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María: persona humana
y presencia trinitaria


Tres son, a mi juicio, las bases donde debe asentarse la mariología. La primera es la Escritura, la segunda la Tradición de la Iglesia y la tercera la reflexión creyente. Las tres conservan cierta autonomía, aunque se encuentran mutuamente implicadas y se ayudan e iluminan entre sí.

La primera base es la Escritura, esto es, la revelación cristiana, tal como ha venido a fijarse en el NT. Pues bien, la exégesis del NT se ha encontrado dominada en estos últimos años por un tipo de afán reductivo, que responde a principios de experiencia protestante: ha importado más que nada la función de Jesús, tal como viene a explicitarse en línea existencial, de carácter muchas veces intimista o también liberador. En un sentido general, con cierta dosis de exageración podría afirmarse: la persona de Jesús dentro de la historia parece haberse difuminado, en aras de su función salvadora, iluminadora o redentora.

Pienso que ese tipo de exégesis es buena pero acaba siendo limitada: se ha cerrado en el mensaje-camino de Jesús y en la experiencia de su pascua, sin llegar hasta la hondura radical de su persona, dentro de la historia. Lógicamente, en esta linea apenas cabe lugar para asumir de un modo creador aquella experiencia radical de surgimiento humano de Jesús que explicitan los evangelios de la infancia (Lc 1-2; Mt 1-2) y también de alguna forma Jn 2,1-12 y 19,25-27. Por eso, las más grandes y meritorias cristologías de estos últimos decenios (Pannenberg, Moltmann, Kasper, Schillebeeckx, González de Cardedal, González Faus, Sobrino...) apenas dejan lugar para María. Eso significa que ellas no han reflexionado hasta el final sobre el sentido de Jesús en el conjunto de la Escritura. No han realizado eso que podríamos llamar el gran cambio epistemológico de Lc 1-2; Mt 1-2 cuando sitúan la vida de Jesús a la luz de la presencia del Espíritu en María, su madre. La segunda base es la tradición de la Iglesia, tal como se viene a explicitar antes que nada por sus dogmas. En ese plano tenemos que asumir la palabra conciliar fundante de Efeso (431) que declara a María Theotokos, madre de Dios, introduciéndola así en el misterio trinitario. De forma semejante recibimos las nuevas declaraciones de la Iglesia que se fijan más en eso que podríamos llamar la antropología básica mariana: la madre de Dios, como persona humana, surge y crece Inmaculada (1854), en relación de transparencia-amor ante el misterio, sin pecado; lógicamente, ella ha culminado el camino de su historia en Dios y ha sido recibida-asunta (1950), como realidad-persona humana dentro del mismo encuentro trinitario.

Ciertamente, la tradición mariana es mucho más extensa que estos dogmas que la Iglesia ha declarado de manera expresa. Dentro de ella debe citarse y valorarse sobre todo el culto de los fieles que veneran a María como signo del amor y plenitud, como la madre-hermana-amiga que acompaña a los creyentes a lo largo de las dificultades y problemas de la vida (cf. Lumen gentium, 62).

La tercera base es la misma reflexión creyente que nosotros intentamos reasumir en las páginas que siguen, partiendo de la exégesis ampliada del NT, que ya hemos presentado, dentro del camino de la Iglesia. Los mismos dogmas guiarán nuestro trabajo que, de un modo quizá convencional, hemos querido centrar en dos principios:

  1. Uno es antropológico y se viene a explicitar partiendo de los dogmas de la Inmaculada y Ascensión: pensamos que a María se la puede presentar como persona humana, mejor dicho la Persona, en el sentido radical de la palabra. Ella es signo y perfección de la creatura que responde plenamente a la palabra de su Creador, haciéndose persona. 1

  2. Otro es el principio trinitario, que se puede explicitar partiendo del dogma de Maria como Madre de Dios, definido en Efeso. Precisamente por ser creatura perfecta, la persona realizada, Maria tiene relaciones especiales con Dios, de manera que venimos a encontrarla dentro del misterio trinitario. 2

  1. Sobre la visión mariológica de las nuevas cristologías, cf. Varios, Il Salvatore e la Vergine-Madre. La maternitá salvifica di Maria e le cristologie contemporanee, Roma 1981. Cf. también S. de Fiores, Maria nella teologia contemporanea, Roma 1987, passim.

  2. Cf. J. M. Alonso, Trinidad, en Nuevo Dic. Mariología, o.c., 1892-1903. Además de la bibliografía allí citada, cf. B. Lahoz, La S. Trinidad y la S. Virgen: Estudios 1 (1945) 65-146.

    Estos son los temas que desarrollamos. No hacemos exégesis directa del NT, ni estudiamos el dogma de la Iglesia. Suponemos ambas cosas conocidas y, partiendo de ellas, exponemos eso que podríamos llamar el gran misterio antropológico y trinitario de María Virgen. Estrictamente hablando, nuestro estudio tendría que ofrecer sólo dos partes: la primera sobre María como persona, la segunda sobre el sentido de sus relaciones con la Trinidad. Pero a fin de plantear el tema con mayor hondura y radicalidad hemos preferido situarlo dentro de un contexto ampliado de experiencia y reflexión humana: por eso comenzamos presentando su trans f ondo religioso y psicológico; después nos ocupamos de María como creatura ante el misterio de Dios y mujer dentro de la humanidad; sólo al fin desarrollamos de un modo directo los aspectos centrales del tema: María persona y su vinculación trinitaria.3


    I. MARÍA EN EL MITO Y LA PSICOLOGÍA

    1. Historia de las religiones. Riesgo gnóstico

    Durante mucho tiempo se ha tomado a María como realidad que se halla aislada y no puede compararse con las otras. Por eso nos sirvió de crisis descubrir que algunos de sus rasgos parecían estar en relación con mitos religiosos de los pueblos: ella se encontraba a veces cerca de la gran madre o la virgen celestial de viejos cultos 4. Pues bien, ahora sabemos que María, para ser radicalmente cristiana, debe hallarse de algún modo emparentada con esos ideales y caminos de una humanidad que busca su sentido y salvación sobre la tierra (cf. Gaudium et spes, 1). Por eso situamos su figura sobre el fondo de los viejos temas religiosos, con sus estructuras de tipo antropológico (varón-mujer) y trinitario (padremadre-hijo).

    Es significativa, en este plano, la postura de J. Morgenstern cuando analiza el mito religioso de la fertilidad en los antiguos pueblos semitas del Oriente (Siria y Palestina). Ellos entendían de manera divina el proceso anual de la cosecha: el Padre-Dios del
     

  3. Cf. Varios, María y la S. Trinidad, Semanas Estudios Trinitarios, Salamanca 1986; Varios, El Espíritu santo y María: EphMar 28 (1978) 137-238; Varios, Maria e lo Spirito santo, Roma 1984.

  4. En esta línea influyeron los trabajos de H. Leisegang, Pneuma Hagion, Leipzig 1922; H. Usener, Religionsgeschichtliche Untersuchungen I, Bonn 1899; E. Norden, Die Geburt des Kindes, Leipzig 1924; M. Dibelius, Jungfrauensohn und Krippenkind, en Gesammelte Aufsätze I, Tübingen 1953, 1-78. Actualmente hay un amplio material recopilado por E. Neumann, La Grande Madre, Roma 1981.

cielo fecunda con sus rayos de sol y con su lluvia a la Diosa-Madre de la tierra, que concibe y alumbra al Hijo-Dios de la cosecha. El Padre es Dios del cielo, conocido por su fuerza engendradora, y lleva el nombre de «El» o lo divino. La Madre es Astarte o Ashera, el signo original de la fecundidad, la esposa cósmica del cielo. Lo divino en un sentido total se ha concebido, por lo tanto, en forma de pareja capaz de procrear, en gesto de constante unión y alumbramiento. Así nace Baal, el Hijo, que es la vida igualmente divina. 5

Morgenstern supone que este esquema de fecundación divina y nacimiento cósmico se encuentra en el trasfondo de toda la historia religiosa israelita. Durante un tiempo, el profetismo pudo controlar la fuerza cósmica y vital de ese paganismo, resaltando la trascendencia de Yahvé, como Dios que se encuentra por encima del proceso de vida de los hombres. Pero, partiendo del mensaje y experiencia de Jesús, el cristianismo adaptó de nuevo el viejo mito: de esa forma, su Dios-Padre corresponde al Padre de los cielos; Jesucristo, que es Dios-Hijo, expresa a Baal o señor de la cosecha, que nace-muere-renace cada año (resucita); lógicamente, en este esquema, el Espíritu divino se tendría que haber explicitado como Madre-divina originaria o Madre tierra, por medio de la Virgen María. Explícitamente, el dogma cristiano ha roto aquel esquema, situando a un Espíritu neutro-impersonal en el lugar en que se hallaba la diosa-madre-tierra. Sin embargo, en clave de simbólica sagrada la Virgen María, madre de Jesús, ha venido a ocupar el lugar de la Madre en la tríada sagrada. Eso explicaría la facilidad con que se ha introducido y extendido su culto. 6

En apariencia, el pensamiento griego ha superado ese esquema trinitario de carácter sexual y vitalista: el proceso de la realidad, interpretado de un modo ternario, no se simboliza ya por la oposición primera de lo masculino-femenino y por el surgimiento nuevo de la vida (el hijo) 7. De todas formas, allí donde los griegos entraron en contacto creador con el antiguo mito volvieron a emplear el mismo esquema trinitario, como muestra bien el helenismo egipcio. Hubo en Egipto una tríada divina bien precisa: Osiris es Dios Padre celestial, generador; a su lado tiene a Isis, la gran Madre o signo de la sabiduría cósmica; de la unión de ambos pro-

  1. J. Morgenstern, Some Significant Antecedents of Christianity, St. Postb. 10, Brill, Leiden 1966, 81-96. Cf. H. Usener, Dreiheit: Th. M. Philologie 58 (1903) 1-47, 161-208, 321-362.

  2. J. Morgenstern, o.c., 95-96.

  3. Cf. Ch. Stead, The Origins of the Doctrine of the Trinity: Theology 77 (1974) 508-517, 582-588.

    viene Horus, que es Hijo salvador, el triunfo de la vida, el orden mismo de la realidad que nos constituye. Pues bien, sobre este fondo viene a desplegarse una linea muy significativa de especulación judeohelenista de Alejandría. Junto al Dios trascendente de la historia israelita ha puesto Filón a la Sophia: ella es como esposa primordial de Dios, origen, arquetipo, madre de todo lo que brota y existe sobre el cosmos. A través de la Sophia surge el Logos o primera de las creaturas: es el orden inmanente de las cosas, reflejo de Dios (expresión de su Sophia) y primogénito o sentido estructurante de todo lo creado. 8

    Este esquema teologiza y en algún sentido racionaliza unas relaciones de carácter dual (esponsal) y genético, interpretándolas en una perspectiva jerárquica y descendente de la realidad: la esposa Sophia aparece más como reflejo femenino de Dios Padre que como una persona independiente que se pueda situar enfrente de él, de igual a igual, en un encuentro primigenio; por su parte, el hijo Logos que es el núcleo de la creación ha roto de algún modo el círculo divino para presentarse como realidad inferior, entremezclada con la materia de esta tierra.

    Un esquema de este tipo constituye el trasfondo en el que tiene que inscribirse la palabra original cristiana. Dejando a un lado todas las variantes conceptuales y matices 9, podemos afirmar que ella se expresa (y se expresó) en dos grandes perspectivas. Una es de tipo gnóstico y diluye el cristianismo en un esquema general de manifestación-despliegue eterno de la realidad sagrada. Otra es de tipo histórico-eclesial: conserva la trascendencia de Dios e interpreta a María como madre histórica del Hijo encarnado.

    La solución gnóstica, expresada de mil formas en los siglos IIIII d. C., presenta una constante: entiende a Dios como proceso de dualización y unificación, de pérdida y encuentro, de salida y retorno. Las claves de ese proceso son siempre las mismas: en el principio está la dualidad, lo masculino-femenino; del principio brota la existencia concreta de la vida, en un proceso constante de generación que se va degenerando de manera que es preciso el movimiento inverso del retorno hacia el origen. Pues bien, en la misma estructura de la realidad y en el proceso aparece siempre la mujer, que puede identificarse con la Virgen María: ella es la esposa, complemento femenino del Dios simbolizado en forma
     

  4. Cf. B. L. Mack, Logos und Sophia, Göttingen 1973, 167s.

  5. Sobre el fondo filosófico que influye en la formulación de la teología cristiana, cf. H. A. Wolfson, La filoso/ja dei Padri della Chiesa, Brescia 1978, especialmente p. 157-165.

de varón; ella es la madre, transmisora de la vida; ella puede convertirse en tentadora, signo del olvido, la ruptura primitiva... Normalmente esta Mujer-Madre se entiende como Espíritu santo y tiene rasgos que están cerca de María: ella, la madre de Jesús, interpretada en formas simbólicas cambiantes, se inscribe, por lo tanto, en el misterio de la trinidad (o cuaternidad) divina originaria. De esa manera, los gnósticos cristianos tienden a olvidar la diferencia que hay entre creador y creatura: introducen toda realidad en el esquema del proceso divino de salida y de retorno; y así pueden concebir a María, la mujer eterna, como elemento simbólico y real del mismo esquema divino trinitario o cuaternario. Ellos interpretan el tiempo como reflejo del mismo acontecer eterno. Por eso, María, mujer de la historia puede presentarse como signo y realidad de la mujer eterna, intratrinitaria. Ella significa la dualidad: lo femenino que se enfrenta ya a lo masculino. Pero, al mismo tiempo, supera la dualidad puesto que es madre del tercero, que es el hijo. Finalmente, ella expresa y simboliza el movimiento de retorno a la unidad originaria: es el proceso en el que todo vuelve a introducirse en el único «pleroma» divino, que presenta casi siempre rasgos femeninos de gran madre abarcadora. 10

La solución histórico-eclesial ha venido a explicitarse como ruptura frente a la gnosis, en un proceso que arranca teológicamente con los Padres antignósticos (Justino, Ireneo, Tertuliano, Hipólito...) y culmina en los grandes concilios cristológico-trinitarios (Nicea, Efeso, Calcedonia). Esa solución implica dos grandes consecuencias mariológicas. En primer lugar, María queda excluida de la Trinidad: ella aparece como creatura, de parte de los hombres, distinguiéndose, por tanto, del Dios que es eternamente Padre-Hijo-Espíritu divino. Pero, al mismo tiempo, queda incluida como Madre en el proceso trinitario: es madre histórica del Hijo eterno o Theotokos. Esto introduce una ruptura radical, escandalosa, creadora, en la visión de Dios y de los hombres. 11

La solución gnóstica se inclina por lo fácil, aquello que está en la línea de la proyección sagrada de las realidades de este mundo. La historia de los hombres se condensa como dualidad y engendramiento: conduce a la división de lo masculino-femenino y a su unidad matrimonial, en el proceso de la vida que así surge, para dualizarse de nuevo y juntarse nuevamente. Allí donde el hombre

  1. Cf. H. A. Wolfson, o.c., 431-497; S. Pétrement, Le Dieu Séparé. Les origines du Gnosticisme, Paris 1984, 113-146; A. Orbe, La teología del Espíritu santo. Estudios valentinianos IV, AnGreg 158, Roma 1966, 69-188.

  2. Cf. A. Grillmeier, Gesú il Cristo nella jede della Chiesa, I, II, Brescia 1982, 876-881.

    diviniza este proceso, proyectando como trinidad distinta y unitaria al Padre-Madre-Hijo, está realizando un movimiento conceptual que resulta lógico: proyecta el orden de su vida en lo divino y así sacraliza el orden actualmente existente de la vida, del amor como dualidad-unión-generación. Así lo ha visto, de manera ejemplar, la crítica religiosa de Feuerbach 12. Por eso, lo difícil no es divinizar a la Madre-Virgen, introduciéndola en la trinidad originaria. Lo difícil es humanizarla. Los gnósticos siguieron el camino fácil, lo mismo que ahora quieren seguirlo otros que aceptan y actualizan los esquemas viejos de la historia religiosa de la humanidad.

    Esto es a mi juicio lo que hacen aquellos orientalistas que pretenden actualizar el esquema ternario de la naturaleza sagrada. Entre ellos podemos citar a R. Guénon que primero ha destacado la ruptura de la trinidad inmanente de la Iglesia: su segundo término es el Hijo, no una madre en simetría fundante con el padre. La Trinidad rompe así el dualismo complementario de lo masculino-femenino e introduce un esquema nuevo de generación sólo masculina (o suprasexual) que desborda los esquemas anteriores; además el Espíritu, que procede del Padre-Hijo, no surge por concepción o generación sino de un modo distinto. Esto significa que la Trinidad en sí supera el plano de las religiones. Pero luego, de hecho, los cristianos utilizan otro esquema trinitario, de carácter económico (histórico-salvífico) que viene a responder a los modelos ternarios de los pueblos de oriente, especialmente de China y de la India: Purusha, el cielo, representa al Padre; el Espíritu santo, que actúa por María, y que de alguna forma se expresa a través de ella, viene a identificarse con Prakriti, que es la Madre tierra; finalmente, el Hijo, Cristo, es el Hombre universal, la humanidad de los que nacen del cielo y de la tierra. Esta es la verdadera Trinidad, el esquema sagrado donde llegan a encontrarse y dialogar las diferentes tradiciones religiosas del mundo. Surge así una especie de gran ecumenismo en que María puede venir a convertirse en signo de unidad y comunión sacral para los pueblos. Pero, como R. Guénon ha confesado con honradez, este ecumenismo sólo puede mantenerse si se rechaza la trinidad inmanente (eterna) de los cristianos y se absolutiza su trinidad económica, entendida como Padre-Madre(María)-Hijo. Pues bien, María asumiría así altura divina pero pierde su singularidad como persona
     

  3. L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, Salamanca 1975, 112-119. Cf. G. Severino, Origine e figure del processo teogonico in Feuerbach, Milano 1972, 105-126.

concreta de la historia 13, dejando de ser para nosotros expresión de humanidad creada, modelo de existencia.

También resulta demasiado fácil, a mi juicio, la respuesta de aquellos teólogos cristianos que proyectan el esquema esponsal dentro del mismo ser divino. Por eso, antes de hablar del Hijo, engendrado por generación suprasexual han de aludir al Espíritu santo, como signo de la feminidad y maternidad del mismo Dios. De esta forma surge una nueva analogía divina originaria. Ciertamente, los teólogos que asumen esta perspectiva, como F. K. Mayr, precisan bien sus motivos y matices: ya no hablan de una vida divina de carácter ternario en la que todo está implicado, los dioses y los hombres; no vinculan cielo y tierra en matrimonio original. Ellos suponen que Dios es trascendente, divino por sí mismo, sin el mundo. Pero añaden que ha creado al hombre «a su imagen y semejanza, como varón-mujer» (cf. Gén 1,27). Por eso, el mismo Dios ha de incluir, de alguna forma, el aspecto femenino, en contra de una visión patriarcalista, influida en occidente por san Agustín, que ha interpretado la realidad de Dios en términos exclusivamente masculinos, alejados así de nuestra vida. Por eso debemos recuperar «lo femenino» de Dios.14

Sin implicar una visión de dualidad sexual, el Dios del AT ofrece rasgos paternos y maternos. Es materna la Sabiduría de Dios, como expresión de su cuidado por las cosas, de su amor y su presencia cariñosa entre los hombres. Materno es el Espíritu que actúa como fuerza alumbradora de vida y esperanza... Por eso, siendo Padre, como centro personal que actúa e interpela, Dios se muestra, al mismo tiempo, como Madre: es ámbito de vida personal, potencia de amor en que se arraiga nuestra historia. En esta perspectiva ha de trazarse nuevamente el signo trinitario, como misterio de paternidad-maternidad-filiación. La Trinidad no es un problema a resolver en clave de razones y argumentos: es misterio de vida en que nosotros nacemos y crecemos. Así puede afirmarse: «la encarnación de Dios en Jesucristo, en medio de una humanidad constituida de manera masculino-femenina, es el único principio hermenéutico de una teología trinitaria cristiana». 15

De esa forma, la realidad de María, engendradora histórica de Jesús, como mujer y como madre, aparece nuevamente proyectada hacia el abismo original de lo divino. Sabemos que la Trinidad es

  1. R. Guénon, La Grande Triade, Milano 1980, 18-22.

  2. F. K. Mayr, Trinitätstheologie und theologische Antropologie: ZTK 68 (1971) 427-477; Patriarchalisches Gottesverständnis: Th Quartal 152 (1972) 224-255, ha interpretado la Trinidad cristiana en clave de «esponsalidad intradivina».

  3. F. K. Mayr, Trinitätstheologie..., 474.

    un misterio, no problema de lógica formal; pero es misterio que «nos hace pensar» y que debemos pensar de una manera rigurosa. Por eso surgen las grandes preguntas: ¿cómo se relaciona la madre histórica de Jesús con ese aspecto materno de Dios que es el Espíritu santo? ¿cómo se relacionan, se oponen, distinguen y completan lo masculino y lo femenino de Dios? ¿son dos personas contrapuestas? ¿dos modos de ser de un único sujeto divino? ¿quién procede de quien (cuál de cual)? ¿o surgen ambos como expresión secundaria de un fondo primario presexual, donde no existen todavía diferencias? Todas estas son preguntas que expresó y, de alguna forma, resolvió la antigua gnosis. Son preguntas que siguen planteadas todavía allí donde se asume este esquema dualista (masculino-femenino) para hablar del Dios originario.

    Pienso que el haber llegado a este lugar, planteando los problemas de Dios con esta radicalidad, constituye un gran avance de nuestra teología. Según ella las cuestiones mariológicas no han surgido en la Iglesia por casualidad. Tampoco derivan de un infantilismo regresivo donde se requiere la figura o signo de una madre para aquellos que siguen viviendo sobre el mundo como niños, sin llegar a edad adulta. Los problemas que aquí hemos planteado nos sitúan en el fondo de la realidad, en el nivel fundante de las grandes cuestiones abismales, que en otro tiempo vino a plantear la gnosis.

    La gnosis intentaba descubrir un nuevo tipo de saber: quiso interpretar la realidad en fórmulas humanas, que estuvieran cargadas de sentido muy tangible, muy cercano. Por eso se valió del dualismo de los sexos y la generación originaria. En esa perspectiva situó la figura de María, mujer intradivina. Su postura nos parece interesante, pues destaca problemas que nos siguen importando todavía. Pero al llegar hasta el final resulta inaceptable, pues destruye la misma libertad y autonomía del hombre, al entenderle como un elemento del proceso trinitario. En contra de eso protestó ya desde entonces la mariología de la Iglesia 16 Pienso que ahora nos hallamos en una situación que es parecida. Por eso debemos plantear de nuevo la historia de María en relación con el misterio trinitario.

    2. Modelo freudiano. María y la ley del padre

    Al fijar las relaciones de María, mujer, madre y persona, con el misterio trinitario planteamos una cuestión que nos introduce de lleno en el centro de la teoría psicológica. Significativamente, a
     

  4. Cf. G. Söll, Storia dei dogmi mariani, Roma 1981, 65-77.

partir de los grandes concilios de la Iglesia y en especial desde san Agustín los temas de la Trinidad se han planteado en clave ontológica (proceso del ser) y mental (el hombre que se entiende y ama). De esa forma, los términos Padre e Hijo han perdido gran parte de su referencia original, familiar, convirtiéndose en signos de «otra cosa» más profunda que se expresaría en términos metafísicos y/o mentales. Evidentemente, lo materno queda así excluido del esquema trinitario.

Pues bien, el nuevo planteamiento, que nos reconduce al principio de la Iglesia, cambia ya la perspectiva. Sin renunciar a los avances posteriores de la teología, debemos retornar hacia su base: así podremos reasumir aquello que es más obvio y que por obvio se encontraba a veces olvidado: el sentido del Padre, del Hijo... y de la misma «madre», al menos porque se echa en falta dentro de la relación de Padre-Hijo. Para entender el sentido de esos términos, en la línea ya indicada por la historia de las religiones, nos valemos de la ayuda de la psicología. Ella ofrece, a mi juicio, dos modelos principales que nos pueden servir de punto de partida. Uno es de Freud, de carácter más paterno. Otro de Jung, más vinculado con la madre. 17

El modelo de Freud está marcado por la oposición entre naturaleza y cultura. Ciertamente, el hombre es un viviente de la naturaleza: un haz de instintos dirigidos hacia el placer (eros) y la agresión (thanatos). Pero esos instintos o pulsiones se humanizan y reciben su sentido personal en un espacio de cultura que está determinado por la ley del padre.

Como verdadero pensador, para expresar su intuición más honda, Freud ha utilizado el mito: para hacerse humano, el hombre debe superar el plano de pulsiones naturales (fondo animalesco), para acceder de esa manera a la cultura (realidad personal). En ese proceso tiene que desligarse de la madre, entendida como naturaleza omnipotente, protectora, que le mantiene en la inconsciencia. También tiene que matar al padre, entendido como imposición superior, ley que le obliga desde fuera, convirtiéndole en su esclavo. Sólo de esta forma puede alcanzar su libertad, se vuelve responsable y se realiza como humano.

Pues bien, llegando al fondo del esquema, descubrimos una diferencia radical. Para vivir en libertad, el hombre tiene que recuperar al padre, asumiendo su tradición y ley de una manera personal, no impositiva. La madre, en cambio, no se recupera: simbó-

17. Asumo la interpretación de A. Vázquez, Freud y Jung. Dos modelos antropológicos, Salamanca 1981.

licamente hablando, ella pertenece al plano de la naturaleza, que el hombre ha dejado para siempre; volver hacia la madre supondría retornar a la tierra del origen, que el Dios de la Biblia ha prohibido para los israelitas; la ley del Padre nos separa de la madre-tierra y nos dirige hacia otra tierra de la plenitud escatológica. 18

Freud emplea, por tanto, un tipo de esquema patriarcalista de carácter conflictivo, cultural. Así lo suponía ya en su obra Totem y Tabú, que dedicaba al gran problema de la antropogénesis. Conforme al «mito», había una madre-naturaleza que protege a los hombres en su seno de inconsciencia; pero el padre-ley, de tipo animalesco, ya imponía su poder transformador, haciendo sentir su peso en el conjunto de los hombres. Pues bien, en un momento determinado, la tensión se vuelve intolerable y los «varones» oprimidos (nunca las mujeres) se levantan contra el padre, asesinándole ritualmente. De ese asesinato surge la cultura: de pronto, esos varones, sin una ley superior y habiendo ya emergido de la madre naturaleza, se encuentran dueños de sí mismos, obligados a regular el sentido de su vida. Por eso, después de haber matado al padreanimalesco, tienen que recuperarlo en plano humano. Así lo divinizan, convirtiéndolo en Dios-ley, de tipo cultural, y proyectando en él los dos imperativos que les han constituido como humanos: prohibición del homicidio y del incesto. En esta línea debe destacarse un hecho muy significativo: la religión del padre-ley ha sido y es religión de varones que regulan su vida a través de un gran pacto sagrado: no matarse entre sí (dentro del círculo familiar-tribal) y dominar de un modo organizado a las mujeres (no adulterar). Como podrá observarse, no hay lugar para la madre sagrada, ni tampoco para la autonomía (social o religiosa) de las mujeres dentro del conjunto. 19

La misma historia se repite, según Freud, en el surgimiento de la religión israelita que estudia en Moisés y el monoteísmo. Un noble egipcio, llamado Moisés, educado en el monoteísmo de Amenofis IV, lleva hacia el desierto a un grupo de semitas (protoisraelitas), haciéndoles vivir de un modo muy intenso los principios religiosos de su Dios-Padre-ley. En reacción violenta, para liberarse de esa imposición del padre, los hebreos matan a Moisés. Pero, después de un profundo proceso de latencia, recuperan al Dios-

  1. Frente al héroe griego, Ulises, que después de un largo camino retorna hacia la tierra-madre, E. Levinas ha destacado la novedad del pensamiento judío, representado en Abraham, a quien Dios saca de la tierra para no volver a ella. Esta es, a mi juicio, la clave más profunda de sus dos grandes obras: Totalidad e infinito, Salamanca 21987; De otro modo que ser, o más allá de la esencia, Salamanca 1987.

  2. Cf. S. Freud, Totem y Tabú, Madrid 1975, 185s.

Padre asesinado, como principio de ley, base de existencia. Pues bien, a partir de esa experiencia de la ley, y fundado en un oscuro Jesús de Galilea, Pablo de Tarso ha logrado invertir el esquema, fundando a los cristianos. Ellos confiesan su culpa de haber matado al «Hijo» de Dios-Padre, a Jesucristo, descubriendo, al mismo tiempo, que ese Hijo les perdona, reconciliándoles con el Padre. De esa forma, en lugar de la religión israelita de la ley, dominada desde arriba por el Padre, ha surgido la religión cristiana del Hijo, explicitada como posibilidad de reconciliación entre los hermanos. 20

Nos hemos detenido en este esquema porque resulta extraordinariamente significativo y porque determina de forma poderosa nuestra cultura occidental. Tres son, a mi entender, los problemas que suscita y los tres están relacionados, de algún modo, con la figura de la madre que resulta aquí la gran ausente del esquema.

En primer lugar, la religión es, según Freud, el signo del despliegue cultural y simbólico del padre: es la expresión de una ley que suscita en el principio y luego fundamenta la existencia de los hombres. Ella pertenece al nivel de la cultura, no a la base de naturaleza. La madre, en cambio, se halla inmersa dentro del espacio de la naturaleza y, por lo tanto, carece de importancia religiosa. Ella no es ley que al hombre le humaniza: es la fuente y fuerza de la vida. Por eso, la verdadera religión emerge solamente cuando el hombre se desliga de «las madres», entendidas como diosas de la fertilidad, ídolos del cosmos que se encuentran reducidos al nivel de vientre-pechos (cf. Lc 11,27). En ese aspecto, como buen judío, heredero de la crítica antiidolátrica de los profetas, Freud nos ofrece una ayuda que debemos agradecerle: ha introducido la religión en el espacio donde el hombre se humaniza. Pero su postura plantea grandes interrogantes. ¿Se puede reducir la mujer-madre al plano de la naturaleza? ¿no habrá en la religión un elemento que nos lleve a superar aquel posible conflicto que enfrentaba naturaleza y cultura? 21

Personalmente, juzgo que la mujer es elemento cultural y debe introducirse, por lo tanto, en el principio del proceso religioso, allí donde los humanos han descubierto y experimentado su autonomía

  1. Id., Moisés y el monoteísmo, en Obras completas IX, Madrid 1975, 3292-3296, 3210s. Cf. M. García, Freud o la religiosidad imposible, Estella 1976, 64-78. Relee el tema en perspectiva teológica C. Duquoc, Cristología, Salamanca 51985, 436-442.

  2. Hemos planteado el tema, partiendo de R. Bultmann, en Experiencia religiosa y cristianismo, Salamanca 1981, 156-173, situando el hecho religioso en el espacio donde se supera la antinomia naturaleza-cultura.

personal frente a la naturaleza. Pero, al mismo tiempo, debo añadir que la religión no es simplemente consecuencia de la «proyección» de los humanos que emergen al nivel de la cultura; ella trasciende el ámbito de ley donde la ha visto Freud y nos sitúa en el espacio de realización y plenitud de la persona, como don de Dios y como encuentro gratuito entre los hombres.

En segundo lugar, Freud ha opuesto religión del Padre (judaísmo) y religión del Hijo (cristianismo). El judaísmo sería ley de un padre siempre trascendente que nos ha enseñado a ser humanos, superando el homicidio y el incesto. Por eso, cuando la ley vale en sí misma, interiorizada de forma autónoma en el hombre, cesa la exigencia religiosa, muere la ilusión del ser divino. Pudiéramos decir que, según Freud, la conclusión lógica del judaísmo sería el ateísmo, es decir, el descubrimiento de que no necesitamos por arriba ningún Padre inexistente. El cristianismo, en cambio, se hallaría más en línea de mística sagrada: nos haría identificarnos con el Hijo-Hermano asesinado que muere por nosotros y nos libra de la ira que está al fondo de la ley del Padre. Su palabra se vendría a interpretar en realidad como ilusión mística alejada de los verdaderos problemas de este mundo.

No queremos discutir aquí el valor de esa manera de entender el judaísmo y cristianismo. Nos interesa llegar hasta la hondura de cuestiones, que ahora deben entenderse en perspectiva trinitaria. ¿Hay que mantener hasta el final la oposición de Padre e Hijo? ¿el verdadero nacimiento de los hijos ha de hacerse siempre con la muerte plena del Dios Padre? Además ¿estamos condenados a entender la humanidad como una horda de varones sometidos que, después de haber matado al Padre, se encargan de ordenar la vida regulando el modo de intercambiar y poseer a las mujeres? Dos son, a mi juicio, los temas que debemos pensar con más hondura: el Padre no es la fuerza animalesca que se impone para quedar luego entendido como ley sustitutiva; entre el Padre y los hijos (Hijo) hay un lugar para la madre, que Freud no ha descubierto por prejuicio patriarcal y legalista.

Por eso, en tercer lugar, tenemos que replantear el tema de la Madre en el proceso de realización del hombre. Freud no le ha dado ninguna autonomía en su visión profunda. Todo su esquema se explicita como oposición de un Padre-Ley que nos domina desde arriba (judaísmo) o de un hermano, Hijo de Dios, que nos libera místicamente desde abajo. En su modelo no hay lugar para el amor paterno-maternal de donación que haga posible el surgimiento de un Hijo que se eleva como libre, en su camino sobre el mundo. Pues bien, en contra de eso, tenemos que decir que el Padre se presenta en la experiencia cristiana como engendrador: suscita en libertad al Hijo entre los hombres.

Una vez que situamos al Padre en ese plano descubrimos que él presenta rasgos muy cercanos a la Madre. No es el «animal» que nos vigila desde fuera y que nosotros tenemos que matar para sentirnos libres; no es la ley que proyectamos hacia arriba, para trazar un orden de existencia sobre el mundo. Dios es ante todo aquel que engendra. Es en ese aspecto Padre-Madre, no como dualidad de personas contrapuestas (lo masculino y femenino) sino como unidad fundante del misterio que nos hace nacer a la existencia. Por eso tenemos que dejar el judaísmo de la ley, para situarnos sobre el plano original del evangelio, allí donde Jesús se ha presentado como el Hijo de Dios-Padre.

Jesús no lucha contra el Padre, no le ha combatido, no tiene que matarle. Jesús vive plenamente siendo el Hijo: como aquel que ha recibido todo y todo lo administra, lo dispone como propio. Cesa así la lógica de la oposición que enfrenta, en el esquema freudiano, al Padre con el Hijo; deja de entenderse la existencia como lucha donde son incompatibles el uno con el otro. Hijo y Padre pueden y deben entenderse como unidos en el mismo Espíritu de Amor, que es vida compartida. Pues bien, desde este fondo viene a interpretarse la figura de María.

El cristianismo sabe que Jesús es Hijo de Dios dentro de la historia, esto es, en camino de realización que le vincula al conjunto de los hombres. Por eso nace de Maria. Significativamente, la tradición cristiana no habla de un padre humano de Jesús: su Padre es el mismo Dios del cielo que, conforme a lo indicado, es quien realiza la función de engendrador, apareciendo al mismo tiempo como Padre-Madre de Jesús el Cristo, en su nivel eterno. Pues bien, de una manera correlativa, tenemos que afirmar que en un nivel de historia, María la mujer ha realizado con Jesús función de madre-padre: es su engendradora total entre los hombres.

Esto significa que, en nivel original, no puede hablarse ya de Padre-Madre contrapuestos, como en los esquemas de carácter vitalista. En el principio no está la oposición de masculino-femenino sino el amor fontal que engendra desde el mismo seno de sí mismo. Tampoco puede hablarse de un Padre superior, que se convierte en ley, mientras la madre queda sometida, en el nivel de lo biológico. En el principio original está el Padre-materno, el Dios que engendra desde el fondo de su vida al Hijo Jesucristo. Pues bien, cuando ha llegado el culmen de la historia (cf. Gál 4,4), ese mismo Dios se manifiesta por medio de María, que es Madre-paterna. Es madre porque engendra y da la vida al mismo Jesucristo; decimos que es paterna porque lleva dentro de sí misma la Palabra y el Espíritu fundante de Dios Padre.

Al llegar a este nivel debemos comparar a Dios Padre con María. Dios no es Padre porque sea de sexo masculino ni tampoco porque deba oponerse en su función a la figura de una Madre que le complementa. Dios es Padre porque lleva dentro de sí mismo el fundamento total de la generación y engendra en donación de amor al Hijo. Pues bien, de un modo correspondiente, venimos a decir: María no es Madre por oposición al sexo masculino, porque ella no se viene a definir frente al varón; es Madre porque expresa humanamente el misterio paternal de Dios, porque realiza dentro de la historia el mismo engendramiento intradivino.

En esta perspectiva debe superarse una visión que contrapone los dos sexos. A Dios le llamamos Padre, sabiendo que es, al mismo tiempo, en una sola persona, padre-madre. María ha realizado su función histórica como mujer-madre; pero, en un sentido radical, ella es madre-padre y representa a todos los varones y mujeres dentro de la historia. De esto volveremos a tratar más adelante. Quede lo ya dicho como base que hemos querido explicitar partiendo de los presupuestos de la teoría psicológica de Freud.

3. Modelo jungiano. María en la cuaternidad

En una perspectiva muy distinta a la de Freud se mueve el modelo antropológico de Jung que vuelve a situarnos relativamente cerca de la historia religiosa ya estudiada. Para Jung, el hombre no es un ser que se define por la fuerza de la ley del Padre, teniendo que dejar así a la Madre que es Naturaleza para realizarse de manera individual o personal y conseguir su libertad. El hombre es ser del cosmos: tiene una energía psíquica, sagrada, que surge desde el fondo maternal, divino, de la naturaleza y que se va expresando y desplegando en cada uno de los individuos. Por eso, vivir humanamente significa recibir y actualizar desde la hondura más íntima del ser (el Selbst, sí mismo que nos fundamenta) la verdad de nuestra esencia. Nos hacemos a medida en que surgimos de la «madre», al tiempo que dejamos que ella misma surja y se despliegue por medio de nosotros: asumimos su potencia engendradora y la expresamos en forma personal, en un camino que está lleno de dificultades y nos va llevando de nuevo hacia el principio y fin sagrado donde culminamos.

El hombre se realiza, según eso, en un esquema de salida y de retorno: surge desde Dios (la madre original) dejando que Dios mismo se despliegue en su existencia; de esa forma se despliega como libre, volviendo a Dios de nuevo para culminar allí su realidad, hallar su esencia. Este es un esquema que resulta conocido y que se encuentra bien desarrollado en escuelas y grupos diferentes, desde el gnosticismo hasta la misma filosofía neoplatónica.22

Conforme a Jung nacemos de una especie de inconsciente divino colectivo. El inconsciente es divino como fondo poderoso y energía germinal de la que surge por despliegue toda nuestra vida. Es colectivo, pues se expresa en el conjunto de los individuos que tienen una historia común de pensamiento sobre el mundo, sea por transmisión (herencia) o por comunicación mutua (cultura). Por eso, el individuo no tiene que luchar contra una madre o padre para hacerse (como suponía Freud). Es todo lo contrario: el hombre debe permitir que la natura mater, el sí mismo (Selbst), florezca y se despliegue en su existencia, en un proceso que se va desarrollando desde el mismo principio de la historia. La energía psíquica o divina se despliega, se explicita y viene a hacerse consciente de sí misma por medio de los hombres, a lo largo de un proceso cultural y religioso que les lleva de las fuentes de su ser hasta la meta de su propia plenitud humana.

Pues bien, en este proceso de despliegue, donde el mismo ser de Dios se expresa y se realiza al expresarse, han jugado un papel muy importante los esquemas trinitarios, no sólo en sus modos antiguos de tipo biologista (padre-madre-hijo) sino en su forma más perfecta y elevada que ha sido hasta ahora la cristiana 23. En esta línea ha resaltado Jung un rasgo que resulta muy significativo: la Trinidad cristiana rompe los esquemas anteriores de padre-madre-hijo y viene a formularse, de manera paradójica, como padre-hijo-espíritu. De aquí se deben sacar dos consecuencias:

  1. Se supera el esquema sexual de Padre-Madre. Dios no se define ya como una simple oposición de sexos. De esa forma «una relación de tipo masculino (Padre-Hijo) es sustraída al orden natural y colocada en un lugar del que quedó excluido el elemento femenino». Dicho de otra forma: aquí no existe ya lugar para el aspecto materno-femenino.

  2. Se supera también el mismo rasgo antropológico: «entre Padre e Hijo surge un tercero que es Espíritu y no figura humana» 24. Esto significa que el despliegue simplemente humano queda roto y emerge un elemento diferente que recibe un nombre impersonal (o suprapersonal) como es Espíritu.

  1. Tengo en cuenta los análisis de A. Vázquez, Psicología de la personalidad en C. G. Jung, Salamanca 1981, 383-434.

  2. Cf. C. G. Jung, Ensayo para una interpretación psicológica del dogma de la Trinidad, en Simbología del Espíritu, México 1962, 231-245.

  3. O.c., 248.

    Jung piensa que con esto se supera el gnosticismo de carácter vitalista, con su imagen divina de familia (padre-madre-hijo) y se crea un equilibrio psicológico distinto, abierto hacia el Espíritu santo, que es «un tercero entre el Padre y el Hijo». De esta forma, la misma vida «produce como resultado de la tensión de la dualidad un tercero, que aparece como inconmensurable y paradójico... A diferencia del Padre y del Hijo, el Espíritu no tiene nombre ni carácter propio; es función, pero como tal la tercera persona de la trinidad».25

    Pues bien, el mismo Jung que ha visto este carácter paradójico de la trinidad, acaba interpretando esa novedad del Espíritu santo a partir de una visión en la que Dios aparece como «complexio oppositorum»: es, al mismo tiempo, oposición interna y superación de los opuestos. Así lo muestra el libro que dedica a la pregunta de Job por el sentido de la vida. El mismo Dios se viene a dividir internamente en el camino de la historia:

    Dios actúa por un lado en lo inconsciente, recibiendo el nombre y rasgos de Yahvé, como el Señor masculino y poderoso que truena desde arriba. Pero no olvidemos que ese arriba no está fuera sino al fondo de la misma energía psíquica del hombre que se va manifestando.

    Al mismo tiempo existe un Dios consciente, si es que se permite esa palabra. Ese Dios es la conciencia de Job, es su razón pensante que plantea unas preguntas radicales al Dios de la inconsciencia. Precisamente en esa oposición de rasgos se desvela el misterio radical de lo divino dentro de la historia.

    Para contestar a las preguntas que Job ha planteado desde el fondo de su racionalidad sufriente, el mismo Dios supremo, el Yahvé del AT, tiene que encarnarse, introduciéndose en el mundo asumiendo de esa forma sus contradicciones 26. Ya no está mirando las cosas desde arriba, no pretende resolver los problemas por la fuerza, como hacía al fin del libro de Job. La lucha de la historia, con sus oposiciones, viene a realizarse según esto dentro del gran todo que es el mismo ser de lo divino.

    Podemos ya trazar las diferencias con respecto a Freud. Freud actuaba como buen judío, interpretando a Dios desde el transfondo de una ley que, pareciendo trascendente, se impone desde arriba (como padre) en la vida de los hombres. Jung, en cambio, empieza por mostrarse como buen cristiano, destacando así la encarnación de Dios en Jesucristo. Pero pronto descubrimos que su cristianismo
     

  4. O.c., 270-271. Cf. A. Vázquez, Los símbolos familiares de la Trinidad según la psicología profunda, Salamanca 1980, 23-28.

  5. C. G. Jung, Respuesta a Job, México 1964, 71-90.

viene a interpretarse en un molde pagano: asume la totalidad divina del cosmos, con sus contradicciones internas, que aparecen también como divinas. Es muy significativo el hecho de que Jung nos invite a superar el esquema trinitario de la Iglesia que a sus ojos sería insuficiente:

El esquema trinitario se centra, según Jung, en una dualidad de términos opuestos que, enfrentados mutuamente, se mantienen siempre en forma de equilibrio inestable. Por eso suscitan un tercero que también es inestable: surge de la dualidad pero no la «soluciona», no resuelve su tensión ni responde a sus desequilibrios. El Dios cristiano, siendo trinitario, no logra descansar en sí mismo y deja fuera elementos muy importantes de la realidad que aparecen así como contrarios a la plenitud de Dios, como creador.

El esquema cuaternario consta de dos dualidades que están reconciliadas entre sí y descansan en una plenitud donde se incluye todo. La Trinidad está hecha de «rechazos»: sólo existe en la medida en que expulsa fuera de sí otros elementos, que ella considera no divinos. Por el contrario, la Cuaternidad está formada de «aceptaciones»: dentro de ella cabe todo el ser de lo divino y de lo humano, es decir, la totalidad sagrada de la realidad.

Gran parte del pensamiento de Jung está centrado en la justificación y descripción de esa cuaternidad divina en la que viene a introducirse todo, en un camino de reconciliación universal de los cielos y la tierra, del pasado, del presente y del futuro, de los dioses y los hombres. La realidad es una especie de gran madre: de ella surge todo, en ella encuentra consistencia, hacia ella vuelve en un proceso en el que nada se crea ni destruye, pues el todo permanece siempre al fondo inalterable. En esta perspectiva descubrimos a María como miembro de la cuaternidad divina 27. Ella constituye uno de los elementos fundamentales de eso que podríamos llamar la reconciliación de Dios. Para explicitar mejor su contenido y su función queremos situarla en la línea de los otros esquemas de cuaternidad que el mismo Jung propone en sus escritos:

1) Hay una cuaternidad que podríamos llamar diabólica no porque es mala sino porque ella incluye al mismo Diablo. El Diablo había sido el gran expulsado, aquella realidad que permanece fuera del círculo divino. Pues bien, en un momento determinado del proceso conceptual de Dios, los hombres reconocen que también el Diablo (el mal) es parte del mismo ser divino. Dios lo asume dentro de su gran totalidad sagrada, formando así una Cuaternidad que tiene los siguientes elementos: 28

  1. O.c., 114-118; Id., Ensayo..., 275-295.

  2. C. G. Jung, Ensayo..., 281-289; Id., Respuesta..., 119-121.

     

  1. Dios-Padre como principio masculino, en la línea del Yahvé del AT y del dogma cristiano.

  2. La Madre-Sabiduría, como el aspecto femenino de Dios, que a veces se asimila al Espíritu santo y otras se encuentra ligado con María.

  3. El Hijo-Bueno, que es Cristo, como expresión de la creatura perfecta, en su desarrollo individual y ético.

  4. El Hijo-Malo, que es el Diablo. Ese Diablo no es perfección en el sentido moral, pero es plenitud: pertenece a la totalidad de Dios como unión de los opuestos. Sólo en el momento en que el hombre reconoce el mal como divino puede reconciliarse consigo mismo y con la historia.

2) Hay una segunda cuaternidad que llamaremos creatural, porque resalta el carácter divino de eso que llamamos cosmos, creación externa. En el momento actual de imperfección, determinado por los esquemas trinitarios, pensamos que el mundo no es divino, sino contrario a Dios. Pues bien, cuando lleguemos hasta el fin y descubramos el sentido de la totalidad de Dios, veremos que el mundo es igualmente realidad divina. Surge así la siguiente cuaternidad: 29

  1. Dios Padre, en su trascendencia originante.

  2. Dios Hijo, a quien se ve también como trascendente, engendrado en la misma eternidad divina.

  3. Dios-Espíritu santo, como superación no personal de la dualidad que forman Padre-Hijo.

  4. El Dios-mundo o creatura que antes parecía separada de Dios y que ahora encuentra en Dios su plenitud; ella puede presentarse como una ampliación cósmica del mismo Hijo divino.

3) Hay, en fin, una cuaternidad mariológica que, a juicio de Jung, ha sido destacada por los cristianos de tendencia ortodoxa y católica. Ellos han visto que María, creatura y mujer, viene a introducirse en el espacio y ser de lo divino. No es persona de la Trinidad, como algunos tenderían a decir desde una perspectiva dogmática cristiana. Ella es, más bien, un elemento de la cuaternidad divina donde todo está integrado. Junto al Padre-Hijo-Espíritu, María viene a presentarse como la mujer-creatura que Dios mismo asume en su misterio intradivino: «La assumptio Mariae es no sólo un preparativo para la divinidad de la Madre de Dios, sino también para la cuaternidad». «Las nupcias... (finales) tienen lugar en el cielo... Unicamente en los últimos tiempos se cumplirá la visión de la mujer vestida de sol. El papa, reconociendo esta verdad, y evidentemente movido por la acción del Espíritu santo, ha proclamado con gran asombro de los racionalistas, el dogma de la Assumptio Mariae».

Este es, según Jung, el dogma de las nupcias finales del gran Dios que viene a reconciliar dentro de sí mismo toda creatura del cielo y de la tierra. Dios supera el mal como lo opuesto, lo alejado y pervertido y lo introduce dentro de su mismo círculo divino:

  1. Cf. A. Vázquez, Los símbolos..., 44-53.

  2. C. G. Jung, Ensayo..., 281; Id., Respuesta..., 118.

en este aspecto, podríamos decir que el mismo infierno forma parte de la cuaternidad total divina. Dios introduce dentro de sí a la creatura que antes parecía separada, desgajada, condenada a su propia finitud: de esa manera, nuestra tierra se convierte, al fin, en cielo. Finalmente, Dios asume a la mujer-María que, como femenina, parecía desligada de un misterio interpretado en moldes masculinos. María es, según eso, un elemento de la gran reconciliación universal en la que Dios, misterio de bodas, viene a presentarse como unión de opuestos, todo en todos. Por eso, en el momento actual de nuestra historia, su figura coronada en gloria es signo y anticipo de la gran plenitud escatológica, divina:

Vivimos todavía en un tiempo de crisis, reflejado por la misma Trinidad cristiana donde el Espíritu aparece separado de este mundo y el mismo encuentro del Hijo con el Padre no ha encontrado todavía su descanso, no ha llegado a culminar del todo. Este es un momento de violencia, guerra y muerte, como vienen a indicarlo las recientes conmociones de la historia que son precisamente un signo de este desenfoque masculino, trinitario, de nuestra realidad aún incompleta.

Pero esperamos el despliegue final de lo divino, el equilibrio de la cuaternidad, cuando María y con ella el mismo mundo (el cosmos y lo malo) vengan a incluirse en el pléroma de Dios, el todo ya cumplido 31. No se trata, según eso, de que el bien triunfe de lo malo; no se trata de ninguna lucha ni victoria. En la reconciliación final de Dios se incluye también el elemento malo, los aspectos negativos y oscuros de la vida, que reciben su sentido dentro del misterio total de lo divino.

Jung ha pretendido interpretar de esa manera la visión cristiana de María, desvelando precisamente aquello que los fieles de la Iglesia católica veneran sin saberlo cuando dicen que la Virgen ha sido elevada por Dios al misterio más íntimo del cielo. Pues bien, debo afirmar que si seguimos a Jung en esta forma de entender la gloria de María tenemos que pagar por ello unos costes demasiado elevados. a) En un primer momento, no deja de ser sospechoso el dato de que la mujer venga incluida en el mismo lugar estructural que corresponde a la materia, creatura y Diablo. Ella parece representar a la materia frente al espíritu, a la creatura frente al creador, al mal frente al bien. Es cierto que, después, se la diviniza, como se diviniza a sus acompañantes; pero debemos preguntarnos si era justo haberla colocado primero donde estaba. b) En segundo lugar, Jung diviniza a la mujer como arquetipo, reflejado por María, pero eso nos pudiera alejar de las mujeres

31. Cf. A. Vázquez, Psicología de la personalidad en C. G. Jung, Salamanca 1981, 308-340.

concretas de la historia. Más que la mujer en sí, y mucho más que una mujer concreta que se llamó María, parece interesar la visión de la feminidad, como elemento estructural del todo sagrado. c) Por eso, la redención de la mujer consiste en el descubrimiento de su divinidad, dentro del gran «pléroma» sagrado, en la Cuaternidad. Ahora ella parece expulsada del paraíso de Dios (de la totalidad); sólo al final será asumida, subirá a los cielos, de tal forma que podría decirse «entonces será vencido el último enemigo... y Dios será todo en todos» (cf. 1 Cor 15,26-28).

Hemos citado con cierta extensión esta teoría de Jung porque ella quiere presentarse como un comentario psicológico del dogma católico de la Asunción de María a los cielos. Lo confiesen o no, los católicos habrían superado ya la perspectiva trinitaria, introduciendo en la cuaternidad de Dios la misma historia de este cosmos, tal como ella viene a condensarse por María. Pues bien, en contra de eso, debemos asentar con toda fuerza los principios del dogma de la Iglesia:

María sigue siendo humana: la Iglesia no ha querido convertirla en diosa, haciendo que ella sea un elemento de la gran Cuaternidad divina, sino que la concibe siempre como humana, creatura personal que por la gracia de Dios se ha introducido en el misterio trinitario: está elevada al cielo. La visión divina de María, como un elemento de la Cuaternidad de Dios, no supondría en realidad misterio alguno, porque todo sería misterioso en una especie de nuevo panteísmo paganizante del cosmos y la historia. La grandeza de María consiste en que ella, siendo humana, está implicada en el despliegue personal, la realización trinitaria, del mismo ser divino.

María forma parte de la historia, en el sentido más profundo y radical de la palabra. Ha brotado de Dios y, siendo creatura, viene a presentarse frente a Dios, en actitud de libertad y autonomía. La grandeza de su vida está precisamente en la palabra que ella puede pronunciar y ha pronunciado desde el mismo centro de la historia, respondiendo así al deseo de Dios y haciéndose a la vez corresponsable con Dios en el misterio de la encarnación de su Hijo Jesucristo. María es creatura de la historia que se vuelve de tal forma personal y libre que, por gracia de Dios, puede colaborar con ese mismo Dios en un camino de creación/liberación definitiva.

Pienso que en el fondo de todos los intentos de Jung, tan respetuosos por un lado frente al dogma, hay un intento más o menos latente de repaganización del cristianismo, que puede situarse en la línea del famoso «cuadrado» (das Geviert) de M. Heidegger. Aquí como allí, lo divino se concibe en forma de totalidad donde se incluyen cielo y tierra, hombres y dioses. En ese pléroma sagrado se introducen Padre y Madre, el Espíritu y el Mundo. Pero así se destruye la novedad cristiana que concibe la historia como creación, camino en que los hombres se realizan como libres. Se diluye lo más hondo: la autonomía del hombre que no estaba previamente realizado y debe hacerse, en diálogo con Dios, el fundamento y compañero de su vida.

El cristianismo es, ante todo, fe en la creación: Dios nos hace de tal forma que nosotros mismos tenemos que asumir nuestra existencia para realizarnos, de manera que podemos rechazar la creación, negarnos frente a Dios por el pecado, o realizarnos en ámbito de gracia. En esta línea se sitúa la palabra de María, su inserción personal en el misterio trinitario, como luego indicaremos. Pues bien, en contra de eso, Jung destaca nuevamente la totalidad sagrada de un Dios abarcador que incluye todo, como proceso de vida en el que nada puede ser creado; el esquema ternario de las viejas religiones paganas queda de esa forma sustituido por un nuevo y más alto paganismo de la Cuaternidad del cosmos sagrado.32

Pues bien, en contra de eso juzgo que resulta absolutamente necesario mantener el esquema trinitario de la revelación cristiana. Es un esquema donde, en contra de Jung, acentuamos la trascendencia de Dios sobre la historia, resaltando al mismo tiempo la realidad de la historia que brota de ese Dios que nos trasciende. Precisamente dentro de esa historia humana descubrimos a María, la madre de Jesús. Por eso, ella no puede interpretarse como elemento intradivino de la cuaternidad sacral; más bien, una persona humana que, por gracia de Dios y por fidelidad propia, viene a introducirse (como creatura) dentro del mismo despliegue histórico de la Trinidad trascendente.

Y con esto podemos terminar nuestras consideraciones psicológicas. Tanto Freud como Jung parecen haber devaluado a la mujer concreta que vive en la historia. Para Freud, la mujer pertenecía al plano de la naturaleza: es difícil descubrir su realidad como persona, en un mundo dominado por la ley del Padre y de sus Hijos, los varones. Ella se mueve en un nivel de mercancía: es el objeto primero del deseo y posesión de los «señores» del mundo, los varones. Evidentemente, la figura cristiana de María que dialoga con Dios ha superado ese esquema patriarcal, masculinista, de la vida humana. Para Jung, en cambio, la mujer es signo de la totalidad original de donde provenimos, como un todo del que brota nuestra vida en su despliegue; pero ahora, dentro de la

32. Este juicio sobre la cuaternidad en M. Heidegger ha sido emitido por E. Levinas, Totalidad e infinito, Salamanca 21987, 69-71.

historia, las mujeres concretas continúan dominadas, de manera que sólo al fin, cuando se alcance la reconciliación pleromática, asumirán su ser divino, en la Cuaternidad supratrinitaria. De esa forma, para hacerse finalmente diosa María debería perder sus elementos concretos de mujer dentro de la historia.


II. MARÍA, CREATURA DE DIOS

1. En la Trinidad económica

Hasta ahora hemos planteado el tema de manera introductoria, desarrollando sus implicaciones en un plano de historia de las religiones y en línea de visión psicológica del varón y la mujer. Hemos podido observar cómo el problema de las relaciones de María con la trinidad nos situaba dentro de una temática muy honda que desborda las fronteras de la confesión cristiana. Pues bien, volvamos ahora al cristianismo y precisemos lo que significa el hecho de que una mujer, María, se halle estrechamente vinculada al misterio trinitario.

En un primer momento, para plantear el tema, debemos recordar la unión que existe entre trinidad inmanente (intradivina) y trinidad económica, es decir, la que se expresa en la historia de la salvación. En otro tiempo se tendía a separar los dos momentos: Dios es Trinidad en sí, como misterio puramente interno; pero en lo externo actúa sólo como esencia absoluta, sin personas. Pues bien, en contra de eso, K. Rahner ha mostrado, de manera a mi juicio irrefutable, que Dios actúa, en su economía, tal como él es, en su inmanencia 33. Esto significa que inmanencia y economía se identifican, de manera profunda y misteriosa, siendo, sin embargo diferentes, como son diferentes la eternidad del Dios en sí y el tiempo de su actuación en lo creado.

Esta temática nos lleva al centro de la fe cristiana, allí donde afirmando que María es Madre de Cristo, Hijo encarnado, aseguramos que ella es Madre del mismo Hijo de Dios, es Theotokos, como ha confesado el concilio de Efeso. María es más que Madre de un hombre de la historia (el Cristo): siendo mujer en el tiempo es Madre del Hijo eterno de Dios y habita de esa forma en el misterio trinitario, sin identificarse sin embargo con Dios, sin hacerse una persona de la Trinidad.

33. K. Rahner, Escritos de teología IV, Madrid 1962, 125-127; El Dios trino como principio y fundamento transcendente de la historia de la salvación, en MS, Cristiandad, Madrid 1969, II, I, 370-371.

Sorprendidos, quizá desbordados por la paradoja de esta afirmación algunos teólogos parecen buscar salidas nuevas. En un cierto momento, llevando hasta las últimas consecuencias un posible discurso de P. Schoonenberg, se podría decir: a) No sabemos la manera en la que Dios es trinidad en sí mismo, en su círculo inmanente; b) Dios se muestra como Trinidad al encarnarse, cuando aparece Jesús como persona o sujeto plenamente humano, abriendo un campo nuevo de relaciones personales con el Padre y el Espíritu santo. En esta línea, elaborando de forma consecuente los presupuestos anteriores, pienso que se debería decir lo siguiente: a) María, como Madre de Jesús, pertenece a la Trinidad económica, es decir, al despliegue histórico de Dios, que es Trinidad revelándose a sí mismo; b) De la relación de María con la Trinidad inmanente no podemos decir nada. María se cierra en nuestra historia, no roza el nivel de la eternidad divina. 34

En una línea convergente, pero más desarrollada, viene a situarse el pensamiento de J. C. Dwyer que ha distinguido bien dos planos de la realidad divina. En nivel de ternidad, Dios no se puede tomar como personas: lo que en él hallamos son hipóstasis distintas, tres maneras de ser, tres modos de subsistencia del único sujeto divino. Sólo a nivel de economía las hipóstasis se vienen a mostrar como personas: en ese aspecto, Jesús es la persona humana de la hipóstasis divina (eterna) del Logos de Dios, al que llamamos Hijo. En una perspectiva puramente trinitaria esta postura pudiera parecernos impecable, pues asume los términos antiguos de «hipóstasis» o modos que tiene al subsistir el único ser divino. Pero resulta más difícil de aceptar en línea cristológica: el Hijo, que era hipóstasis divina (impersonal), se haría persona (humana) al encarnarse; de esa forma se abriría un tipo de vacío entre el Hijo en sí y el Hijo humanizado en Jesucristo. Aplicado eso a un plano mariológico habría que decir: María es Madre de la persona humana de Jesús, pero no de la hipóstasis divina del Hijo eterno. 35

No hemos querido citar estas posturas por afán de novedad ni por deseo de crítica. Situadas a esta altura, las críticas debieran ser prudentes y escasos los juicios, pues estamos en las mismas puertas del misterio, donde todo juicio acaba siendo peligroso. Sin embargo, a pesar de los valores de Schoonenberg y Dwyer, pienso que sus perspectivas deben ser clarificadas: Jesús no es una especie de persona humana que se añada a la hipóstasis eterna (imperso-

  1. Cf. P. Schoonenberg, Un Dios de los hombres, Barcelona 1972, 94-99.

  2. Cf. J. C. Dwyer, Son of Man and Son of God, New York 1983, 77-98. He planteado el tema en Hijo Eterno y Espíritu de Dios, Salamanca 1987, 25-38.

    nal) del Hijo intradivino; es la historia y vida humana del mismo Hijo de Dios, que es persona intradivina 36. Por eso, María no es Madre de un hombre Jesús que ha surgido a partir de la segunda hipóstasis de Dios; es Madre del mismo Hijo eterno.

    Al llegar aquí, el misterio sólo puede expresarse en forma paradójica: es misterio verdadero que trasciende nuestro logos y lenguaje. Por eso hay que decir, al mismo tiempo, dos afirmaciones que en un primer momento pueden parecer contradictorias. a) Por un lado, Jesús-Hijo vive y se realiza sin María, en su nivel de eternidad intradivina en relación de amor hacia Dios Padre, en la unidad del mismo Espíritu. b) Pero, al mismo tiempo, debemos añadir: Dios ha querido que Jesús-Hijo realice su misma filiación eterna y trinitaria dentro de la historia, por medio de María. No es una segunda filiación lo que aquí hallamos: no es un nuevo Hijo de Dios el que ahora nace. El mismo Hijo divino, siempre eterno, nace ahora y por siempre de María. Esto significa que María, siendo una mujer de nuestra historia, pertenece a la realización histórica (económica) de la misma filiación eterna (inmanente) del Hijo de Dios. 37

    Esto es en realidad lo difícil, es lo misterioso. Fácil resulta decir que María es eterna, divina, y como tal Madre del mismo Hijo de Dios, por siempre vivo. Fácil sería afirmar que sólo es madre del Cristo temporal, como las otras mujeres de la tierra. Lo difícil, plenamente paradójico, es aquello que ahora confesamos con la Iglesia: Dios Padre expresa y realiza históricamente, por medio de María, su misma paternidad eterna; su propio Hijo primigenio, intradivino, comienza a nacer en la historia y nace para siempre por medio de María; el Espíritu de la paternidad-filiación, que eternamente vincula al Padre con el Hijo, empieza a vincularles ahora, en el tiempo de la historia, a través de la palabra y persona de María.

    Esto significa que la trinidad económica es la misma Trinidad inmanente o proceso eterno de Dios que empieza a realizarse ahora dentro del camino de este mundo. El encuentro de amor es el mismo, las personas las antiguas. Pero ahora se encuentran y aman dentro de la historia. Eso significa que la eternidad de Dios no se puede oponer a su historia (economía) como se oponen y limitan realidades que se mueven en un mismo plano. Por definición, la
     

  3. Cf. A. Grillmeier, Gesú il Cristo nella jede della Chiesa, Brescia 1982, I, II, 871-881.

  4. Sobre la exigencia de replantear el tema de la identidad y diferencia entre trinidad inmanente y económica, cf. G. Lafont, Peut-on connaitre Dieu en Jésus-Christ?, Paris 1969; Id., Le Dieu, le temps et l'étre, Paris 1986.

Trinidad inmanente es aquel misterio de amor intradivino que (existiendo en sí, como principio de los tiempos) puede explicitarse y realizarse plenamente dentro del tiempo, es decir, como trinidad económica. Pues bien, la posibilidad concreta de realización económica de la Trinidad inmanente se llama María. Ella pertenece al despliegue temporal de la Trinidad eterna. Esto implica, a mi entender, tres grandes consecuencias que condensaremos de un modo sencillo:

a) Dios es trascendente con respecto a los procesos vitales, psicológicos del mundo. Por eso, su inmanencia no se puede explicar como la vida fundante (padre-madre-hijo) que nosotros proyectamos hacia el plano más íntimo del cosmos, en contra de la perspectiva religiosa ya indicada. Tampoco le podemos entender como principio y meta de una Cuaternidad sagrada en la que todo vendría a consistir, según otros autores. Siendo trascendente al mundo, Dios es inmanente en sí mismo: tiene vida interna, sin necesidad de desplegarse o realizarse en el proceso cósmico.

b) Dios es personal, es comunión de personas en su misma vida eterna. Las posturas anteriores tienden a entender la personalidad de Dios en relación al mundo, en el proceso de despliegue y repliegue de este cosmos. Pues bien, desde el momento en que nosotros descubrimos ya la autonomía de Dios como viviente, nos vemos invitados (casi obligados) a expresar su personalidad intradivina en forma de amor compartido, de encuentro entre personas. Este es el corolario que deriva tanto del análisis de Dios (su autonomía interna) como del modo de entender las creaturas (que aparecen como no divinas). 38

c) Maria es creatura y es persona. Es creatura, es distinta del Dios trascendente; por eso, ella existe y se hace en el tiempo. Es persona en la medida en que, surgiendo de Dios y dependiendo de él, consigue mantener su autonomía: puede sostenerse a sí misma y decidir sobre el sentido de su vida, en relación de diálogo y amor con lo divino (con el Padre, el Hijo y el Espíritu santo). Sólo llega a ser persona aquella creatura que, asumiendo su propia dependencia, se realiza, sin embargo, de manera libre: dialoga respondiendo a las personas trinitarias y se hace de esa forma responsable de sí misma.

Dios es personal en sí, no necesita de los hombres o del mundo para serlo. Es personal como diálogo de ofrenda y acogida, de llamada y respuesta en comunión de amor del Padre, el Hijo y el

38. Ha resaltado el tema J. L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación, PT 24, Santander, 133-139.

Espíritu. Ese Dios trinitario, realizando en sí la plenitud del ser, no es excluyente ni egoísta. Todo lo contrario: quiere que en su propia plenitud haya lugar para otros seres que se incluyan en su mismo encuentro personal de amor, surgiendo así como personas. Pues bien, la primera creatura que se eleva y se realiza plenamente como persona (humana), al interior de ese misterio trinitario, en referencia al Padre, Hijo y Espíritu santo es María.

En esta perspectiva tenemos que decir que Adán no es todavía radicalmente persona, ni lo es Eva, ni tampoco los profetas que avanzaban en línea de esperanza. Ellos se encuentran en camino, no han llegado a ser personas en el pleno sentido teológico del término y sólo pueden serlo por el Cristo, que es Persona intradivina (Hijo de Dios) dentro de la historia. Pues bien, la primera de todas las personas creadas, que deciden su ser y se realizan como humanas dentro de la historia, es María, la madre de Jesús. Ella es primera porque surge en relación directa con el Padre, participando humanamente en su paternidad divina; es primera porque vive en comunión total de diálogo y amor con Jesucristo, el Hijo; es primera porque se deja iluminar por el Espíritu.

Debemos precisar bien los motivos. Cristo es persona por ser Hijo de Dios en nuestra historia: no es, por tanto, una persona humana, un nuevo sujeto, un individuo autónomo y distinto que se eleva frente al Padre, el Hijo y el Espíritu. Es el mismo amor-persona del Hijo de Dios que se vuelve humanidad, que se hace historia, para realizar entre nosotros su misterio eterno. María, en cambio, es persona porque, siendo una mujer de nuestra historia, una creatura, vive en diálogo de amor y libertad con el misterio trinitario. Por tradición teológica sabemos que el ser de la persona consiste precisamente en la capacidad de relación 39. Pues bien, María es persona, estrictamente hablando es la primera persona de la humanidad, porque ella ha mantenido un diálogo de amor-ser con cada una de las personas trinitarias, haciendo así posible que también nosotros dialoguemos con Dios por la encarnación de su hijo Jesucristo que es el mismo Hijo de Dios intradivino.

Esto nos sitúa más allá de todos los procesos vitales o ternarios de este cosmos, más allá de los posibles equilibrios (de cuaternidad) de nuestra mente. Esto nos lleva al centro de la historia, precisamente hasta el lugar en donde Dios ha decidido fundar y establecer su humanidad definitiva, a partir del nacimiento y de la cruz de Jesucristo, el Hijo. Pues bien, precisamente allí encontramos a

39. Cf. W. Kasper, El Dios de Jesucristo, Salamanca 21987, 327-330, donde asume las posturas conocidas de H. Mühlen y J. Ratzinger sobre el tema.

María, como primera persona de la historia. La primera persona de la Trinidad se llama Padre, por ser fuente de amor de donde brota el Hijo, en el Espíritu. Por Jesús, Hijo encarnado, la primera persona de los hombres es María, su madre, puesto que ella, siendo humanidad creada, creatura libre, ha mantenido un diálogo de amor perfecto con el Padre y el Hijo en el Espíritu; de esa forma ha abierto para todos los hombres (incluido Adán y Eva) el camino de la vida personal, es decir, la posibilidad de salvación definitiva. 40

2. Como mujer, ¿feminidad trinitaria?

A lo largo de este libro ha ido surgiendo el tema de lo femenino en relación con el misterio trinitario: la mujer-madre como elemento fundante del proceso vital ternario (padre-madre-hijo); la mujer-arquetipo como culminación del equilibrio de la cuaternidad (pare-hijo-espíritu-madre); la mujer-María como madre histórica de Jesús y primera persona de la humanidad, en su apertura hacia el misterio trinitario.

Todos estos elementos nos invitan a plantear el tema, al menos de manera inicial y tanteante. Nos hallamos en una encrucijada de caminos donde vienen a encontrarse de algún modo todos los aspectos e intereses de la humanidad, en su apertura a Dios y hacia el futuro de la historia: influye el sentido teológico de la posible feminidad de Dios, el tema cristológico de su realización como varón o como humano, el tema eclesial de la dignidad de la mujer y su posible ordenación como ministro de la eucaristía, etc. Ciertamente, no podemos exponer uno por uno esos problemas. Pero pienso que debemos enfocarlos en clave trinitaria, en línea abierta hacia María. Sólo así podremos cumplir la intención de este trabajo. 41

Tres son, a mi juicio, los modos en que puede plantearse el tema. Ellos dependen de la forma de entender la Biblia y también de la manera de enfrentarse ante la vida. Hay una lectura jerárquico-patriarcal que, quizá inconscientemente, ha definido a Dios en forma de varón y mira a todos los hombres a manera de mujer, su esposa. Hay otra lectura igualitario-dualista que toma a la mujer-varón como elementos del único misterio, distinguiéndolos en

  1. Pensamos que así puede aplicarse, en forma de teología personal, el pensamiento elaborado por la teología en referencia al tema de la gracia. Cf. J. Alfaro, Cristología y antropología, Madrid 1973, 227-344. Mi postura está cerca de J. Zizioulas, L'étre ecclésial, Genve 1981, 23-55.

  2. Presenta el tema S. de Fiores, o.c., 398-435.

    forma complementaria. Hay, en fin, una lectura mesiánica-personalista que interpreta la relación varón mujer en clave de historia que pasa, como una mediación temporal, mientras llega la plenitud del reino en que no existe ya varón-mujer como diferentes por su sexo sino como personas.

    La lectura jerárquico-patriarcal parece estar fundada en una determinada interpretación de Gén 3,4-25: Dios creó primero a Adán-Varón y sólo después hizo surgir de su costilla a Eva, la mujer, para «ayudarle» en la tarea de la vida y la reproducción. Lógicamente, en todo el AT, Dios se viene a presentar como masculino, en sentido patriarcal: es Padre que origina la vida y es Marido que cuida y acaricia, desde arriba, a su mujer-amada. Fijemos bien el dato: en esta perspectiva se entremezclan las funciones de Padre y de Marido, haciendo que así surja una visión esponsal, asimétrica, de las relaciones religiosas; Dios recibe forma-signo de varón y el pueblo entero de mujer, su esposa 42. La dualidad sexual se vuelve así elemento religioso.

    Este mismo simbolismo ha recibido en la escuela paulina una lectura cristológica. Se dice así que «Cristo es cabeza de todo varón y el varón es cabeza de la mujer». El varón «es reflejo de la gloria de Dios; la mujer, en cambio, es reflejo del varón». Por eso se añade, de forma misteriosa: «no proviene el varón de la mujer, sino la mujer del varón» (1 Cor 13,3.7-9). Estos elementos han sido reasumidos y recreados, de una forma mística, en la carta a los Efesios: el varón es cabeza de la mujer, como Cristo cabeza de la Iglesia. Cristo es varón por excelencia, el gran esposo de una humanidad que ahora ha llegado a recibir en plenitud su esencia femenina, como esposa de las bodas mesiánicas (Ef 5,22; cf. ApJn 21-22). 43

    Esta lectura nos parece bella y dolorosa, en un sentido histórico. Es bella porque en otro tiempo ha valido para destacar la cercanía de Dios que, como esposo, ama a los hombres. ofreciéndoles su vida. Una larga experiencia mística interpreta la vida de los hombres (varones y mujeres) como alianza escatológica de bodas con un Dios de amor, esposo, que nos sobrepasa y al mismo tiempo viene a estar con nosotros. En esta línea, María, mujer de las bodas de Jn 2,1-12 podría presentarse como signo de la humanidad esposa de Dios. 44
     

  3. Sobre la visión de Dios como masculino-femenino en el AT, cf. Ph. Trible, God and Me Rhetoric of Sexuality, Philadelphia 1979; R. Radford Reuther, Sexism and God-Talk, London 1983.

  4. Cf. E. S. Fiorenza, In memory of Her, London 1983, 218-284.

  5. Reasumo ahora lo que he dicho sobre la relación varón-mujer en Ios taps. 7-8 de este libro. Cf. E. Tourón, María, icono del Espíritu: Communio 8 (1986) 37-46.

Pero esta lectura es dolorosa y peligrosa, si es que quiere mantenerse en el momento actual. Debemos recordar que en ese simbolismo mujer somos todos, no sólo las mujeres. Por eso, superando e invirtiendo la lógica paulina (o deuteropaulina) no podemos decir ya que «las mujeres se sometan a sus maridos», porque así volvemos a meter la división dentro de la historia. Todos, varones y mujeres, formamos la unidad humana, como el mismo Pablo debe reconocer al final de un argumento atormentado (cf. 1 Cor 11, 11-12) y como ha proclamado de forma programática en su gran declaración bautismal de Gál 3,28 que luego citaremos. La dualidad esposo-esposa pierde su sentido jerárquico en la Iglesia.

Por eso pienso que este bello simbolismo debe aceptarse solamente en forma histórica, como elemento de un pasado cultural que ya hemos superado. Así me parece fuera de camino bíblico y teológico el argumento de aquellos que traducen este simbolismo dentro de las mismas relaciones sociales de la Iglesia: sólo los varones como tales podrían actuar en nombre de Jesús, que fue varón, siendo así ministros oficiales, sacerdotes; las mujeres, en cambio, simbolizarían el aspecto femenino, receptivo, del misterio de la Iglesia como esposa de Jesús; por eso no podrían actuar como ministros 45. Esto me parece retornar a los esquemas ya pasados, reintroduciendo en el NT aquello que el NT ha superado. Si todos somos esposa mesiánica de Cristo ya se ha superado en nuestra vida, en ámbito cristiano, la vieja diferencia de esposos y esposas, de varones y mujeres. Apelar al sexo para introducir nuevas diferencias y jerarquizaciones sexuales dentro de la Iglesia significa retornar al plano viejo, mantenernos en ámbito judío, precristiano, como puede deducirse de la misma lógica de Pablo. 46

Si todos somos esposa ninguno es esposa en el sentido antiguo, de manera que el mismo simbolismo viene a superarse. Ya no se pueden aplicar a Dios los rasgos del varón-cabeza, pues no existe ya varón cabeza de mujer. Ni se le pueden aplicar los rasgos de varón-esposo-superior, porque ni el varón es más que la mujer, ni el esposo superior sobre la esposa. Ambos viven un encuentro de bodas, en donación y transparencia. Esa donación y transpa-

  1. Apoyándose expresamente en la teología de J. Ratzinger y H. U. von Balthasar, asume esta linea exegética I. de la Potterie, La donna e il mistero della Chiesa, en A. Caprioli (ed.), La donna nella Chiesa oggi, EDC, Torino 1981, 106-129. La nueva visión antropológica de M. Navarro, en Maria, la mujer, Madrid 1987, supone que hay que superar de raíz el esquema esponsal clásico, por lo que implica de inferioridad de la mujer. Si el esquema esponsal tiene algún valor, habrá que desligarlo de la visión de un Dios varón frente a la humanidad esposa (inferior).

  2. Cf. E. S. Fiorenza, o.c., 208-218; R. Aguirre, La mujer en el cristianismo primitivo: Iglesia Viva 126 (1986) 513-546.

    rencia esponsal puede y debe aplicarse a Dios, pero liberándola de toda contaminación «varonilista» del esposo como superior o imagen de Dios como masculino. Lógicamente han protestado en contra de esta visión muchas mujeres de la Iglesia.

    En esta línea de protesta y nuevo planteamiento se inscribe la lectura igualitario-dualista ya citada: mujer y varón son iguales y distintos, situados uno junto al otro, frente al otro, en complementariedad libre y creadora. Ni el varón es el activo, ni la mujer es pasiva; ni el varón es cabeza, ni la mujer es cuerpo. Ambos son personas iguales, que caminan y crean unidas, en diálogo fecundo. Esta es la postura que deriva de Gén 1,27 donde se dice: «creó Dios al hombre a su imagen...: varón y mujer los creó». Es la postura que mejor refleja el surgimiento humano en el paraíso: Eva no es ayuda en el sentido de inferior o sometida; ella emerge frente a Adán, de igual a igual, en diálogo de complementariedad creadora. 47

    Esta es la visión que Jesús ha reasumido de manera libre y poderosa en su evangelio cuando alude al varón y la mujer como creados ya desde el principio como iguales, uno para el otro (cf. Mt 19,4-8). Ambos conservan en esta igualdad sus propiedades y son, en cuanto tales, signo del misterio de Dios. Esta visión se encuentra cerca de eso que podríamos llamar el feminismo de la diferencia, siempre que se entienda en forma de complementariedad no agresiva: varón y mujer son diferentes, como polos de una humanidad dual; así reflejan la misma dualidad intradivina.

    En esta línea se ha movido L. Boff, en un trabajo ya citado y que por eso podemos condensar y evaluar muy brevemente 48. Si el hombre es definitivamente varón-mujer, si esa diferencia reproduce el misterio más profundo de su realidad, es lógico que el mismo Dios se deba revelar de dos maneras: como varón, por Jesús-Hijo, que asume y eleva lo masculino de la humanidad; como mujer, por María-Espíritu santo, que asume y espiritualiza el aspecto femenino de esa misma humanidad. De esa forma, en la unidad amorosa (no agresiva ni guerrera) de varón y mujer, de Jesús y María, viene a realizarse la plenitud definitiva de lo humano.
     

  3. Así lo muestran autores como: F. Raurell, Lineamenti di Antropologia Biblica, Piemme, Casale M., 1986, 125-184; A. Mattioli, La realtd sessuali nella Bibbia, Piemme, Casale M., 1987.

  4. Cf. L. Boff, El rostro materno de Dios, Madrid 1980; Id., La Trinidad, la sociedad y la liberación, Madrid 1987, 253-259. He estudiado el tema en los caps. 7.8 de este libro donde intento sustituir el esquema esponsal por el trinitario, al fijarme en la relación Dios-hombre. Cf. también J. Galot, Marie et le visage de Dieu, ibid., 427-438. Visión sintética del tema en S. de Fiores, o.c., 419-435.

Traducida a términos sociales, esta perspectiva obligaría a repensar la misma forma de los ministerios: igual que existe un sacerdocio masculino que representa a Jesús y mantiene su recuerdo por la eucaristía, debería surgir un sacerdocio femenino encargado de expresar, actualizar lo propio de María. Pero no queremos tratar ese tema. Ya hemos señalado las insuficiencias de esta perspectiva. La grandeza de María no consiste en ser «humanización femenina hipostática del Espíritu» sino en haberse realizado históricamente, en libertad, como persona humana, en relación con el misterio trinitario.

Y así llegamos a la tercera lectura, que llamábamos mesiánicopersonalista. Es mesiánica porque asume con seriedad el hecho de que en Cristo ya ha llegado el Reino, la nueva creatura: las cosas no se pueden seguir interpretando como si todo siguiera inalterado en este plano del varón-mujer para los fieles de Jesús, mesías. Es una postura personalista porque define al hombre (varón-mujer) por aquello que logra ser, en un camino de realización (de actividad y acogida) que le relaciona con Dios y con los otros.

Esta es, a mi juicio, la línea que recoge mejor la novedad de la Escritura. Ciertamente, el hombre fue creado como varón-mujer y en eso continúa (cf. Gén 1,27; Mt 19,4). Esta dualidad es importante, pero ella no define ya al creyente que ha llegado a su plenitud mesiánica: por eso, Jesús puede invitar al celibato por el Reino (Mt 19,12) en una especie de ruptura familiar donde los lazos de la carne y de la sangre quedan superados (cf. Lc 18, 29-30; 14,23); por eso añade que al resucitar los hombres no se casan (cf. Mc 12,25); por eso, Pablo afirma lapidariamente que ahora en Cristo ya no existe más la diferencia de varones y mujeres (Gál 3,28).

Me sitúo, por tanto, en el camino que va de la creación (varón-mujer de Gén 1,27) a la consumación escatológica, iniciada ya en la Iglesia, por medio del bautismo y la comunidad de creyentes 49. Ciertamente, en un nivel sigue existiendo diferencia: así la Iglesia ha mantenido el matrimonio como sacramento y ha rechazado los riesgos gnosticistas de disolución espiritualizante de la dualidad sexual 50. Pero, llegando hasta la hondura del creyente, al nivel de bautizado, se supera la antigua diferencia: varones y mujeres pueden vivir y convivir como cristianos, es decir, hombres mesiánicos.

  1. Sobre el sentido mesiánico de Gál 3,28, cf. W. A. Meeks, The image of the Androgyne: some uses of a symbol in earliest christianity: HistRel 13 (1974) 165-208; Id., In one body. The unity of humankind in Col and Eph, en In Honour N. A. Dahl, Oslo 1977, 210-215.

  2. Cf. R. Aguirre, o.c., 541.545; E. S. Fiorenza, o.c., 270-279.

    Podrán casarse y asumir la dualidad sexual como señal del gran misterio de la vida; pero ya no serán el uno como activo, el otro pasivo; ya no instaurarán por eso diferencias sociales. Al llegar hasta la hondura de su ser no se definen más como varón o mujer sino como personas: capaces de creer y realizar su vida en libertad.

Pienso que en esta perspectiva, de la nueva creación en Cristo, donde ya no existen varones ni mujeres, debe situarse el ministerio de la Iglesia y la visión de María en su apertura hacia el misterio trinitario. Ella no es la Mujer como creatura femenina (pasiva-receptiva) que acoge en silencio la voz de un Dios trinitario básicamente interpretado en forma masculina (Padre-Hijo). Ella no es tampoco el Espíritu-mujer, relacionado en forma de complementariedad frente al Hijo-varón. Esos simbolismos, que pueden admitirse en plano inicial, como camino de maduración de una humanidad todavía esclavizada por los elementos de este mundo (cf. Gál 4,3), deben superarse cuando llega el nivel de lo mesiánico, es decir, el surgimiento radical de la persona en su apertura al misterio trinitario.

Padre, Hijo y Espíritu santo no se pueden definir en términos sexuales de varón ni de mujer, aunque el simbolismo de la historia haya fijado (temporalmente) los nombres masculinos para el Padre y para el Hijo. Ellos se definen como encuentro de amor pleno donde cada uno regala todo su ser y recibe el ser del otro, de una forma que supera la unión de padre-madre-hijo de la historia. Ciertamente, el Hijo de Dios se ha encarnado en forma masculina, es decir, como varón, por exigencias de la situación social de aquel momento. Pero ese Jesús, que es varón, no se define ya como varón contra (frente a) la mujer, sino como persona radical de Hijo de Dios en forma humana. Por eso, en la hondura de su amor y de su entrega, quedan identificados e igualados varones y mujeres, como ya hemos indicado (cf. cap. 8).

En este aspecto, debemos afirmar que Jesús no es asexuado en el nivel de carencia sino suprasexuado: realiza su amor de tal manera que desborda el viejo plano de los sexos, en actitud de generosidad paciente y creadora que le abre como salvador a todos los humanos. Por eso, no ha buscado una mujer que complemente femeninamente su redención masculina. En ese aspecto no ha necesitado ni siquiera de María.

Jesús resucitado se halla, por tanto, en la culminación donde ya «no existe varón ni mujer» (Gál 3,28). María, en cambio, ha vivido en el camino, lo mismo que nosotros. Por una parte es madre-mujer mientras sigue el proceso de la historia: en esa perspectiva ha dialogado con Dios en la anunciación, ha cuidado de Jesús y se mantiene como signo de maternidad dentro de la Iglesia (Jn 19,26-27). Pero, al mismo tiempo, ella es persona total, es la primera persona de la nueva humanidad, como ya hemos indicado previamente: en este sentido, ya no se define como mujer ni como varón sino como creyente, en la profundidad de su apertura trinitaria.

Llegamos de esta forma al centro de la gran paradoja de la historia de la salvación, que Pablo ha reflejado de algún modo al final de un argumento atormentado donde avanza, vuelve y gira sin hallar, al parecer, las palabras que buscaba: «no hay mujer sin varón, ni varón sin mujer, en el Señor; porque así como la mujer (provino) del varón, así también el varón (nace) por la mujer. Y todos provienen de Dios» (1 Cor 11,11-12) 51. Varón y mujer viven en un plano de complementariedad mundana (histórica), que se abre desde ahora hacia la nueva creatura (cf. Ef 2,15). Hacia aquel plano superior, donde no existe griego ni judío, varón ni mujer (cf. Gál 3,28) viene a llevarnos María: ella es presencia de Dios y signo trinitario por ser persona nueva, aquella que ha iniciado sobre el mundo, en forma plena, abierta, el camino de la fe para los hombres.

3. Como persona. Antropología mariana

Hemos situado ya el misterio de María en el trasfondo de la historia de las religiones, destacando su novedad histórica y humana frente a los mitos de las viejas diosas de la fertilidad o la belleza. También hemos querido presentarla como realidad humana y bien concreta en el trasfondo de las perspectivas psicológicas de Freud y Jung. Sabemos ahora que ella es creatura, aun cuando está relacionada con el misterio trinitario que ha venido a desplegarse en nuestra historia. También sabemos que es mujer, aunque en el fondo preferimos definirla más como persona.

Pues bien, de aquí partimos, preguntando por eso que podríamos llamar principio fundamental de la mariología. ¿Qué es lo que define radicalmente a María? ¿cuál es la nota que vendría a situarse como base y fundamento de todas las restantes notas de su vida? Esta pregunta ha recibido respuestas diferentes: unos dicen que María es ante todo Madre de Dios; otros destacan su profunda relación con Cristo, en plano de cooperación mesiánica o de corre-

51. En el fondo de 1 Cor 11,2-16 hay muchos problemas que no podemos tratar más detenidamente. Cf. J. Murphy O'Connor, Interpolation en 1 Cor: CBQ 48 (1986) 81-94; H. Conzelmann, 1 Korinther, Göttingen 1969, 212-226.

dención; otros la presentan como tipo y compendio de la Iglesia; hay algunos que se fijan en su fe, el camino de su vida abierta fielmente hacia el misterio... En estos últimos años, L. Boff ha pretendido demostrar que ese principio unificador y fundante de la mariología es el carácter femenino de María: ella es mujer por excelencia, la persona donde viene a desplegarse y realizarse en plenitud lo femenino, como misterio de Dios (ligado al Espíritu santo) y elemento de la esencia humana. 52

Con todas las precauciones que un tema así requiere, me atrevo a presentar este principio fundamental: la Virgen es modelo y principio de realización en cuanto persona. Ciertamente, ella es mujer creyente, madre de Dios, socia de Cristo y tipo de la Iglesia. Pero es ante todo radicalmente creatura y como tal persona humana. Por eso quiero definirla como la primera persona de la humanidad. Y diciendo esto reasumo todos los aspectos anteriores: es persona siendo mujer y creyente, como socia de Jesús, madre de Dios e imagen de la Iglesia; es persona como creatura, la primera creatura de carácter personal que brota sobre el mundo (y se realiza libremente) en relación con Cristo.

Esto nos conduce al centro del misterio cristiano, allí donde encontramos a Jesús, el Hijo de Dios sobre la tierra. Ciertamente, Jesucristo es hombre en el sentido radical de la palabra o, mejor dicho, es el hombre. No es que hubiera humanidad ya terminada y luego, en un momento posterior, viniera el Cristo a insertarse en lo humano. Ciertamente, había ya hombres: creados por Dios en libertad, capaces de buscar y realizarse en un camino abierto hacia el misterio de la propia trascendencia en la que el mismo Dios se va manifestando dentro de la historia. Pero no existía humanidad perfecta, no se había desvelado el hombre verdadero que será Jesús, el Cristo.

Como podrá observarse, superamos una perspectiva esencialista donde el hombre viene a interpretarse desde fuera de la historia, en plano intemporal, como si fuera suficiente tener cuerpo y alma para definirse como ser humano verdadero. Cuerpo y alma, animalidad y pensamiento resultan esenciales, pero son insuficientes para darnos el hombre perfecto, que realiza hasta el final su propio ser o vocación como viviente que proviene de Dios en línea de generación humana, se realiza en libertad ante los otros y culmina su existencia abriéndose en amor y vida hacia Dios Padre. Superamos esa perspectiva esencialista para situarnos dentro de una línea

52. Ha vuelto a plantest el problema L. Boff, El rostro materno de Dios, Madrid 1980, 20-32.

histórico-mesiánica. Partiendo de ella afirmaremos: 1) Jesús asume el camino de lo humano, encarnándose en la historia de realización de una humanidad que está buscándose a sí misma, buscando su sentido. 2) Culminando ese camino, como Hijo de Dios, Jesús realiza la esperanza de lo humano y con eso se desvela como el hombre verdadero.

De esta forma, dentro de la definición de Calcedonia, que sigue siendo plenamente válida, recuperamos la experiencia bíblica del camino de la humanidad. a) Jesús es hombre verdadero porque se introduce en nuestra historia en la línea de encarnación genealógica que ha destacado el evangelio (cf. Mt 1,1-16; Lc 3,23-38). b) Pero Jesús no es sólo un hombre, es el hombre verdadero, de tal forma que todos los restantes sólo realizamos plenamente nuestra esencia humana por obra de su gracia, pues él nos introduce en su mismo camino filial de realización y encuentro con el Padre. 53

Entre los hombres que reciben su plena humanidad desde Jesús y la realizan en línea de apertura al Padre destacamos la figura de María. Partiendo de la Biblia, ella aparece en la conciencia de la Iglesia como la primera de todas las personas redimidas, es decir, de aquellas que viven plenamente lo humano y de esa forma culminan su camino en el misterio de Dios y de su reino. Pero entre María y Cristo descubrimos una clara diferencia que debemos presentar ya desde ahora y que luego explicitamos:

Jesucristo es hombre verdadero en cuanto asume nuestra historia, viniendo a realizarse dentro de ella de manera total, comprometida. No es un Dios que ha planeado desde arriba, ni un fantasma que recibe nuestras apariencias: es humano porque nace de los hombres y con ellos realiza la existencia. Y, sin embargo, Jesucristo no es persona humana en el sentido radical que esa palabra ha recibido en la dogmática cristiana: no realiza entre los hombres un camino nuevo, diferente, sino el mismo camino personal, filial, del Hijo eterno de Dios en el misterio trinitario.

María es también hombre (ser humano) verdadero por la gracia de Jesús que la introduce en su misterio de realización y plenitud mesiánica. Pero ella recorre su propio camino frente a Dios. Por eso es persona humana: la primera persona de la historia. Tiene hondura personal siendo creada, por hallarse en honda relación con Cristo.

Como puede observarse, hemos llegado al mismo centro de la realidad, allí donde se viene a definir lo que es más propio de Dios y de los hombres. Pues bien, lo propio de Dios es ser persona o, más bien, encuentro de personas dentro de eso que llamamos el misterio trinitario. De manera aproximada podemos definir a la

53. Este es un dato bastante común en la cristología moderna, especialmente a partir de las reflexiones de K. Rahner, Escritos de teología I, Madrid 1961, 169-222.

persona como el ser que es dueño de sí mismo dándose a los otros, recibiendo de ellos la existencia o compartiéndola con ellos. En línea trinitaria sólo existen tres maneras de ser (y realizarse) en forma de persona. Veamos brevemente:

El Padre es persona porque siendo dueño de sí mismo se regala, suscitando al Hijo, que procede de su misma entraña. Es persona al darse y de ese modo es lo que está dando y da lo que está siendo.

El Hijo es persona recibiendo todo lo que tiene desde el Padre: lo recibe como propio y de esa forma tiene (o realiza) aquello que le dan y acoge aquello que realiza.

El Espíritu santo es persona compartiendo el ser del Padre y del Hijo, como amor común en que los dos se encuentran mutuamente vinculados. 54

Desde este fondo trinitario han de entenderse las personas de la creación. Son seres que, surgiendo de la nada, en proceso de realización autónoma, brotan y culminan en ese espacio de vida compartida y surgimiento que es el Espíritu santo. Pues bien, si formulamos el dogma de la Iglesia en su totalidad tenemos que afirmar: Dios no ha querido (¿no ha podido?) crear a las personas desde fuera, sin comprometerse en la historia de los hombres. El ha introducido su misterio personal en nuestra historia. Por eso, lo propio de los hombres consiste también en ser personas, por gracia de Dios que les eleva.

Estoy suponiendo de esta forma que, tomado por sí mismo, en su propia realidad vital-pensante, como esencia de este mundo, el hombre todavía no es persona en un sentido estrictamente dicho. El hombre en si es naturaleza, como ser que se va haciendo en un proceso que le ajusta a los restantes seres de este cosmos. Cristianamente hablando, el hombre sólo puede ser persona en relación con el misterio trinitario, allí donde en un gesto de plena libertad y gracia plena viene a introducirse en el espacio de encuentro intradivino.

Ciertamente, la palabra persona se utiliza también en otras claves, con sentidos diferentes, dentro de la misma teología 55. No rechazo esos aspectos, pero pienso que deben enraizarse en el sentido principal, de tipo trinitario. Es aquí donde ahora quiero situar nuestro lenguaje, utilizando la palabra persona de manera estricta:

  1. Seguimos básicamente las reflexiones trinitarias de H. Mühlen, El Espíritu santo y la Iglesia, Salamanca 1974. Cf. también J. Ratzinger, Sobre el concepto de persona en la teología, en Palabra en la Iglesia, Salamanca 1976, 165-180; W. Kasper, El Dios de Jesucristo, Salamanca 21987, 324-330.

  2. Cf. A. Milano, Persona in teologia, Napoli 1984, 11-43. Para toda nuestra exposición, en clave antropológica, nos valemos de la perspectiva ya desarrollada en Palabra de amor, Salamanca 1983.

el hombre sólo llega a ser persona si es que está relacionado con un Dios personal que le permite realizarse de manera fontal, definitiva, en un nivel de llamada y respuesta, de libertad y entrega escatológica.

Podemos formularlo en otra clave: sólo si Dios se manifiesta de manera personal los hombres pueden realizarse y vivir como personas. Estrictamente hablando, la persona pertenece al plano del despliegue trinitario de Dios y no a la esencia general o natural del hombre. Por eso, definimos al hombre como el ser que, por gracia de Dios, puede realizarse en plenitud como persona. Y definimos a Dios como aquel que siendo personal en sí puede suscitar en su entorno seres personales, capaces de realizarse en libertad, culminando su existencia.

Todo esto nos obliga a plantear mejor el tema de la revelación de Dios como principio del proceso de personalización en lo creado. Resumiendo un argumento que quizá debiera precisarse podemos afirmar: para que surjan seres personales no basta con que Dios suscite un mundo hacia lo externo; debe introducirse en ese mundo, haciéndose divino en forma humana. En otras palabras: para crear en la historia seres personales Dios tiene que encarnarse o, mejor dicho, tiene que encarnar, actualizar o realizar su camino personal en esa historia. Evidentemente, todo lo que ahora estamos afirmando pertenece al campo del misterio. No lo sabemos por teoría, no lo formulamos en un plano de verdades generales. Lo afirmamos solamente porque recibimos la revelación y hemos querido explicitar su contenido. Pero no nos detengamos más sobre este tema. Aceptemos ya en concreto el hecho de la encarnación, la trinidad económica, y veamos el sentido personal y personalizante de cada una de las personas trinitarias:

El Padre no se encarna como tal en nuestra historia. Pienso que ningún hombre puede expresar sobre el mundo su misterio originante, paterno, como ser que da la vida desde el fondo de sí mismo. Por eso, el Padre permanece siempre en una altura que resulta inalcanzable: debemos venerarle como fuente primigenia trascendente de la vida. Pues bien, ahora añadimos: María viene a presentarse sobre el mundo como signo (no como encarnación) del Padre. Por eso ha podido engendrar a Jesucristo, el Hijo.

El Hijo se ha encarnado de hecho en Jesucristo. De ese modo manifiesta en forma humana, dentro de la historia, el misterio de la filiación: recibe el ser y vida (ousia) de Dios Padre y lo sigue recibiendo en el camino de su misma vida humana. Antes decíamos que el hombre nunca puede reflejar del todo al Padre. Ahora añadimos: hombre es aquel ser en donde el mismo Hijo de Dios puede encarnarse hasta el final, para realizar dentro del tiempo su camino de filiación eterna. De esa forma, al encarnarse, Jesús es la misma persona del Hijo de Dios en nuestra historia: expresa humanamente, en fidelidad a Dios y amor fraterno-redentor, su plenitud eterna, el ser de su persona trinitaria. Los restantes hombres, empezando por María, sólo nos podemos realizar como personas cuando nos unimos a Jesús, asumiendo su camino de encuentro con el Padre.

El Espíritu santo no se puede encarnar en un hombre individual. Más que individuo, en el sentido que nosotros conocemos sobre el mundo, el Espíritu es persona-amor que liga a las personas, vinculando de esa forma al Padre con el Hijo. Por eso no se encarna, no explicita su ser en un camino individual; pero se expresa y viene a hacerse presente en el conjunto de la historia de los hombres, como luego mostraremos.

Volvamos hacia el tema. Hemos definido al hombre como ser que se halla abierto hacia el misterio personal: no puede ser persona por sí mismo, pero puede serlo en ámbito de gracia, como don del Dios que se revela y le introduce (le realiza) en su misterio. Jesús, en cambio, es persona por sí mismo, es decir, por su propia realidad de Hijo de Dios, en un nivel eterno. Es persona en cuanto vive abierto al Padre, en comunión de amor, en el Espíritu. Pues bien, la novedad cristiana puede formularse de esta forma: Jesús ha desplegado su misterio personal de Hijo de Dios en nuestra misma humanidad, en nuestra historia humana, abriéndonos así a su mismo plano de persona trinitaria.

En términos estrictos, esto significa que Jesús es creador: nos capacita para ser personas. No es creador en un nivel de ley, de realidad cósmica o externa sino en plano más profundo, de persona. Esto es posible porque, como ya hemos señalado, persona no es lo dado, en ámbito de esencia, sino aquel que puede darse y se realiza a sí mismo en relación de gracia (desde el Cristo). Sólo de esa forma, haciéndonos personas, culminamos ya nuestro camino, siendo aquello que Dios quiso de nosotros al principio.

Pues bien, en este aspecto, conforme a lo indicado en reflexiones anteriores, debemos precisar que la primera persona estrictamente humana de la historia es la Madre de Jesús, María. Ciertamente, ella es humana, es cuerpo y alma, animalidad y pensamiento, conforme a la manera ya tradicional de entender esa palabra. Pero hay más: ella se viene a realizar por gracia de Dios como persona en el sentido radical de la palabra: se hace dueña de sí misma y plenifica su existencia en un camino de apertura a lo divino. Recordemos que Jesús es vida humana, un individuo de la historia, pero no persona humana sino el mismo Hijo de Dios que se realiza como historia introduciendo su misterio filial, misterio eterno, en el camino de nuestra tierra. María, en cambio, es persona en plano humano, como creatura que se vuelve responsable de sí misma y puede desplegar su realidad y culminar de esa manera su camino temporal en el camino eterno, trinitario.

La persona pertenece, según esto, al nivel escatológico. Dios hizo a los hombres en camino para ser personas, es decir, para encontrar su plenitud y realizarse, como creaturas, en ámbito divino. En este aspecto se podrían distinguir dos tipos de caminos. Condenados son aquellos que se pierden, no llegando a culminar en Dios la realidad de su persona. Salvados, en cambio, son aquellos que despliegan hasta el fin su realidad y se mantienen para siempre en relación con lo divino, llegando a ser personas en sentido pleno y verdadero.

La grandeza de María consiste precisamente en esto: por gracia de Dios ella consigue ser persona, desplegando sus posibilidades humanas más profundas, en nivel de libertad, en apertura hacia el misterio trinitario, en nuevo encuentro con los hombres, sus hermanos. El misterio se formula, por tanto, como sigue: no es que exista un Dios ternario o de cuaternidad, como ya vimos hablando del transfondo psicológico. El misterio está en que Dios, sin dejar su trascendencia, se realiza (expresa su encuentro personal) dentro de la historia en jesucristo. El misterio está en que Dios ha introducido en su camino a los hombres de la historia, haciéndoles capaces de decir una palabra que resulta ya definitiva y realizarse para siempre, como humanos, seres personales, dentro del espacio de su encuentro trinitario. Pues bien, al interior de ese misterio, como primera persona de la historia, por su relación con Cristo, Hijo de Dios, encontramos a María.

Volvemos de esta forma al tema ya tratado: cur Deus vir?, ¿por qué el Hijo de Dios se hizo varón? (cf. cap. 8). Quizá debamos afirmar que se hizo varón porque en aquella sociedad era difícil realizar su misión como mujer. Pero debemos añadir inmediatamente que él no se ha definido como varón sino como persona de Dios (Hijo) que realiza su camino de fidelidad y entrega en forma humana, superando así las viejas divisiones que enfrentaban a judíos y gentiles, varones y mujeres.

Por eso hay que tener mucho cuidado al aplicar a Jesús los símbolos masculinos del varón como cabeza o del esposo como superior a la mujer, su esposa. Esos símbolos, que en cierto modo asume ya la tradición paulina (Efesios) y el mismo ApJn, deben ser recreados y reformulados poderosamente, en forma mesiánica, desde la certeza radical del hombre nuevo donde ya no existe el varón o la mujer como enfrentados.

Personalmente juzgo que ese simbolismo esponsal puede (y quizá debe) mantenerse, pero liberado de toda aplicación masculinizante. Entre Dios y los hombres se establece por Cristo un encuentro de bodas, un pacto de amor que es profundo y ya definitivo (cf. Jn 2,1-12). Por eso a Dios le llamamos esposo, pero de un modo igualmente verdadero le podemos llamar esposa. Lo que le define no es la «masculinidad» sino la cercanía de amor, que dialoga con nosotros. Cristo puede aparecer en símbolos de esposo, pero sólo a condición de que pierda sus rasgos de «varón-superior», en plano premesiánico; siempre que esa palabra pueda traducirse diciendo que es amigo, también para varones, sin perder nada de su fuerza. En esta perspectiva reformulamos el sentido de María como virgen, madre y hermana.

En primer lugar, María es mujer pero se define como Virgen. No es la esposa de un varón, no es el complemento femenino de un marido, al menos en el plano más profundo de su vida. Ella es Virgen porque la palabra de Dios y la presencia de su Espíritu la han capacitado para mantenerse en pie, como persona autónoma, distinta, creadora. En este nivel de virginidad, siendo mujer, María se define radicalmente como persona: acepta la palabra de Dios y le responde con la propia palabra de su vida (cf. Lc 1,26-38).

En segundo lugar, María es madre-paternal, como ya hemos señalado previamente: es madre desde un Dios que es trascendente y de esa forma asume dentro de su vida los dos rasgos del padre y de la madre. En ese plano de profundidad radical, como primera persona de la historia que dialoga desde el mundo con Dios Padre, ella no necesita del varón para engendrar. Lleva dentro de sí misma el gran misterio de la Vida, que es Palabra de Dios, y así la ha explicitado al convertirse en Madre del Mesías.

En tercer lugar, María es madre para hacerse hermana, como muestra de una forma privilegiada todo el NT. Ella comienza siendo madre: es signo de Israel, del pueblo que camina abierto hacia el futuro nacimiento de la vida, y signo de toda la antigua humanidad que está esperando a su mesías. Por eso debe realizarse en forma de mujer y madre: sólo así ha podido compendiar el camino de los hombres. Ella es la mujer-humanidad que se sitúa ante Dios como persona. Ciertamente es mujer-madre, pero su verdad más honda no se encuentra ya en ese nivel de feminidad antigua, definida como vientre-pechos, en la línea de las viejas diosas de la fertilidad y de la vida. A través de su camino maternal, que está enraizado en la esperanza del AT, ella se viene a definir y realizar como persona. No queda en el AT como Juan, con su palabra de juicio y penitencia (Mt 11,11 par). Ha cruzado la raya y, comenzando en el AT, recorre el gran itinerario de la fe que la conduce, por jesús, al ámbito de Reino donde viene a desvelarse como hermana en ese pueblo de hermanos (varones y mujeres fraternales) que es la Iglesia. Ella ha superado el riesgo antiguo de la maternidad interpretada en un nivel viejo de historia de la tierra (cf. Mc 3,31-35; Lc 11,27-28) para introducirse, con el misterio de su maternidad cumplida, en espacio fraterno de la Iglesia (Hech 1,14).

De esa manera, se viene a presentar como primera persona de la historia, allí donde ha irrumpido el tiempo nuevo. Ella pertenece, por un lado, al mundo antiguo: es la doncella de Sión que sigue caminando en la esperanza y que concibe a través de la palabra. En ese aspecto debe actuar como mujer, es la mujer definitiva de la historia. Por otro lado pertenece al mundo nuevo que ha surgido del mensaje y la presencia de Jesús resucitado. En esa perspectiva ya no puede definirse más como mujer (aunque evidentemente sigue siendo mujer sobre la tierra): se define en sentido radical como persona, a través de la palabra de su encuentro con Dios (cf. Lc 1,26-38), y de su misma inserción dentro de la Iglesia.

Este es el camino de personalización de María. Ella nos muestra que es posible ser persona, realidad definitiva, siendo creatura. Este es su misterio, es el milagro de Dios en nuestra historia. ¡El hombre frágil y pequeño puede ser persona! Tres son, a mi entender, las notas que definen sobre el mundo a la persona. Las tres se cumplen de manera primordial, perfecta, en la figura de María:

Maria es persona como dueña de sí misma, es decir, responsable de su propia realización y su existencia. Así lo muestra de manera radical el texto de la anunciación de Lucas (1,26-38). Dios le pide permiso y dialoga con ella. María responde diciendo «genoito», en palabras que expresa su vida. Con eso se eleva ante Dios y le dice «se haga» (fiat, hágase). Ella es dueña de su propia palabra y elevándola (elevándose) ante Dios viene a realizarse de una forma ya definitiva, es decir, como persona.

María es persona dialogante, en relación con Dios. Siendo dueña de sí misma, María puede darse en transparencia: acoge la palabra de Dios Padre y le responde, en encuentro de amor que nunca se termina, porque Dios mismo es eterno. Y así Maria es la persona radical de nuestra historia: en ella ha culminado y se ha cumplido el diálogo que había comenzado por Abraham y los profetas. Siendo un «hombre», una persona humana, puede dar a Dios su sí, de forma plena y de esa forma suscita la salvación mesiánica por siempre: engendra al Hijo Jesucristo. Sólo en esta linea de diálogo personal Maria viene a presentarse como expresión de la paternidad de Dios sobre la tierra y se convierte en Madre del mismo Hijo de Dios, el Cristo. De esta forma se reasumen, en nuestra perspectiva, las visiones ya indicadas del principio mariológico fundamental (maternidad divina, asociación redentora con Jesús).

María es persona en cuanto vive en relación abierta hacia los hombres, como ya hemos indicado previamente. Ella es por un lado la mujer, hija de Sión, que ha compendiado en su persona los caminos de esperanza de la historia: por eso, al dialogar con Dios y responderle, responde en nombre y para bien de todos los humanos. Su palabra es fundante, es principio de una estirpe nueva de hombres que no nacen de la carne y de la sangre sino del don de Dios que nos hace autónomos, personas (Jn 1,12-13). Ella misma se introduce en esa estirpe, se hace iglesia. De esa forma se define ya como creyente: es hermana entre hermanos, amiga radical en el gran círculo de amigos que forman la comunidad fundante de Jesús. Por todo eso es persona: la primera persona de la nueva humanidad de los salvados. En esta perspectiva ha de entenderse, a mi sentir, la tesis de aquellos que presentan como principio mariológico fundamental la visión de María como imagen o icono de la Iglesia.

Podemos concluir. Por todo lo anterior, pensamos que María se define antes que nada como la primera persona de la historia: aquella que ha logrado realizarse plenamente, en libertad y amor en esta tierra. Ella ha recorrido, por la gracia de Dios, ese camino que nos Lleva desde el viejo tiempo de la espera (la maternidad de Israel) al nuevo tiempo de la plenitud mesiánica en que Cristo ha vinculado en su gran cuerpo a todos los humanos (Gál 3,28). En ese cuerpo de liberación y plenitud está María. Así lo volveremos a mostrar en un pequeño análisis de tipo trinitario.

III. MARÍA Y LA TRINIDAD. CONCLUSIONES

Como principio fundamental de la mariología hemos propuesto aquí el siguiente: María es, desde Cristo, la primera persona plenamente humana y realizada de la historia. Sabemos ya que el ser de la persona se define desde el misterio trinitario, en clave de relación: persona es el viviente que logra realizarse como dueño de sí mismo, en un encuentro de acogida, donación y comunión respecto de los otros vivientes personales. En ese aspecto, sólo Dios es personal desde su entraña, en Trinidad; los hombres pueden realizarse como personas si acogen la palabra de Dios y, por medio de ella, vienen a insertarse en el misterio trinitario. Es lo que sucede con María, como ahora indicaremos, señalando los tres planos o elementos de su proceso de personalización.

1. Hija y colaboradora de Dios Padre

María es, ante todo, la creyente, como Lucas la define en el momento clave de la Visitación: «bienaventurada tú porque has creído» (Lc 1,45). Así le dice, por medio de Isabel, todo el AT. María ha culminado, según eso, el camino de los fieles de su pueblo: ha llegado hasta el final y viene a presentarse ante nosotros como la mujer (persona) que se fía de Dios y que, en unión con Dios, realiza su tarea de plenificación humana. Estos son, a mi entender, los rasgos principales de su vida de creyente:

a) María es hija de Dios Padre en el sentido más profundo que ese término recibe en nuestra tierra. Cristo es Hijo en dimensión eterna. recibiendo todo el ser (ousia) de Dios Padre. María es hija en dimensión de historia: es la persona que, dentro de este mundo, va naciendo plenamente en gracia y conformando en su existencia los rasgos y principios creadores de Dios. Todos los demás sólo escuchamos de manera parcial y limitada; María, en cambio, escucha de manera transparente la palabra de Dios Padre y de esa forma va creciendo a la existencia de manera limpia, abierta, responsable. Dios, el Padre eterno, quiere hacerse Padre dentro de la historia y quiere que los hombres surjan de su misma entraña, como hijos. Pues bien, María es la primera hija perfecta: la primera que recibe en transparencia el amor que Dios le ofrece; la primera que se fía de Dios hasta su hondura y va creciendo en ese espacio paternal (materno) del amor de Dios, dentro de la misma historia.

b) Maria es amiga de Dios en un sentido que resulta todavía más profundo. Dios no quiere hijos pequeños, sometidos que se porten hasta el fin como menores de edad y dependientes. Quiere que sus hijos puedan ser independientes, tengan su palabra propia y de esa forma le respondan, en plano de amistad y cercanía. Pues bien, esto lo encontramos en María. En un momento determinado, el mismo Dios omnipotente tiene que pedirle su permiso (fiat) para realizar sobre la tierra el gran misterio de su paternidad. De esta manera cambian las funciones antes señaladas. Dios Padre se hace pequeño, el mayor se hace menor y como tal habla a María, pidiéndole la mano, es decir, la colaboración personal, el corazón. María hija se hace grande y por medio de su «fiat» (= yo quiero, yo consiento) ratifica el pacto de los cielos con la tierra (cf. Lc 1,38). Así se cumple el evangelio.

c) María es colaboradora de Dios porque le permite realizarse como Padre sobre el mundo. En este aspecto, ella viene a presentarse como imagen materna (humana) de la paternidad de Dios. De esa manera, el gesto de la fe (filiación) y la amistad con Dios se vienen a expresar en toda su fuerza creadora: Dios ha comenzado a realizar el mundo a solas pero ya no puede culminarlo sin nosotros; no nos puede imponer su voluntad como si fuéramos esclavos; tiene que pedirnos su permiso y esperar que respondamos. De esa forma nos volvemos necesarios a Dios en la tarea de ordenar la tierra y culminar la historia. Pues bien, en esta línea, María es la primera y más valiosa colaboradora de Dios: ella le responde con su decisión mesiánica, asumiendo la tarea de ser madre de Jesús, el Cristo; ella le acompaña con el gesto de su dedicación total, en el servicio de ese Cristo. De esta forma, por medio de María, Dios viene a convertirse en Padre dentro de la historia, culminando así el camino comenzado por la creación primera.

Sabemos por el credo que Dios es creador y todopoderoso en cuanto Padre. No crea para hacer que el mundo quede fuera de símismo como objeto condenado a su sometimiento o al olvido; crea para introducirse en lo creado como Padre, en generosidad, en donación de sí, en encuentro responsable. Pues bien, para culminar su creación en ese plano, el mismo Dios ha necesitado que los hombres le reciban como Padre y colaboren libremente en la tarea de la encarnación o surgimiento humano de su Hijo Jesucristo. Ahora sabemos por el mismo credo que los hombres del mundo han respondido de hecho al Padre por medio de María: ella asume en su palabra la tarea de este mundo y colabora con Dios en el misterio de la creación definitiva.

De esta forma, la palabra de María se vuelve estrictamente creadora. La tradición protestante ha interpretado la fe como «fiducia», en el sentido de confianza, acogimiento: sólo Dios actúa, el hombre se limita a recibir el gesto y fruto de su actividad transformadora. La tradición católica se siente obligada a dar un paso más: el hombre colabora con Dios de tal manera que no sólo le escucha sino que puede y debe responderle. En este sentido, definimos al hombre como el ser internamente responsable: puede responder a Dios y de esa forma responde de sí mismo, haciéndose persona en relación con lo divino.

En esta perspectiva católica debemos destacar con decisión el gesto de María como ser personal que dialoga con Dios Padre. Quizá pudiéramos decir que María es todo fe: la fe cumplida que ha llegado a realizarse y desplegarse en forma humana, desde el Padre. Por fe entendemos, en la línea de los grandes textos marianos (Mc 3,31-35; Lc 11,27-28), la capacidad de situarse ante Dios, acogiendo y respondiendo a su palabra.

  1. Ella es escucha, transparencia: acoger con asentimiento, como indica el texto griego de Lc 8,21 y 11,28. Por eso, los que tienen fe son, ante todo, oyentes de la palabra, como ha sido María: se ha puesto ante Dios en receptividad total, en transparencia plena.

  2. Pero la fe implica después el cumplimiento, como siguen indicando los verbos que ha empleado Lucas en los textos ya indicados: Ios creyentes guardan la palabra y la realizan. Ese cumplimiento es la respuesta de la fe que María explicita por su «fiat» y por todo aquel proceso de generación de la palabra que define su existencia. Ha escuchado para engendrar, ha dialogado con Dios para responderle con su vida, haciendo así posible el nacimiento del Mesías.

De esta manera la fe viene a expandirse, desbordando de sí j misma y haciendo que el hombre se introduzca en el misterio de la generación intradivina; por eso, el creyente participa de la misma vida trinitaria. De esta forma, en diálogo con Dios, el Padre originario, María se ha venido a realizar en un sentido radical como persona.

2. Madre, asociada a Dios Hijo

Ciertamente, ella es mujer y como mujer ha engendrado humanamente al Hijo de Dios, en un nivel de carne (cf. Gál 4,4; Rom 1,3-4). Pero en su verdad más honda ella ha engendrado al Hijo de Dios por la palabra, participando desde el fondo de la historia en el misterio de generación que Dios Padre realiza en su nivel eterno. Tres son, a mi juicio, los aspectos fundantes de esta maternidad personal de María:

  1. María es madre porque cree en la palabra del Padre. La maternidad humana es muchas veces resultado de oscuras pulsiones, deseos de dominio, violencias, frustraciones... Pues bien, María es madre simplemente porque quiere, porque así lo ha decidido en diálogo de plena transparencia con el Padre. Dios no la obliga, ni violenta, ni subyuga: deja que llegue a la plena luz de su libertad y entonces ella, en colaboración con Dios y expresando una Palabra eterna se hace madre en el tiempo de la historia. Unidas así, en plena transparencia, la Palabra de Dios y la palabra de María, en el Espíritu, engendran sobre el mundo a Jesucristo.

  2. María es madre porque entrega la vida por su Hijo. Aquí la entrega debe matizarse con muchísimo cuidado. No nos referimos ya a la condición de servidumbre que, a lo largo de los siglos, ha convertido a las madres en esclavas de sus propios hijos, en rasgo que ha de verse como consecuencia del pecado (cf. Gén 3,16). María entrega la vida en otra perspectiva: como el Padre Dios, que es Padre dando su esencia; como el creyente de Jesús que se hace dueño de la vida al regalarla (cf. Mc 8,35). En esta línea, como anticipación del gesto de Jesús, María va ofreciendo lo que tiene, no por imposición social sino por generosidad interna, no por condición de servidumbre femenina (¡la mujer criada de sus hijos!) sino por abundancia y superabundancia interna. De esta forma es libre, dueña de sí misma en un camino que Lc 2,35 sitúa en el fondo de la transformación mesiánica de la humanidad.

  3. María es madre como educadora de su Hijo. Dice el evangelio que Jesús «les estaba sometido», aprendiendo a través de ellos (de María y José) el sentido de la vida (cf. Lc 2,51). María es madre porque ofrece madurez al Hijo: así le ha convertido en responsable, en un camino que siempre le desborda, por ser camino de libertad sobre la tierra. Ella misma va aprendiendo (cf. Lc 1,19.51) a ser madre y persona a medida que educa a Jesucristo.

La maternidad es, por lo tanto, como un nudo donde se entreteje la vida de María: por un lado brota de su plena libertad como persona; por otro lado la desborda, pues al fondo de ella se desvela Dios como principio y sentido de la vida. Por eso, la maternidad sólo se entiende en un nivel de relaciones personales, en el fondo de un encuentro de vivientes que «son», alcanzan su verdad y autonomía, en la medida en que se entregan los unos a los otros, en plano de apertura hacia la fuerza creadora de la vida. Pues bien, donde esa fuerza emerge, estalla y vive plenamente encontramos a María, la Madre de Jesús, el Cristo.

Por medio de María descubrimos la auténtica grandeza de los hombres dentro de la historia. No estamos condenados a morir sobre la tierra, no somos raza estéril de personas abocadas al fracaso: por gracia de Dios podemos escuchar al Espíritu, engendrando al mismo Hijo de Dios que se hace creatura, un hombre en el camino de la historia. Todo eso lo podemos, de hecho, por María. Lógicamente, en el centro de nuestro camino de creyentes, el mismo evangelio de Jesús nos pide que «creamos en ella», que aceptemos sin miedo su experiencia materna, que acojamos a Jesús, el fruto de su entraña. En ese aspecto, todos los cristianos nos hallamos ya representados en José, varón israelita a quien el mismo ángel le dice: «no tengas miedo en recibir a María... porque ha concebido del Espíritu santo» (Mt 1,18-25).

Quiero insistir. José, representante de los hombres, tiene miedo, no comprende. Por eso quiere alejarse de María, en medio de la noche de este mundo viejo. El ángel le ilumina, pidiéndole que acoja a la madre con el Hijo, que aparecen ya por siempre vinculados (cf. Mt 2, 11.13.20). Nosotros nos hallamos en la misma situación, ante la madre y el niño que deciden el sentido de la historia. Esto es lo que han venido a destacar los mariólogos que han visto en la pareja de Jesús-María el principio fundante de nuestra redención. En el cap. 7 he presentado y comentado esta postura y por eso aquí la dejo sólo insinuada.

Sea como fuere, la relación de dualidad personal que forman Jesús y María sigue siendo básica para la comprensión de nuestra fe. Porque la fe no es simple sentimiento, no es un intimismo desnudo, un puro dato de conciencia. La fe es el modo de volvernos personas, de manera que podamos realizarnos plenamente, en relación con Dios y con el prójimo. En esta perspectiva es primordial el testimonio de María en referencia al Cristo

a) En un primer momento, la madre tiene autoridad sobre el Hijo. Tiene la propia autoridad de su vida materna que la hace ser engendradora. Por eso, ella se encuentra por encima de Jesús, de tal manera que el propio Hijo de Dios (eterno e infinito) ha venido a someterse a su persona.

b) En un segundo momento, el Hijo tiene autoridad sobre la madre, como indica luego el evangelio. En ese aspecto, María debe hacerse discípula del Cristo, acogiendo su palabra (cf. Mt 3,31-35 y par) y respetando su hora (cf. Jn 2,4). Así aparece, al fin, bajo la cruz, recibiendo la palabra de su hijo que viene a incardinarla dentro de la Iglesia (Jn 19,25-27).

c) Pero en un tercer momento ya no están el uno sobre el otro. Ambos se encuentran vinculados en diálogo de intimidad personal, de encuentro transparente que les hace ser «hermanos-amigos», en clima de misterio. Sin duda alguna, ambos se siguen situando en planos diferentes. El Hijo es Dios y como tal se encuentra por encima (en el fondo) de María. Ella es solamente humana y continúa siendo una persona de la historia. Pero en la unidad de amor, ambos se ligan para siempre, en un encuentro de gozo y donación que nunca acaba.

Jesús, que es el mismo Hijo de Dios como persona, ha venido a mantener un diálogo de amor y de existencia con María su madre. Como Hijo de Dios, Jesús era persona por encima (antes) de la historia, en su nivel de eternidad divina, trinitaria. Pues bien, ahora ha querido realizar su mismo camino de amor-vida personal, dentro del tiempo, por María. De esta forma, siendo realidad creada, ella se realiza y llega a ser persona en relación con las personas increadas.

Antes definimos la persona como relación. Vimos ya que Jesús es relación eterna con el Padre. Pues bien, de una manera misteriosa, Jesús ha traducido esa misma relación en términos humanos, al hacerse hijo de María. Por eso, su relación con ella vendrá a ser definitiva (escatológica), en el centro de la historia. Ella es mucho más que flor que pasa (cf. Is 40,8), es más que hoja que arrebata el viento (cf. Job 13,25). Es persona para siempre, por estar relacionada de una forma radical (escatológica o pascual) con el mismo Hijo de Dios que es Jesucristo.

Este dato nos sitúa en el centro del misterio cristiano. Los protestantes acentúan el «sólo Jesucristo», aislándolo así de los restantes hombres de la historia. Los católicos sabemos que Jesús, al encarnarse en radicalidad, es decir, como persona, debe hallarse acompañado de los hombres, sus hermanos; hacia ellos expande su novedad mesiánica, con ellos se comunica en encuentro personal. Pues bien, el primero de los que dialogan con Jesús en este espacio de nueva humanidad es María, su madre.

En esta perspectiva se debe recuperar el título de María como socia de Jesús, por emplear una palabra que fue usual hace varios decenios. María es prototipo de la humanidad que colabora con el Cristo de Dios: prepara su venida, escucha su palabra, le responde en un camino de apertura misionera. Sabemos que la salvación es don de Dios en Cristo; pero Cristo nos ha dado la capacidadpara acogerla y realizarnos así como personas libres, responsables. En esta perspectiva situamos y entendemos a María. Ella es la primera persona de la nueva humanidad: así prepara el lamino de Jesús, desde la cumbre del AT; así camina con Jesús, desde Belén hasta el Calvario, descubriendo día a día la exigencia de la fe y realizando su existencia; así culmina con Jesús resucitado, en la gloria de Dios Padre, como asunta al cielo. Por eso la llamamos la persona humana verdadera.

3. Transparencia del Espíritu santo

En todo este libro he presentado y comentado ya las relaciones de María y el Espíritu santo utilizando la palabra transparencia. Ahora asumo nuevamente el término y lo encuadro dentro del contexto general de las relaciones de María con la trinidad, en su proceso de personalización humana y creyente.

El Espíritu es persona de amor intradivino, el encuentro o comunión donde se vinculan para siempre el Padre con el Hijo. En nivel de economía salvadora el mismo Espíritu de Dios expresa su misterio en una triple epifanía que ahora brevemente presentamos :

  1. Hay una epifanía que comienza en el AT y se explicita a través de la historia salvadora. El Espíritu es presencia de Dios que va actuando a lo largo de esa historia, dirigiéndola a su meta de plenificación. Así decimos que actuaba ya al principio de la creación (Gén 1,1-2), que fue hablando a través de los profetas (Credo) y hablará en la meta, cuando se realice la salvación escatológica.

  2. Hay una segunda epifanía de carácter individual, que se explicita en la persona y vida de Jesús durante el tiempo de la historia. El Espíritu es quien hace que Jesús se encarne, como un hombre individual entre los hombres. Por eso le acompaña de anunciación a pascua, haciéndole así ungido o Cristo de la historia. El mismo Espíritu nos hace compañeros de Jesús, capaces de asumir su mismo empeño individual de salvación, como personas.

  3. El Espíritu se expresa, por la pascua, como principio de unidad entre los hombres. El misterio de amor que vincula a los creyentes en la Iglesia, haciendo que ellos constituyan una especie de persona ampliada, comunión en la que todos participan del misterio de una vida compartida, escatológica.

Esta triple epifanía del Espíritu de Dios en nuestra historia resulta primordial para entender sus relaciones con María. Conforme al testimonio del NT, explicitado especialmente por Lucas, ella constituye el lugar privilegiado de la actuación y presencia del Espíritu en medio de los hombres. De una forma quizá simplificada, y reasumiendo el esquema precedente, pudiéramos decir:

  1. En María ha culminado la epifanía veterotestamentaria del Espíritu. Todos los caminos anteriores, de la creación y los profetas, fueron sólo un primer paso. Al llegar la plenitud de los tiempos, el Espíritu de Dios ha venido de manera total sobre Maria para convertirla en madre histórica del Hijo de Dios (cf. Lc 1,35). Con eso ha completado su camino: la historia se cumple y termina; la humanidad entera, representada por María, ha recibido la fuerza del Espíritu, para dialogar de esa manera con Dios Padre y convertirse en Madre del Hijo de Dios. La humanidad se ha vuelto así lugar de transparencia del Espíritu divino.

  2. El Espíritu individualiza a María: hace que ella pueda realizarse como persona bien concreta, en relación a Cristo. Antes hemos dicho que el Espíritu acompaña a Jesús en el camino de su vida, haciéndole individuo humano y Cristo, es decir, mesías de los hombres. Pues bien, el mismo Espíritu fundamenta a María como persona humana, capacitándola para asumir su propia vida y decir «yo» (= yo quiero) ante Dios Padre.

  3. María recibe finalmente el Espíritu de Cristo en el pentecostés de la Iglesia, como supone Jn 19,25-27.30 y como indica Hech 1,14. Culminada ya la historia vieja, realizado su encuentro con Jesús, María viene a situarse en la comunidad creyente. Allí recibe el Espíritu de nueva comunión que la vincula al pueblo nuevo del Señor glorificado, al cuerpo vencedor y misterioso de Jesús sobre la tierra.

Estos son los elementos personalizantes del Espíritu de Dios, tal como vienen a expresarse por medio de María. Ella es de algún modo la persona transparente, aquella donde viene a desvelarse el gran misterio del Espíritu de Cristo. Por eso, no resulta extraño que algunos teólogos quisieran identificar el Espíritu y María. Pero, como ya hemos indicado, esa identidad no puede mantenerse, porque la persona del Espíritu se expresa de manera supraindividual, en el camino de la historia, en el encuentro que liga a las personas como Iglesia. Por eso reasumimos el esquema anterior y lo aplicamos al proceso de María:

En primer lugar, el Espíritu personaliza a María al introducirla en la historia de su pueblo, que es compendio y signo de la historia universal. No separa a María de los otros hombres sino que la introduce en el camino y meta de la historia. Por eso, al final del AT, al pronunciar el «fiat» humano necesario para el cumplimiento escatológico, María ha respondido a Dios en nombre de toda la humanidad. Ella recibe el Espíritu a manera de culmen de la historia: como Hija de Sión donde confluyen las antiguas esperanzas. Por eso la llamamos transparencia del Espíritu: expresión de su presencia y signo de su fuerza entre los hombres. Por eso decimos: la misma historia es sacramento del Espíritu y no sólo la persona aislada de María.

En segundo lugar, el Espíritu personaliza a María al convertirla en miembro de la Iglesia. Ella nunca actúa en solitario. Primero asumía el camino de la historia israelita. Ahora la hallamos en el centro de la Iglesia, como lugar de referencia donde vienen a encontrarse parientes de Jesús, apóstoles, mujeres que le siguen (cf. Hech 1,14). El Espíritu es amor mutuo y María sólo puede recibirlo plenamente cuando viene a situarse dentro de un espacio de amor: la comunidad de creyentes. Sólo es transparencia del Espíritu al hallarse en comunión radical con sus hermanos.

Finalmente, el Espíritu es principio de individualización. María está en la meta de la historia, pero no se ha diluido en el proceso que ella forma. Está en el centro de la Iglesia, pero no viene a perderse en su interior. Precisamente puede realizarse de verdad como persona en el lugar donde confluyen esos dos caminos: la línea diacrónica de la historia de la salvación que ahora culmina en Jesucristo; y la línea sincrónica de la comunidad creyente, reunida tras la pascua en el cenáculo. En el lugar de confluencia de esas líneas, internamente iluminada por la fuerza del Espíritu y unida en amor a Jesucristo, María puede presentarse y se presenta como una persona individual, la primera persona de la historia.

De esta forma planteamos nuevamente el misterio trinitario. Sabemos ya que el Padre es persona en cuanto engendra eternamente al Hijo Jesucristo; con el mismo amor lo engendra dentro de la historia, por medio de María, como ya hemos indicado. El Hijo, por su parte, es persona en el misterio trinitario, en diálogo de escucha y de respuesta con el Padre. También sabemos ya que el Hijo se ha encarnado, realizando en forma humana su camino personal eterno. No comienza a ser otro distinto, ni suscita un nuevo encuentro personal, sino que vive y realiza entre los hombres el misterio eterno de su mismo encuentro trinitario, fundante con el Padre, en el Espíritu de amor; así les capacha para realizarse también como personas sobre el mundo. Pues bien, Cristo ha realizado sobre el mundo su encuentro con el Padre por medio de María, transparencia del Espíritu.

Ciertamente, el Espíritu es persona en plano eterno, como unión de Padre e Hijo. No es que hubiera ya personas previas (Padre e Hijo) y que después, como añadido, se viniera a sumar el Espíritu divino. Al contrario. En la misma constitución de Padre e Hijo, como dualidad primera, hallamos la persona del Espíritu que, en forma tanteante, se podría definir con estos rasgos: a) es el proceso del amor, aquel camino que va del Padre al Hijo y que del Hijo vuelve nuevamente al Padre; b) es el amor cumplido, es decir, la comunión por la que el uno está en el otro y viceversa.

Este amor de Dios, como proceso de ser y cumplimiento de vida, es la persona del Espíritu en nivel originario, eterno.

De manera lógica, el Espíritu se expresa en el proceso de la historia, como ya hemos indicado. El Espíritu de Dios ofrece unidad y sentido trascendente a todo el camino salvador, de Adán a Jesucristo. Por eso, nuestra historia está fundada en el amor de Dios y no vacila y se pierde en el vacío. Siendo amor fundante y expansivo, el Espíritu se expresa en la unidad de amor cumplido entre los hombres: de esa forma, la unión de Padre-Hijo se amplía y explicita como encuentro personal interhumano.

Por eso, el Espíritu no puede encerrarse en una persona individual, como sucede con el Hijo de Dios que se ha encarnado en Cristo. El Espíritu se expresa, se revela y se difunde en el camino de la historia y en la misma unión de hermanos, en la Iglesia. Así lo descubrimos por Jesús que es Hijo de Dios y en cuanto tal tiene el Espíritu y lo expande hacia los hombres como promesa de amor (plano histórico-diacrónico) y como amor cumplido (plano comunitario-sincrónico). Pues bien, por encontrarse cerca de Jesús, María ha recibido y expresado de una forma peculiar la fuerza-amor de Espíritu divino.

María no es el Espíritu santo, pero su persona se vuelve transparente a la acción de ese Espíritu de forma que puede presentarse como culminación de la historia y centro de la Iglesia. Ella es el verdadero Israel que ha creído en la palabra de su Dios y le responde de manera libre, realizada. Ella es el alma inspiradora de la comunidad de los creyentes, que se juntan en amor después de pascua. Pero aún podemos decir más: en la cumbre del proceso de Israel y en ese encuentro escatológico (en la Iglesia), María viene a desvelarse como persona individual que ha mantenido (y mantiene) relaciones privilegiadas de amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu. Ella pertenece a nuestra misma humanidad, como creatura de este mundo; pero, al mismo tiempo, se realiza de manera fontal como persona, dentro del espacio trinitario. Por eso hemos dicho y decimos, de forma conclusiva: María es la primera persona de la historia.

XABIER PIKAZA
LA MADRE DE JESÚS