AHORRO
DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA.
Concepto y
formas. La palabra a., tal como se emplea aquí, no corresponde ni
a su etimología ni a su primera acepción. Es un compuesto de a y
horro (del árabe horrlibre). Ahorrar quería decir dejar en
libertad a un esclavo. La acepción que recibe en el plano
económico es, en cierto modo, contraria, pues supone sujetar
ciertos bienes con vistas a necesidades futuras. J. M. Gatheron lo
define así: «la fracción de producción que no se ha consumido y
que se deja en reserva para un ulterior consumo». Es, añade, como
«un consumo diferido».
En principio, pues, hay un a. en especie, en cuanto reserva
de los mismos bienes que han de consumirse más tarde; y así
Robinson ahorraba en su isla o el campesino ahorra los productos
de la matanza para todo el año. Sin embargo, en las economías de
cambio monetario lo que tiene importancia y lo que constituye el
a. en sentido estricto es el de dinero. Lo otro queda como
almacenamiento, acopio, provisión, etc. Como el dinero es un bien
eminentemente social, se comprende que esta segunda forma
planteará problemas muy distintos de la primera. A su vez, el a.
monetario puede ser individual, o simple atesoramiento cuando el
dinero se guarda por el propio interesado y social cuando se
entrega por éste a una institución de crédito. También con este
motivo surgirán cuestiones morales específicas.
Ideas pontificias sobre el ahorro. La doctrina social de la
Iglesia enfoca originariamente el a. desde el punto de vista de
las necesidades individuales y lo considera más o menos unido al
problema de la propiedad privada y al de la justificación de ésta.
Ya León XIII decía que con un salario familiar suficiente el
obrero podría «pensar en un ahorro razonable», empleándolo para
«formarse poco a poco un pequeño capital» (Rerum Novarum, 37). Más
expresamente Pío XI pide que, «al menos para el futuro», se ha de
procurar que las riquezas se distribuyan con profusión entre los
trabajadores, «no ciertamente para hacerlos remisos al trabajo,
pues el hombre nace para el trabajo como el ave nace para volar,
sino para que con el ahorro aumenten su patrimonio», pudiendo así
soportar mejor las contingencias de la vida y confiar en que, al
abandonar este mundo, los que dejan tras de sí no quedan
desamparados (Quadragesimo Anno, 27). Claro es que, al pensar
concretamente en el obrero moderno, duda de que éste sea capaz de
obtener aquel «ahorro razonable» a que se refería León XIII. «¿De
dónde pueden ahorrar algo para el porvenir quienes no tienen otra
cosa que su trabajo para atender al alimento y demás necesidades
de la vida, sino del precio de su trabajo y viviendo con
parquedad?» (Quadragesimo Anno, 28).
En la enc. Divini Redemptoris, el mismo Pontífice habrá de
insistir sobre el a., destacando aspectos nuevos: «No se puede
decir que se haya satisfecho la justicia social, si los obreros no
tienen asegurado su propio sustento y el de sus familiares con un
salario proporcionado a este fin; si no se les facilita la ocasión
de adquirir alguna modesta fortuna, previniendo así la plaga del
pauperismo universal; si no se toman precauciones en su favor con
seguros públicos y privados para el tiempo de la vejez, de la
enfermedad y del paro».
Pío XII, al dirigirse al personal de las Cajas de Ahorro (3
dic. 1950), hubo de destacar como fin «digno de los más grandes
elogios», el de «dar a los más modestos presupuestos la
posibilidad y la facilidad de aumentar lentamente y de hacer
fructificar sus pequeños ahorros». Este servicio, agregó, es muy
precioso en sí, «pero es más precioso aún si se considera que
fortifica y afirma el sentido y el hábito de la previsión y
difunde su noción y uso entre las clases más modestas». Por
último, tampoco dejó Juan XXIII de elogiar las virtudes del a.,
sobre todo en su discurso al Congreso Internacional del Crédito
Popular, de 9 jun. 1956 (previsión razonable para el futuro,
sentido educativo del a. y la justa limitación de la tendencia al
consumo, solidaridad, etc.).
Comentario a la doctrina católica. Las declaraciones
papales, partiendo, por supuesto, de que el a. se hace hoy en día
en dinero y no en especie y de que la organización actual lo
canaliza hacia formas institucionales y colectivas, superando el
atesoramiento individual, cuidan de destacar, siquiera sea en
forma breve y aun incidental, la función positiva del a. para el
individuo y para la sociedad; sobre todo, del a. popular. A la
vista de las citas anteriores y del contexto general de la
doctrina social de la Iglesia, podemos resumir la misma en los
siguientes puntos:
1) El a., en sí, como previsión para atender a necesidades
materiales, no es una virtud estrictamente cristiana. Uno de los
pasajes más sublimes del Evangelio viene a excluir explícitamente
cualquier pretensión en tal sentido: «No queráis amontonar tesoros
para vosotros en la tierra, donde el orín y la polilla los
consumen y donde los ladrones los desentierran y roban; atesorad
más bien para lo alto..., porque donde está tu tesoro allí está
también tu corazón» (Mt 6, 21). Y poco después: «no os acongojéis
por el cuidado de hallar qué comer para sustentar vuestra vida o
de dónde sacaréis vestidos para cubrir vuestro cuerpo, pues más
vale el alma; y si Dios provee a las avecillas del cielo y a los
lirios de los campos, tanto más proveerá a las necesidades
humanas» (Mt 6, 2533). No quiere decirse que estas ideas
grandiosas establezcan normas condenatorias de la actividad
económica y del a., pero sí que éste queda fuera del cuadro de las
virtudes evangélicas. Contemplando el fenómeno con perspectiva
histórica, casi podríamos decir que más bien es una virtud
burguesa, sin tomar este término en un sentido necesariamente
peyorativo.
2) Los pontífices contemporáneos lo han elogiado como algo
razonable para la vida material, que para nosotros constituye un
deber; pero siempre dentro del espíritu de moderación (que no
lleve a la avaricia y a la vagancia), y no olvidando el riesgo de
que pongamos nuestro corazón allí donde está nuestro tesoro.
3) Obsérvese que frecuentemente los papas se refieren al a.
popular, y entonces ya no lo defienden sólo como virtud
individual, sino dentro de un fin que la comunidad debe atender:
completar la justicia del salario familiar suficiente con un plus
de a.
4) Al organizarse éste en forma 'institucional, surge el
peligro de que «haya ladrones que desentierren y roben» el dinero.
De ahí la necesidad de garantías jurídicas y sociales (control de
las instituciones de crédito, fomento de Cajas de Ahorro, etc.),
que los pontífices no se han cansado de destacar.
5) Por último, se habla de la función moral del a.:
promoción de la prudencia, templanza, caridad y justicia.
Situación actual. Como el a. es una institución social, ha de
ser.apreciado según las circunstancias de tiempo y lugar. Sobre
esto la obra de Gatheron (cit. en bibl., p. 89 ss.) tiene
interesantes indicaciones. Aquí actualizaremos la doctrina con
cuatro advertencias: a) ¿Ha llegado el trabajador a tener ingresos
suficientes para poder ahorrar, según dudaba en su tiempo Pío XI?
Es posible que en algunos países sí, pero en la inmensa mayoría
no; aunque también se ha elevado la propensión al consumo
inmediato, quedando poco o nada para el consumo diferido. b) Cada
vez más, el a. ha de hacerse en dinero, y cada vez menos en
especie (salvo la inversión en fincas, que más que virtud de a. es
especulación y negocio). c) La inflación es hoy un gran peligro
del a. (v. 1) al desvalorizar lo ahorrado, con beneficio para las
entidades de crédito que, de hecho, devuelven menos de lo que
recibieron. d) La extensión de los sistemas de Seguridad social
(v.) (a que también, aludió Pío XI) va reduciendo el campo del a.
privado, si bien las estadísticas demuestran que el perjuicio que
sufre éste es mucho menor del que podría creerse.
BIBL.: J. M. GATHERON, Introducción a un régimen comunitario, Barcelona 1966, 77129; A. A. ESTEBAN ROMERO, El ahorro, Madrid 1964; J. GASCóN Y MARíN, Los planes de la Seguridad social. De la beneficencia al seguro, Madrid 1944; R. DE MAEZTU, El sentido reverencial del dinero, Madrid 1957.
A. PERPIÑÁ RODRíGUEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991