ANACORETISMO
Historia
Vida solitaria,
abrazada por motivos de orden religioso, el a. (del verbo griego
anachoreo, retirarse) o eremitismo (de éremos, desierto, soledad)
responde a uno de los instintos fundamentales de la naturaleza
humana. Sólo así se explica que en todos los tiempos, países,
razas y religiones existan hombres y mujeres que abandonan todo
para vivir solos en desiertos, selvas, montes o islotes, o entre
las cuatro paredes de una celda. En el cristianismo tiene el a.
una larga y hermosa historia, aunque en su mayor parte nos sea
enteramente desconocida: de muchísimos solitarios no sabemos nada
o casi nada, pues no hicieron nada notable a los ojos de los
hombres.
Los principios del anacoretismo cristiano. Tras las huellas
de Elías y Juan Bautista, que consideraban como sus predecesores;
a imitación de Cristo, que se retiraba al desierto para ayunar y
orar, algunos cristianos empezaron a llevar una vida de austeridad
y trato con Dios en la soledad. Los orígenes de este movimiento
son oscuros (v. MONAouismo), pero sabemos que en los s. iv y v
adquirió grandes proporciones en Egipto, Siria, Palestina, cte.;
de manera que muy pronto hubo anacoretas en todo el orbe
cristiano. S. Jerónimo pretende que S. Pablo de Tebas fue el
primero de todos; pero la existencia de este personaje es
incierta. En cambio no puede dudarse que el copto S. Antonio (v.
ANTONIO ABAD, SAN) adquirió la mayor influencia y popularidad,
hasta merecer el título de «padre de los monjes cristianos». Otros
solitarios santos y famosos fueron, en Egipto, Ammonas, Arsenio,
Juan de Licópolis, ambos Macarlos, Pablo el Simple y otros muchos,
que constituyen la serie incomparable de los «Padres del yermo».
En Siria y Mesopotamia, no pocos adoptaron formas de ascetismo
tremendas y espectaculares; entre todas sobresale la de los
estilitas, que vivían en lo alto de una columna (stylos), a
ejemplo -de S. Simeón (v. ESTILITAS), el primero y más famoso. El
a. floreció abundantemente en Palestina, la tierra de Jesús; sobre
todo en el desierto de Judá. Institución originaria de Palestina
fue la laura, suerte de compromiso entre el a. y el cenobitismo
(vida de comunidad), pues los solitarios vivían en cabañas, no muy
distantes entre sí, durante la semana; los domingos, en cambio,
llevaban vida de comunidad en el cenobio, que toda laura poseía y
en el que, además, se formaban los solitarios hasta que se les
consideraba aptos para el combate del desierto. Otro tipo de a.
que floreció abundantemente en todas partes y en todos los siglos
fue el de los reclusos y reclusas, que vivían encerrados en una
celda. Muchos anacoretas, por el contrario, adoptaron la xeniteía
o peregrinatio, y, a imitación de los «evangelistas» de la Iglesia
primitiva, pasaban su vida en los caminos, hospedándose de
ordinario en los monasterios o en las ermitas que encontraban; en
los orígenes, fue la xeniteía un género de ascetismo muy estimado,
pero degeneró, y S. Agustín y S. Benito fustigaron muy duramente a
los monjes que llamaban girévagos.
Los solitarios que vivían completamente aislados, fueron la
excepción. Con el fin de ayudarse mutuamente en lo espiritual y en
lo material, solían agruparse en colonias más o menos numerosas y
organizadas, que de ordinario tuvieron por principio un anacoreta
famoso, como S. Antonio o S. Macarlo el Grande (v.), al que
acudían los discípulos en busca de dirección espiritual. En el
centro de la colonia se levantaba una iglesia, servida por uno o
varios monjes sacerdotes, una panadería y otras dependencias
necesarias; los anacoretas vivían en cabañas, grutas o sepulturas
abandonadas, solos o en pequeños grupos de dos o tres,
generalmente formados por un anciano y sus discípulos, y proveían
a su propio sustento y al de los pobres con el producto de su
trabajo manual; sólo los sábados y domingos se reunían en la
iglesia para celebrar la Eucaristía y cantar el oficio divino en
comunidad, y ocasionalmente celebraban reuniones -las célebres
colaciones- para tratar de temas espirituales o de los asuntos de
la colonia. En todo el mundo cristiano gozaron de gran celebridad
y fueron muy visitadas las colonias anacoréticas de Nitria, las
Celdas y Escete, situadas no muy lejos de Alejandría.
En Occidente, S. Martín de Tours (m. 397; v.) fundó una
colonia parecida en Marmoutiers (Francia) y S. Honorato (m. ca.
431), otra en una de las islas de Lérins, que más bien puede
clasificarse entre las lauras. En los s. Iv y v, el a. tenía ya
muchos seguidores en Italia, Francia y España; a fines de esta
época empezó a arraigar fuertemente entre los celtas, que
rivalizaron y aun superaron a los monjes sirios en materia de
ascetismo corporal. Pero los solitarios de Occidente no tuvieron
los historiadores y panegiristas que relataron las gestas de sus
hermanos de Oriente, y nos son muy poco conocidos.
Clases de ermitaños. El a. tuvo su edad de oro en la época
patrística. En ella surgió, arraigó y se propagó; aparecieron sus
grandes adalides y prototipos; se creó su ideal de espiritualidad.
Desde entonces aparecieron también las tres clases de solitarios
que distingue J. Leclercq (v. bibl.) a propósito del a. medieval:
los monásticos, los independientes y los agrupados en asociaciones
de diversos tipos.
Los anacoretas pertenecientes a un cenobio son los más
conocidos, pero no los más numerosos. Los monasterios solían tener
ermitas, a las que se retiraban, temporal o definitivamente,
monjes, abades o incluso obispos que habían sido monjes. A veces
estos solitarios vivían en una torre o en una celda apartada del
mismo, monasterio, aunque sin intervenir en la vida de la
comunidad. No son raros los casos de cenobitas que practican el a.
itinerante. Todos estos anacoretas estaban bajo la obediencia del
abad y en íntima relación con la comunidad.
Los ermitaños independientes fueron los más numerosos, los
más heterogéneos y, salvo excepción, los menos conocidos. Unos
practicaban la estabilidad, vivían de continuo en una ermita
determinada; otros, por temperamento o para huir de visitantes y
discípulos, eran itinerantes o cambiaban con frecuencia de ermita.
Unos abrazaban el a. a perpetuidad; otros, sólo por un tiempo.
Este último era el caso de tantos ermitaños que se hacían
cenobitas, o de cenobitas que terminaban su vida como solitarios;
S. Juan Crisóstomo, S. Gregorio de Nacianzo, S. Jerónimo, Casiano,
S. Benito, S. Juan Clímaco, por no citar más que unos pocos
nombres de una serie que se prolonga hasta nuestros días,
practicaron el a. por un tiempo. La morada de estos ermitaños
independientes solía ser una gruta, una cabaña o una modesta
casita, de ordinario contigua a una iglesia u oratorio; su hábito,
de las formas, telas y colores más diversos; su alimentación, a
veces, extremadamente austera, y otras, mucho menos. Unos
practicaban la pobreza más estricta, mientras otros poseían
bienes, además de la ermita. Unos hacían los votos religiosos;
otros, no. Con frecuencia se mezclaban con el pueblo humilde y
gozaban del respeto y amistad de todos, aunque a veces se burlaran
de ellos. Entre ellos no fueron raros los sacerdotes y aun hubo
hombres de gran cultura e ingenio; pero, en general, eran gente
sencilla, a veces completamente iletrada y, por tanto, presa fácil
del fanatismo y la herejía.
Finalmente, hay que tener en cuenta las agrupaciones
anacoréticas de muy diferentes tipos que tanto abundaron a lo
largo de los siglos. Unas pequeñas y otras grandes, unas
singulares y otras que formaron verdaderas congregaciones, unas
que respetaban casi íntegramente la iniciativa individual y otras
que sujetaban a sus miembros a una disciplina minuciosa; tales
agrupaciones suelen tener por origen a un santo personaje al que
se juntaron numerosos discípulos. Algunas de ellas supieron
combinar el a. con el cenobitismo. La mayor parte desapareció o
evolucionó hacia la vida de comunidad perfecta.
Acaso habría que añadir aquí otra clase de a.: la de los
falsos ermitaños. Las literaturas de todos los países los conocen
y caracterizan muy bien. Son pobres que desean sobrevivir en
circunstancias difíciles; gente perezosa, truhanes, vividores, que
explotan la caridad pública; malhechores que se esconden bajo el
sayal. Pero tales individuos, que por desgracia abundaron
demasiado, sólo pueden darnos una mala caricatura del a., del que
no fueron producto, sino rémora y descrédito. Tampoco entran
propiamente en el cuadro de los ermitaños los seglares que se
llaman así por cuidar de un oratorio o capilla situado en el
campo, que en castellano lleva impropiamente el nombre de ermita.
Desarrollo del anacoretismo. Puede decirse, en general, que
el a. conservó en la Iglesia de Oriente el carácter que le
imprimió la época patrística. El Oriente cristiano es
esencialmente tradicionalista. Aunque el cenobitismo fue ganando
terreno y muchas lauras y colonias de ermitaños se convirtieron en
monasterios o desaparecieron al empuje del Islam y de otros
invasores, el a. siguió teniendo muchos adeptos hasta los tiempos
más recientes. Un centro de singular importancia para la vida
monástica surgió en Monte Athos (v.), que empezó a ser habitado
por ermitaños y donde el a. continúa teniendo seguidores en
nuestros días. En Tesalia, en Capadocia, en Rusia, se desarrolló
un pujante y variado a. S. Serafín. de Sarov (m. 1833; v.) puede
considerarse como prototipo de los innumerables ermitaños rusos
que subsistieron hasta la revolución bolchevique. En los últimos
tiempos, por desgracia, el a. oriental, víctima de diferentes
'circunstancias, ha disminuido mucho tanto en número como en
calidad.
En Occidente, la concepción patrística del desierto se
mantuvo sin cambios hasta el s. x. Mas, al par del cenobitismo, el
a. se fue organizando y reglamentando mejor. Para hacerse
solitario se exigía la autorización del obispo (o del abad, si se
trataba de un monje). Conocemos gran número de anacoretas
benedictinos. Los reclusos y reclusas eran numerosos, sobre todo
en los monasterios; sus celdas solían estar adosadas a la iglesia
y a través de un ventano asistían a Misa y a los oficios. Nunca
hubo a. mejor vigilado.
A fines del s. x, el a. occidental se vuelve más y más
cenobítico y clerical, y al propio tiempo se relaciona íntimamente
con el movimiento en favor de la vida común del clero y la
institución de los canónigos regulares. Surgen una serie de formas
originales de soledad organizada y semicenobítica: Fonte Avellana,
ilustrada por S. Pedro Damián (m. 1072); Monte Vergine, fundada
por S. Guillermo de Vercelli (m. 1142); Pulsano (ca. 1120);
Grandmont, obra de S. Esteban de Muret (m. 1124), etc. Estos
institutos perdieron pronto su carácter eremítico. Otros dos, en
cambio, perduran hasta hoy como órdenes semieremíticas: los
camaldulenses (v.) y los cartujos (v.).
En los s. XIII y xiv, las congregaciones eremíticas de los
silvestrinos, celestinos y olivetanos desembocaron pronto en el
cenobitismo rígido. Originariamente ermitaños del Monte Carmelo,
los carmelitas (v.) no olvidaron del todo su primitiva vocación.
El a. tuvo también mucha importancia en los orígenes franciscanos
(v.), ideal que rebrotó con frecuencia en las ramificaciones de la
gran familia seráfica; los capuchinos, p. ej., fueron al principio
ermitaños franciscanos, y entre los numerosos terciarios
anacoretas destaca la figura polifacética de Raimundo Lulio (v.).
Los siete primeros padres de los servitas (v.) vivieron como
ermitaños en unas cuevas del Monte Senario, y ermitaños fueron
asimismo S. Francisco de Paula (v.) y los primeros mínimos. En
realidad, apenas hay orden o congregación religiosa que no tenga
nada que ver con el a.
Es notable que, sobre todo desde el s. xiii, gran parte del
a. puede llamarse paradójicamente «comunitario». Es un a. sin
desierto real, sin soledad; que no conserva más que la práctica
del silencio como salvaguarda del «desier. to interior». Así, en
1256, nació la Orden de los Ermitaños de S. Agustín (v.
AGUSTINOS), que no tiene nada de específicamente eremítico. La
olvidada Orden dé San Pablo, hoy muy reducida y cenobítica, se
formó en Hungría y alcanzó la aprobación pontificia en 1308; el
estudio de su- historia nos depara muchas sorpresas. Varios grupos
de anacoretas se pusieron bajo la protección de S. Jerónimo y
dieron origen a varias congregaciones jeronimianas de tipo
conventual; una de ellas, la más importante, es la Orden de los
Jerónimos (v.) españoles.
La Reforma protestante fue un duro golpe para el a.
occidental. Sin embargo, los s. xvi y xvii acusan un renacimiento
eremítico tanto en Europa como en América: al parecer, en Perú,
Chile, Colombia, etc., hubo numerosas ermitas y ermitaños. Pablo
Giustiniani (m. 1528) fundó la vigorosa congregación camaldulense
de Monte Corona. Los ermitaños del Tardón dieron origen a la
española Orden de S. Basilio. Entre los eremitorios europeos
ninguno fue tan visitado ni alabado como el de Montserrat (v.),
que reorganizó García de Cisneros.
En el s. XVII se dieron estatutos bien definidos a los
ermitaños de numerosas diócesis y se fomentó o impuso su reunión
en pequeñas comunidades de un cenobitismo rudimentario. En España
hay que señalar especialmente el famoso Desierto de Nuestra Señora
de Belén, cerca de Córdoba, que fue erigido en Congregación de
ermitaños de S. Pablo en 1613 y subsistió hasta 1957, y la
Congregación de ermitaños de S. Pablo y S. Antonio, que empezó a
formarse en tiempo de Juan de la Concepción (m. 1688), agrupó
finalmente a todos los ermitaños de Mallorca y sigue floreciente
en nuestros días.
Más duro que el golpe de la Reforma protestante fue el que
asestó al a. occidental la Revolución francesa con sus secuelas.
Tan rara llegó a ser la vida eremítica, que el Código de Derecho
canónico (1917) la ignora por completo. Los diversos intentos de
resucitarla en el s. xix habían fracasado casi sin excepción.
El moderno movimiento eremítico parece mucho más prometedor.
Cuenta ya con notables realizaciones. No sólo camaldulenses y
cartujos han hecho diversas fundaciones, sino que también los
carmelitas han abierto varios «desiertos» y los franciscanos,
«retiros»: han reaparecido los ermitaños independientes -hombres y
mujeres-, en las inmediaciones de diversos monasterios ha empezado
a reflorecer el a. monástico, y han surgido nuevas agrupaciones,
como los Ermitaños de María Inmaculada, en los Pirineos franceses,
y, sobre todo, los Ermitaños de S. Juan Bautista, en el Canadá,
que llevan una vida estrictamente solitaria. Charles de Foucauld
(v.) es el ermitaño más célebre de nuestro tiempo.
Espiritualidad. Desde sus orígenes, el a. cristiano fue
generalmente muy estimado. S. Basilio, con todo, combatió su
legitimidad, juzgándolo contrario al precepto del amor al prójimo
y poco apto para adquirir ciertas virtudes. Su punto de vista no
se impuso: el a. fue considerado como una forma superior de vida
cristiana y la cúspide de la vida monástica, que sólo debía
abrazarse tras una seria preparación en un cenobio. Evagrio
Póntico (m. 399), S. Pedro Damián (v.) y Pablo Giustiniani (m.
1528) descuellan entre los teóricos de su espiritualidad.
En la época patrística, el yermo cristiano es una realidad
bíblica: evoca el desierto a través del cual los israelitas
pasaron de la servidumbre de Egipto a la libertad de la Tierra
prometida, el desierto al que se retiraron Elías, Eliseo, los
«hijos de los profetas», Juan Bautista y el mismo Jesús. Los
Padres muestran que, en la soledad, el cristiano reproduce en sí
mismo esos misterios y su eficacia salvadora, imita a Jesús en su
ayuno y su oración, profundiza su conocimiento del-Verbo por la
meditación de las Escrituras y se eleva a Dios por la
contemplación. El a. no pretende otra cosa que realizar este
programa, que los Padres proponían a todos. Su elemento esencial
es la soledad; pero una soledad dirigida enteramente a la vida
contemplativa, esto es, a la oración tan continua como sea posible
y al ascetismo. Y el amor total de Dios no puede hacer olvidar al
anacoreta el amor al prójimo. Con su santidad, con su ejemplo, con
su oración, con su combate espiritual contra las fuerzas del mal,
con su apertura a todos los hombres que buscan en él hospitalidad,
consuelo o consejo, el verdadero solitario aprovecha a la Iglesia
y a la humanidad entera. No es raro el caso de anacoretas que han
ejercido una influencia enorme y visible sobre príncipes, pueblos
y aun la Iglesia entera. Son los grandes testigos de Dios, «los
que buscan a Dios sólo, del modo más absoluto, más perseverante y
más puro» (T. Merton). La Iglesia aprueba sin reserva el a., pues sabe, con S. Tomás de Aquino
(Sum. Th., 2-2 8188 a4), que es una auténtica vocación cristiana y
la forma más radical de monacato, pese a sus aparentes antinomias
de «practicar la obediencia sin superior, la caridad sin hermanos
y el apostolado sin acción» (J. Leclercq).
V. t.: ERMITAÑOS; ESTILITAS; MONAQUISMO.
BIBL.: P. F. ANSOx, The Call of the Desert, Londres 1964; J. SAINSAUMEU, Ermites, en DHGE XV, 766-787; C. LIALINE, Érémitisme en Orient, en DSAM IV, 936-953; P. Do~, Érémitisme en Occident, en o. c. 953-982; J. LEcLERcQ, L'érémitisme en Occident jusqu'd Pan mil, en Le millénaire du Mont Athos, 963-1963, I, Chevetogne 1963, 161-180; fD, L'eremitismo in Occidente nei secoli XI e XII, Milán 1966; B. SÁNCHEZ DE FERIA Y MoRALEs, Memorias sagradas del Yermo de Córdoba, Córdoba 1787; Mallorca eremítica, por un ermitaño, Palma de Mallorca 1965.
G. M. COLOMBÁS LLÜLL.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991