necesaria para la salvación; y estudia la manera como se puede pertenecer a esta Iglesia, bien plenamente (con el Bautismo, profesión de fe, sumisión a la Jerarquía, como vínculos externos; y con la vida de la gracia, como vínculo interno), bien de modo menos perfecto y menos pleno, si a los bautizados falta alguno de estos vínculos. Pero es incumbencia del teólogo dogmático, aunque frecuentemente se trate de ello en A. o en Teología fundamental, estudiar la Iglesia como misterio, Cuerpo místico de Jesucristo, Esposa de Cristo, etc., y las funciones sacerdotales, proféticas y regias, santificadoras y apostólicas, que corresponden a las diversas estructuras del Pueblo de Dios (jerarquía; laicado; estado religioso e institutos de perfección) (cfr. Lumen gentium, c. L I - VI). Si la Iglesia es presentada por el apologeta como necesaria para la salvación, y la Iglesia querida por Cristo encuentra su plena realización en la Iglesia católica romana, ya se ve que no cabe el indiferentismo religioso en ninguno de sus grados y maneras. Con esta demostración católica termina la función apologético última. El cristiano queda así dispuesto, si acepta estos razonamientos, a escuchar el Magisterio de la Iglesia y a seguir los mandatos de la Jerarquía. Con esto puede entrar ya en los puntos de vista dogmáticos y admitirlos. Pero todavía será propio de la Teología fundamental seguir proponiendo los fundamentos de la Teología dogmática, mostrando dónde están las fuentes de la Revelación y de la argumentación teológica, esto es, la Tradición y la S.E., estudiando sus propiedades. Pero, admitido ya el Magisterio de la Iglesia, en adelante el método de estudio más propio podrá ser el de la Teología dogmática.

C) Método de la inmanencia. Los métodos anteriormente expuestos, ascendente y descendente, atienden a la demostración válida racional de la credibilidad de la religión católica. En un orden principalmente práctico se puede también hablar de un método de inmanencia, que puede ser útil para los fines apologéticos si se junta con cualquiera de los métodos racionales anteriores, pero no si se prescinde de ellos. Este método comienza con el examen de las tendencias y exigencias interiores (de verdad, de felicidad, etc.) que hay en el hombre. El examen, en – efecto, de la actividad interna del hombre, con sus deseos y apetencias, exigencias, fracasos e impotencias, descubre una tendencia fuerte ineludible hacia Dios y hacia los altos ideales del espíritu que, no obstante estas apetencias, tarda en realizarse o no se realiza. Se manifiestan, por consiguiente, en el espíritu del hombre ciertas lagunas y vacíos que parecen estar abiertos a los dones sobrenaturales de Dios. El hombre necesita luz poderosa y clara para que la inteligencia conozca el bien y la verdad; necesita también atractivo y fuerza para que la voluntad lo siga con eficacia y perseverancia. Con este género de apologético, se investiga en la inmanencia vital y en la experiencia interna y dinámica del hombre para descubrir sus apetencias; y por ellas se intenta llevarle al reconocimiento de la religión católica, como la única que puede satisfacerlas o llenarlas.

Algunos quisieron comenzar de esta manera la demostración apologética para adaptarse así a los valores psicológicos y existenciales que modernamente se proponen, pero continuando después el examen de la religión de la manera clásica y más racional, con el estudio apologético de los milagros y vaticinios. Tales fueron OlléLaprune (1839-98) y G. Fonsegrive (1852-1917). Otros pensaron que sólo con el uso y estudio de estos criterios inmanentísticos podría hacerse una A. válida, oponiéndola a la tradicional, que calificaban de extrinsecista, historicista e intelectualística. Para hacer una A. actual -pensaban- hay que partir del estudio inmanente del hombre, que tanto dice con la filosofía y mentalidad actuales. Cultivó el método de inmanencia sobre todo Maurice Blondel (1861-1949), arguyendo de las realidades internas y subjetivas del hombre a la Revelación y al auxilio sobrenatural de la religión, aunque admite la inconmensurabilidad de lo sobrenatural con lo natural. Defendió también la postura blondeliana L. Laberthonniére, alegando que esta actividad interna del hombre está de hecho sometida al influjo sobrenatural de la gracia.

Apelar a las necesidades de la naturaleza humana, que cada hombre puede descubrir en su interior, y a sus aspiraciones legítimas, íntimas y fuertes, puede alcanzar un valor psicológico muy grande para disponer la mente y el corazón a la perfección moral y al estudio de la religión. También puede ser una buena confirmación de los criterios objetivos y extrínsecos de la Revelación y de los métodos racionales apologéticos que antes hemos mencionado. Al descubrir una indigencia interna de luz y de auxilio, fácilmente se ve la conveniencia de la Revelación sobrenatural para el hombre, que le ilumine, y de la gracia, que le auxilie. Del conjunto de las aspiraciones humanas y del estudio objetivo de la naturaleza del hombre puede llegarse a una conclusión científica acerca de las auténticas y permanentes necesidades religiosas de la naturaleza humana; y puede mostrarse cómo sólo el catolicismo las satisface plenamente. De ello puede deducirse que el catolicismo ha de tener origen divino. Pero sería excesivo concluir de ahí la necesidad absoluta de la Revelación y de la gracia. Tratándose de revelación y de gracia sobrenaturales no se puede concluir que sean absolutamente necesarias y exigibles por parte del hombre, porque entonces dejarían de ser gratuitas y sobrenaturales. Hay que completar el estudio de las aspiraciones del hombre que realiza el método de la inmanencia, con la demostración del hecho de la revelación divina, pero esto no puede obtenerse con los solos criterios subjetivos inmanentistas, de los que únicamente se deduce directamente la conveniencia de esta Revelación, pero no su necesidad y efectividad. Tampoco se deduciría indirectamente por medio del raciocinio, porque de las tendencias naturales no se puede postular la necesidad o el hecho de auxilios sobrenaturales; mucho menos si esta revelación tiene misterios. Además, las tendencias y apetencias subjetivas se presentan, con indeterminación y variabilidad respecto de los individuos, según su formación, su edad, las costumbres adquiridas, etc., y lo que a uno le parece bien y necesario, otro no lo estima tal. De ahí que difícilmente, por este solo camino de la inmanencia, se puede llegar a conclusiones ciertas y válidas para todos los espíritus. S. Pío X, en su enc. Pascendi, se lamentó que hubiera católicos que, aunque no admitieran el inmanentísmo, usaran incautamente la doctrina inmanentista para la A., de modo que parecían admitir en la naturaleza humana, no sólo capacidad y conveniencia para el orden sobrenatural, sino también verdadera exigencia del mismo (Denz. 2103).

7. Certeza que se obtiene con la Apologética. La sola mención de los caminos que sigue la A. en sus demostraciones, propias de las ciencias filosóficas e históricas, indica la clase de certeza que se puede alcanzar en A. No es una certeza matemática, porque no se trata de ciencias exactas. Se trata de presupuestos filosóficos que no vienen mensurados con módulos matemáticos, sino con otras formas del pensar; y, en ocasiones, puede más la visión del buen sentido común para penetrarlos, que la hipercrítica de la inteligencia. Si estas verdades filosóficas, que utiliza la A., alcanzan el orden de la certeza metafísica, se excluye absolutamente el error, por ir fundadas en el principio de contradicción; las otras verdades que vienen en consideración para el proceso apologético, apoyadas en el testimonio humano, alcanzarán de suyo una certeza moral, mediante la cual, el entendimiento podrá adherirse a las conclusiones apologéticas con firmeza intelectual y sin temor de equivocarse. Es más, esta certeza, de suyo moral, puede llegar a ser reductivamente metafísica o absoluta, si se presenta al entendimiento todo el conjunto de pruebas apologéticas. Porque es tal entonces el cúmulo de razones que convergen constantemente para mostrar la credibilidad y credentidad de la religión cristiana y católica, que repugna absolutamente el error. Es fácil recoger esta sobreabundancia de pruebas e indicios, p. ej.: en lo tocante a la existencia histórica de Jesucristo (cfr. M. Nicolau, De revelatione, n. 363382), para llegar a la certeza metafísica de su existencia (aunque esta verdad histórica alcance de suyo la certeza moral); pero creemos que parecida certeza reductivamente metafísica se alcanza con el detenido y concienzudo examen de todo el conjunto de pruebas que proponen los tratados más completos de A. Algo semejante pretendía decir Newman acerca de los motivos para aceptar la religión revelada, cuando en su Grammar of assent trataba de la convergencia de indicios o probabilidades, cuyo conjunto (por el principio de razón suficiente) producía la certeza.

Sin embargo, ni la certeza reductivamente metafísica, ni la certeza moral de que hablamos, son certezas que fuercen el entendimiento a asentir, o que se impongan con una evidencia necesitante, como la de los primeros principios o la de las verdades matemáticas sencillas. Por eso hay lugar a la certeza libre, determinada por el influjo de la libertad. Y es claro que la afección grata o ingrata con que se presenta la fe al individuo, así como los valores que en ella descubra, podrán ser motivos poderosos para determinar o frenar su piadoso «afecto de credulidad» (conc. 11 de Orange, a. 529: Denz.Sch. 375). Puede haber muchas clases de dificultades para llegar a la certeza que se busca. Como se expresaba Pío XII en la enc. Humani generis (1950), «la mente humana puede a veces padecer sus dificultades aun para formarse el juicio cierto de credibilidad acerca de la fe católica, por más que hayan sido dispuestos por Dios tantos y tan maravillosos signos externos, mediante los cuales aun con la sola luz de la razón natural puede probarse con certeza el origen divino de la religión cristiana. Porque el hombre, bien llevado por prejuicios, bien instigado por pasiones y mala voluntad, puede rechazar y resistir, no solamente a la evidencia de las señales externas, que está patente, sino también a las inspiraciones superiores que Dios infunde en nuestras almas» (Denz.Sch. 3875).

Comúnmente se piensa por los autores católicos que el entendimiento humano puede con la sola luz natural conocer la verdad de los motivos de credibilidad, como decía Pío XII en la citada encíclica. Tiene el entendimiento del hombre potencia física para ello, porque para ver esta verdad basta aplicar el entendimiento a los argumentos que presenta la A. o utilizar la luz objetiva de estas razones. Por esto, no hace falta de suyo una luz sobrenatural en el sujeto, o gracia de Dios, para poder físicamente conocer estos motivos y llegar, por tanto, n los juicios de credibilidad y de credentidad. Los protestantes conservadores, sin embargo, afirmaban la necesidad de una luz interior para conocer como divina la externa proposición de la revelación por medio de la S.E. (cfr. Coll. Lac. 7, 528; Calvino, Instit. Christ. Relig. lib. 1, c. 6-7). Los autores católicos Gormaz y Ulloa (ca. 1700) defendían la necesidad de esta luz sobrenatural interna; y recientemente P. Rousselot, afirmando que no se ve el valor objetivo de los motivos de credibilidad, aunque en sí lo tengan, si no es con la luz de la fe («les yeux de la foi»). Los documentos de la Iglesia, sin embargo (Pío IX, Qui pluribus, a. 1846: Denz.Sch. 2778-278Nv, conc. Vaticano I: ib., 3009; juram. antimodern.: ib., 3537 ss.; Pío XII, Hum. generis: ib. 3875), y las proposiciones que tuvo que suscribir Bautain en 1840 (ib., 27522756) indican que tal luz interior sobrenatural no necesaria de suyo. Pero lo que no es físicamente necesario (porque, en el caso presente, para conocer el valor de los motivos de credibilidad basta tener expedito el entendimiento y aplicarlo) puede ser moralmente necesario para muchos individuos; esto es, puede haber tanta dificultad que, según un juicio prudente formado a la vista de la psicología humana y de la historia, se puede afirmar que muchos no llegarán a formularse con certeza tal juicio sin la gracia interna de Dios: unos por sus prejuicios filosóficos inveterados; otros por la incapacidad del pensar filosófico e histórico, con excesiva vida imaginativa y poco sosiego intelectual; otros por sus pecados y vicios, etc. Se admite por el común de los teólogos que, aunque los auxilios de la gracia no sean físicamente necesarios, en orden a formarse el individuo el juicio de credibilidad, de hecho, sin embargo, el último juicio de credibilidad y el último de credentidad se realizan con estos auxilios sobrenaturales; ya que estos juicios determinan próximamente el acto de fe, que es sobrenatural, y conviene que aquéllos estén en el mismo orden que éstos. Pero, no sólo estos últimos juicios, también los juicios remotos que disponen a ellos pueden considerarse como realizados con frecuencia de hecho con los «internos auxilios del Espíritu Santo», de que habla el Vaticano 1 cuando explica el «obsequio razonable» de nuestra fe (Denz.Sch. 3009).

 

BIBL.: L. MAISONNEUVE, Apologétique, en DTC 1, 1511-1580; l. M. LE BACHELET, Apologétique. Apologie, en Dict. Apol. de la Foi Catholique 1, 189-251; A. GARDEIL, Crédibilité, en DTC 3, 2201-2310; M. BRILLANT-M. NEDONCELLE, Apologétique. Nos raisons de croire. Réponse aux objections, París 1937; F. VIZMANOS, l. RIUDOR, Teología fundamental para seglares, Madrid 1963 (sobre todo n. 30-91 del trat. I, para estas cuestiones introductorias); H. DIECKMANN, De revelatione christiana, Friburgo de B. 1930, n. 33-117; M. NICOLAU-J. SALAVERRI, Theologia lundamentalis, 5 ed. Madrid 1962 (sobre todo en el trat. I, Introductio in Theolog. n. 38-86); P. DE POULPIQUET, L'objet intégral de l'Apologétique, 3 ed. París 1912; M. MARÍN NEGUERUELA, Lecciones de Apologética, 2 vol. 6 ed. Madrid 1960; l. CASANOVAS, Conferencias apologéticas, Barcelona 1950; L. CRISTIANI, Nuestras razones de creer. Sentido y eficacia de la Apologética, Andorra 1958; P. CERRUTI, A caminho da verdade suprema os preámbulos da fé, Río de Janeiro 1955; R. VIEJO FELIÚ, Jesucristo y su herencia, Ponce (Puerto Rico) 1953; T. Ayuso, La Revelación y la Iglesia, 4 cd. Zaragoza 1950; P. DE MELLANZOS, Cartas populares apologéticas a un joven, Barcelona 1949; N. BUIL, Las razones de creer, Montevideo 1935; L. DE GRANADA, Introducción al símbolo de la fe, en Obras completas, 1-9, Madrid 1906; F. FERNÁNDEZ DE LANDA, Tratado de Apologética, Madrid 1957; A. HILLAIRE, La religión demostrada, 10 ed. Barcelona 1955; A. BOULENGER, Manual de Apologética, 2 ed. Barcelona 1936; l. BEUMER, El camino de la fe, Madrid 1959; l. LEVIE, Bajo la mirada del incrédulo, Bilbao 1956.

En el aspecto histórico de la A.: M. TUAL, Jésus-Christ son proprte, apologiste, París 1924; fi), Les Apátres apologistes du Chris - París 1926; K. WERNER, Geschichte der apologetischen und polemischen Literatur der christlichen Theologie, 5 vol., Schaffhausen 1861-67; l. R. LAURIN, Orientations maitresses des apologistes chrétiens de 274 á 361, Roma 1954; F. VIZMANOS, La apologético de los escolásticos postridentinos, «Estudios Eclesiásticos» 13 (1934) 418-446; R. GARCÍA Y GARCÍA DE CASTRO, Los apologistas españoles (1830-1930), Madrid 1935; M. PELLEGRINO, Studi sull'antica apologetica, Roma 1947.

En torno a los Congresos apologéticos celebrados en España: Actas del Congreso internacional de Apologética celebrado en Vich (1910, centenario del nacimiento de Balmes), imp. 1911; I Centenario de la muerte de Balmes (1848-1948). Congreso internacional de Apologética, Vich 1949. Acerca de las revistas apologéticas mencionaremos las extinguidas Rev. Apologétique y Rev. pratique d'Apologétique, condicionadas por la mentalidad de sus tiempos. En España F. SARDÁ Y SALVANY desempeñó gran función apologética con su Propaganda católica, 12 vol., Barcelona 1907-14.

M. NICOLAU PONS.

 

 

II. APOLOGISTAS

l. Época de los Padres. 2. Edad Media. 3. Tiempos modernos (siglos XVI - XVIII). 4. Siglos XIX y XX.

 

Conviene distinguir entre apologistas y apologetas, como se distingue entre apología y apologético. La diferencia radica fundamentalmente en el método usado por una y otra. La apología nace como espontánea y necesariamente con ocasión de alguna impugnación o dificultad; usa los argumentos y el método que le proporcionan las circunstancias, el ataque y el tema que se trate. El apologista, por tanto, no tiene preocupación por justificar de un modo científico los fundamentos de la fe; sus obras son más bien circunstanciales, teniendo en cuenta las objeciones o dificultades que, en distintos momentos, se levantan contra la religión; el apologista no es un teólogo, no está obligado a realizar, ante un auditorio que supone creyente, una exposición técnica y teórica de las verdades reveladas; debe reunir todas las pruebas de la credibilidad católica, recurriendo a la historia, a la filosofía, a las necesidades morales, intelectuales y sociales del hombre para despertar en él el deseo de creer. El apologeta, en cambio, pretende la justificación de la religión cristiana, teniendo en cuenta un método científico determinado y concreto; trata de la justificación de los mismos fundamentos de la religión independientemente de que ésta sea o no negada. Por otra parte, la apología es tan antigua como el mismo cristianismo, en tanto que la A., como ciencia con objeto y métodos propios, es de nuestros días.

Teniendo en cuenta estos criterios, y que a veces no es fácil distinguir entre apologistas y apologetas, estudiaremos los grandes apologistas de la Iglesia, dividiendo la historia en cuatro épocas.

I. Época de los Padres. Podría decirse que la a. cristiana comienza con el mismo Jesucristo que, ante los judíos, apela a su índole personal, a sus obras y milagros, a los vaticinios sobre el Mesías y, sobre todo, a su Resurrección. Los Apóstoles siguen la línea del Maestro, utilizando los signos externos, sobre todo el de la Resurrección, para probar la mesianidad y divinidad del Señor Jesús; en particular acuden a las profecías del A. T. cuando se dirigen a los judíos. Lo mismo hacen después los Padres apostólicos.

El s. II es conocido como siglo de los apologistas. En esta época los cristianos son objeto de las más graves acusaciones. Los judíos les acusan de haber abandonado la Ley de Moisés, de considerar a Jesús de Nazaret como el verdadero Mesías y de cometer los mayores crímenes contra la naturaleza. Los paganos les acusan de comidas tyesteas y reuniones edipeas, de infanticidio, antropofagia, incesto. Los hombres de cultura los desprecian como infelices y los ridiculizan, porque adoran a un hombre empalado, porque creen en el absurdo de la resurrección y se entregan voluntariamente a la muerte. Para Plinio el joven, el cristianismo es una «superstición perversa, desviada, desmesurada» (Carta X, 33). Para Tácito, una «superstición perniciosa, una calamidad» (Annales XV, 44). Para Suetonio es «una superstición nueva y maléfica» (Nero, 16). Por lo que se refiere a los Emperadores de este siglo, mitigaron prácticamente la ley promulgada en tiempos de Nerón contra los cristianos, frenando la ira popular y prohibiendo que se les buscara directamente. En el s. II se desarrolla, pues, una leyenda negra contra el cristianismo. En el ambiente del pueblo romano y en todos los estamentos sociales hay un aire de tormenta y rencor que puede estallar en cualquier momento. «Hay que arrancar de raíz, hay que execrar esta facción», esta expresión del pagano Cecilio, recogida en el Octavio de Minucio Félix, parece la expresión del sentimiento del mundo pagano durante todo el s. II, como un eco del catónico Delenda est Cartago.

Los cristianos salen en defensa de su fe y de sus hermanos en Atenas y en Asia, en Roma y en África. Sus escritos, en forma de discursos o diálogos, van dirigidos en muchos casos a los Emperadores, y en general al mundo romano, a los hombres de buena fe engañados por las calumnias lanzadas contra la religión cristiana. La línea de argumentación es bastante común entre ellos. Frente a los judíos citan las profecías del A. T. cumplidas en Cristo; acentúan la unidad fundamental entre los dos Testamentos; y si en algunos casos no recurren a los milagros de Cristo es porque en muchas ocasiones los magos y seudo - Cristos engañan a las gentes con sus falsos milagros. Frente a los paganos, los apologistas, muchos de los cuales se han educado en el ambiente de las escuelas filosóficas del tiempo, adoptan una doble actitud.

Por una parte, rechazan las calumnias y acusaciones propagadas contra ellos. Por otra, presentan con gran énfasis los valores positivos del cristianismo: pureza de vida de los cristianos, su fortaleza de carácter, nobleza de sentimientos, valor, heroísmo ante la muerte, y, sobre todo, su amor hacia el prójimo, la fuerza transformante de su religión en los individuos, en la familia y en la sociedad, los sublimes principios éticos de la doctrina cristiana, y de un modo especial la figura excelsa de Cristo. Más aún, refutan los errores de las religiones paganas y de la filosofía. Los apologistas, por consiguiente, tienden a un doble fin: demostrar que los cristianos no constituyen una minoría perniciosa para el Imperio, y presentar el cristianismo como algo intelectualmente respetable.

El primer apologista en el mundo griego es Cuadrato , discípulo de los Apóstoles, que vivió en Asia Menor; Escribió su apología entre los a. 123-124 dirigida al emperador Adriano. Contemporáneo suyo es el filósofo Arístides Ateniense; su apología, la primera que conservamos, va dirigida igualmente al emperador Adriano; esquemática y monótona en su primera parte, es viva y personal en los dos últimos capítulos. S. Justillo, «filósofo y mártir», es indudablemente el mayor de los apologistas del s. II. Descendiente de una familia helénico - pagana se dedicó al estudio de la filosofía. Abrazada la fe cristiana, se entregó a su defensa de palabra y por escrito, distinguiéndose por su afán de unir y facilitar la común inteligencia entre el mundo pagano y cristiano. Es autor de dos apologías dirigidas al emperador Antonino Pío; la primera en el a. 153, la segunda en el 156 como respuesta a los ataques de Frontón; También es autor del Diálogo con Trifón, donde relata una discusión con un docto judío. Atenágoras, «filósofo cristiano de Atenas», escribió una Súplica en favor de los cristianos, dirigida ca. el 177 al emperador Marco Aurelio y a su hijo Cómodo para defender a los cristianos de las acusaciones de ateísmo, antropofagia e incesto; Se caracteriza por su actitud benévola frente a la filosofía griega. Teófilo de Antioquía, de origen pagano, se convirtió al cristianismo, y es autor de Tres libros a Autólico redactados poco después del a. 180. Merece señalarse en las postrimerías de este tiempo la famosa Epístola a Diogneto , de autor desconocido, pero una de las apologías más bellas de la antigüedad cristiana, sobre todo por la descripción que hace de la vida de los cristianos.

En el mundo latino la literatura apologista no es tan numerosa, pero es de gran fuerza y vigor. Conviene señalar, en primer lugar, a Minucio Félix, de origen africano y abogado en Roma, autor del Octavio, una de las más bellas apologías cristianas por la perfección con que desarrolla y expresa su pensamiento. Minucio escribe con una rara habilidad al modo de los diálogos de Platón; es la primera apología compuesta en latín, y con un estilo ciceroniano. Tertuliano, n. en Cartago ca. el 160, tuvo una formación científica sólida y amplia; se convirtió en Roma ca. el 195. A su regreso a Cartago comenzó su actividad literaria, escribiendo numerosas obras teológicas. Sus apologías A las naciones, Acerca del testimonio del alma, Contra los judíos y sobre todo su famoso Apologético, son como su autor, agudas, incisivas, deslumbrantes, con una fina ironía burlesca, polémicas, llenas de gran celo religioso.

Con los últimos años del s. II se cierra la época estrictamente llamada de los apologistas. Por estas- fechas aparecen las primeras herejías, que atraen la atención de los autores cristianos. No obstante, y aunque haya un predominio de la literatura dogmática y antiherética, continúan escribiéndose hermosas apologías. Merece especial significación Orígenes por su apología Contra Celso, escrita a ruegos de su amigo Ambrosio para refutar al filósofo platónico Celso, que presentaba a Cristo como un mentiroso y atribuía la rápida expansión del cristianismo a la impresión que producía en las masas ignorantes la amenaza del juicio final y el fuego del infierno. Muy contra su voluntad escribió su obra Orígenes, por las calumnias, denuestos y blasfemias de Celso, pero lo hizo para «defender a los débiles en la fe, a quienes pueden dañar tantas mentiras». «Acaso haya pocas obras de la Iglesia primitiva - dice su traductor al inglés moderno que compitan en interés e importancia con la que aquí traducimos. El Contra Celso destaca como la culminación de todo el movimiento apologético de los s. II y III" (cfr. Origen, Contra Celsum, trad., introducción y notas de Henry Chadwick, Cambridge 1953, IX). Al lado de Orígenes conviene señalar a Clemente de Alejandría, n. en Atenas de padres paganos a finales del s. II y m. ca. 215. En sus obras Protréptico (Invitación a los helenos) y Stromata (Tapices) demuestra la inferioridad de la filosofía griega en comparación con la Biblia, la insensatez e inmoralidad de la mitología y hace una primera síntesis de ciencia humana al servicio de la teología. Años más tarde Arnobio el Vieio escribía su apología Adversus nationes (304-310) contra las acusaciones del mundo pagano apoyándose en la fuerza de los milagros, el martirio y la rápida expansión del cristianismo. C. F. Lactancio, discípulo de Arnobio, gran retórico y de origen africano, escribió su obra principal, Divinae instituciones (304-313), para defender el cristianismo de los errores propalados por el pagano Hierocles de Bitinia. Eusebio de Cesarea (263-339), n. en Palestina de origen humildísimo, llegó a ser obispo de dicha ciudad; sus apologías no alcanzan el valor de sus obras históricas, pero ocupa un lugar destacado entre los a. antenicenos. En sus apologías más importantes, Praeparatio evangélica, Demonstratio evangelíca y Contra Hierocles, recurre a las profecías, a los martirios y a la expansión del cristianismo. A pesar de su azarosa vida, todavía tuvo tiempo S. Atanasío (295-373; v.) para escribir dos rnagnífícas apologías, una dirigida a los paganos y otra a los judíos: Oratio contra gentes y Oratio de incarnatione Verbi; en ellas demuestra la locura del politeísmo y los fundamentos del cristianismo. La obra de Teodoreto de Ciro (m. 460; v.), Graecarum affectionum curatio, está considerada como «la última y acaso la mejor de las apologías de la antigüedad cristiana contra el paganismo» (B. Altaner, Patrología, 5 ed. Madrid 1962, 314); en ella se confrontan las respuestas que los paganos y cristianos han dado a los problemas fundamentales de la filosofía y de la teología. Finalmente se ha de citar aquí a S. Agustín (354-430; v.), que, entre sus obras, escribió algunas apologéticas y sobre todo entre 413 y 426 la apología más grande de la edad patrística, La Ciudad de Dios. En ella recoge el santo Doctor los motivos internos y externos que justifican el cristianismo. A las objeciones del paganismo, que el cristianismo es la causa de la caída del Imperio, contesta demostrando que el politeísmo pagano es una religión totalmente falsa e incapaz de dar la felicidad terrena y mucho menos la celestial.

2. Edad Media. Por las semejanzas que existen entre las apologías de estos siglos extendemos este periodo hasta la Reforma. Con la obra de S. Agustín se puede decir que termina la época de las grandes apologías de la antigüedad cristiana. Durante la Edad Media las apologías son cortas en número y más cortas en calidad. Hay que reconocer, por una parte, que en los primeros siglos de esta Edad la formación es escasísima, y por otra, que se busca más la organización doctrinal. El cristianismo trata de construir más que de polemizar. A esto hay que añadir que, en esta época, el cristianismo se ha extendido por el mundo conocido sin que tenga que soportar grandes ataques junto al judaísmo, como adversario de la religión cristiana, aparece en el s. VII el islamismo en Arabia. En torno a ellos dos gira toda la literatura apologista de la Edad Media. En Oriente esta literatura termina a principios del s. XI; en Occidente, en cambio, se extiende durante varios siglos. Todas las obras de este tiempo se construyen conforme a unos esquemas de ideas muy limitados. Frente a los judíos, se demuestra la mesianidad de Cristo por el cumplimiento de las profecías del A. T., por las circunstancias de su venida, por su carácter, sus obras y sus milagros. Frente a los mahometanos, se muestra igualmente la mesianidad de Cristo y se rechaza el carácter profético de - Mahoma. En una primera época esta literatura adquiere a veces cierto tono de desprecio hacia el adversario; posteriormente hay un conocimiento más exacto y un trato más comprensivo debido a las conversiones y a la creación de escuelas establecidas para el estudio del hebreo y del árabe.

Esta literatura adquiere un relieve especial en España por las circunstancias singulares que atraviesa la Península. Ya antes de la invasión árabe en la Iglesia visigótica merecen singular mención tras grandes prelados. S. Isidoro de Sevilla (570-636) escribe su conocida apología De fide catholica ex V. et N. T. contra judacos. De S. Ildefonso de Toledo (605-667) es la famosa obra De virginitate Mariae adversus tres infideles. Y de S. Julián de Toledo (m. 690) es el tratado De sextae aetatis comprobatione adversus iudaeos cum oratione et epistola ad Dominum Ervigium. Siglos más tarde, en plena dominación árabe, existe una amplísima literatura apologista debida en su mayor parte a judíos y mahometanos conversos, que se hacen apóstoles de su nueva fe. El primero en el tiempo es Alvaro de Córdoba (m. 861; v.), íntimo amigo de S. Eulogio, n. en Córdoba de una noble familia de origen judío, como él mismo confiesa, Es el mejor de los apologistas mozárabes; sus famosas cartas, aparte de su interés histórico, constituyen una auténtica obra apologético. Samuel de Marruecos (n. en Marruecos en el seno de una familia judía) se convirtió al cristianismo poco después de la conquista de Toledo por Alfonso VI en 1085. Su apología De adventu Messiac praeterito liber (PL 149, 335-368) tiene las características de las apologías de su tiempo; Trata de demostrar por las profecías del A. T. que Cristo vino, sufrió, murió, resucitó, subió a los cielos y ha de venir al final de los tiempos. Pedro Alfonso (1080 - 1140), de origen judío y gran rabino, fue médico de Alfonso VI y se convirtió a los 44 años de edad. Recibió el nombre de Pedro por haberse bautizado en la festividad del santo Apóstol y el de Alfonso por ser su padrino el rey Alfonso VI de Castilla. Muy alabado por grandes apologistas posteriores, tuvo fama de ser uno de los más sabios de su tiempo; en su apología, Dialogi in quibus impiae iudaeorum opiniones evidentissimis tum naturalis, tum caelestis phijosophiae argumentas, confutantur (PL 157, 535-672), rechaza los errores judíos de su época.

Raimundo Martí (1220-86; v.) es sin duda alguna el más grande de los apologistas españoles de la Edad Media. Colaboró con S. Raimundo de Peñafort en la, creación de la escuela de estudios hebreos y musulmanes, de la que fue profesor. Fue el mejor conocedor del mundo hebreo y del mundo árabe en el s. XIII. Sus viajes a tierras mahometanas y el conocimiento directo de los códices judíos le permitieron elaborar su gran apología Pugio lidei, escrita en latín y hebreo, verdadera joya de la literatura cristiana medieval; se le atribuye igualmente otra apología titulada Summa una contra Alcoranum maurorum. Fray Bernardo Oliver (1295-1348), de familia noble, estudió en París, explicó en esta Universidad y luego en Valencia. Provincial de los agustinos en 1329; consejero de Pedro IV; forma parte de las juntas de teólogos que se constituyeron en Aviñón por orden del Papa en 1335; obispo de Huesca, Barcelona y Tortosa. Su obra, Tractatus contra perfidiam iudaeorum, está dirigida a los judíos que se negaban a admitir a Cristo como Mesías, recurriendo para ello a los textos del A. T. admitidos por los mismos judíos; Sus maneras son un tanto academicistas y escolásticas, más propias del profesor que del misionero. Alfonso de Valladolid (1270-1349) fue gran rabino de Burgos; convertido a los 25 años, se hizo sacerdote y pasó toda su vida en la colegiata de Valladolid. Escribió Monstrador de justicia, a raíz de su conversión, y más tarde Libro de las tres creencias (no de las tres gracias como han leído algunos);, en esta obra explica el Credo y demuestra que los profetas habían anunciado lo dicho en el Credo por los Apóstoles; Combate la pertinacia de los judíos al no querer aceptar la divinidad de Cristo; es el primer converso que emplea la lengua castellana para defender su nueva fe. Arnáu de Vilanova fue alumno de Raimundo Martí en el colegio fundado por este último, y después médico de Pedro el Grande; su apología Allocutio super significatione nominis Tetragammaton tam in lingua hebraica quani latina y Super declaratione mysterii Trinitatis evidentibus rationibus atque signis, es de signo místico y cabalístico, como lo demuestra el mismo título. D. Fray Pedro Nicolás Pascual (1227-1300), fue obispo de Jaén; m. en la ciudad de Granada preso de los moros. Estimado del rey D. Jaime de Aragón; vino a Castilla con D. Sancho, reputado como hombre sabio y santo. Ante el peligro que corrían sus fieles por los errores de los musulmanes escribió dos apologías: Impunación de la seta de Mahomed y Deffensión de la ley evangélica de Cristo (cfr. Amador de los Ríos, Historia crítica de la literatura española, IV, Madrid 1863, 85-90), en las que él, que era candoroso y sencillo, se muestra arrebatado y agresivo. Entre el s. XIII y el XIV, hay que citar también a Raimundo Lulio (m. 1316; v.), cuyo inmenso celo no dejó secta de su tiempo que no quisiera convertir: paganos, tártaros, judíos, mahometanos, cismáticos griegos, nestorianos y jacobitas, etc.; su a., a veces acusada de semirracionalismo, es sana y sencilla, es como la traducción en imágenes y figuras, del esfuerzo dialéctico de teólogos como S. Anselmo, S. Buenaventura y Roger Bacon.

Ya en el s. XVI, hay que mencionar primero a D. Pablo de Santa María (1350-1435; v.); n. en Burgos de distinguida familia judía; estableció a los 26 años una cátedra de estudios hebreos en dicha ciudad que adquirió gran fama en toda España, y le valió el título de Maestro general de los judíos españoles; a los 30 años recibió el de Rabino Mayor de la judería burgalesa. En su conversión influyó, sin duda, el Libro de las tres creencias de Rabí Amer de Burgos. Su obra cumbre es la apología Scruíinium Scripturarum, que le coloca a la cabeza de los apologistas judíos conversos de España; ha sido una de las obras más leídas a partir del s. XV en toda Europa. Consta de dos partes: en la primera se rechazan los errores del pueblo hebreo que impiden reconocer a Cristo como Mesías; en la segunda expone los dogmas principales del cristianismo. Jerónimo de Santa Fe, judío converso y médico de Benedicto Xlll, estudió en Burgos como alumno de D. Pablo de Santa María. Se hizo célebre por su disputa con los más famosos rabinos de toda España en presencia del mismo Benedicto Xlll y su curia en 1413 en Tortosa; su obra más señalada es una apología dirigida a los juddíos, Hebreomastrix, vindex inipietatis et perfidiae iudaicae (PL 149, 335-368), de carácter excesivamente polemista. Alfonso de Spina, judío converso como los anteriores, gran misionero por tierras castellanas, escribió su gran apología Fortalitium fidei contra judíos y musulmanes. Juan Andrés (1467-1522), mahometano converso, n. en Valencia, se hizo sacerdote y fue un gran predicador en su ciudad y en el reino de Granada donde fue enviado por los Reyes Católicos a los cinco años de la conquista. Escribió la apología titulada Confussio saectae mahomedanae para demostrar a los árabes la divinidad y mesianidad de Cristo. Alfonso de Zamora (m. después de 1545; v.), judío converso y uno de los más grandes hebraístas de su tiempo; intervino de modo destacado en la Biblia Políglota Complutense. A petición del obispo de Córdoba, Fray Juan de Toledo, escribió el Libro de la Sabiduría de Dios con el fin de «captar la conversión de los hebreos que están ciegos»; para ello aprovechó sus grandes conocimientos de la vida y literatura judías. El card. Juan de Torquemada (1388-1468; v.), uno de los hombres más grandes del s. XV, escribió una obra sobre los errores de los mahometanos titulada Tractatus contra principales errores perfidi Mahometi, en la que pone de manifiesto su gran talento y conocimiento excepcional del mundo árabe. Desgraciadamente gran parte de las apologías de este tiempo en España o han desaparecido o duermen aún en los códices de los archivos. Millás Vallicrosa publicó hace unos años una edición crítica de un tratado anónimo contra los judíos de gran interés.

No sólo en España, sino en la Iglesia entera, abunda la literatura apologista dirigida a judíos y musulmanes. En Siria, p. ej.: S. Juan Damasceno (675-749; v.) escribe una apología para los árabes en forma dialogada, que adoptarían posteriormente casi todas las apologías de este tiempo. En Francia, Agobardo (m. 840), obispo de Lyon, considerado como el teólogo de más personalidad y originalidad entre los carolingios, escribe una apología contra los judíos de su tiempo titulada De iudaicis superstitionibus (PL 106, 77-100). En Italia, S. Pedro Damián (1007-72; v.), extraordinario escritor, el mejor teólogo de su tiempo y gran reformador de la Iglesia, dedica también a los judíos sus dos apologías Antilogus contra iudaeos y Dialogus ititer iudaeum et christianum. Pedro el Venerable (1092-1156), es autor de dos apologías contra judíos y musulmanes Adversus iudaeorum inveteratam duritiem y Adversus nejandam sectas saracenorum (PL 189, 507-650 y 657-720). A petición de S. Raimundo de Peñafort y de Urbano IV escribió S. Tomás de Aquino su famosísima obra Summa contra gentiles, una verdadera apología escrita para los que habían de predicar a judíos y musulmanes.

Antes de adentrarnos en la época del humanismo y de la Reforma ha de recordarse aquí el Triumphus Crucis (1497) de l. Savonarola, lúcido tratado apologético de la fe cristiana, en seguida reeditado y traducido, que estuvo en uso hasta finales del s. XVII en las escuelas de Propaganda Fide. Y también la gran obra póstuma de Luis Vives, De veritate fidei christianae (Basilea 1543), en seis libros, donde se trata de la verdad fundamental de la religión, errores del judaísmo, falsedad del islamismo, y trascendencia de la doctrina cristiana, sobre todo desde el punto de vista ético - social; calificada como una de las obras más importantes del s. XVI, abrió nuevos caminos a la A. e influyó notablemente en los autores del s. XVII.

3. Tiempos modernos (siglos XVI - XVIII). En la Edad Media todas las apologías se centran en el estrecho campo de los judíos y musulmanes. A partir de este momento la defensa del cristianismo adquiere nuevos matices en el fondo y en la forma. En primer lugar, la Reforma con sus radicales negaciones origina una literatura polémica en el mundo católico con unas características nuevas. A este respecto puede recordarse aquí a Thomas Netter (m. 143-0; v.) como un precedente, con sus escritos contra wicklefitas y husitas. Y después los polemistas que defendieron las verdades de la Iglesia negadas por Lutero y los primeros protestantes, como Augustinus Alveldt (m. 1532; v.), Nikolaus Ferber (1480-'1525; v.), lacob Hoogtraeten (1460-1527; v.), Johannes Cocleo (1479-1552; v.) y Johann M. von Eck (1486-1543; v.); también el español Alfonso de Castro (1492-1558; v.), el polaco Stanislaus Hosius (1504-119; v.), el inglés William Allen (1532-94; v.), el italiano Antonio Possevino (1533-1624; v.), y el holandés Martín Beccanus (1563-1624; v.). Finalmente hay que citar al card. S. Roberto Belarmino (1542-1621), que en su monumental Disputationes de controversias christianae lidei adversus huius temporis haereticos (3 vol., Ingolstadt 1586-93) desarrolla completamente toda la doctrina controvertida por los protestantes. También fue controversista con varios escritos de divulgación S. Francisco de Sales (m. 1622; v.). En España los escritores ascéticos instruyen en la fe con algunos de sus escritos: Juan de Ávila (m. 1569; v.), en el Audi filia; fray Luis de Granada (m. 1588), en la Introducción del símbolo de la fe; Fray Luis de León (m. 1591), en los Nombres de Cristo. Además, el teólogo Melchor Cano (m. 1560; v.) desarrolló científicamente los métodos de demostración teológica en De locis íheologicis, y Francisco Suárez (m. 1617) escribió su Delensio lidei contra el rey Jacobo de Inglaterra.

Es en los s. XVII y XVIII donde se advierten de modo más evidente caminos nuevos en la A.; corren por Europa unos aires que ponen en peligro los fundamentos mismos de la fe. En Francia, p. ej., aparece el fenómeno de los «libertinos» que se niegan a todo sometimiento de orden práctico o dogmático; niegan la divinidad de Cristo y se burlan de los misterios y de los milagros. En Inglaterra nace el deísmo, derivación del protestantismo hacia un cristianismo racionalista; admite la existencia de un Dios que en manera alguna se relaciona con el mundo y por lo mismo rechaza los sacramentos, el culto exterior, la gracia, la Revelación, en una palabra todo el orden sobrenatural; no queda sino una religión vaga cuya esencia se puede encontrar en las religiones antiguas de las que habla la historia. De esta cantera sacan toda su doctrina los enciclopedistas franceses. En Alemania encontraron campo abierto estas ideas, y a mediados del s. XVII el racionalismo y la irreligiosidad se desbordaron por todos los círculos culturales. El ataque al cristianismo era tan amplio, que no ponía en peligro una u otra de las verdades de la Revelación, sino la esencia misma de la religión y los fundamentos de la fe. Había que defender la posibilidad de la misma Revelación, del sobrenatural, las profecías y los milagros, la divinidad de Cristo, la autoridad de las Escrituras, la credibilidad de la historia evangélica.

Todo esto explica el renacer de las apologías cristianas. El primero, y sin duda alguna más grande a. de esta época, es Pascal (1623-62; v.). Su obra Pensées sur la religion, ha sido considerada como una de las apologías más grandes de todos los tiempos; por los pocos años de vida de Pascal quedó incompleta y en apuntes sueltos; su fin es invitar a los escépticos y libertinos a creer en Dios. Dejando a un lado las pruebas tradicionales del cristianismo, que no rechaza, sigue otro camino, el de «las razones del corazón». En primer lugar, lleva al hombre a reconocer su miseria y su debilidad, demostrando que su razón es incapaz de conocer toda la verdad; en un segundo momento, le ensalza, porque por su inteligencia puede comprender la naturaleza. Puesto el hombre en esta situación paradójica, Pascal, en un tercer estadio, le hace comprender que esta paradoja sólo tiene solución en el cristianismo; nadie más ha sabido resolverla. Situado el hombre en este momento, deseando que el cristianismo sea verdadero, Pasea] se esfuerza en demostrarle que en efecto lo es. Ha sido mundialmente famoso su argumento Par¡; en el caso de una apuesta sobre la existencia de Dios deberíamos apostar por la afirmativa, porque si no existe, no he perdido nada; en cambio, si existe, tengo probabilidad de salvarme. Una vez que el hombre siente el deseo de la existencia de Dios, aun desde el punto de vista de su interés, Pascal trata de demostrar su existencia por caminos más o menos tradicionales. Prescindiendo de la originalidad de este argumento, cuyo estudio ha realizado Asín Palacios, y de su valor probativo, hay que reconocer que pocas personas han penetrado tan profundamente en el misterio trágico del hombre.

En Francia también, y contemporáneos de Pascal, se encuentran los grandes apologistas de la providencia y de la divinidad de la religión, Bossuet (1627-1704) y Fenelón (1651-1704). El primero es mundialmente conocido con sus dos grandes obras Discours sur l'histoire liniverselle e Histoire des variations des Églises protestantes, que son dos grandes apologías en defensa de la religión católica. El segundo escribió contra el protestantismo igualmente sus dos apologías Traité de ministére des pasteurs y Lettres sur l'autorité de l'Église. También merece citarse Daniel Huet (1630-1721), obispo de Avranches, escritor infatigable y uno de los apologistas más destacados de su tiempo. En su obra Demonstratio evangélica, de inmensa erudición, recoge todas las pruebas históricas del cristianismo y ha constituido un verdadero arsenal de trabajo para los apologistas posteriores. Todavía en el s. XVII destaca en Italia Paolo Segneri (162494), gran predicador y misionero; En su apología II incredulo senza scusa, demuestra a los libertinos de su época que puede llegar a conocer a Dios quien lo desea. En el s. XVII el filosofismo francés encontró un verdadero defensor de la religión revelada en N. Silvestre Bergier (1718-90), profesor de Teología, canónigo de la catedral de París, confesor del rey. Escribió contra Rousseau Le déisme réfuté; contra Buvigny La certitude des preuves du Christianisme; contra el barón de Holbach Apologie de la religion chrétienne, y su continuación Réfutation des principaux articles du Dictionnaire philosophique. Hay que citar también una pléyade de apologistas compatriotas suyos. Si la calidad de sus obras no responde al número, sin embargo, estos defensores de la fe realizaron una obra seria y profunda; con celo infatigable se opusieron a la incredulidad allí donde se producía. Ocupa el primer lugar C. F. Houtville (1688-1766), miembro del Oratorio y de la Academia, uno de los apologistas más estimables del s. XVIII. Y después Th. Labertonie (1708-94); loseph de Menoux (1695-1766); el card. Melchor de Polignac (1661-1741), que refuta poéticamente el ateísmo, el materialismo y el deísmo; el gran poeta Racine (1692-1763; v.), y Para du Phanias (1721-97), uno de los eruditos más sagaces y gloria del s. XVIII.

Esta reacción que hemos visto en Francia no se hizo esperar en las restantes naciones europeas. En Alemania destacan S. Storchenau (1751-97), profesor de Filosofía en la Univ. de Viena; Ignacio Neurauer, profesor de la Acad. Wirceburgensis; German Goldhagen (1718-94), uno de los grandes luchadores y apologistas en pro del pensamiento católico. También en Italia existen apologistas meritorios contra el racionalismo y el deísmo, p. ej ; Antonio Valsechi (1708-91), profesor de Teología en la Univ. de Padua, y el gran teólogo y orador S. Alfonso María de Ligorio .

Por lo que se refiere a España, apenas si se puede hablar de apologistas en este siglo. Es posible que se pueda atribuir en parte a que la Inquisición constituyese una barrera infranqueable, como afirman algunos autores. Se puede citar aquí a Miguel de Elizalde (1616-78), que escribe una Teología apologético separada de la dogmática, Forma verae religiones quaerendae et inveniendae (Forma de buscar y hallar la verdadera religión), donde recoge los argumentos que hasta entonces los teólogos desarrollaban dentro de la Teología dogmática en el tratado de la fe. Náiera, Martínez y Valcárcel, dice Maissonneuve (o. c. en bibl.) son más bien filósofos que apologistas. Solamente Feiioo (1701-64) merecería en cierto modo esta denominación por el buen sentido que demuestra en la refutación de las falsas opiniones de su tiempo.

4. Apologistas en los siglos XIX-XX. El movimiento apologista de los s. XVII y XVIII culmina en las grandes apologías del s. XIX, como consecuencia de las circunstancias en que se ha desarrollado la vida religiosa. El s. XIX nace bajo el signo de la revolución del mundo de la cultura contra el cristianismo, herencia de la acción conjunta de los enciclopedistas franceses y deístas ingleses. A esta acción se unen las nuevas corrientes racionalistas que llevan a los espíritus la impresión de que el cristianismo no es sino una manifestación del pensamiento humano, interesante, puede ser, pero desfasado y que no responde a las exigencias del hombre de la edad de la ciencia. El centro principal de esta lucha se encuentra en las universidades alemanas. La joven izquierda hegeliana defiende el materialismo y se presenta brutalmente contraria a la religión. El pensamiento hegeliano, recogido por la escuela protestante de Tubinga, hace del cristianismo un estadio en la evolución necesaria del pensamiento; Jesús representa una Idea, y el cristianismo bíblico es una creación del espíritu de la comunidad primitiva. Así nace el liberalismo religioso y científico. En Francia se recrudece el volterianismo y en la Universidad se elabora una filosofía positivista, donde se dan la mano la corriente de Comte, el agnosticismo inglés y el materialismo alemán. Augusto Comte se convierte en fundador de una religión positivista, la religión de la humanidad, de la que se constituye gran pontífice. Al mismo tiempo, en Inglaterra, Stuart Mill y los representantes del racionalismo científico contribuyen a popularizar la idea de que las realidades espirituales, y Dios en particular, constituyen para el hombre el campo de lo «incognoscible». La historia comparada de las religiones en manos de Max Müller se convierte en una máquina de guerra contra la relación cristiana. Estas ideas se extendieron con gran rapidez por Italia, España, Bélgica y las restantes naciones europeas, y en pocos años pareció que la religión revelada pasaría a ser un recuerdo más de la Europa medieval cristiana.

Ante estas circunstancias, nada tiene de extraño que haya un predominio de la literatura apologista en el campo de las ciencias eclesiásticas. Los autores cristianos, teólogos o no, se dedican a defender los fundamentos de la fe e incluso los fundamentos de la religión como tal. Aunque a veces sus esfuerzos fueron ignorados, con ellos la fe resistió los ataques del inmanentismo, monismo y subjetivismo que minaban las bases del cristianismo; de las ciencias que pretendían probar la incompatibilidad de la fe con el progreso; de la crítica histórica que trataba de mostrar un origen puramente humano de la Iglesia; de la historia comparada de las religiones que creía haber demostrado que el cristianismo no era sino el término de una evolución natural del espíritu humano. Como el ataque general llega casi de improviso, los apologistas a veces carecen de la adaptación necesaria; no obstante, no tardan en reaccionar y algunas apologías merecen todos los honores. Algunos se sitúan en el mismo terreno de aquellos que tratan de convencer, pues han adquirido la formación científica necesaria para defender la Revelación cristiana, con todas las garantías y los máximos respetos de sus oponentes. La apología en este tiempo reviste caracteres muy diversos según el ambiente en que nace, el error al que se enfrenta y la formación del autor.

En España merecen especialísima mención dos hombres: laico uno y sacerdote el otro. Juan Donoso Cortés (1809-5I), publicista, orador, hombre político y diplomático, defensor ardiente del catolicismo, es autor del Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, destacadísimo por su elocuencia, profundidad y originalidad de pensamiento; el único libro español que influye en el pensamiento europeo. La tesis apologista de Donoso es que sólo el catolicismo puede dar y ha dado la respuesta categórica, coherente y adecuada a todos los problemas que plantea el espíritu humano, y en concreto el angustioso problema del mal. Para Donoso, la Iglesia, fuente de toda civilización, ha realizado una maravillosa transformación de todo el mundo, que sólo puede explicarse por la acción y la providencia de Dios. El liberalismo, que desprecia la teología, es una escuela funesta, la más estéril, ignorante y egoísta, propaga el escepticismo y por lo mismo su reinado ha de ser corto. El socialismo, si es fuerte es porque es una teología; pero frente al catolicismo es débil por las contradicciones internas inherentes al sistema; el socialismo es racionalista y toma del catolicismo sus principios dinámicos, pero deformándolos. «El hombre, concluye, puede libremente aceptar las soluciones puramente católicas o las soluciones puramente racionalistas... Pero lo que no puede hacer el hombre es encontrar la paz y el descanso en el eclecticismo liberal y en el eclecticismo socialista».

El sacerdote Jaime Balmes (1810-48) es uno de los autores más célebres de la primera mitad del s. XIX. Como apologista escribió El protestantismo comparado con el catolicismo y Cartas a un escéptico. El primero responde al afán de ciertas potencias extranjeras por introducir el protestantismo en España y a la difusión del libro de Guizot, Historia general de la civilización europea. Balmes demuestra que la civilización de Europa se debe al catolicismo y no al protestantismo; la Iglesia, concluye, es la que ha destruido la esclavitud, rectificado el sentimiento de la dignidad humana, ennoblecido la mujer, fundado la beneficencia pública y ha dado origen a la libertad civil y política. Esta obra tiene un valor universal como la Simbólica de Möhler o la Historia universal de Bossuet. Sus Cartas a un escéptico, consideradas una de las más grandes apologías del cristianismo, discuten las principales dificultades que llevan al escéptico a no creer, a la vez que examinan la filosofía alemana del tiempo y el eclecticismo en boga en Francia. Según afirma R. G. Villoslada, el card. Gasparri le llamó «insigne luminare dell'apologetica cristiana».

Hay que señalar otros nombres, que sin llegar a la grandeza de los anteriores, defendieron la religión cristiana de los errores que habían penetrado en España. Merecen destacarse Merino, obispo de Menorca; R. de Velaz, obispo de Ceuta, Burgos y Compostela; el card. Ceferino González y Díaz Tuñón ; Narciso Martínez Izquierdo, obispo de Salamanca; Martínez Vigil, obispo de Oviedo; el P. l. Mendive y l. Mir Noguera, aunque éste estudiara únicamente el problema del milagro. A ellos pueden añadirse otros nombres como Francisco Alvarado (que popularizó el seudónimo de «el filósofo rancio») y [osé de Jesús Muñoz, a principios del s. xix; y más adelante pueden citarse Rubió y Ors, José M. Cuadrado, Cándido Nocedal y su hijo Ramón, Aparisi y Guijarro, Ortí y Lara, Tomás Cámara, L. Murillo; y ha de mencionarse también aquí a M. Menéndez Pelayo con su Historia de los heterodoxos españoles.

En Italia, sin llegar a la fuerza de las apologías francesas o alemanas, un buen número de apologistas llenan todo este siglo. Aunque a los teólogos romanos se les haya tildado de hombres cerrados, ajenos al movimiento de los tiempos, sus obras demuestran lo contrario. Como apologistas destacan Mauro Capellari, luego papa Gregorio XVI, F. Colangelo, Silvio Pellico ; y el prof. G. Perrone (m. 1876; v.), el teólogo más conocido de su época y probablemente el más influyente, cuya obra teológico se distingue por estar verdaderamente acomodada a las circunstancias de su tiempo, y que como apologista escribió Il protestantesimo e la regola di fe, traducido a varios idiomas, y De N.I.C. divinitate adversus huius aetatis incredulos, rationalistas et myticos.

En Alemania, las apologías alcanzan una fuerza y un vigor científico que supera las restantes de Europa. El primer representante, aunque muriese en los últimos años del siglo anterior, es el P. Beda Mayr (m. 1794; v.), superior de los benedictinos de Santa Cruz de Donauwbrt, autor de la primera gran apología cristiana en idioma alemán. Sebastián von Drey (1777 - 1853), fundador de la famosa escuela católica de Tubinga y uno de los hombres que más contribuyeron al resurgir de la teología católica en Alemania, con su nuevo método 'teológico; como a. aprovechó los progresos realizados por la ciencia y la filosofía para la exposición y defensa del cristianismo. Adam Móhler (1796-1838; v.), creador con Drey de la escuela teológico de Tubinga y el más destacado representante de la misma; en su famosísima Simbólica nos ha dejado la mejor obra de controversia que poseemos desde los años de la Contrarreforma. F. Staudemaier, pertenece a la segunda generación de la escuela de Tubinga, pues en ella hizo todos sus estudios, y llevó su espíritu a los nuevos centros de enseñanza; como apologista hizo un estudio exhaustivo de los problemas entonces en boga, relacionándolos con los principios anticristianos en materia intelectual, religiosa y moral que han existido en la historia desde los gnósticos a nuestros días; nadie ha refutado como él y con tanto acierto los principios hegelianos que destruyen los fundamentos mismos de la fe. Toda la escuela católica de Tubinga puede gloriarse de haber sido uno de los centros más activos de la victoriosa reacción contra el racionalismo de los s. XVIII y XIX. Al lado de ella merece señalarse la obra realizada por la no menos famosa escuela de Munich, en la que existen dos grandes maestros, que, sin ser apologistas en el sentido estricto de la palabra, alcanzan con toda justicia tal honor por sus trabajos científicos en el campo de la historia orientados en defensa del cristianismo: Górres y D¿illinger. En Wüzburgo enseñan igualmente por este tiempo dos grandes a.: Hermann Schell (1850-1906; v.) y F. Serafín Hettinger (1813-90). El primero intentó realizar la unión de la Teología con las modernas ciencias del espíritu para comunicar al catolicismo una mayor influencia y participación en el pensamiento moderno; sus obras encierran profundas y geniales discusiones con los errores modernos más opuestos al cristianismo. El segundo es mundialmente conocido por su obra Apología del cristianismo, publicada en 1863, «verdadero monumento de la ciencia alemana y de la escuela romana». En la misma línea se encuentran Pablo von Schanz (1841-1905), profesor de la Univ. de Tubinga, y Alberto Weis (1844-1925), profesor en Friburgo de Suiza. Ambos son autores de dos grandes apologías del cristianismo; el primero aprovecha los últimos progresos de las ciencias históricas y naturales, el segundo da preferencia a la parte moral y social del cristianismo. Rica es también la obra del barón Hertling, profesor de Munich, y de otros muchos profesores como Denzinger , Hergenr¿ither, Kuhn, etc., que, sin haber escrito apologías concretas, defienden en toda su obra la religión cristiana de los errores que se difunden por estos años en Alemania. Puede citarse también aquí a H. l. Grueber (m. 1930;), historiador y crítico del liberalismo y de a masonería. En Inglaterra aparecen también grandes campeones del catolicismo. N. P. Wiseman (1802-65; v.), de origen irlandés, comenzó sus estudios en el seminario de Ushaw, posteriormente recibió en Roma una amplísima formación; atento a todos los movimientos científicos de su época, los aprovechó para su obra apologista que constituyó el centro de su vida; su obra Doce lecciones sobre la relación entre la ciencia y la religión revelada, es una de las mejores apologías del cristianismo; murió siendo card. arzobispo de Westminster. H. E. Manning (1808-92; v.) fue sacerdote anglicano; convertido al catolicismo se trasladó a Roma, donde estudió Historia de la Iglesia; a su regreso, y después de varios años, sucedió a Wiseman en la diócesis y llegó a ser igualmente cardenal; en 1852 escribió la apología Los fundamentos de la fe. Otro de los grandes conversos ingleses es W. G. Ward (1812-82); se hizo católico en 1844, y fijó su residencia en Old Hall, junto al Colegio de San Edmundo, seminario del distrito londinense, donde, siendo laico, enseñó con gran éxito Teología durante siete años; refutó profundamente las doctrinas de Stuart Mill, y un año antes de su muerte publicó su apología contra Tyndall titulada Ciencia, oración, libre albedrío y milagros. El hombre que más destaca en esta época es l. H. Newman (1801-90; v.); nadie ha ejercido un influjo tan grande sobre el pensamiento inglés, tanto católico como protestante. Fue gran conocedor de los Padres como lo demuestra su estudio sobre la historia del arrianismo. Después de su conversión es un apologista incomparable del catolicismo; para él solamente la vuelta a la Iglesia romana puede salvar la vida religiosa en Inglaterra; lleva tan en el alma la defensa de su fe, que aun las obras escritas para justificar su actitud se convierten en otras tantas apologías del catolicismo, Dos de sus obras, Essay in aid of a Grammar of Assent y Essay on the development of christian Doctrine, constituyen verdaderos hitos para la literatura inglesa y para la A. En 1789, León XIII, que tenía en alta estima el genio de Newman, le honró con el cardenalato.

En Bélgica hay que destacar la reorganización de la Univ. de Lovaina, que bien pronto da sus frutos en todos los campos de la literatura teológico. En torno a dicha Universidad hay una pléyade de profesores cuya colaboración en defensa de la religión contra los errores del tiempo es digna de toda estima y admiración. La misma renovación de la teología positiva, que tanto ha caracterizado a Lovaina, tiene un matiz apologista en muchos casos, pues los teólogos se ven obligados a recurrir a las pruebas históricas, porque sus adversarios se sirven de ella para tratar de demostrar que los dogmas sólo son fruto de una evolución puramente natural. Conviene señalar particularmente como grandes apologistas a: Víctor Dechamps (1810-83; v.), redentorista, arzozbispo de Malinas y cardenal, pensador, asceta y gran orador; el sabio jesuita I. I. Carbonelle, fundador con fin apologista de la sociedad científica de Bruselas y de la Reiy. Des questions scientifiques, en la que ha publicado sus trabajos apologistas el P. Basmans; El igualmente jesuita A. Castelein (m. 1922), autor de la apología Science des religions et les caracteres du christianisme; y el dominico Portmans, autor de La divinité de lésus-Christ des attaques du rationalisme.

En Francia, sin embargo, es donde el género apologista alcanza una amplitud, que supera a las restantes naciones europeas debido a las circunstancias tan especiales creadas por la Revolución. Los católicos franceses se ven obligados a mostrar la verdad de su fe atacada desde la prensa y la cátedra en nombre de la ciencia. Entre los grandes apologistas laicos hay que señalar, en primer lugar, al vizconde y gran literato F. R. Chateaubriand (1768-1848; v.), cuya apología literaria y mística se apoya en las bellezas intrínsecas del cristianismo; a l. de Maistre (1754-1821), el gran cantor de la Providencia de Dios sobre todo el mundo; a Montalembert (1810-70), que ejerce una acción verdaderamente eficaz exponiendo la belleza y fecundidad del cristianismo; a A. Nicolás (1807-88), abogado, uno de los más grandes a. del s. XIX, autor de Études philosophiques sur le Christianisme y de L'art de croire; y a F. Qzanam (1813-53), apologista con sus obras y sus escritos, que en la cátedra de Historia de la Sorbona demuestra que el cristianismo es el creador de la sociedad nueva. El púlpito de Notre - Dame de París ha sido testigo y exponente de las más hermosas apologías del cristianismo en el s. XIX; figuran como grandes oradores los dominicos H. Lacordaire (1802-61) y l. M. Monsabré (1827-1907), los jesuitas Ravignan, Félix y Pinard de la Boullaye, y el rector del Inst. Católico de París mons. M. D'Hulst (1841-96). Entre los grandes escritores destacan M. Duílhe de S. Proiet (m. 1897), que cultiva una apología científica; Paul de Broglie (m. 1895), gran historiador cuyos conocimientos le convierten en el mejor de los apologistas franceses; el sulpiciano D. Frayssinous (m. 1841); el gran teólogo jesuita l. L. Rozaven (1772-1851); mons. Bougaud (1824-88), de gran cultura y brillante exposición; y el publicista L. Veuillot (m. 1883), que ejerció un influjo extraordinario como apologista dentro y fuera de Francia, igual que el gran oratoriano A. Gratry (1805-72), de amplísima cultura. F. E. Chassay, profesor de la Sorbona, escribió contra Strauss. La amplísima y extraordinaria producción de A. E. Genaude (17921849) va dirigida contra el racionalismo del s. XVIII: Entre la jerarquía francesa hay que señalar a A. de Salinis, obispo de Amiéns: al famoso L. F. Desiré Pie (m. 1880), obispo de Poitiers, uno de los más grandes apologistas franceses; en sus Instrucciones sinodales, se enfrenta con el filosofismo de Cousin, la religión natural de Simon y el naturalismo; y a mons. Parisiis (m. 1866), obispo de Langres, que escribió ampliamente contra Renán. Al lado de estos grandes a. en el sentido más estricto de la palabra, podríamos señalar una pléyade ingente de autores que con su pluma expusieron la verdad del cristianismo, p. ej., el dominico H. Didon, el sacerdote G. Canet, A. Farges, A. de la Barre, el P. Fontaine, el sulpiciano F. G. Vigouroux (m. 1915) y sobre todo el jesuita L. Grandmaison (m. 1927).

Por lo que se refiere al s. XX puede decirse que a excepción de algunos trabajos, que recuerdan el final de un siglo eminentemente apologista, la A. se cultiva con mayor serenidad, de un modo positivo y científico. Algunos autores se centran más en la cuestión del método que en el contenido, no siempre con acierto; así, p. ej., la obra de M. Blondel , con su método de la inmanencia; La del P. Rousselot, que exige los ojos de la fe para ver que la revelación cristiana es creíble; La de E. Masure, que constituye un esfuerzo por encontrar una vía media entre la apologético tradicional (objetiva y externa) y la apologética moderna (subjetiva e inmanentista) apoyándose en el milagro - signo de la revelación; la de l. Levie y R. Aubert, que se fundan más bien en la estructura del ser humano orientado hacia una revelación divina sobrenatural. Un recuerdo especial merece la obra apologético de lean Guitton concebida en tres secciones y diez volúmenes de los cuales se han publicado ocho entre los años 1926 y 1953. Su propósito es presentar y criticar las contradicciones que existen en las objeciones que se han hecho al catolicismo sobre todo las que provienen del campo filosófico - histórico. De carácter más tradicional, aunque a la vez moderno, científico y completo, es la apologético de R. Garrigou - Lagrange , en su obra De Revelatione, la de S. Tromp, y la Teología Fundamental de Albert Lang (recientemente traducida al castellano, Madrid 1966).

 

BIBL.: Para las fuentes, ediciones de las obras de los autores citados, etc., véanse los arts. correspondientes y la bibl. Sobre cada uno de esos autores. Bibl. general. l. MARTIN, L'Apologéti que traditzonelle, París 1905-06; L. MAISONNEUVE, Apologétique, en DTC I, 1519; X. LE BACHELET, Apologétique, en DAFC 1, 215; A. LEHMANN, Praktische Apologetik (Apologie), en RGG I, 489-492; G. MONTI, L'apologetica scientifica della religione cattolica, Turín 1922; A. RICHARDSON, Christian Apologetics, Londres 1947; MGR. FREPEL, Les apologistes chrétiens du 2 siécle, París 1907; A. L. WILLIAMS, Adversus ludaeos, Cambridge 1935; M. STEINSCHFNEIDER, Polemische und apologetische Literatur in arabischer Sprache zwischen Muslimen, Christen und luden, Leipzig 1877; L. DE GRANDMAISON Sur l'apologétique de S. Thomas, «Nouvelle Rev. Théologique» 31 (1907) 65-74 y 121-130; J. M. CASCIARO, Diálogo teológico de S. Tomás con musulmanes y judíos, Madrid 1969; F. CHASSAY, Tableau des apologistes chrétiens depuis la renaissance jusqu'ú la restauration, en MIGNE, Demonstrations évangéliques, XVIII, col. 882-908; l. EYMARD, L'Apologétique en France de 1580 d 1670 (Pascal et ses précurseurs), París 1954; DUPLESsy, Les apologistes laiques au XIV siécle, París 1893; J. AT, Les apologistes frangaises au XIX siécle, París 1909; íD, Les apologistes espagnols, Vicenza 1910; L. LECLERQ, L'apologétique d'aujourd'hui, «Rev. Apologétique» 39 (1924-25) 725-736; R. GARCÍA Y GARCFA DE CASTRO, Los apologistas españoles (1830-1930), Madrid 1935; A. DE POULPIQUET, L'objet intégral de l'apologétique, París 1912; A. HAYEN, Bibliographie Blondelienne, París 1888-1951; H. M. DE ACHAVAL, La teología fundamental en la primera mitad del s. XX, «Ciencia y Fe» 19-20 (1949) y 21 (1950); A. RIFDMANN, Die Wahrheit des Christentums, III vol., Friburgo Br. 1952-55; A. DE Bovis, Bulletin d'Apologétique, «Recherches Sciences Religieuses» 43 (1955) 599-624.

V. PROAÑO GIL.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991