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Temas centrales.
Transparencia del espíritu


Hemos planteado ya el principio fundamental de la mariología, situándonos en perspectiva pneumatológica. Para estudiarlo nuevamente a más hondura tenemos que volver al fundamento bíblico del tema. De un modo especial nos fijaremos en dos textos: María recibe el Espíritu para ser Madre del Cristo (anunciación); lo recibe nuevamente como don del Cristo ya resucitado (pentecostés). Entre ellos viene a discurrir todo nuestro estudio.

El mismo planteamiento del problema está mostrando nuestros presupuestos hermenéuticos. Volvemos a los textos después de haber trazado los diversos campos de lectura que derivan de la teología. No podemos ser neutrales, porque estamos implicados en el mismo proceso de lectura. No podemos ser neutrales, pues estamos ya comprometidos en aquello que estudiamos, dentro de una Iglesia que nos sigue ofreciendo su experiencia de «hermeneuta» o guía en la lectura de la Biblia. No somos neutrales, pero queremos ser claros y profundos. Por eso volvemos a los textos; primero a Lc 1,26-38, luego a Hech 1,14. Sólo retornaremos, desde nueva hondura, al tema planteado de la relación entre el Espíritu y María en perspectiva de revelación de Dios y de realización masculino-femenina o personal del hombre.


I. MARÍA EN LA ANUNCIACIÓN

Comenzamos con el texto más profundo, Lc 1,26-38. No tratamos de estudiarlo en su detalle histórico-teológico que ha sido muchas veces precisado 1. Ahora tratamos de fijar sólo dos rasgos

1. No podemos ofrecer aquí una bibliografía completa sobre Lc 1,26-38. Además de los comentarios a Lc, queremos destacar: J. P. Audet, L'Annonce a Marie: RB 63 (1956) 347-374; P. Benoit, L'Annonciation, en Exégêse et Théologie III, Paris 1968, 179-215; R. E. Brown, El nacimiento del Mesías, Madrid 1982, 295-342; C. Escudero F., Devolver el evangelio a los pobres. A propósito de Lc 1-2, Salamanca 1978, 67-172; J. Galot, María en el evangelio, Madrid 1960, 7-78; A. George, La Mire de Jésus, en Etudes sur l'oeuvre de Luc, Paris 1978, 429-464; J. Gewiess, Die Marienfrage: BZ 5 (1961) 221-254; R. Laurentin, Les Evangiles de l'enfance du Christ, Paris 1982; L. Legrand, L'Annonce a Marie, Paris 1981 (donde se reasumen trabajos anteriores); J. McHugh, The Mother of Jesus in the NT, London 1975, 37-68; S. Muñoz Iglesias, Los evangelios de la infancia II. Los anuncios angélicos previos en el Evangelio lucano de la Infancia, Madrid 1986 (que asume trabajos anteriores del autor; con amplia bibliografía en p. 291-315); H. Räisänen, Die Mutter Jesu im NT, Helsinki 1969, 77-155.

de su gran mensaje: la aportación de María en el misterio de la encarnación del Hijo; su relación de transparencia respecto del Espíritu.

1. Encarnación del Hijo

La escena que estudiamos (Lc 1,26-38) se encuentra estructurada a partir de la triple palabra del ángel a María. a) Hay un momento de presentación: «salve, oh agraciada, el Señor está contigo» (1,28). El saludo transmite un amor muy especial y es comprensible que María, la doncella, se turbe al meditarlo (1,29) 2. b) Hay una primera explicitación: «no temas, María, porque has hallado gracia ante Dios; he aquí que concebirás...» (1,30-33). El saludo anterior se convierte así en encargo: es revelación de una tarea que María debe realizar. c) Hay una segunda explicitación. María ha interrogado (Lc 1,34) y el ángel le responde de nuevo diciendo: «el Espíritu santo vendrá sobre ti...» (1,35). La presencia de Dios y su gracia en María se expresan definitivamente por medio del Espíritu.

En la armonía progresiva de esa triple palabra se va descubriendo el sentido de la presencia de Dios en María. Se trata de una misma presencia que viene a mostrarse en dos efectos complementarios. a) Enriquece a María, convirtiéndola en agraciada de Dios. b) Actúa a través de ella, para el surgimiento de su Hijo. La plenificación personal de María y su colaboración como madre al nacimiento de Jesús forman como dos caras de una misma donación y entrega de su vida.

Con habilidad especial, en la línea del AT, Lucas ha tejido la escena de tal forma que las tres intervenciones del ángel vienen a encontrarse separadas por dos interrupciones o preguntas de María, que sirven para realzar los motivos, resaltando su sentido más profundo. a) Ante el primer saludo (1,28), María responde con su turbación interna. No le turba la teofanía en sí; ella parece estar

2. He estudiado el tema en el cap. 2 de esta obra. Cf. S. Strobel, Der Gruss an Maria: ZNW 53 (1962) 86-110; J. McHugh, o.c., 42-43.

acostumbrada a Dios. Le inquieta la palabra que Dios le ha dirigido: presiente que en el fondo de ella hay un misterio y por eso, ante la novedad de la revelación, se turba, de tal forma que su misma turbación le sirve de pregunta. b) La primera aclaración del ángel suscita una pregunta nueva de María, que ahora interroga expresamente: «¿cómo será esto, pues no conozco varón?» (1,34). Tampoco esta pregunta debe interpretarse en sentido historicista. Ella se formula para explicitar la búsqueda de María y, sobre todo, para situar mejor el tema, permitiendo una respuesta del ángel que aclare el sentido de la intervención de Dios. 3

Dios se ha revelado y Maria le responde preguntando. Entre los dos se ha establecido un diálogo tejido de respeto y de con-fianza. Dios no se le impone, le razona. María no vacila en preguntar, presenta su camino. Sólo así, en un clima de entrega mutua puede afirmarse que la escena ha culminado: Dios ofrece su Espíritu (Lc 1,35); María le responde ofreciéndole su vida (Lc 1,38). De esta forma, ella participa personalmente en el misterio del surgimiento mesiánico. No es un medio que se emplea y después se deja fuera. Al contrario: sólo en la medida en que ella es im-portante (como espacio de presencia de Dios y transparencia de su Espíritu; cf. 1,28.35) puede colaborar con Dios, siendo mediadora personal de su encarnación sobre la tierra. El enriquecimiento personal resulta inseparable de su transformación dinámica, es decir, de su actuación como madre del Mesías. Sólo una vez que eso está claro se pueden formular dos temas de carácter más teológico: ¿cómo actúa Dios? ¿cómo se presenta en nuestra escena?

De Dios se habla en un lenguaje personal: es el que llama, pregunta, responde. Su palabra se explicita por medio del «ángel del Señor» (cf. Lc 1,11), que recibe nombre propio y se llama Gabriel, fuerza de Dios (1,19.26), o simplemente «el ángel» (1,18.30. 35.38). Resulta evidente que ese ángel, visto en el trasfondo del AT, aparece aquí como expresión de Dios: es un modo de hablar de su presencia personal y dialogante en relación con María. Pues bien, al lado de ése, hay un lenguaje dinámico en que Dios viene a expresarse y actuar por medio del Espíritu (Lc 1,35). Del sentido de ese Espíritu hablaremos todavía.

Volvamos a las personas que mantienen el diálogo. Por un lado está María. Ella comienza en actitud pasiva, escucha, se ad-mira, pregunta; pero su misma pasividad viene a convertirse en

3. Cf. Gewiess, o.c., 221s; S. Muñoz Iglesias, EI evangelio de la infancia en san Lucas y las infancias de los Héroes: EstBib 16 (1957) 329-382; H. Schürmann, Luca I, Brescia 1983, 142-146.

muy activa. Ella es quien pronuncia la palabra decisiva, el «hágase» que pone en marcha la actuación de Dios y su presencia salvadora sobre el mundo. A través del ángel, que es señal de la palabra del Altísimo, María ha dialogado con Dios de cara a cara, de libertad a libertad, de reverencia a reverencia. Ha dialogado y respondido: «hágase» (1,38). De esa manera deja libre el camino de Dios que actúa por su Espíritu. Esto significa que el diálogo se vuelve triangular. En los extremos se hallan Dios y María: el centro, como campo de unidad y encuentro, es el mismo Espíritu divino.

Diálogo significa cruzamiento, encuentro de «logos» (palabras): se unen así el Logos de Dios y el logos de María. Dios mismo pronuncia su Palabra en el Espíritu. María, por su parte, le responde, pronunciando esa palabra de Dios como palabra humana y así nace Jesucristo. Esto nos permite precisar de nuevo los aspectos del misterio. Dios aparece como dueño de la eternidad, origen y sentido de todo lo que existe; pues bien, Dios ha expresado su Palabra eterna, hablando con María, en el Espíritu. María representa el camino israelita, mejor dicho, el camino de los hombres: por vez primera, en el transcurso de la historia, ellos pueden hablar con Dios de igual a igual; por eso, en su palabra humana (fiat) viene a pronunciarse humanamente, esto es, se encarna, la Palabra eterna de Dios Padre. El Espíritu aparece ahora como el gran misterio del encuentro: es, por un lado, Espíritu de Dios, es el espacio de su amor en el que viene a pronunciarse su Palabra; pero, al mismo tiempo, es desde ahora Espíritu de María, es la intimidad y hondura de su vida abierta hacia el misterio de Dios, engendrando sobre el mundo al Hijo Jesucristo.

De este modo, la vida y persona de María, sin formar parte de la eternidad de Dios, se ha convertido en condición necesaria de su manifestación en el camino de la historia. Ella pertenece al surgimiento humano del Hijo Jesucristo. Una vez más podemos formular el tema. Para ser Padre dentro de la historia Dios mismo necesita de María: sólo si ella consiente y colabora, Dios engendra sobre el mundo a su Hijo Jesucristo. Para ser lazo de unión entre Dios y los hombres, el Espíritu santo necesita de María: sólo a través de ella puede explicitarse sobre el mundo, haciendo así posible el nacimiento de Jesús, el hombre que mantiene relación filial perfecta con Dios Padre. Por medio de Jesús el resto de los hombres pueden vincularse plenamente al misterio del Espíritu.

Todo esto nos lleva al nacimiento de Jesús por medio de María. Por medio de su «fiat», María se convierte en lugar de transparencia del Espíritu, de forma que por ella, en ella, nace sobre el mundo el Hijo eterno. De tal modo ha escuchado a Dios que la Palabra seconvierte en vida humana en medio de ella. Humanamente hablan-do, la Palabra se convierte en Hijo: alguien que nace y va creciendo en el espacio de acogida y entrega de una madre. Pues bien, el gran misterio se condensa así: naciendo de la escucha de María, como su hijo, Jesús es a la vez el Hijo eterno; es el que nace desde siempre en el seno maternal de Dios que es el Espíritu.

De esa forma, la generación eterna del Hijo viene a realizarse, por la escucha de María, como generación temporal: el que nace de ella no es un ser distinto, un nuevo individuo personal sino que nace, en forma humana, el mismo Hijo eterno de Dios. Este es el misterio. Dios y María colaboran, según eso, en el mismo surgimiento de Jesús. Ciertamente, no colaboran sobre el mismo plano. No son dos agentes que arrastran, como en sirga, cada uno por un lado del canal, la misma barca de la vida de Jesús (según la imagen usual del molinismo, en la controversia De auxiliis). Dios será actuante principal, primero, y todo poder y actividad proviene de su gracia. Pero el mismo Dios ha querido que su Hijo realice su generación divina en forma humana. Por eso necesita de María. Ella es la madre temporal del mismo Hijo eterno.

2. Transparencia personal del Espíritu

La colaboración anterior sólo es posible si María queda «transformada en Dios», si es que recibe su fuerza y su verdad en el Espíritu divino. Así lo viene a declarar Lc 1,35: «el Espíritu santo vendrá sobre ti...». Estas palabras se han entendido en tres perspectivas principales que ahora explicaremos: de creación escatológica, de inhabitación sacral, de transparencia personal. Ellas nos ayudan a entender mejor el tema.

El esquema de creación escatológica ha sido utilizado, sobre todo, por los investigadores protestantes. Superando todos los mi-tos hierogámicos que aluden a un comercio sexual entre Dios y una mujer del mundo y después de un cuidadoso análisis de textos del AT y judaísmo intertestamentario, C. K. Barret afirma que la presencia del Espíritu en María debe interpretarse a partir de los relatos de la creación (Gén 1,2s) que ahora se entienden en con-texto escatológico. «Así como el Espíritu de Dios estaba activo en la creación del mundo, del mismo modo había que esperar a ese mismo Espíritu también en su renovación. Se saca fácilmente la conclusión de que la entrada del redentor en el escenario de la historia era la obra del Espíritu; y esto explica la introducción del Espíritu en los relatos del nacimiento». «La entrada de Jesús en el mundo constituye la inauguración de la nueva creación por parte de Dios, y por tanto tiene su única analogía verdadera en el Génesis» 4. De esta perspectiva se deducen dos consecuencias fundamentales. 1) Una sobre el hecho: la concepción de Jesús y su venida al mundo por María constituyen la nueva creación a que aludieron los profetas, es la culminación de la historia, el mundo nuevo. 2) Otra sobre María: ella es la tierra verdadera, aquella madre tierra que, siendo por sí misma infértil, caos y vacío, Dios mismo ha fecundado con su Espíritu. En esta línea, a través de la esperanza judía, el cristianismo habría asumido y transfigurado, concentrándolo en María, el viejo mito agrario de la tierra como Diosa-Madre: es signo de fecundidad, origen de los vivientes. 5

El esquema de la inhabitación sacral ha sido utilizado especial-mente por autores católicos de tradición francesa. María representa para ellos la verdad y cumplimiento de aquello que indicaba la presencia fecundante de Dios en Israel, representado como hija de Sión, templo santo o arca de la alianza. En esta línea se sitúa R. Laurentin, cuando se funda en el signo de Ex 40,35: «la nube cubrió el tabernáculo y la gloria de Dios llenó el santuario». Nube y gloria de Dios son para Lc 1,35 los signos del Espíritu de Dios (Pneuma-Dynamis) que cubren a María y la fecundan con su gracia 6 Algo matizada, esta opinión se ha vuelto común en muchos católicos: la presencia del Espíritu de Dios que viene a cubrir a María (episkiasei) se interpreta sobre el fondo de la nube que llena el tabernáculo o el templo (cf. Núm 9,18.22; 2 Crón 5,7; Ez 36,26-27). María es, por lo tanto, el santuario escatológico de Dios entre los hombres 7. En esta perspectiva se apoyan también dos consecuencias. 1) Una sobre el hecho: por medio de la anunciación, Lc intenta mostrar que las promesas de Israel ya se han cumplido. 2) Otra sobre María: ella es el templo verdadero, es campo de presencia del Espíritu, lugar sagrado donde habita la divinidad para expandirse después a todo el pueblo 8. Evidentemente, esta presencia es dinámica: el Espíritu de Dios está en María para hacerla madre, lugar de surgimiento salvador del Cristo.

  1. C. K. Barret, El Espíritu santo en la tradición sinóptica, Salamanca 1978, 50-52.

  2. Cf. J. Morgenstern, Some significant antecedents of Christianity, Leiden 1966, 81-96. Destaca el trasfondo mítico en la figura de Maria G. Ashe, The Virgin, London 1976, 7-32.

  3. Cf. R. Laurentin, Structure et Théologie de Luc I-II, Paris 1957, 73s. En perspectiva protestante desarrollan estos presupuestos H. Sahlin, Das Messias und das Gottesvolk, Uppsala 1945, 127s; M. Thurian, La Madre del Señor, figura de la Iglesia, Zaragoza 1966, 65s.

  4. Cf. A. Feuillet, Jésus et sa Mére, Paris 1974, 17s.

  5. Para una visión más extensa del tema, cf. E. G. Mori, Hija de Sión, en Nuevo Dic. Mariología, o.c., 824-833.

    Hay un tercer esquema que, a falta de otro nombre mejor, hemos llamado de transparencia personal y dialogal. Se trata de un modelo que aún no se ha desarrollado plenamente. Representa un deseo más que una linea exegética, un presentimiento más que una visión sistemática. La defienden aquellos que se sienten incómodos ante las imágenes anteriores. María es para ellos más que tierra vacía a la que viene el Espíritu de Dios para crear en ella un mundo nuevo (contra la primera visión). María es más que un templo, más que objeto sagrado o tabernáculo en que viene a posarse la nube, como signo de presencia de Dios (contra la segunda visión). María es una persona y los principios de su encuentro con Dios deben matizarse en forma personal. La presencia del Espíritu en María sólo puede entenderse desde el fondo de un diálogo de libertad, de llamada y de respuesta, de amor y de obediencia que desborda los esquemas cósmico-sacrales. Ella es ante todo la mujer agraciada: es amada de Dios, cosa que no puede asegurarse de la tierra o tabernáculo. Dios muestra su amor dialogando con ella por el ángel: esto significa que el Espíritu ha de verse en el contexto de un encuentro respetuoso, de acogida y respuesta. Por eso, acción y presencia del Espíritu en María acaban dependiendo de su propia palabra, de su «fíat». Ha llegado el momento en que, al lado del genetheto (Gén 1,3) de la creación primera de Dios venga a situarse el genoito de María (Lc 1,38) que aparece como centro y colmen de la nueva creación. En el principio Dios dijo un «hágase» en imperativo, sin pedir permiso a lo creado. Ahora, al final, Dios mismo tiene que esperar la palabra de María, como un «hágase en mí», en forma optativa, de deseo, que no impera sobre Dios sino que dialoga con él, de tal modo que los dos se juntan en un mismo misterio de amor y encarnación.'

    Esto nos conduce a un campo inesperadamente nuevo de presencia de Dios y plenitud para María. El Espíritu santo aparece en ella como poder de Dios que actúa dialogando. Es un espacio de llamada y respuesta, es el encuentro donde vienen a juntarse fuerza del Altísimo y libertad de lo creado. El Espíritu se define como mediación eterna en que se unen el Padre con el Hijo. Pues bien, el mismo Espíritu vincula dentro de la historia (como historia escatológica) al Padre con el Hijo por María: ella es por tanto la revelación histórica de la mediación intradivina.
     

  6. Sobre el sentido del «genoito» de Lc 1,38 y la diferencia entre el optativo y el imperativo, cf. C. M. Zerwick, Analysis philologica NT graeci, Roma 1960, 130; F. Blass y A. Debrunner, A Greek Grammar of the NT, Chicago 1961, 194-196.

    Desde ahora, la realidad del Espíritu de Dios como poder de creación y presencia salvadora en Israel (esquemas anteriores) no puede separarse de la vida y gesto de María. Pero ella es más que objeto, más que tierra o casa santa a la que adviene el Espíritu de Dios desde lo externo. Con su acogida y respuesta, su amor y obediencia creadora, María viene a presentarse como transparencia y signo pleno del Espíritu de Dios entre los hombres. Así lo ha interpretado Lucas. Así lo empiezan a entender muchos cristianos. 10

    Personalmente me inclino por esta tercera perspectiva. Ciertamente, a Lc le interesa sobre todo el «fruto de María», esto es, el nacimiento del Hijo eterno. Pero como teólogo avezado a la manera de actuar de Dios y situándose dentro de la tradición de la Iglesia, sabe que ese nacimiento no puede interpretarse ni entenderse sin la fuerza y presencia del Espíritu. Por eso, aunque el sentido del texto (Lc 1,26-38) sea básicamente cristológico (no mariológico), debemos añadir que importa mucho la figura de María. Ella no es un instrumento mudo, no es un medio inerte que Dios se ha limitado a utilizar para que nazca el Cristo. Ella es lugar de plenitud del Espíritu, tierra de la nueva creación, templo del misterio. Más aún, es la persona realizada y perfecta que dialoga en libertad con Dios allí donde culmina ya la historia. Sólo así, como persona, se introduce en el Misterio divino (Trinidad).

    Por eso, entre el Espíritu y María hay una mutua información o causalidad. El Espíritu hace a María la Madre del Hijo de Dios; María ofrece al Espíritu de Dios su vida humana para que a través de ella pueda surgir el mismo Hijo eterno dentro de la historia.


    II. MARÍA
    EN PENTECOSTÉS

    Hay en el comienzo del libro de los Hechos un texto que parece muy sencillo pero que después suscita grandes preguntas y certezas: «subieron a la sala superior donde se alojaban. Eran Pedro, Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago el de Alfeo y Simón el celota y Judas el de Santiago. Todos estos perseveraban con un mismo interés en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y sus hermanos» (Hech 1,13-14). Nos fijaremos en las certezas más que en las preguntas. La primera es que María está presente en el comienzo de la Iglesia: ella ha realizado el camino de la fe y, unida a unos grupos especiales de seguidores de Jesús, forma parte de la Iglesia originaria. Hay además otra certeza: María ha recibido el Espíritu de pentecostés, culminando de esa forma el camino que había comenzado con la anunciación. Ya no recibe el Espíritu de maternidad para engendrar al Cristo sino el Espíritu Pascual de libertad y unión fraterna que le ofrece el mismo Jesús resucitado. Estos son los temas que ahora trataremos, para terminar uniendo en perspectiva pneumatológica y mariana los motivos de la anunciación y pentecostés.

    1. Entre los apóstoles

    Algunos consideran la presencia de María en el comienzo de la Iglesia como un dato sin valor histórico. Así ha dicho M. Goguel: «no hay ningún indicio válido que nos permita suponer que María ha formado nunca parte de la Iglesia» 11. Pues bien, en contra de eso, debemos afirmar que hay no solamente indicios sino también certezas fundantes que nos llevan a descubrir la presencia de María en la Iglesia primitiva. Sólo así se explica no sólo Hech 1,14 sino también Jn 19,25-27 que nos habla de María como miembro de la comunidad del discípulo amado. Sólo así se explica la existencia de una intensa veneración mariana que encontramos en el fondo de Lc 1,48 y en todo el evangelio de la infancia. 12

    La simple afirmación de la presencia de María en el comienzo pascual y pentecostal de la Iglesia suscita una serie de certezas que son determinantes para comprender el sentido de su vida y el sentido de todo el cristianismo primitivo. María nos conduce del encuentro individual con Dios, que se explicita en Lc 1,26-38, al encuentro comunitario de Hech 1,14. Así universaliza el valor de su experiencia y expande, en ámbito de unión fraterna, la misma realidad de su persona. Por la pascua de Jesús, ella ha renacido dentro de la Iglesia o, mejor dicho, ha renacido como Iglesia, en unión con sus hermanos. De esa forma ha culminado la presencia del Espíritu en su vida: podía parecer en Lc 1,35 que el Espíritu se daba sólo a su persona, de una forma individual, aislada y ya perfecta. Pues bien, ahora descubrimos que aquello fue un primer momento en el camino; por el don pentecostal de Jesús, el Espíritu de María se convierte en Espíritu de todos, como misterio de amor que unifica a la comunidad de los creyentes.

    10. En esta línea se mueven los autores estudiados en el capítulo anterior, cuando destacan la relación entre el Espíritu santo y María.
    11.
    La Naissance du Christianisme, Paris 1955, 141.
    12. Cf. A. George, o.c., 459.

Pero con esto podemos volver hacia los textos. Hech 1,14 nos ofrece una lista fundacional de los miembros primitivos de la Iglesia. Ellos forman el ejemplo, concreción y signo de todos los creyentes posteriores. Cada uno de los grupos tiene su propio sentido, una razón de ser y una función que cumplir dentro de la primitiva comunidad.

Primero están los once cuyos nombres se citan expresamente (cf. también Lc 6,14-16). Ellos reciben el nombre de «apóstoles» (Hech 1,2) y se definen como acompañantes de Jesús en el camino de su vida y testigos de su resurrección (Hech 1,21-22). Dentro de la Iglesia primitiva ellos garantizan y atestiguan la continuidad entre el mensaje histórico de Jesús y la experiencia pascual. Son intérpretes de la fe y garantía de la unidad originaria de la Iglesia. 13

Junto a los apóstoles están las mujeres. El texto (syn gynaixin) resulta indeterminado y podría referirse a diferentes tipos de personas (por ejemplo a las esposas de los apóstoles). Pero es evidente que en el fondo de Lc-Hech ellas son, al menos, las mujeres que acompañaron a Jesús desde el principio: María Magdalena, Juana, la mujer del funcionario Cuza, Susana y muchas otras (cf Lc 8,3). Han servido a Jesús, le han visto morir (Lc 23,49); son testigos de su entierro (Lc 23,55-56) y, sobre todo, testifican el misterio de su tumba abierta (Lc 23,56-24,11)14. Sin su presencia en la primera comunidad la Iglesia hubiera perdido un elemento fundante de la historia y plenitud del Cristo.

Están, al mismo tiempo, los hermanos de Jesús que forman un grupo bien determinado, como en 1 Cor 9,5 (tois adelphois autou). Pertenecen a la vieja familia del Señor, interpretada en un sentido extenso, como entonces se entendía en el oriente 15: Ellos ofrecen el testimonio de la humanidad de Jesús, de su familia, tan insignificante, perdida y poco culta, en Nazaret de Galilea (cf. Mc 6,1-6). Han sido en un principio adversarios de Jesús y han rechazado su camino mesiánico (cf. Mc 3,20-21.31-35; Jn 7,3.5.10). Pues bien, en un momento determinado, quizá a partir de la experiencia pas-cual de Santiago (cf. 1 Cor 15,7), que aparece como portavoz de todos ellos, estos familiares se han convertido (cf. 1 Cor 9,5; Gál 1,19), formando con apóstoles y mujeres el principio de la nueva Iglesia 16. Ellos aportan la prueba de los orígenes de Jesús, el re-cuerdo de su familia concreta entre los hombres. Un Jesús sin hermanos, sin crecimiento compartido, sin tradición asumida crítica-mente no sería verdaderamente humano.

Finalmente, como distinguiéndose de todos los grupos, está María, la madre de Jesús. Literariamente (si el kai tiene sentido conjuntivo respecto a lo anterior) se podría suponer que ella está integrada en el grupo de mujeres. Habría, según esto, tres grandes componentes de la Iglesia: apóstoles, mujeres y parientes. Sin embargo, es mucho más probable que ese kai (y) que le vincula a mujeres-parientes sea disyuntivo, de modo que ella forme grupo aparte. María tiene su propia personalidad, aporta una experiencia irrepetible y diferente en el conjunto de la Iglesia17. Así lo suponemos en las notas que ahora siguen.

Para entender lo que implica el surgimiento de esta primera comunidad donde se encuentra María como miembro distinguido, es conveniente que tracemos, al menos de manera hipotética, el transcurso de los hechos 18. Los apóstoles, impactados por el juicio-cruz, se han dispersado, volviendo a Galilea, donde el mismo Jesús vuelve a su encuentro (cf. Mc 16,7; Mt 28,7.10). Parece seguro que en esta conversión pascual ha intervenido poderosamente Simón (cf. Lc 22,32; 24,34; 1 Cor 15,5), que ahora confirma su nombre de Cefas-Pedro, fundamento de la Iglesia 19. Evidentemente, la experiencia pascual les lleva a Jerusalén, donde esperan la revelación definitiva de Jesús, Mesías de Israel, Hijo de Hombre escatológico 20. Las mujeres han quedado desde el principio en Jerusalén, donde han encontrado el sepulcro abierto. No sabemos lo que han hecho después. ¿Han corrido a Galilea para comunicar su experiencia a los apóstoles? (cf. Mc 16,7; Mt 28,10). No podemos precisarlo. Lo cierto es que las hallamos luego en Jerusalén,

  1. Sobre la lista de apóstoles en Hech 1,13, con los cambios de orden respecto a Lc 6,14-16, cf. E. Jacquier, Les Actes des Apótres, Paris 1926, 24-29; cf. también E. Haenchen, Apostelgeschichte, Göttingen 1961, 20; J. Roloff, Apostolat-Verkündigung-Kirche, Gütersloh 1965, 196-199; J. de Goitia, La fuerza del Espíritu, Bilbao 1974, 97-98.

  2. Cf. E. Jacquier, o.c., 29; E. Haenchen, o.c., 121-122; sobre las mujeres en la tumba, L. Schenke, Le tombeau vide et 1'annonce de la Résurrection, Paris 1970.

  3. Sobre los hermanos de Jesús sigue siendo básico J. Blinzer, Die Brüder und Schwestern Jesu, Stuttgart 1967; A. Meyer y W. Bauer, The Relatives of Jesus, en E. Hennecke, NT apocrypha I, London 1973; 418-432; R. E. Brown, o.c., 558-567; J. McHugh, o.c., 200-254.

  4. Cf. E. Jacquier, o.c., 29-30; H. Conzelmann, Geschichte des Urchristentums, Göttingen 1971, 28, 137-138.

  5. Cf. E. Jacquier, o.c., 29. Carece de fundamento la afirmación de E. Haenchen, o.c., 122, de que ha sido Santiago quien ha convertido a María, su pariente, para Cristo.

  6. Cf. H. von Campenhausen, Der Ablauf der Osterereignisse und das leer Grab, Heidelberg 1966; H. Grass, Ostergeschehn und Osterberichte, Göttingen 1964.

  7. Cf. H. Conzelmann, o.c., 129, 26s; O. Cullmann, Petros, TWNT 6, 99-112.

  8. Cf. E. Schweizer, Los comienzos de la Iglesia, en La Iglesia primitiva. Medio ambiente, organización y culto, Salamanca 1974, 20-21; L. Goppelt, Die apostolische und nachapostolische Zeit, Göttingen 1966, 14.

formando la primera Iglesia, con los apóstoles (Hech 1,13-14) 21. Sobre los parientes no sabemos nada, a no ser que asumamos la hipótesis de un duelo transformado en experiencia pascual de resurrección. Según la costumbre judía, la madre y hermanos se habrían reunido una semana y luego un mes en llanto riguroso y luto por Jesús, el muerto. En un momento determinado, quizá por el testimonio de las mujeres y/o los apóstoles el duelo se habría convertido en gozo y canto, en experiencia de nuevo nacimiento. 22

Pero dejemos las hipótesis, volvamos a los datos. Conforme al testimonio de Hech 1,13-14, la muerte de Jesús se ha convertido, a través de la experiencia pascual, en principio de unidad para los suyos. Pues bien, en este espacio pascual, que ha de entenderse como nuevo nacimiento, encontramos a María. Ella, que había recorrido un largo camino de fidelidad fundado en la presencia maternal y engendradora del Espíritu (cf. Lc 1,26-38), debe caminar de nuevo, muriendo con Jesús y renaciendo en el conjunto de la Iglesia. Pues bien, ahora no se encuentra sola, no tiene una palabra propia, aislada, irrepetible (como en Lc 1,38). Su palabra se ha vuelto universal y su experiencia es experiencia de todos los creyentes que, en torno a ella, esperan la plenitud de Jesús resucitado. Comprendemos ya que en esta perspectiva, en contra de una tendencia de inhabitación individualista y separada, que hemos visto culminar en L. Boff, no puede hablarse ya de identidad personal del Espíritu y María: ella recibe ese Espíritu como propio en la medida en que el Espíritu se expande a todos los creyentes, apareciendo así como «persona comunitaria», alma profunda, del con-junto de la Iglesia.

2. Al servicio de la Iglesia

¿Qué hacen los diversos miembros de la Iglesia reunidos? Quizá al principio lloraban por el hijo, hermano, amigo asesinado. Pero el llanto se convierte en gozo (cf. Tn 20.11-18), el dolor en nuevo nacimiento (cf. In 16,19-21). Enriquecidos por la nueva presencia de Jesús, sus fieles se han juntado porque esperan ya el fin de este mundo. El mismo Señor había anunciado la llegada de su Reino. Lógicamente, los discípulos que han visto su gloria pascual le preguntan: «¿es este el tiempo en que vas a establecer el reino de Israel?» (Hech 1,6). Jn 20,19 nos dice que los fieles de Jesús se

  1. Cf. X. Léon-Dufour, Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Salamanca "1985, 165-173.

  2. Cf. S. Ben-Chorin, Mutter Mirjam. Maria in jüdischer Sicht, München 1971, 137-141.

    hallaban reunidos con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En una actitud semejante, de gozo desbordado y de temor, parecen encontrarse los grupos de que trata Hech 1,13-14. Dos son las palabras que describen su experiencia: unanimidad y plegaria. 23

    Los fieles se mantenían unánimes (homothymadon), en gesto que recuerda y anticipa la actitud posterior de la Iglesia ya constituida (Hech 2,44-47; 4,32-35). Pues bien, en nuestro caso, la nueva comunión no es todavía consecuencia del Espíritu, que debe revelarse. La comunión deriva de Jesús y es principio de manifestación definitiva de su Espíritu. Hasta ahora los diversos grupos se encontraban separados: apóstoles, hermanos, mujeres... La misma madre de Jesús había hecho su camino aislada. De ahora en adelante todos ellos forman como un cuerpo, van constituyendo y realizando esa nueva personalidad comunitaria que es la misma verdad personal del Espíritu de Dios que se explicita sobre el mundo. 24

    Los fieles se mantienen en plegaria, se reúnen para orar (en proseukhé). El texto posterior dice que «estaban sentados» (Hech 2,2), quizá en actitud litúrgica de celebración del pentecostés judío. Ciertamente, su plegaria se halla abierta hacia el futuro de Jesús a quien esperan como el gran libertador, que ha de venir a transformar su vida antigua, inaugurando el Reino sobre el mundo. Desde esa perspectiva entienden y celebran la vieja y nueva fiesta de su pueblo. Ahora, al fondo de su gesto de esperanza y de recuerdo, han descubierto un elemento nuevo: experimentan el Espíritu del Cristo que les hace vivir desde ahora en el misterio de la nueva comunión eclesial, abriéndoles al mismo tiempo, en gesto misionero, hacia los hombres 25. De aquí se deducen dos grandes consecuencias: la comunión del Espíritu, que ellos viven como grupo de creyentes, viene a abrirse hacia los hombres y mujeres de Israel (y, después, a todo el mundo); la esperanza del futuro se traduce en gesto misionero del presente, en un camino que está determinado por la comunión intraeclesial y la palabra que irá abriéndose a todos los pueblos de la tierra.

    Pues bien, en esa matriz de nacimiento de la Iglesia hallamos a María, abierta con los otros grupos de creyentes al misterio del Espíritu de Cristo. Ciertamente, no podemos entender los datos de Hech 1-2 de una manera historicista. Pero al fondo de ellos encontramos el camino verdadero de la Iglesia. En un primer momento
     

  3. Cf. J. D. G. Dunn, Jesús y el Espíritu, Salamanca 1981, 223-255.

  4. Cf. J. Dupont, Etudes sur les Actes des Apótres, Paris 1967, 484.

  5. Cf. C. Schneider, Kathémai, TDNT 3, 440-441; J. Kremer, Pfingstbericht und Pfingstgeschehen, Stuttgart 1973, 97,105.

la experiencia pascual ha unificado a los discípulos del Cristo, haciéndoles vivir en comunión la presencia plena del Espíritu. En un segundo momento ese mismo Espíritu les abre, haciendo así que ofrezcan su experiencia y comunión a los judíos, samaritanos y, luego, a los gentiles (cf. Hech 1,8). Precisamente en el lugar de ese nuevo nacimiento, que supone la manifestación final de Dios sobre la tierra, hallamos a María. Ella ha culminado su camino de fe, introduciéndose como mujer carismática en el cuerpo de una Iglesia donde ofrece su experiencia y riqueza de misterio.

Ella ha realizado y culminado su camino individual de creyente, «avanzando en la peregrinación de la f e» que la mantiene unida a Jesús y transparente ante la gracia de su Espíritu (cf. Vaticano II, Sobre la Iglesia, 58). De esa forma es figura y modelo para todos los creyentes. La fragilidad de su vida de sierva humillada ha venido a convertirse en espacio de presencia y manifestación de la grandeza de Dios sobre la tierra. Ha combatido el buen combate, ha mantenido la fe; por eso puede presentarse como persona culminada, transparencia del Espíritu de Dios sobre la tierra (cf. 2 Tes 4,6).

Ese camino de la fe no la ha llevado a la muerte sino a la Iglesia donde, en unión con los otros caminantes (apóstoles, mujeres, parientes) viene a presentarse como la primera carismática 26. El Espíritu, que antes era fuerza de Dios en su gesto de maternidad mesiánica y maduración individual, viene a presentarse ahora como principio de vida compartida, matriz y sentido del nuevo nacimiento universal de los creyentes. Están allí todos (pantes de Hech 21,1), los apóstoles (cf. 1,26), los 120 hermanos (cf. 1,15), es decir, los tres grupos de que hablaba nuestro texto de Hech 1,14-15 27. Entre ellos, como primer testigo del camino de Jesús y como hermana primera, culminada, de la Iglesia está María. La palabra de Dios, que empezó a resonar el día de la anunciación, la hizo morir al mundo viejo de su casa israelita y de sus padres, familiares, de la tierra. Lo ha dejado todo por Jesús y Jesús la ha hecho nacer de nuevo en el centro de su Iglesia, dándole así el ciento por uno de aquello que había perdido (cf. Mc 10,29-31).

Vuelve de esta forma el tema de Jn 19,25-27, pero ahora la Iglesia está formada por todos los grupos de creyentes, que acogen a María en su centro. Ella recibe así la plenitud del Espíritu como amor comunitario, principio de nuevo nacimiento compartido. Sólo

  1. Cf. R. Laurentin, Les Charismes de Marie: EphMar 28 (1978) 309-322.

  2. Cf. J. Kremer, o.c., 95-96; J. D. G. Dupont, Baptism in the Holy Spirit, London 1970, 40; E. Jacquier, o.c., 44.

    ella puede ofrecer al conjunto de la Iglesia el testimonio viviente de la plena humanidad de Jesús. Por eso, su palabra y su presencia resulta necesaria para el nacimiento de la Iglesia donde todos comparten ya la misma vida del Espíritu.

María es, de esa forma, el tipo y signo de todos los creyentes, que deben recorrer el camino que ella ha recorrido. Así, podemos afirmar que los momentos de la fe son ya momentos de la vida y misterio de María. 1) Asumiendo en su persona todo el camino de Israel, María ha respondido a la palabra de Dios, ofreciendo su vida como espacio de manifestación del Espíritu (Lc 1,35.38). 2) Situándose ante el Cristo ya nacido, María ha tenido que recorrer un proceso de conversión que no la lleva del pecado a la gracia sino de la gracia inicial (plena como inicial) a la gracia consumada que implica su muerte al mundo antiguo y su nuevo nacimiento por la pascua. 3) Finalmente, cooperando al nacimiento de la Iglesia (Hech 1,13-14; 2,1s), María viene a presentarse como hermana universal de los creyentes: ha recibido un Espíritu de comunión y en la comunión cristiana viene a introducirse, como ejemplo de fe para todos los creyentes.

Todavía un paso más. La comunidad primera de María está formada por apóstoles, mujeres y parientes. Pienso que este dato, en su misma facticidad histórica, resulta extraordinariamente significativo para aquellos que aprenden a leer en el misterio. María se presenta aquí como persona abierta en tres aspectos. Está abierta a los parientes, de tal forma que ellos pueden recuperar su historia antigua, recreada por Jesús después de pascua. No niega su origen, no borra sus principios. El mismo Jesús la capacita para comprender y vivir de un modo nuevo su herencia israelita. María se halla abierta a los apóstoles en su doble función de testigos de Jesús y de varones: como a testigos les escucha, como a varones les ama en nuevo amor de fraternidad y comunión universal. Finalmente, Ma-ría se halla abierta a las mujeres en su doble función de servidoras-testigos de Jesús y de mujeres: como a servidoras de Jesús ha de acogerlas, recibiendo el testimonio que ellas siguen dando de la tumba vacía y de la pascua; como a mujeres las ama, dentro de una comunidad donde se viene a superar la división antigua que escindía y enfrentaba a varones y mujeres, siervos y libres, judíos y gentiles (cf. Gál 3,28). Pero con esto entramos en un tema (de distinción de masculino y femenino) que debemos tratar más adelante.

3. Anunciación y pentecostés. Conclusiones

Al menos en esquema debemos precisar el sentido del Espíritu en la obra total de Lucas (Lc-Hech). 1) En primer lugar, el Espíritu es poder de Dios que dirige la historia hacia Jesús. Esta línea se condensa en Lc 1,35: el Espíritu de Dios llena a María, de manera que ella pueda ser la madre, engendradora humana, del Hijo de Dios. 2) El Espíritu es poder divino de Jesús, como se muestra ya desde el relato del bautismo (cf. Lc 3,21-22). Ciertamente, Jesús mismo es persona, el Hijo eterno de Dios en forma humana; pero el fundamento y sentido de su acción liberadora es el Espíritu que actúa a través de su palabra y de su obra (cf. Lc 4,1-18; Hech 10,38). 3) Finalmente, el Espíritu es presencia y actuación de Jesús resucitado que lo ofrece desde el cielo a los creyentes (cf. Lc 24,49; Hech 1,5; 2,32-33). 28

Conforme muestra el esquema anterior, es evidente que Jesús mismo es el hombre del Espíritu, «pneumatóforo» por excelencia: del Espirito nace, con Espíritu actúa y Espíritu ofrece tras la pascua a sus creyentes, que pueden convertirse también en «pneumatóforos». Pues bien, el primero de esos creyentes, portadores del Espíritu es María. Ella aparece, de un modo privilegiado e irrepetible, en el primero y tercer momento del esquema. En el primero, María es representante de la historia, signo y concreción de toda la humanidad que busca al Cristo. En este plano, siendo expresión y portavoz de todos, ella debe actuar como persona individual: individualmente ha recibido la palabra y respondido con su «fiat» (hágase), recibiendo así el Espíritu divino que la constituye madre del Mesías universal. Pues bien, en el tercer momento del proceso María tiene que invertir el movimiento precedente: antes era humanidad que se concentra en una persona; ahora es persona individual que se introduce dentro de una comunidad, para renacer en ella y por ella desde Cristo. Ciertamente, no pierde su persona, no se pierde en un conjunto indeterminado, en una masa dirigida desde arriba. Pero ahora culmina su camino personal y se realiza plena-mente, en el Espíritu de Cristo, como miembro de una comunión de fieles que la admiten jubilosos en su seno (cf. Lc 1,48).

Situando a María en estos dos momentos de su esquema pneumatológico, Lucas ha mostrado que existe una marcada semejanza estructural entre el origen de Jesús (Lc 1,26-38) y el nacimiento de la Iglesia (Hech 1,13-14; 2,1s). En el primer caso el Espíritu actúa únicamente sobre María, en camino de transformación personal-individual que la convierte en madre del mesías. En el segundo caso actúa sobre María y sobre todo el resto de los fieles, en

28. Cf. H. von Baer, Der Heilige Geist in den Lukasschriften, Stuttgart 1926; G. W. H. Lampe, The Holy Spirit in the Writings o/ St. Luke, en Studier in the Gospels (in Memory R. H. Light/oot), Oxford 1955, 159-200.

camino de transformación personal-comunitaria que les hace ser Iglesia, es decir, comunidad escatológica del Cristo en el camino de la historia. María es quien aúna en su persona ambos momentos, realizando un camino de fidelidad materna y entrega cristiana al servicio de toda la Iglesia. Nadie la ha podido sustituir en su ca-mino; todos debemos aceptarla en la memoria y realidad creyente, como transmisora de la bienaventuranza de Dios sobre la tierra (cf. Lc 1,42). En ese aspecto, la fe de todos los cristianos conserva una clara dimensión mariana: como fundamento y base de nuestra comunión eclesial, tenemos que apoyarnos en el gesto de María; sólo si aceptamos como propia su palabra de fidelidad comprometida (Lc 1,38) podemos luego acompañarla en el misterio compartido de la Iglesia. En otras palabras, la entrega y presencia del Espíritu al principio de la anunciación (Lc 1,35) se conserva y plenifica en el conjunto de la Iglesia a través de la experiencia siempre actual de pentecostés (Hech 2). A partir de aquí podemos esbozar unas sencillas conclusiones.

Hech 1,14 sirve para recuperar eclesialmente el camino de María. Ella no es recuerdo del pasado, como uno de los viejos patriarcas de Israel que sólo vive para nosotros a través del cumplimiento de Jesús. Ella ha penetrado por pentecostés en el misterio de la Iglesia, apareciendo para siempre como la primera cristiana de la historia.

Desde Hech 1,14 comprendemos la palabra «me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48). El gesto de María permanece dentro de la Iglesia como signo de bienaventuranza: su pasado pertenece al futuro de los hombres que buscan con ella la bienaventuranza de Dios, esto es, el reino de la plenitud y justicia verdadera.

Por Hech 1,14 descubrimos a María como plenitud de un camino realizado. Hasta entonces ella compartió la búsqueda y dolor de todos los creyentes de la historia. Vivió en inquietud de fe (cf. Le 2,35.48), no pudo anticipar el gozo de la pascua. Pero ahora, culminada su experiencia, se presenta ante nosotros como vida ya cumplida, madurez ya realizada.

Por Hech 1,14 sabemos que María ha descubierto, al fin, el pleno carácter comunitario del Espíritu. Tuvo que salir de la familia de Israel por Jesús (cf. cap. 5); ahora, después que su Hijo ha muerto, ha descubierto en el Jesús resucitado la plena comunión de los hermanos. Por eso surge como hermana de todos, dentro de la Iglesia. Después ya no aparece en el camino de la historia. Cuando Lucas escribe, ella ha muerto, pero sigue viviendo no solamente

en Dios (¡en Asunción celeste!) sino también en la memoria y vida de los fieles que participan de su mismo Espíritu y cantan su mismo canto de alabanza (Lc 1,46-55).


III. PALABRA FINAL. VARÓN Y MUJER

En el capítulo anterior, partiendo de la perspectiva de L. Boff, hemos estudiado la relación entre Espíritu santo y María. Dejábamos allí el problema abierto, en espera de una mayor profundización exegética. Sobre esa base hemos tratado de fijar las implicaciones pneumatológicas y marianas de Lc 1,26-38 y Hech 1,14. Pues bien, realizado ese trabajo, ahora podemos volver al tema antiguo, fijándonos de forma especial en el sentido de lo masculino y femenino.

En primer lugar tratamos de Jesús como varón. No se podrá entender el signo femenino de María, como transparencia del Espíritu, a no ser que la veamos en estrecha relación con Cristo. Por eso planteamos el problema cristológico: ¿redime Jesús por ser varón? ¿es redentor como persona, Hijo de Dios, que ha realizado un camino de amor que trasciende la frontera de los sexos, para conducirnos a varones y mujeres al Dios Padre originario?

En segundo lugar planteamos el tema de María como mujer. Seguimos buscando el principio fundamental de la mariología. Por eso preguntamos por el rasgo primigenio que define su acción y su figura. ¿Es su, naturaleza de mujer? ¿es su verdad como expresión concreta del eterno femenino? ¿es su misma historia y vida de persona humana que se expresa y se realiza en un camino de fidelidad a Dios y apertura hacia los otros?

Después tratamos del tema de la unión entre los sexos. Ciertamente, el hecho de la dualidad varón-mujer pertenece al camino de la creación, como saben bien Gén 1-2 y Cant, por hablar sólo del AT. Pero ahora debemos precisar el plano en que se mueve esa dualidad, en relación con Dios y con la historia de los hombres. Sólo así podremos llegar hasta el nivel de la persona en donde se plantea el misterio de María. 29

1. Hijo de Dios como varón

Conforme a la visión de L. Boff, el Hijo desvela y actualiza el aspecto masculino de Dios. Por eso se ha encarnado en Jesús-varón: asume lo masculino de los hombres y lo eleva al nivel de plenitud y

29. En las reflexiones que siguen dialogamos con L. Boff, El rostro materno de Dios, Madrid 1980; Id., El Ave María. Lo femenino y el Espíritu santo, Santander 1982; Id., La Trinidad, sociedad y liberación, Madrid 1987, 240-242.

realización fontal de lo divino. Tales son los presupuestos de la cristología bipolar, bisexual, que Boff supone cuando habla de la espiritualización de María. Pues bien, su postura nos parece discutible, poco afortunada.

Es discutible, como puede advertirse planteando las preguntas que siguen: ¿Qué revela Dios en Jesucristo? ¿sólo su aspecto masculino? Más aún, ¿qué asume Jesús cuando se encarna? ¿se hace sólo varón o se hace plenamente humano? Pienso que debemos rechazar las dos posibles limitaciones. Jesús no revela un aspecto (masculino) de Dios sino su esencia plena, tal como la vive y la realiza el Hijo. Si Dios tuviera dos polos esenciales, uno masculino y otro femenino, deberíamos decir que Cristo expresa y los revela ambos a una. La Iglesia no ha tomado a Jesús como revelación del aspecto masculino de Dios sino como presencia plena y total de Dios sobre la tierra. Pues bien, poniéndonos en otra perspectiva, y dirigidos por la misma lógica de totalidad, debemos afirmar que Jesús tampoco asume un elemento del hombre (es decir, lo masculino) sino todo el ser del hombre, el hombre entero. Por eso no podemos limitarle en su parcela de varón sino que, en forma de varón, debemos entenderle como humano en su totalidad. También aquí el mensaje de la Iglesia nos parece claro: Jesús ha superado, en su camino de Reino, la vieja ruptura de varón y mujer; se ha situado en un nivel de encuentro, donación y transparencia que le han permitido asumir, por igual, la vida de varones y mujeres, en dimensión de humanidad auténtica.

La perspectiva cristológica dualista o masculina de L. Boff me parece, según esto, poco afortunada. En la hondura de Jesús no encuentro ya lo masculino de su forma de ser histórica (como tampoco lo judío o palestino del siglo I de este tiempo). En la forma limitada del varón, Jesús me ha revelado al hombre entero, siendo el Hijo de Dios sobre la tierra. Ciertamente, Jesús asume algunas convenciones de aquel tiempo: escoge un grupo de discípulos va-rones, todos judíos, con un tipo de misión determinada, que han de predicar en clave apocalíptica, etc. Pero su actitud más honda, su palabra de enseñanza, su llamada a los pequeños y a los pobres ya no admite diferencias: entiende a las mujeres y varones como hijos de Dios, destinatarios de un mismo amor de entrega, herederos de una misma promesa de Reino. No desexualiza a las personas para situarlas en un plano de idealidad supramundana. Al contrario, penetrando hasta el fondo de lo humano, respetando a cada uno en su propia diferencia, Jesús ofrece a todos un amor y Reino donde ya no existe diferencia para ricos y pobres, varones y mujeres.

Por eso afirmamos que Jesús no es la varonización de lo masculino de Dios (Verbo) en lo masculino de un hombre sino la encarnación total del Hijo de Dios (que no es varón ni mujer) en un hombre concreto de su tiempo, su sexo y circunstancia. Ciertamente, fue varón, pero no se ha definido a sí mismo por lo masculino. Realizándose en forma masculina, Jesús se ha definido en realidad como persona, en la totalidad de sus relaciones con Dios y con los otros.

Lo que individualiza a Jesús no es ser varón sino el camino de su propia vida, en libertad, entrega hasta la muerte y transparencia. Siendo masculino, Jesús abre para todos los humanos un camino de vida en libertad, en intensidad creadora, sin discriminaciones que provienen de la tradición, el sexo, la cultura de su tiempo. Asume la existencia con intensidad, llegando hasta su hondura, allí donde venimos a mostrarnos todos como humanos, seamos varones o mujeres (cf. Gál 3,28). De esta forma, siendo en sí mismo un individuo personal, Jesús ha podido identificarse al mismo tiempo con todos los hombres.

Lo que individualiza a Jesús no es su forma de varón sino su procedencia desde el Padre. Ciertamente, le distingue en un nivel su origen judío, como hijo de María. Pero al fondo de ese surgimiento, Jesús descubre y vive su origen desde el Padre, como el Hijo a quien el mismo Dios ofrece vida por amor para que en gesto de amor la realice, entregándola a los otros. Lo que a Jesús le ha distinguido es la manera de asumir la propia vida, como gracia de Dios Padre, regalo que recibe en transparencia y que despliega en total fidelidad, abriéndose en entrega fraterna hacia los hombres. En este plano, Jesús no existe ya como varón que se opone a las mujeres. Es primariamente humano: Hijo de Dios que ofrece a todos los varones y mujeres la experiencia de gracia que recibe de su Padre.

Añadiremos, finalmente: lo que individualiza a Jesús no es ser varón sino su forma de entrega por los hombres. No muere en cruz por varón sino como individuo humano, en plena y absoluta entrega de sí mismo. Es precisamente aquí, al perderse hasta el fmal, al desvestirse de su ser y regalarse por los otros, donde expresa (rea-liza) su valor individual. Así nos muestra que la salvación no consiste en defender lo masculino frente a lo femenino, ni al contrario. Está la salvación en darse a todos, entregando hasta el final la propia vida. Sólo en esa línea nos individualizamos plenamente y resucitamos como hombres nuevos en el Cristo.

Tales son los elementos del proceso humano de Jesús, que no se hace varón (frente a la mujer) sino individuo humano, en relación con varones y mujeres. Al llegar aquí encontramos la vieja distinción entre naturaleza y persona. En el proceso de su vida-entrega, en libertad y transparencia frente al Padre, Jesús no va emergiendo ya como varón sino como individuo humano (es decir, naturaleza humana) que despliega sobre el mundo el misterio personal del mismo Hijo de Dios. Siendo la misma persona del Hijo que se abre humanamente hacia Dios y hacia los hombres, Jesús no viene a realizarse como masculino sino como hombre pleno que asume y realiza en sí todo lo humano.

Dicho esto se puede plantear y se plantea todavía la pregunta: cur Deus vir? ¿por qué se hizo varón? ¿por qué no se encarnó en una mujer, de tal manera que pudiera decirse que ha tomado la forma más humilde, de sierva, de la historia? No podemos responder. Estamos ante un dato original que nos conduce hasta el misterio de la voluntad concreta de Dios Padre (cf. Mc 13,32 y par). Ciertamente, alguno podría suponer: se hizo varón porque en el sexo masculino encuentra rasgos superiores, más perfectos (cf. 1 Cor 11,3s; Ef 5,23s). Pues bien, si yo aceptara la lógica que intenta seguir ese argumento, tendría que inclinarme a lo contrario: Dios escoge para revelarse lo más pobre y despreciable de este mundo, escoge a una mujer pudiendo haberse revelado por el sexo masculino (cf. Flp 2,6-11; 1 Cor 1,26-38). Pues bien, debo añadir que este argumento me parece equivocado. Ni el varón es más perfecto, ni la mujer más deficiente. Ambos son iguales en dignidad y posibilidades. Pero de hecho Dios se ha encarnado en Jesús, un varón de aquel tiempo que difícilmente pudo haber realizado aquella tarea si hubiera sido mujer como tampoco la habría podido realizar siendo romano, persa o de Germania, en vez de ser judío.

Ciertamente, Jesús es varón, pero siendo varón es individuo humano y sólo en cuanto tal es salvador para varones y mujeres Es israelita del siglo I d. C., pero al serlo ha realizado una función universal que quiebra las barreras de naciones, culturas y sexos. Jesús no es símbolo ideal del ser humano. Es un hombre concreto que en las formas limitadas de su tiempo, como varón israelita, ha revelado la totalidad del amor de Dios, abriendo un camino de felicidad creadora y salvación para todos los humanos.

Hallamos de esta forma una dialéctica de concreción-desbordamiento que debemos precisar con gran cuidado. Ciertamente, Jesús actualiza el amor desde lo masculino, pero lo hace desbordando lo que se podría llamar masculinidad abstracta, para llegar hasta la entraña de lo humano. Desde aquí se entiende su doble ruptura. 1) Renuncia a un tipo de fijación masculina, quedando célibe, no porque niegue el valor del matrimonio o del encuentro sexual sino porque quiere situar a todos los hombres (varones y mujeres) ante un mismo camino de fidelidad humana y apertura hacia el Padre. 2) Por eso, Jesús muere en gesto de amor universal, abierto a un nuevo espacio de vida y resurrección donde podremos realizarnos ya sin limitaciones (cf. Mc 12,18-27).

Teniendo esto en cuenta, debemos añadir después que María no es lo femenino que falta a lo masculino de Jesús. Ella no completa como mujer la carencia varonil de Jesús. Ella es mujer con-creta que realiza su camino personal de fidelidad y Reino en gesto abierto a todos los varones y mujeres de la tierra.

2. María, mujer y persona

Tratando de María, L. Boff ha sabido estimular uno de los centros neurálgicos del catolicismo, desde un continente como América latina donde ansia de liberación y amor de madre parecen encontrarse vinculados. Su reteologización pneumatológica de María le ha permitido recuperar diversos elementos de la religiosidad materna de su propia cultura donde parecen estar vivos los viejos mitos de la madre tierra. De esa manera, la madre cercana viene a presentarse al lado del Cristo-muerto como la señal más honda de la fe cristiana. Además, la vivencia y piedad marianas pueden servirle quizá de contrapeso a los peligros de una liberación interpretada en clave puramente horizontal, violenta, sin misterio.

Sea como fuere, el caso es que Boff parece haber terminado convirtiendo en normativos teológicamente los dos polos de la piedad popular de que tratamos: Jesús como varón asume en obra y muerte la tragedia humana; María como mujer ha explicitado la entrega y gracia femenina de la vida. De esta forma se han venido a trasponer en clave pneumatológico-mariana los temas de la antigua y nueva «Spirit-Christology». La diferencia está en que ahora se vinculan y completan una «Spirit-Mariology» o pneumatología mariológica con la «Logos-Christology» o cristología del Logos varón. 30

Pero dejemos los supuestos generales. Conforme a lo que vengo suponiendo, esta postura me parece poco exacta. La grandeza de María no consiste en ser una expresión pneumatológica de lo femenino. Ella es mujer concreta, una persona de la historia, que siendo fiel a Dios se ha convertido en Madre de Jesús, el mismo Hijo

30. Trasfondo del tema en G. W. Lampe, God as Spirit, Oxford 1977.

divino. Ella es mujer creyente que acoge la palabra. Es mujer que actúa, pues ha dado la vida por el Cristo. Es mujer que comunica y comparte su experiencia dentro de la Iglesia.

En todo su camino, y siendo ciertamente una mujer o la mujer en el sentido más profundo de ese término (cf. Jn 2,4; 19,26), ella realiza una función que pertenece a todos los creyentes, varones o mujeres, de la historia. Por eso, no añade a Jesús un elemento femenino que le falta sino que simboliza y condensa en su persona y en su obra el camino de la humanidad que tiende hacia Jesús y le recibe como Cristo. Más que la sacralidad materna, o eterno femenino, María es una mujer concreta que en su propio camino de fidelidad al Reino ha realizado una función que vale para todos los humanos.

Ella no ha expresado su misterio más profundo por razón del sexo sino como persona humana, en transparencia de fe y en donación cristiana. Sólo así puede presentarse como signo privilegiado de un Espíritu de amor y comunión que por un lado le transformaplenifica y por otro le desborda. Desde un lugar fundamental del camino, y como transparencia de misterio, María ha compartido gozosamente el Espíritu de Dios con todos los creyentes de Israel, con los varones y mujeres de la Iglesia. Por eso aparece como nudo de una comunión inmensa de personas liberadas que comparten, cada una a su manera y todas en conjunto, la persona del Espíritu de amor que liga en el misterio de Dios al Padre con el Hijo.

Pienso que en esta perspectiva puede y debe ser recuperado parte del discurso mariológico de L. Boff. Pero es preciso recordar que las funciones del Hijo y del Espíritu no resultan paralelas ni intercambiables. El Hijo asume en su persona divina a un individuo y así es Cristo dentro de la historia; de esa manera, el individuo Jesús es verdadero Hijo de Dios entre los hombres. Por el contrario, el Espíritu no asume a un individuo, no se encarna ni se espiritualiza en la persona individual de María: expresándose de forma transparente en ella, el Espíritu aparece, al mismo tiempo, como principio de amor que liga a todos los creyentes en el camino y meta de la historia.

Por eso, María no es la persona del Espíritu que viene a humanizarse en nuestra historia. Tampoco es encarnación de lo femenino. Ella sigue siendo una mujer concreta, una persona creada, de la tierra, que ha vivido en intensidad privilegiada y fidelidad ejemplar la presencia del Espíritu, la creatividad-amor de Dios entre los hombres. Ella es Virgen como transparencia del Espíritu. Es Madre como expresión humana de la maternidad-paternidad intradivina. Pero ella es todo eso siendo una persona muy concreta, que viene a distinguirse de todas las restantes personas de la historia. Nadie se ha entregado como ella en manos del Espíritu, nadie ha sido madre con hondura equivalente. Es persona humana y no divina. No es rostro humano de la feminidad eterna de Dios sino mujer que ha realizado plenamente su camino dentro de la historia.

En este aspecto podemos afirmar que María existe para Jesús: está al servicio de su realización mesiánica, entregada por lo tanto a todos los varones y mujeres de la historia. Por el contrario, Jesús existe por María pero no para María en el sentido restringido de ese término: ejemplarmente expresada en el camino de María, su actuación mesiánica está abierta a todos los varones y mujeres de la tierra.

Por eso, María no es lo femenino frente al Cristo masculino sino el signo de la humanidad total (varones y mujeres) que escucha a Dios y colabora en su misterio mesiánico en el mundo. Lo masculino o femenino en cuanto tales no resultan redentores. Redentor es Cristo, el Hijo de Dios que se ha entregado hasta la muerte por todos los humanos. Colaboradora en su camino es la persona de María, con su maternidad transparente y su fidelidad humana que desbordan los esquemas viejos de lo masculino y femenino.

3. Masculino y femenino. La nueva humanidad

L. Boff supone que en los sexos hay un elemento trascendente, que es signo de Dios. De todas formas, Dios no se revela sobre el mundo a través de la dialéctica sexual de la naturaleza humana sino en dos puntos concretos de la historia: en Jesucristo y en María. La misma dualidad de lo masculino-femenino recibe así su concreción real y su verdad en el camino personal de esta «pareja salvadora». ¿Cómo se puede entender esto?

Pienso que la perspectiva de Boff es positiva en cuanto evita dos peligros. Evita, por un lado, el riesgo de sacralización natural de las viejas religiones cósmicas que tienden a tomar lo masculino-femenino de la vida como signos primigenios del misterio. Al mismo tiempo evita la tendencia espiritualizante de algunos movimientos de interioridad que identifican sexo y muerte, como parece suceder en ciertos tipos de budismo que han tomado el sexo como signo de un deseo que debe superarse para conseguir así la calma radical de lo divino (lo nirvana).

Entre esos extremismos se sitúa la visión israelita que no entiende el sexo como Dios ni lo interpreta como negativo. La dualidad sexual ha de entenderse y aceptarse en el nivel de lo creado, en el camino del hombre que va haciendo su vida sobre el mundo, en búsqueda de amor, de libertad, de trascendencia. No está la salvación en consagrar sin más la vida, celebrando el eterno retorno de los sexos como fiesta santa. Tampoco está en negar la vida, refugiándose en un tipo de intimismo que reprime la pasión y los deseos. La dualidad sexual es importante porque capacita al hombre para amar, llevándole al encuentro de otros hombres y abriéndole simbólicamente hacia el espacio fontal de lo divino. Pienso que es aquí donde debemos situar la novedad cristiana, asumiendo el sexo como fuerza de la propia historia creadora, más allá de su sacralidad o su condena. 31

Ciertamente, hay un nivel en donde el sexo pertenece a la naturaleza. En un momento determinado, a fin de realizarse mejor, en ritmo de complejidad-unificación, la vida se ha dualizado, apareciendo escindida entre lo masculino y femenino. Cada sexo desarrolla un elemento del conjunto. Los dos se complementan. Estrictamente hablando, en este nivel prehumano, no existe aún individualidad auténtica en los seres de ambos sexos. Sólo resulta individual el conjunto de la especie o la misma vida en su conjunto.

El plano superior, que hemos llamado divino o, mejor dicho, trinitario, está formado por el Padre y el Hijo que se encuentran en amor-ámbito de Espíritu. En ese nivel no existe sexo, no hay ruptura de la naturaleza en dos mitades, cada una insuficiente, las dos complementarias. Aquí encontramos una forma de amor supra-sexual. Cada persona es completa por sí misma, pues posee todo el ser de lo divino (toda la ousia) y libremente lo entrega a las demás en donación transparente y confiada. El Hijo y el Padre poseen la totalidad de lo divino y no sólo una de sus formas. Por eso ni el Padre es masculino, ni el Hijo femenino; ambos son supra-sexuales y teniendo todo el ser divino se entregan, se aceptan, se comulgan en plena transparencia. Masculinos son los términos que emplea la tradición en nuestro espacio cultural (Padre e Hijo). El misterio resulta supramasculino y suprafemenino: es el mismo Dios como Espíritu o Tercera Persona donde se encuentran en amor las dos personas precedentes.

Entre esos dos niveles nos movemos los humanos, como seres dislocados y duales, paradoja de vida en libertad y cautiverio al mismo tiempo. Somos naturaleza y como tal estamos anclados en la base de los sexos, en todo su proceso de atracción y de separaciones. Pero, al mismo tiempo, somos individuos verdaderos, cada

31. Desarrollo el tema en Palabra de amor, Salamanca 1983.

uno perfecto por sí mismo. Somos libertad, de tal manera que podemos realizarnos de una forma independiente: ya no nos define el fondo masculino o femenino sino el propio camino personal del «yo», el proceso en que acogemos, compartimos, entregamos la existencia. Somos apertura trascendente, pues podemos dirigir la vida hacia el principio del amor en el que estamos arraigados y que siempre nos desborda, como realidad suprasexual de amor y comunión (el Dios trinitario). Finalmente, somos comunión y nos hacemos en encuentro libre con los otros.

Estando como estamos entre el plano de la naturaleza cósmico-vital y el espacio superior de lo divino desplegamos una forma de existencia paradójica. Venimos cargados del proceso natural del sexo que en nosotros toma consciencia de sí mismo. Pero, al mismo tiempo, estamos abiertos hacia un plano de comunión personal que sobrepasa el orden de los sexos. Por eso, nuestra vida corre el riesgo de perderse en una regresión de tipo cósmico (paganismo) o tiende a diluirse en un tipo de espiritualismo vacío, más allá de todos los deseos, como parecen suponer algunas formas de budismo. Pues bien, debemos encontrar el equilibrio entre esos extremismos. Asumimos el sexo con su fuerza de atracción, pero debemos tomarlo como medio para realizar la comunión humana, en una vida que está abierta al misterio trascendente. El sexo se convierte así en espacio de apertura y comunión entre personas: la atracción de lo masculino-femenino queda asumida en un espacio más profundo y personal de aceptación libre y donación gratuita hacia los otros. No destruimos lo sexual sino que lo intentamos personalizar, haciendo que se exprese como signo y lugar, lengua y melodía de una entrega libre y gratuita entre personas.

De esta forma, el sexo sigue siendo realidad creada. No es función de Dios sino elemento del hacerse de los hombres. Por un lado nos arraiga en la naturaleza. Por otro nos sacude en añoranza hacia el misterio de Dios que desborda todas las uniones anteriores. Entre Dios y el cosmos nos hallamos nosotros, como pobres seres libres, bajo la amenaza del regreso a la naturaleza, ante el peligro de perdernos en una trascendencia vacía, sin fuerza. Estamos en el centro, con la gran tarea de ir haciéndonos humanos, en libertad y comunión, unos con otros, varones y mujeres. Somos así seres sexuales, anclados cada uno en su lugar y circunstancia, abriéndonos en lazos de encuentro personal unos a otros. Sin sexo perderíamos el sentido de la relación, la capacidad de superación, la búsqueda de gratuidad. Como sexuados debemos realizarnos buscando siempre un nivel de comunicación personal, no impositiva, enriquecedora.

Aquí destaca el signo de Jesús, Hijo de Dios, en nuestra historia. Vivió como varón. Por anclarse en el nivel del sexo se hallaba vinculado a los poderes de la naturaleza que se dualiza y luego se unifica. Pues bien, centrado en Dios y viviendo en plena libertad, Jesús ha realizado la fuerza del amor. en una forma de entrega y comunión que no está directamente sexualizada. No ha despreciado el sexo. Pero tampoco ha traducido la exigencia del amor en un nivel de esposo-esposa. La fuerza de su entrega, al mismo tiempo concreta y universal, se ha reflejado como don de vida abierta a todos los varones y mujeres de su entorno, especialmente a los pobres. Así, en la concreción de lo masculino, ha realizado una existencia que debemos definir por su riqueza como humana. Como humano y no como varón le recordamos. Como presencia y realización histórica del amor de Dios le confesamos, llamándole el Hijo.

Ahora podemos entender el signo de María. Ella es mujer: ha vivido en clave femenina el camino de su historia humana, de tal modo que ha podido concretar su escucha de Dios y su apertura hacia los otros en forma de amor maternal dirigido a Jesucristo. Pero en ese camino y en todo el camino restante de su seguimiento de Jesús, ella se ha venido a realizar como persona que dialoga, madura, se entrega y renace en forma intensa, en apertura hacia los otros. Por eso, al final de su proceso lo que cuenta ya no es su condición de mujer sino su hondura total de persona y de creyente. Así no la recordamos ya como esposa, en referencia a José, ni siquiera como madre física del Cristo. La recordamos como persona creyente que ha venido a recorrer en forma plena el camino de lo humano.

4. Principio de individuación. La persona

No entendemos, por lo tanto, el sexo como fin sino a manera de camino en el proceso del hacerse personal del hombre, en dimensión de amor. Como sustrato biológico y base simbolizante de su apertura a lo divino y de su encuentro con los otros, el sexo pertenece a la entraña de lo humano. Pero aquello que define al individuo, haciéndole persona, él mismo, distinto de los otros, no es ya el factor simbolizante del lenguaje de los sexos sino la realidad simbolizada y realizada del amor en libertad, como encuentro interpersonal y apertura a lo divino.

Es aquí donde queremos situarnos. Frente a todos los que intentan sacralizar el lenguaje dual de los sexos, sea en forma pagano-cosmológica (religiones antiguas), sea en forma trinitaria (Boff), debemos afirmar que los sexos forman una especie de motivo y continente de la vida. El contenido de verdad, la esencia humana, está en la forma libre y personal de asumir la propia vida y abrirse hacia los otros. En esta apertura concreta de amor y comunión emerge y se entreteje la persona. La individualidad no proviene, por tanto, de la naturaleza sexual. Emerge en ámbito de gracia (desde Dios) y se explicita en un proceso histórico de fidelidad y de realización, de libertad interior y entrega hacia los otros. Sólo en esta perspectiva, donde ya no hay varón y mujer sino persona, se realiza el juicio de lo humano, eso que podríamos llamar la medida final de nuestra individualidad creada (cf. Mt 25,31-46).

En otras palabras, cada ser humano se individualiza desde Dios y por sus obras. Es persona porque emerge en ámbito de gracia-libertad y porque asume-gesta su propia individualidad, haciéndose responsable de sí mismo. Es persona por la forma de abrirse hacia los otros, en dimensión de gratuidad creadora, de escucha y palabra, de perdón y ayuda mutua. Tanto varón como mujer han de asumir así el mismo camino. Aquí tendrán que medir su existencia personal y descubrirla como el fondo de todos sus valores, dentro de una vida donde la dualidad sexual se entiende como medio para el encuentro en amor, el surgimiento de la vida y la añoranza del misterio. Vale el sexo en la medida en que nos ha capacitado para abrirnos al amor sobre la tierra. Pierde su sentido al convertirse en meta de regresión vitalista o de dominio interhumano.

Las últimas observaciones nos permiten valorar un tema que hasta ahora ha quedado algo velado: el riesgo de demonización de lo sexual. En el fondo de la obra de L. Boff está latiendo un tipo de optimismo angélico respecto de los sexos: parece que basta con ser masculino o femenino para ser o hacerse humano; hay en el fondo de la vida una entraña de valor, una bondad original y es suficiente que dejemos que se exprese a fin de que aparezca como positiva. Pues bien, yo pienso que esa perspectiva es inexacta: el hombre no es un simple ser de naturaleza; por más que quiera ya no puede retornar al cosmos de la vida indiferente, ni dejarse llevar por su pulsión interna.

Precisemos el tema. En un tipo de salto radical hacia lo nuevo, sostenido por la trascendencia de Dios, el hombre emerge al espacio de la libertad. Por eso, ya no puede ser naturaleza, ni aunque él así lo quiera. Todo retorno a la pulsión oscura-cálida-inconsciente de los sexos viene a terminar siendo regresiva, destructora, demoníaca. Todos los que, siguiendo quizá formas de soñar de Nietzsche o W. Reich, piensan que al hombre hay que dejarle ser en dimensión de espontaneidad cósmico-sexual, como pura naturaleza, destruyen la persona humana. Los hombres hemos perdido definitivamente nuestro primer paraíso de cosmos. No podemos limitarnos a ser un elemento, masculino o femenino, de la gran pulsión del mundo.

Pues bien, el demonismo natural o repaganización sacral del sexo puede engendrar como contrapartida un demonismo cultural: desde el momento en que no existen normas y los hombres quedan en manos de su espontaneidad, puede resultar y resulta de hecho que esa llamada espontaneidad no sea signo de equilibrio cósmico sino una consecuencia de la voluntad insaciable de placer y dominio del hombre pervertido. Pienso que S. Freud lo ha visto con acierto: la dualidad sexual deja de ser signo de un orden sacral, regulado y armonizado hasta ahora por la naturaleza, y se convierte en campo de batalla interhumana, lugar de dominio del varón sobre la mujer, campo de la más refinada, consecuente y dolorosa de todas las esclavitudes de la historia (cf. Rom 1,18-32). La mayor fuerza muscular del varón se ha convertido en principio y justificación (a veces sacralizada) de su dominio sobre la mujer.

Pues bien, en contra de eso sostenemos: para individualizarnos como humanos resulta insuficiente el permitir que el sexo sea. No basta con dejar que se refleje en mi existencia el pretendido misterio de lo masculino y femenino. En ese camino, en vez de amanecer en el regazo de un Hijo de Dios que parece haber divinizado «la bondad de lo masculino» podríamos caer en el abismo satánico de lo masculino como fuerza destructora, principio de todas o casi todas las esclavitudes de la historia. Lo mismo me podría suceder si es que me dejo individualizar simplemente por lo femenino; también en este plano emergen tanto dioses como diablos, bellezas como sometimientos y perversidades. Para realizarse plenamente como humano, desplegando su persona y salvando su existencia, el hombre (varón o mujer) ha de asumir y recorrer su propio camino de individualidad en apertura a los otros, en creatividad propia, en acogida y en entrega.

En esta línea volvemos a encontrarnos con Jesús y con María. Jesús se individualiza no como varón sino como persona. Ciertamente, es varón. Pero en su entraña de hombre libre, que proviene de Dios y que se entrega hacia los otros, se desvela más bien como persona donde pueden encontrar su apoyo varones y mujeres. Hay en su camino un rasgo bien determinable: vive en cercanía creadora de amor respecto a todos, en gesto de apertura universal, en donación intensa. No es sólo de uno o para uno, es para todos: varones y mujeres, niños y adultos, pobres, pecadores, enfermos... Pues bien, si penetramos en su gesto descubrimos que su amor está fundado en Dios; es decir, se individúa como el Hijo de Dios sobre la tierra. Jesús no tiene persona de varón: es la persona del Hijo eterno, suprasexual, que camina en nuestra historia, haciéndose humano y entregándose a los hombres, en gesto donde, siendo varón, viene a ponerse al servicio de varones y mujeres. Por eso, en el misterio de su pascua no aparece ya como el varón definitivo sino como el Hombre universal, Hijo de Hombre verdadero.

También María se individualiza como persona y no sencillamente como femenina. Es evidente que es mujer y, como tal, madre del Cristo. Pero su función más honda y su camino no están determinados por la maternidad biológica sino por su fidelidad a Jesucristo. Así se individúa como persona creyente: porque sigue a Jesús, recibiendo entre los fieles de la Iglesia el misterio del Espíritu, es decir, el fundamento de la nueva humanidad reconciliada en transparencia de amor mutuo. Ella no es pareja sagrada, femenina de un (Hijo de) Dios masculino. No es la receptividad y ternura, la belleza y encanto frente a un Hijo de Dios que sería actividad y fuerza, energía y decisión de tipo masculino. Pienso que estas formas de polaridad sexual son restos de hombre viejo, han sido superadas por el Cristo. Por eso, partiendo de Jesús estamos en camino y nuestra meta no es el descubrir la esencia oculta de lo masculino o femenino, que en su forma actual han sido y son creaciones de la historia (y en gran parte del pecado); la meta es encontrar el hombre nuevo, recreado por Jesús desde la pascua. Pues bien, caminando hacia esa meta, María, mujer y madre de Jesús, viene a presentarse ante nosotros como hermana universal, creyente, persona realizada; ella representa ahora al conjunto de la Iglesia, como espacio de fe y maduración personal y no sencillamente a las mujeres.

Juzgamos que en esta perspectiva debe superarse la dialéctica de complementariedad sexual, masculino-femenina, de L. Boff. Pero el problema sigue todavía abierto en clave antropológico-trinitaria. Por eso debemos plantearlo, en forma conclusiva, en el capítulo siguiente.

XABIER PIKAZA
LA MADRE DE JESÚS