6.
La primera cristiana


Estamos dedicando este apartado central de nuestro libro al evangelio de María. Ella ha aparecido, en línea de AT, como gran profeta de justicia que anuncia la utopía de la nueva humanidad reconciliada (Magnificat). Ella se ha mostrado después como la madre concreta que recorre el camino de la fe, en un gesto de admiración, acogida de Jesús y sufrimiento (cf. Lc 2,19.35.51). Pues bien, ahora queremos dar un paso más y presentarla ya como cristiana: mujer que nos conduce hasta la Iglesia, para introducirnos en la nueva comunión mesiánica.

Al decir que María es la primera cristiana la estamos situando ya en el campo de apertura hacia Jesús y de seguimiento, en un camino que conduce al Reino. Ciertamente, los datos que ofrece en este plano el evangelio no son muchos, pero resultan extraordinariamente significativos, si acertamos a entenderlos. Así lo intentaremos hacer en tres momentos. 1) En primer lugar tratamos de María como virgen, la mujer que ha dialogado con Dios en cuerpo y alma, en dominio de sí y en transparencia ante los otros. 2) Luego destacamos su ruptura mesiánica: ha tenido que dejar la vieja familia de este mundo para hacerse, ella también, familia de Jesús en gesto de total desprendimiento. 3) Finalmente, ella aparece al servicio del Reino como animadora de las bodas (Jn 2,1-12), hermana y madre de los fieles en la Iglesia (Hech 1,14; Jn 19,25-27).

Evidentemente, no trazamos una biografía, pues los datos que tenemos son muy pocos y además no servirían para tal intento. Esbozaremos el perfil creyente de María, en un camino hermoso y duro, comprometido y creador, de seguimiento mesiánico. Por eso, los datos que ahora presentamos no se pueden comprender de un modo sucesivo, como expresión de un «proceso» espiritual. Todos ellos han de verse al mismo tiempo: como perfiles del único misterio de María, la mujer que por gracia de Dios ha sabido ser plenamente cristiana. Esa es su grandeza, éste su título de gloria.


I. LA VIRGEN CONCEBIRÁ (Mt 1,23)

1. Virgen desposada

María es mujer y la visión de la mujer, dentro de la Biblia, está profundamente dominada por la maldición originaria: «sufrirás en tu preñez y parirás hijos con dolor. Necesitarás de tu marido y él te dominará» (Gén 3,16). Esta es la condición de la mujer por la caída. Aparece ante el varón como sierva: por un lado le desea y por el otro se siente dominada. Aparece ante el hijo como dolorida: con dolor le pare y en dolor le educa hasta que un día el hijo crece y se le va de casa.

La condición histórica de la mujer es, por lo tanto, reflejo del pecado. Pues bien, la misma Biblia que ha sabido hablar de la caída habla también de libertad. Ella nos presenta el principio y modelo de liberación de la mujer por medio de María. Desde el siglo II d. C., partiendo de Ireneo de Lyon, los Padres de la Iglesia han destacado la antítesis que existe entre Eva, mujer pecadora-sometida, y María, mujer agraciada-liberada. Quiero situarme en la línea de aquella antítesis, invirtiendo a partir del evangelio la doble situación de esclavitud de la mujer. María, sierva del Señor, viene a descubrirse como libre ante el marido y libre de manera especial ante su hijo Jesucristo.1

El evangelio la presenta antes que nada como virgen, parthenos. Esta palabra incluye diferentes matices que han sido muchas veces estudiados y que ahora no podemos precisar 2. Aquí sólo indicaremos algunos de sus rasgos, destacando el sentido de María como mujer madura, dueña de sí misma. La virginidad es precisamente expresión de libertad personal y autonomía, como ahora mostraremos desde Mt 1,23; Lc 1,27.

En primer lugar, parthenos, virgen, es una mujer sexual y humanamente ya madura. No es niña que crece y no tiene todavía la experiencia de vida y poder del propio cuerpo; no es niña que juega y va aprendiendo, mientras deja que el curso de su vida lo decidan y lo fijen otros. Virgen es aquella mujer que ha madurado, des-cubriendo de forma experiencial la vida de su cuerpo (cf. Gén 3,20)

  1. Sobre la mujer en el AT y su posible incidencia en la visión de María, cf. A. Mattioli, Le realtd sessuali nella Bibia. Storia e dottrina, Casale M. 1987; F. Raurell, Lineamenti di antropologia bíblica, Casale M. 1986; P. Trible, God and the rethoric of sexuality, Philadelphia 1979; H. W. Wolff, Antropología del AT, Salamanca 1975, 223-235.

  2. Cf. G. Delling, Parthenos, TWNT 5, 824-835.

    y sabiendo que ella misma es la que debe decidir sobre esa vida y realizarla. 3

    En segundo lugar, parthenos, virgen, es una mujer que actúa como dueña de sí misma. No se define simplemente como objeto de deseo para el macho, en la línea de Gén 3,16; tampoco se limita a desplegarse como vientre-pechos para el hijo, conforme a la palabra popular de Lc 11,27. Al presentarse como virgen, la mujer trasciende el plano de la «vitalidad» (Gén 3,20), entendida en referencia al marido y a los hijos: es más que una función reproductora, al servicio del deseo del varón y de la vida de su prole. La mujer empieza a ser «ella misma», con un nombre propio, con una personalidad irrepetible, con su propia libertad personal. En esta perspectiva nos sitúa el término de virgen en Mt 1,23 y Lc 1,27.

    Pero María es una virgen desposada (Lc 1,27) y esto añade un dato muy significativo en todo el tema. No es la virgen miedosa, de ciertas neurosis, que se mantiene en soledad por miedo hacia un marido; no es tampoco la virgen egoísta, que prefiere hacer la vida aislada, sin tener que compartirla con otros; tampoco es la virgen dura de ciertas leyendas, que se mantiene independiente por despecho o por rechazo, para oprimir mejor a los varones; no es finalmente la virgen amazona, defensora violenta de su libertad que combate a los varones opresores. Ella es virgen desposada, es decir, abierta al diálogo con un varón, llamado José, con quien proyecta compartir su propia vida.

    Esto significa que María se sitúa en el camino de Israel: ha nacido a la libertad y como mujer libre pretende comprometerse con un varón, en el camino mesiánico de las promesas patriarcales, ligadas precisamente al matrimonio y descendencia. No es una virgen lesbiana, que rechaza como desagradable o negativa (para ella) la relación vital con un varón. Tampoco es virgen vestal, que haya decidido consagrar su castidad a Dios, como sacerdotisa de un culto que prohíbe las uniones sexuales de la tierra. María es virgen desposada: se sabe dueña de sí misma y, como tal, ha decidido compartir con un varón el camino de su vida, conforme a la ley más sagrada del AT.4
     

  3. Sobre la interpretación del parthenos en la exégesis de los evangelios de la infancia, cf. R. E. Brown, El nacimiento del Mesías, Madrid 1982, 541-594; J. de Freitas Ferreira, Conceicao virginal de Jesus, AnGreg 69, Roma 1980. En ambos se encontrará extensa bibliografía, que no ha sido a mi juicio superada hasta la fecha. Presentación sintética en S. De Fiores, Maria nella teologia contemporanea, Roma 1987, 437-451.

  4. Cf. M. Navarro, Maria, la mujer, Madrid 1987, 157-185. Al mismo tiempo debemos valorar lo que supone la apertura al matrimonio en la perspectiva israelita de María. Cf. A. Wohlmann, Pourquoi le silence de l'hebraisme d'aujourd'hui au su jet de Marie de Nazareth? Une femme juive répond, en E. Peretto (ed.), Maria nell'Ebraismo e nell'Islam oggi, Roma 1987, 9-38.

Pues bien, desde el fondo de esa decisión le ha salido al encuentro la Palabra creadora de Dios, liberándola para un nivel más alto de compromiso y maternidad, como supone el texto de la anunciación. Debemos destacar el dato. Dios no habla de esta forma a una casada, que ha realizado ya su opción afectiva, dentro de un matrimonio consolidado, aunque ese matrimonio fuera estéril, como el de Isabel y Zacarías (cf. Lc 1,5-25). Tampoco sale al encuentro de una virgen vacilante, que no sabe cómo responder con su virginidad ni cómo comprometerse. Dios habla al corazón de una «virgen desposada», introduciéndose en el ámbito de su decisión y liberándola para un tipo de compromiso superior, que será único en la historia de la humanidad.

Lucas y Mateo nos presentan, con gran delicadeza y sobriedad, los elementos fundamentales de ese compromiso fundante de María. Ella puede realizarlo porque es virgen desposada: porque es dueña de sí misma y se halla abierta hacia el misterio del amor que es el espacio de la vida. Precisamente en ese espacio le habla Dios y ella responde de manera afirmativa, «concibiendo por la fe al mismo Hijo de Dios», como ha destacado sin cesar la tradición cristiana: ha concebido por la palabra, es decir, en plena libertad, como persona que escucha y responde en nivel de totalidad personal y no sólo en un plano de ideas. Desde este momento, por intervención especial del Espíritu de Dios que ella asume libremente, María se convierte en virgen mesiánica, en madre creyente del salvador de los hombres (cf. Mt 1,23; Lc 1,31-.35).

María es virgen en todo ese proceso, en un camino donde, en forma algo convencional pueden distinguirse tres momentos. Es virgen desposada: porque es dueña de sí y se encuentra abierta al misterio de la vida, en plano israelita. Es virgen creyente (cf. Lc 1,45): porque acepta la palabra de Dios y a partir de ella concibe a su hijo Jesucristo. Es, en fin, virgen cristiana: porque vive plena-mente desde el Cristo que ha engendrado y sólo desde Cristo realiza (decide) su existencia. En esta perspectiva se presenta como persona liberada: supera la doble esclavitud que señalaba para la mujer el texto ya citado de Gén 3,16.

María no se define ya como mujer poseída por el deseo de un varón que la domina. El nivel fundamental de su deseo queda saciado desde el Dios que le dirige la palabra, con la fuerza del Espíritu (cf. Lc 1,35). Ella tiene vida propia, tiene su misterio. Por eso puede quedar en silencio respetuoso ante el varón que no la entiende, invirtiendo los papeles ordinarios de la historia. Normal-mente es el varón el que domina y la mujer, dominada, debe darle explicaciones. Pues bien, María no tiene que dar explicaciones, no se debe justificar ante un marido desconfiado o celoso. Ella tiene su misterio (cf. Lc 1,26-38) y lo mantiene. Ahora es el marido (en este caso el prometido) quien debe recorrer el camino de la fe respecto de su esposa: confiar en ella y aceptarla en ámbito de Espíritu, dentro de una línea superior de intervención de Dios y dignidad femenina (cf. Mt 1,18-25).

La providencia evangélica ha querido que junto a la anunciación de María (Lc 1,26-38) se conserve eso que podríamos llamar la conversión esponsal del varón (Mt 1,18-25). José, heredero de David (cf. Mt 1,20), debe superar el plano de los celos, el nivel de carne (cf. Rom 1,3-4), llegando así al espacio creyente de María. Sólo en ese nuevo campo de la fe, que está plenificado por la fuerza del Espíritu (cf. Mt 1,20), culminan ambos su matrimonio fundante, al servicio de la vida mesiánica del Cristo que nace de María. En este aspecto, la libertad virginal de María, a la que ya hemos aludido, resulta inseparable de la decisión y acompañamiento virginal de José, que recibe como don de Dios a la madre con el niño (cf. Mt 1,24), recorriendo con ellos un camino de solidaridad libre y creadora. Es claro según esto que María ha dejado de ser la sierva ansiosa y dominada de un marido, como parecía exigir Gén 3,16. En esta misma línea podemos dar un paso más. Tampoco es la mujer-madre que después vendrá a encontrarse dominada por el miedo-sufrimiento de su hijo varón. Ciertamente, Jesús ha hecho sufrir a María, como sabemos por Lc 2,34-35 y como todavía indicaremos. Pero ese sufrimiento será liberador. María se realiza en modo pleno como virgen porque es madre del mesías.

2. Libre ante Dios

La virginidad de María está ligada a su respuesta creadora: «he aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Dios mismo es la Palabra que saluda y tranquiliza, que promete y pide colaboración. Por eso habla sin imponerse, ilumina sin deslumbrar, actúa sin doblegar la libertad de quien le acoge. Así nos fundamenta y capacita para realizarnos como libres. Pues bien, María se define como aquella que escucha y acoge la Palabra, recibiéndola en sí misma como Espíritu de vida (cf. Lc 1,35) que la llena para culminar su libertad de creatura y persona (cf. 2 Cor 3,17).

Muchos definen la libertad como independiencia egoísta y como autorrealización solitaria: libre sería quien alcanza a realizarse a sí mismo en movimiento independiente, sin influjos exteriores. Pues bien, en contra de eso, María nos enseña que la libertad sólo se alcanza en relación de diálogo con Dios. De esa forma, ella se viene a desvelar ante nosotros como virgen libre, llamándose a sí misma esclava. En este nivel no es esclava por razones sociales o jurídicas del mundo, aunque hemos visto que ella se ha incluido entre los pobres-oprimidos de la tierra (Lc 1,51-53); tampoco por motivos religiosos de sometimiento o miedo ante el misterio. Ella es «es-clava» porque escucha la palabra en libertad, porque se sabe sostenida y animada por un Dios que la respeta. Por eso ella se entrega, en gesto de amor pleno, en actitud de alianza. Porque sabe que Dios ha enriquecido gratuitamente su vida, ella le puede responder en actitud de gracia, ofreciéndole su vida.

De esta forma cesa la dialéctica del amo y el esclavo. Ni Dios es amo que se impone por su fuerza, ni María esclava que no tiene más remedio que entregarse a sus caprichos o mandatos posesivos. Dios es un amigo que la anima y fundamenta con palabra de respeto (con su Espíritu); María se desvela de esa forma como amiga que recibe lo que tiene, lo hace propio y propiamente (de manera libre) se realiza. Sólo por eso, porque nadie la obliga, ella ha podido ofrecerse como esclava.

En esta línea comprendemos la creatividad de María: diciéndose a sí misma, pronunciando su palabra más profunda, ella permite que Dios mismo actualice su Palabra a través de ella. Precisamente en esta transparencia, donde la voluntad de Dios se hace voluntad de María v el amor de María es presencia plena del amor de Dios. se encarna el Hijo Jesucristo. Sólo allí donde Dios ha hecho posible que María le responda de manera personal, intensa y libre puede explicitarse (o encarnarse) su misterio de amor sobre la tierra. 5

Ahora se puede formular, ya transformada, la nueva paradoja del libre y el esclavo: sólo quien es libre puede decir humanamente «soy tu esclavo», en actitud confiada, creadora, agradecida. María se pone totalmente en las manos de Dios (como sierva) porque se descubre en Dios perfectamente libre: así realiza su obra más perfecta, es creadora de sí misma.

Esta es la paradoja del amor que se expresa en las palabras del Magnificat: «porque ha mirado la pequeñez de su sierva..., ha hecho en mi cosas grandes aquel que es Poderoso» (Lc 1,48-49). Dios que era palabra se convierte así en mirada misericordiosa, amiga, creadora. Es misericordiosa porque se ha fijado en la pequeñez (tapeinósis) de María para levantarla. Es amiga porque contempla

5. Pienso que en esta perspectiva se pueden reasumir los elementos básicos de la mariología de K. Rahner, tal como están explicitados en María, madre del Señor, Barcelona 1967.

sin juzgar ni dominar, ni imponer, ni doblegar. Es creadora porque la transforma y engrandece, de tal forma que «de ahora en adelante me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48).

La creación se ha convertido de esa forma en cruce de miradas. Ha fijado Dios sus ojos en María, poniendo en ella su fuerza y su ternura, conforme a una experiencia que después ha transmitido Juan de la Cruz: «cuando tú me mirabas / su gracia en mí tus ojos imprimían» (Cántico Espiritual). María se descubre así mirada, transformada, enriquecida, valorada y liberada por la gracia de unos ojos que no juzgan ni escudriñan ni condenan. Ella se sitúa precisamente en el extremo opuesto de eso que una fenomenología de la mirada ha creído descubrir en la presencia de unos ojos siempre vigilantes que destruyen la autonomía y libertad humana (Sartre). María descubre su valor porque la miran y gozosamente ex-clama: «se alegra mi espíritu en Dios mi salvador» (Lc 1,47).

En esta mirada Dios desvela su grandeza creadora: no se cierra en sí para mirarse sin cesar en círculo inmanente: ha creado a los hombres a fin de mirarlos y complacerse en ellos, con el gozo de creador y padre amigo que se alegra en sus propias creaciones. Pues bien, María ya no tiene que esconderse en el jardín, como los hombres hicieron por temor a la vergüenza de su desnudez pecadora, desde Adá y Eva (cf. Gén 3,7-11); no tiene que poner un velo sobre el rostro, ante los ojos, como han hecho los judíos, ante el Dios del miedo que parece hablarles sólo en un lenguaje de terror y muerte (cf. 2 Cor 3,13; cita de Ex 34,33.35); no tiene que cubrirse la cabeza como deberán hacer más tarde las mujeres de Corinto que retornan a un estado premesiánico de discriminación y miedo ante el misterio (cf. 1 Cor 11,2-16). María mantiene la mi-rada y respondiendo, en gesto de amor y transparencia, dialoga con su Dios diciendo, en plena libertad: «he aquí la sierva del Señor» (Lc 1,38).

Los amos del mundo miran para dominar, de arriba hacia abajo, poseyendo en el deseo a la persona a la que miran. Pues bien, Dios no domina ni posee. Precisamente porque es Dios y no un pequeño diosecillo, aprendiz de dictador, puede mirar sin opresión ni dictadura. Estos ojos de Dios son el misterio del amor que crea. Por eso, María ha respondido, sosteniendo la mirada: «ha hecho en mí cosas grandes, aquel que es poderoso» (Lc 1,49).

Dios hace las cosas con la mirada de su amor, como nuevamente sabe Juan de la Cruz: «yéndolos mirando / con sola su hermosura / vestidos los dejó de hermosura» (Cántico Espiritual). Esta hermosura no es algo añadido, un adorno que se pone y quita. La hermosura es el propio ser de la realidad, la «gracia» que define a la persona de María, conforme a la palabra del ángel, al llamarla agraciada (Lc 1,28) Esta es precisamente su verdad y su grandeza. Por eso, cuando dice «Dios ha hecho en mí cosas grandes», ella confiesa: Dios me hace ser y yo soy por la acción de su mirada; Dios me despierta a la vida y yo puedo despertar, reconocerme y responderle. 6

Desde esta mirada-acción de Dios surge María como persona creada, capaz de dialogar con su mismo creador sobre la tierra. Dios la deja en manos de su propia libertad, a fin de que ella pueda reconocerse como libre y así le responda, colaborando en su propia tarea mesiánica: el surgimiento del Hijo sobre el mundo. Salvadas todas las distancias, debemos afirmar que aquí se ha repetido el mismo esquema que encontramos ya en el paraíso. Allí, Adán se encuentra solo y no tiene una ayuda semejante, una persona con quien pueda dialogar, confiándole su propia palabra, hasta la creación de Eva (Gén 2,17). Pues bien, de manera análoga, Dios se encuentra solo ante su creación hasta que puede dialogar con María, descubriendo así una colaboradora que, en algún sentido, es «carne de su carne y hueso de sus huesos» (cf. Gén 2,23). Ella es ahora su «imagen y semejanza» (Gén 1,26): con ella puede dialogar para la realización de su misterio sobre el mundo.

Este es, a mi juicio, el sentido más profundo del relato de la anunciación según san Lucas: el Dios que de nada necesita ha querido necesitar de María para realizar humanamente (divinamente) la encarnación de su Hijo. Por eso, si la terminología del amo y del esclavo nos valiera, Dios mismo se vuelve esclavo de María, llama a la puerta de su vida, espera su respuesta. Sin duda alguna, esta manera de hablar constituye un símbolo, pero no es un símbolo que pueda tomarse como secundario o reducirse luego al plano del lenguaje conceptual. Es la expresión originaria del misterio. Es la expresión del Dios que habiendo creado seres libres viene a comportarse en libertad con ellos, en respeto y reverencia. Es la expresión del ser humano que, reconociéndose libre, mantiene y explicita su libertad precisamente ante el misterio.

No habría verdadera libertad interhumana si el hombre no fuera libre frente a Dios. No podríamos romper la dialéctica del amo y el esclavo si es que Dios continuara actuando como un amo que impone su deseo sin tomarnos en cuenta ni esperar nuestra respuesta. La experiencia de Dios, tal como viene a expresarse en el relato acerca de María, es la experiencia de suprema libertad.

6. M. Navarro, o.c., 51-72, resitúa en forma mariana el tema de la mirada y el deseo, valiéndose de las intuiciones antropológicas de J. Lacan.

He dicho libertad «suprema» y no infinita porque sólo Dios es infinito y absoluto, en cuanto vive desde el fondo de sí mismo. El hombre en cambio vive desde Dios, en el contexto de una dependencia que resulta originante, creadora, respetuosa. Pues bien, sobre la base de esa dependencia (como sierva), María puede decir y ha dicho su palabra de suprema independencia y libertad, una palabra que Dios mismo necesita para encarnarse sobre el mundo y realizar su obra salvadora.

De esta forma se han unido libertad y gracia. María es la «agraciada» de Dios (cf. Lc 1,28) y sólo como tal, gratuitamente, puede responder y realizarse como libre. Su libertad se define así como autonomía para colaborar en el misterio creador de Dios, que culmina su obra encarnándose en la carne que ha creado. No es indiferencia para el bien y el mal, para la colaboración y el rechazo, como a veces se ha supuesto en la línea de la escuela molinista. María es libre porque puede aceptar como propio el plan de Dios. Así lo asume y de esa forma se realiza, respondiendo gratuitamente a la gracia y colaborando con ella. De algún modo pudiéramos decir que ella es la misma libertad creada, hecha persona dentro de la historia.7

3. Madura ante los hombres

Desde los supuestos anteriores debe plantearse, de manera más directa, el tema de la virginidad, tal como ha sido formulado por el credo que presenta a Jesús como nacido de María Virgen. En un estudio reciente he precisado sus aspectos exegético-dogmáticos, llegando a la conclusión de que «las formulaciones cristianas del nacimiento virginal de Jesús se hallaban de algún modo presentidas a lo largo del camino israelita. Sin embargo, ese camino en sí resulta insuficiente. Los datos evangélicos desbordan todas las posibles esperanzas, ilusiones y palabras de la historia; no podemos entenderlos en función de tradiciones precedentes. Nos hallamos ante un «novum», una especie de ruptura originante donde es-tallan las antiguas coordenadas de la vida y pensamiento de los hombres». 8

  1. Aludo en el texto a la controversia sobre el influjo de Dios y libertad del hombre, tal como fue explicitada en forma clásica por Báñez y Molina. A mi juicio, los principios de aquella controversia siguen teniendo mucha importancia para el buen planteamiento del misterio mariano, en perspectiva teológica.

  2. Hijo eterno y Espíritu de Dios, Salamanca 1987, 60. Para una visión exegético-teológica del problema, además de obras citadas en nota 3, cf. S. de Fiores y A. Serra, Vergine, en Nuovo Diz. di Mariologia, Torino 1985, 1418-1476.

La maternidad virginal de María ha de entenderse desde el fondo del misterio pascual, cuya luz nos capacita para descubrir la novedad del nacimiento. «Para aquel que no cree en la encarnación histórica del Hijo de Dios los relatos de la concepción virginal seguirán siendo un mito o (quizá mejor) un signo ideológico creado por la Iglesia. Por el contrario, los creyentes descubrirán en los relatos de Mt 1-2; Lc 1-2 y en el fondo de la fe eclesial una expresión privilegiada de la irrupción salvadora de Dios en el ca-mino de la historia». 9

Por eso, en el sentido radical del evangelio, María no es Virgen en un plano simplemente natural (o intramundano), para luego convertirse en Madre de Dios, por efecto de una gracia sobreañadida del Espíritu santo. María es Virgen porque es Madre. «Su virginidad ha surgido, por tanto, de la acción de Dios, de la presencia del Espíritu que viene a transformarla, convirtiéndola así en Madre el mismo Hijo divino. En su diálogo con Dios, al presentarse como Sierva del Señor y convertirse en templo de su Espíritu (cf. Lc 1,35-38), María empieza a ser la Virgen para siempre. Comienza a serlo `por la mente', en gesto de elección personal en que se incluyen después `mente y vientre'». 10

En esta perspectiva quiero mantenerme, ofreciendo unas observaciones suplementarias que nos ayuden a entender la virginidad a la luz de la opción por los pobres. He presentado ya a María como profetisa de la libertad, que se identifica con todos los hambrientos-oprimidos de la tierra y canta con ellos el misterio de la gran justicia de Dios que les eleva y plenifica (Lc 1,51-53). En esa misma línea se sitúa nuestro tema. «Parece que en la ley de evolución de los vivientes han triunfado las especies que mejor se adaptan al ambiente y logran imponerse por encima de las otras. También la historia de los hombres se halla vinculada a la victoria de los fuertes. Pues bien, el nacimiento de Jesús ha introducido en ese campo de violencia una ruptura creadora: María se sitúa en el lugar de los pequeños, de los pobres, derrotados y aplastados de la historia» 11. Ella representa a todos porque es virgen, renunciando desde Cristo y por Cristo, al poder que sobre el mundo le pudiera conceder el sexo.

9. Hijo eterno..., 62.
10. Ibid., 65
11. Ibid., 67

Así venimos a evocar de nuevo, de manera sorprendente, un motivo primordial del canto de Ana donde la mujer estéril (y la virgen, sin marido) se sitúa entre los pobres, despreciados, de la tierra: los cobardes que no pueden ni luchar, los hambrientos que carecen de comida (1 Sam 2,4-5). En ese reverso de la historia, con los derrotados y vacíos, viene a situarse ahora María, la Virgen. Ella ha rechazado así el principio fundante del poder que es el deseo de dominio y pervivencia dentro de la vida. Porque «no hay duda de que el centro más profundo donde germina el poder es el sexo. Con el poder de reproducción el hombre se radica en la tierra, entra de manera privilegiada en la creación... Mediante la actividad sexual se transmite la vida, el orgullo de dominar y el temor a la violación, dos coeficientes del poder». 12

Por eso, la virginidad cristiana de María, en línea con su canto de los pobres (Lc 1,46-55), sólo recibe su sentido como signo de absoluta gratuidad. Situada ante las fuentes de la vida, ella renuncia al deseo de poder, en gesto de plena gratuidad que se abre (la abre) a todos los hambrientos y oprimidos de la tierra. María se vincula con ellos, en actitud de entrega solidaria y esperanza. Así lo ha formulado con gran fuerza A. Paoli: «Siento casi visceralmente que en la castidad se reasumen todas las renuncias, todas las pobrezas, todas las humillaciones del hombre. Y me basta con pensar en los pobres no acogidos, no amados, no valorizados, en todos los obstinados idealistas que dan la vida por un sueño, para sentir que Dios me ha pensado en la raíz profunda de lo humano, en la sede escondida donde tiene origen la libertad y el poder, la relación de fraternidad y de comunión o de explotación y por ende la paz y la guerra. Me he lanzado allí como negación, como vacío, allí donde caen todas las humillaciones y la pobreza del hombre, donde está el centro del drama y donde sospecho se da el centro de la liberación». 13

Pues bien, en ese centro hallamos a María, aquella a la que siempre los cristianos han llamado la Virgen, por antonomasia. No es Virgen por rechazo, orgullo, ansia de poder o deseo de propia independencia. Tampoco es Virgen por virtud, por ganar de esa manera un mérito ante el cielo. Es Virgen por solidaridad y hon-dura humana. Por solidaridad: se pone en el reverso de la historia donde están los perdedores, los que sufren sin dejar herencia de poder, de descendientes o dinero sobre el mundo. María ha penetrado con ellos al nivel de más hondura de la vida, a la raíz de la que brotan los deseos de dominio (tener, subyugar, reproducir-

  1. A. Paoli, La perspectiva politica de san Lucas, Buenos Aires 1973, 43.

  2. Ibid., 46.

se...); pues bien, por gracia de Dios, en esa misma raíz de los deseos, ella invierte el camino de dominio, poniéndose al servicio de la fraternidad universal.

Sólo como apertura hacia esa fraternidad gratificante, sin poder y sin dominio, sin riqueza ni deseos posesivos, adquiere su sentido la renuncia de María. Ella es Virgen porque Dios la ha puesto (y ella se ha dejado poner), en el reverso de la historia, al servicio de los pobres de la tierra, por causa de Jesús, el Cristo. Sólo de esa forma, en una línea de interpretación complementaria, su virginidad puede entenderse también como una forma de realización integral de su persona: en gesto de total renuncia, allí donde no tiene nada por sí misma, María viene a presentarse como aquella que lo tiene todo, porque Dios la ha enriquecido a través de su mirada (cf. Lc 1,48).

En esta perspectiva se sitúan, a mi juicio, las observaciones de M. Navarro, que interpreta la virginidad de María a la luz de su realización total como mujer: «María no es teológicamente virgen hasta que se lleva a efecto su diálogo con Dios. Y más aún, hasta que acoge la proposición divina y se define libremente por ella. Es decir, hasta que no pronuncia su palabra de decisión. Entonces comienza a ser virgen. Entonces, su palabra muestra que en su cuerpo ya se ha inscrito la palabra de Dios». 14

Virgen es, por tanto, quien dialoga con Dios en libertad, es quien le entrega en libertad la propia vida, en camino de maduración abierta de manera gratuita hacia los otros. Por eso el hombre virgen (varón o mujer) es el que sabe (puede) vivir intensamente, llevando a flor de piel las tres heridas de que habló el poeta: «la del amor, la de la muerte, la de la vida» (M. Hernández, Cancionero y romancero de ausencias, 9).

Pecado es el olvido de lo humano: el deseo de vivir para engañarnos, empleando al servicio de ese engaño los poderes de la tierra: fuerza, riqueza, violencia, sexo. En ese aspecto la virginidad «es la libertad psíquica de llevar abierta la herida afectiva. Hablan-do teológicamente, esto quiere decir que la virginidad es la conciencia de Dios como el único Tú absoluto, sujeto de la búsqueda humano-religiosa de María. Quiere decir que María no se engaña intentando hacer de Dios aquel que tapa, ilusoriamente, los huecos afectivos que como persona ella lleva dentro de sí... La imagen de la Virgen que asoma como consecuencia no es ni mucho menos la imagen de una mujer cerrada circularmente en su propia plenitud, sino la imagen de una mujer suficientemente madura como para

14. M. Navarro, María, la mujer, Madrid 1987, 160.

no temer llevar abierta y explícita su herida afectiva, su búsqueda continua de Dios en la conciencia de su distancia». 15

La virginidad es, por lo tanto, la forma concreta en que María vive su pacto con Dios, en transparencia ante los otros. No es algo que ella tiene, como puede tenerse una virtud, un mérito, un valor sobreañadido. Virginidad es ella misma, por eso la llamamos la Virgen. Ha puesto en manos de Dios la herida de su amor, abierta en forma universal hacia los hombres. Ha puesto ante Dios la herida de su muerte, el gesto de su pleno y mayor desprendimiento. Por eso ha florecido en ella la herida de la vida, interpretada de una forma muy concreta y corporal. «Significativamente, los antiguos Padres de la Iglesia tuvieron que defender el misterio de la concepción virginal en contra de una visión de gnosticismo que desencarnaba el camino salvador de Cristo al convertirlo en una especie de superestructura espiritualizante (ideológica). También nosotros nos venimos a poner en ese plano». 16

Nos ponemos en esa perspectiva porque el fruto de María Virgen no es sencillamente «espíritu», una idea superior, una experiencia de interioridad aislada de la vida. De María Virgen nace el mismo Hijo de Dios en carne humana. Nace para solidarizarse con todos los hambrientos-enfermos-humillados, para transformar de esa manera el mundo de pecado (de poder-violencia) en ámbito de gracia donde el único poder es el amor interpretado y realizado a modo de servicio.

De esta forma, al situarse tan cerca de Jesús, María abre un modelo nuevo de realización femenina y humana. «En ella no hay negación de la sexualidad... sino un cauce nuevo, inaudito hasta entonces, de realización humano-femenina». «María eligió explícita-mente, como absoluto, a Dios, y su cuerpo, eco de esta elección, se definió como cuerpo virgen... La virginidad de María es su forma concreta de expresarse en su totalidad» 17. A partir de ella puede ser distinta la historia de lo humano. No ha sido virgen para sí sino para Jesús y en Jesús para nosotros que ahora, unidos a ella, podemos realizarnos de manera virginal y solidaria.


II. MARÍA
Y LA FAMILIA DE JESÚS

La tradición cristiana más antigua ha presentado a Jesús como descendiente de David. Así lo presupone la palabra de la anunciación (Lc 1,32), lo mismo que el gran canto de liberación nacional

  1. Ibid., 170.

  2. Cf. mi obra Hijo eterno y Espíritu de Dios, Salamanca 1987, 64.

  3. M. Navarro, o.c., 163, 166-167.

del Benedictus (Lc 1,69). Los relatos de la infancia ratifican esa ascendencia mostrando expresamente a José como heredero de las promesas de David (cf. Mt 1,20; Lc 1,27). Por medio de él insertan a Jesús en el nivel del antiguo mesianismo real. Pero Jesús ha desbordado ese nivel, ha roto la estructura de la vieja familia nacional israelita, al presentarse como Hijo de Dios para los pueblos (cf. Rom 1,4). Esa ruptura viene a explicitarse en el mismo evangelio y tiene una profunda implicación mariana: para hacerse discípula de Jesús y ser cristiana, María tiene que cambiar de familia, como ahora mostraremos. 18

1. Dejar padre y madre

Juan Bautista ha proclamado el fin del mundo viejo (cf. Mt 3, 7-12), incluidas sus mismas estructuras familiares. Jesús de Nazaret asume su visión y precisamente desde el fondo de ese fin empieza a proclamar el Reino. Lógicamente, tiene que abandonar su familia, con todo lo que eso supone en Israel, pueblo patriarcal que absolutiza los lazos de carne (unión matrimonial) y de sangre (descendencia). Jesús quiebra ese mundo, trasciende la estructura social israelita y sale en busca de los hombres más perdidos, en las calles, los caminos y las plazas (cf. Lc 14,15-24). Ellos le rodean y le acogen. Con ellos crea un nuevo tipo de fraternidad de liberados para el Reino. Es normal que los parientes (hoi par autou) le consideren perturbado o fuera de sentido (Mc 3,21).

La redacción de Mc interpreta esta postura de los familiares a la luz de la acusación posterior de los escribas de Jerusalén: ¡tiene a Beelzebul!, en el fondo es un poseso (Mc 3,22-29) porque rompe la estructura sagrada de su pueblo e introduce dentro de ella elementos de perturbación muy peligrosa. Allí donde se quiebra el orden patriarcal es porque actúa el diablo, piensan los judíos. Pues bien, Jesús se ha defendido de esa acusación de escribas y parientes, fundando una nueva familia mesiánica: «mirando a los que estaban sentados en corro, alrededor suyo, dijo: éstos son mi madre y mis hermanos, porque quien cumpla la voluntad de Dios ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3,34-35). 19

La tradición evangélica conserva y acentúa esta palabra, introduciendo en ella algunos rasgos significativos. Mateo identifica la familia nueva con el grupo de discípulos (mathétai) o comunidad

  1. Como trasfondo exegático-teológico del tema, cf. L. Legrand, L'annonce a Marie (Lc 1,26-38), Paris 1981.

  2. Cf. J. Gnilka, Evangelio según san Marcos I, Salamanca 1986, 168-181, con bibliografía en p. 168; R. Pesch, Marco 1, Brescia 1980, 357-364.

    escatológica del Cristo: como cimiento de ella pone al Padre de Jesús, a Dios como principio de nuevo nacimiento. La experiencia radical de la paternidad de Dios, actualizada y extendida por Jesús, rompe los antiguos lazos y suscita una familia nueva de discípulos (cf. Mt 12,48-50).20

    Lucas destaca la nueva actitud y realidad de los creyentes: la familia nueva surge allí donde los hombres escuchan (akuein) la pa-labra, acogiéndola por dentro para realizarla (poiein). De esta forma nos conduce a la raíz del evangelio, allí donde el sembrador de Dios va sembrando la palabra (cf. Mc 4,14) y los hombres pueden renacer a la existencia verdadera. Sólo en ese plano surge la familia de Jesús, el Cristo (cf. Lc 8,19-21).21

    Los representantes del orden antiguo entienden su familia en clave de estabilidad social, al servicio de la descendencia (madre) y la unidad grupal (hermanos). Ellos son conservadores: defienden la estructura. Por eso llevan a la madre, para legitimar sus pretensiones. Así suscitan y motivan la respuesta de Jesús, que se sitúa al margen del sistema establecido, como marginado mesiánico y fundador final de una familia nueva de hijos de Dios (Mt), que escuchan y realizan la palabra (Lc). Esta es su familia mesiánica.

    La verdadera familia no es por tanto algo ya dado, en clave de unidad biológica o cohesión grupal. Los hombres no son familia auténtica en nivel de carne y sangre sino que la suscitan a medida que asumen voluntariamente unos valores, optan por ellos y por ellos se vinculan, a fin de realizarlos. En otras palabras, la familia no es privilegio que algunos han recibdo por nacimiento y que conservan con orgullo ante los otros (ricos ante pobres, judíos frente a gentiles). Ella es camino que empieza allí donde los hombres, reunidos en torno a Jesús, cultivan juntos la experiencia de la gracia y se vinculan de una forma gratuita, creadora, a partir de la palabra. 22

    En esta misma perspectiva nos sitúa otro pasaje radical del evangelio. En clave puramente israelita, una mujer del pueblo es-clama: « ¡ feliz el vientre que te ha gestado y los pechos que te han amamantado!» (Lc 11,27). Vientre y pechos pertenecen a María:
     

  3. Cf. P. Bonnard, Matthieu, Neuchátel 1970, 186-188; X. Pikaza, Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños, Salamanca 1984, 318-329.

  4. H. Schürmann, Luca, Brescia 1983, 743-747; A. Plummer, Luke, ICC, Edinburgh 1981, 223-225.

  5. Para una comprensión de la novedad cristiana en plano de ruptura frente al judaísmo resulta fundamental la experiencia paulina, que ha sido estudiada desde perspectivas diferentes por E. P. Sanders, Paul and Palestinian Judaism, London 1977, 463-472; M. Legido, Fraternidad en el mundo, Salamanca '1987, 287-344.

ella es la madre que ha engendrado y ha nutrido, en actitud de hondura y abundancia corporal, como indicaban desde antiguo las grandes diosas-madres de la fecundidad, que constituyen el signo sacro preferido del oriente 23. En un sentido más extenso, vientre y pechos son la historia de Israel, la vida del pueblo mesiánico, representado como «doncella de Israel» y madre gestante, en una tradición bien conocida que desemboca en ApJn 12,2.24

La misma realidad del pueblo israelita, condensado en María, se interpreta aquí en un plano de fecundidad biológica y orgullo nacional, tomando «nación» en su sentido originario, de nasci (nacer). María es una especie de función reproductora. Su valor personal desaparece y desaparece su propia identidad interior, ese nivel de libertad y de confianza (fe) donde se expresa y realiza la persona. Por eso, Jesús ha respondido: «felices más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,28) 25; ellos son familia del mesías.

De nuevo hallamos las palabras primordiales: escuchar y cumplir, acoger y responder. Ellas definen la verdad del hombre como oyente personal, capaz de recibir en libertad la libre palabra del misterio, en diálogo con Dios. Por eso, el ser humano «se hace». No se limita a dejar que Dios le haga sino que debe hacerse a partir de la palabra que Dios siembra en su interior. Desaparece así la imagen de la madre orgullosa, vientre-pechos de los viejos mitos de la fecundidad. También desaparece la madre engendradora en plano nacional, a la que aluden muchas esperanzas israelitas. Queda simplemente la persona, esto es, el varón o la mujer que saben escuchar y actúan desde el fondo de su propia libertad, realizando de esa forma su camino humano y religioso.

En una perspectiva semejante se sitúa el pasaje que presenta la venida de Jesús a su patria (Mc 6,1-6 par), lugar de educación y crianza, como indica Lc 4,16. Viene con sus discípulos (Mc 6,1), es decir, con el grupo de sus nuevos familiares, y se encuentra en la misma sinagoga con los viejos paisanos de su pueblo. Lógicamente, el encuentro se convierte en choque. Los nazarenos reconocen la novedad de Jesús: «¿de dónde ha recibido tales dones y qué tipo de sabiduría es esta que se han dado, de tal forma que broten milagros de sus manos?». Jesús rompe sus esquemas, desborda aquello que podrían esperar dentro de Israel. Por eso siguen preguntando:

  1. Cf. E. Neumann, La grande Madre, Roma 1981.

  2. Cf. B. J. Le Frois, The Woman clothed with the Sun (Ap 12), Roma 1954; H. Gollinger, Das «grosse Zeichen» von Ap 12, Stuttgart 1971.

  3. Cf. A. Plummer, Luke, ICC, Edinburgh 1981, 305-306; K. H. Rengstorf, Lukas, NTD, Göttingen 1967, 150.

    «¿no es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago y José...?» (Mc 6,2-3). Quieren situarle en el campo de su seguridad nacional y no pueden. Por eso se escandalizan, es decir, se dividen internamente y deciden rechazarle, permaneciendo en sus antiguas familias las tradiciones judeo-nazarenas (cf. Mc 6,3-6) que ahora se interpretan como realidad definitiva.

    Sobre este fondo se ilumina la palabra de Jesús en torno al vino nuevo: nuevo es su vino, pero los nazarenos han querido introducirlo en el odre viejo de su judaísmo familiar, fijado desde antiguo. Lógicamente, el odre se rompe (cf. Mc 2,21-22) y los judíos permanecen en su incredulidad, sin entender a Jesús (Mc 6,6). En esta línea ha de entenderse el texto. Los paisanos no tienen más remedio que admitir un tipo de Sabiduría «dada a Jesús» (he dotheisa toutó). El verbo en pasiva debería mostrar que el sujeto de la acción es Dios, de forma que el pasaje puede traducirse: «¿qué sabiduría es esta que Dios le ha dado?». Pero, de hecho, ellos combaten el origen y sentido de ese nuevo saber y también dudan del «dios» que se lo ha dado. En realidad, piensan y actúan igual que los escribas de Mc 3,22: ¿será Dios quien obra por medio de Jesús o será más bien el Diablo?

    Pues bien, ahora, la misma discusión plantea el tema del origen y familia: «¿no es éste el hijo de María?» (Mc 6,3). Los nazarenos conocen a la madre y hermanos de Jesús, anclados en el suelo de la tradición israelita. En ella prefieren quedarse, en un nivel de carne y sangre, rechazando como peligrosa la novedad de Jesús que definen como «sabiduría que hace milagros». Así clausuran a Jesús en el espacio de la madre y los hermanos que ellos cierran en su propia tradición. Esa tradición es la que debe mantenerse, como seguridad nacional (de patria), frente al nuevo cambio y camino de Jesús que, unido a sus discípulos, ofrece un tipo nuevo de sabiduría creadora de familia mesiánica. Pues bien, los nazarenos piensan que Dios no actúa a través de ella. Por eso le rechazan. 26

    Significativamente, este pasaje ha planteado el tema de Jesús y de María en el lugar central de Mc, abriendo un camino por donde avanzarán Mt, Lc y Jn. Ante los ojos de los nazarenos, la madre de Jesús pertenece al mundo viejo, está encerrada en el espacio de unas tradiciones y seguridades que deben mantenerse. Pero la misma pregunta que ellos hacen, hábilmente destacada por Mc, viene a colocarla en el espacio de la Sabiduría de Dios, que
     

  4. Cf. R. E. Brown, Nacimiento del Mesías, Madrid 1982, 561-565; J. Gnilka, Evangelio según san Marcos I, Salamanca 1986, 262-273; R. Pesch, Marco 1, Brescia 1980, 496-508.

Jesús ha recibido y que transmite a través de sus milagros. Frente a frente se sitúan las dos imágenes: Jesús es emisario (hijo) de la Sabiduría de Dios para aquellos que responden afirmativamente a su mensaje, aceptando su camino; es sólo hijo de María y hermano de los israelitas para aquellos que se quedan en el plano de sus paisanos de Nazaret. Estos, los judíos incrédulos (Mc 6,6), no han sabido compaginar la actuación y origen de Jesús con la Sabiduría de Dios; interpretan su familia en un nivel de pura carne, rechazan su novedad mesiánica. Sin embargo, los creyentes verdaderos (cristianos) saben aceptar la paradoja mesiánica y confiesan que el hijo de María (hermano de los nazarenos) es, al mismo tiempo, emisario de la Sabiduría (Hijo de Dios). 27

A la luz de los anteriores, este pasaje resulta muy importante porque ha situado el camino de Jesús en el lugar de la pregunta por la Sabiduría de Dios. Esta aparecía ya en el judaísmo como fundadora de una nueva familia en que se integran los creyentes, realizando funciones de esposa, amiga, compañera, hermana de sus fieles (cf. Sab 8,2.9.17.18; Prov 7,4-5; Eclo 4,11; 15,1-2). Pues bien, en el lugar de esa Sabiduría, como fundador de la familia escatológica de Dios y centro de la vida y relaciones de los hombres, ha venido a ponerse ahora jesucristo. Por eso, los pasajes anteriores nos sitúan donde surge el enfrentamiento entre familia de Dios, en clave de Sabiduría de Dios, revelada por Jesús, y familia de este mundo, en clave de carne-sangre, a nivel israelita. Lógicamente, el mismo texto de Mc 6,1-6 par. acaba hablándonos de un escándalo que Lc 4,16-30 desarrolla como ruptura radical entre Tesús y el viejo judaísmo. Pues bien, al centro de ese escándalo hallamos a María. En esa línea podrá afirmarse de ella lo que luego dirá Lc 2,34-35: la espada o división de Cristo ya atraviesa la vida de su madre. 28

Quizá deba añadirse a los textos anteriores el pasaie radical de Pablo: «Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la filiación» (Gál 4,4). Ciertamente el texto puede interpretarse en diferentes planos. Hay autores que vinculan la palabra «nacido de mujer» con «recibir la filiación», uniendo ya en un mismo espacio de encuentro y misterio la generación humana y di-

  1. Para precisar el sentido de seguidores de Jesús en Mc, cf. J. Mateos, Los «doce» y otros seguidores de Jesús en el evangelio de Marcos, Madrid 1982. Sobre hermanos y familiares de Jesús, cf. J. Blinzer, Brüder und Schwestern Jesu, Stuttgart 1967.

  2. Cf. A. Feuillet, Jesus et sa Mere, Gabalda, Paris 1974, 58-69; J. McHugh, The Mother o/ Jesus in the NT, London 1974, 104-113; R. E. Brown, o.c., 472-486.

    vina de Jesús, por medio de María 29. Pienso, sin embargo; que en su perspectiva antigua este pasaje se sitúa sobre el mismo nivel de los anteriores: la expresión «nacido de mujer» debe entenderse en relación con el «nacido bajo la ley», esto es, en plano de carne y sangre. Pues bien, la redención de Cristo trasciende ese nivel, llevándonos a un plano de filiación divina y plenitud pascual (Gál 4,1-7). Por eso, en este primer momento de la teología paulina, la función de María sigue estando en nivel de carne-sangre, lo mismo que la filiación davídica de Rom 1,3-4.30

    Sea cual fuere el sentido final que ha de darse a Gál 4,4, es claro que los textos aducidos nos sitúan ante un tema de primera magnitud: la función de la familia mesiánica en el NT y el sentido de María dentro de ella. Para entenderlo rectamente debemos llegar hasta la misma raíz del evangelio.

    2. Nueva familia mesiánica

    El evangelio viene a ponernos ante un texto escandaloso que sirve para situar los pasajes anteriores. Hay un hombre que pretende hacerse discípulo, pero quiere disponer de tiempo para «enterrar a su padre». Jesús le responde de modo tajante: «sígueme y deja que los muertos entierren a sus propios muertos» (Mt 8,22). Esta respuesta va en contra de la tradición radical del judaísmo donde la experiencia religiosa pervivía a través de una cadena sacral que va pasando de padres a hijos. La exigencia de honrar a los padres, que el Decálogo presenta como obligación de justicia agradecida y de ayuda a los ancianos (Ex 20,12; cf. Mc 7,10-13), se hipertrofia en una especie de fijación religiosa. El padre, interpretado en sentido familiar y social (tradición israelita), viene a presentarse ahora como principio y compendio de verdad, que el evangelio debe superar desde el Padre de los cielos.

    Hay que estar con el padre hasta el final, piensan los judíos, dentro de una experiencia familiar en que ese padre (tradición) constituye la norma suprema de conducta. Como verdadero israelita, aquel hombre ha de esperar que el padre muera, tiene que enterrarlo y sólo entonces, cuando se halle en libertad, podrá seguir el nuevo camino de Jesús. Pero, tomada en sentido estricto, esa actitud prohíbe el paso a todo seguimiento, porque el «padre» en sentido israelita nunca muere: en su lugar siguen estando los
     

  3. Cf. A. Vanhoye, La mere du Fils de Dieu selon Ga 4,4: Mar 40 (1978) 237-247.

  4. Cf. P. Bonnard, Galates, Neuchátel 1972, 85-86; H. Schlier, Gálatas, Sala-manca 1975, 226-228.

ancianos, la totalidad del pueblo interpretado en clave paterna, como principio y norma de existencia. La religión se cierra de esa forma, en clave de nacionalismo.

¿Cuál es la respuesta de Jesús? Sabe que ha llegado ya el tiempo del Reino y quiere que la tradición del viejo padre acabe: que los muertos entierren a sus muertos y con esto se terminen. Por eso, desde ahora ha comenzado a crear un mundo nuevo, un campo abierto de fraternidad donde ha cesado la vieja ley del padre de la tierra (cf. Mt 23,9), porque se revela el Padre superior, el de los cielos. Nuevamente podemos aludir a la comparación del «nuevo vino» (del Reino) que requiere «nuevos odres» porque rompe la estructura patriarcal antigua israelita (cf. Mc 2,21-22) 31 Precisamente en este lugar de nueva creatividad familiar vendrá a entenderse la figura de María. Pero antes de tratar de ella debemos recordar otros pasajes. 32

El primero, tal como ha sido redactado por Mateo, interpreta el surgimiento de la familia de Jesús a la luz de la gran división escatológica: «he venido a dividir al hombre contra su padre, a la hija contra su madre...» (Mt 10,35; con cita de Miq 7,6). La casa familiar viene a mostrarse de esa forma como lugar de división y de disputa (Mt 10,36), conforme a la predicción más sombría de todo el evangelio: «el hermano entregará al hermano a la muerte y el padre al hijo y se levantarán los hijos contra los padres y los matarán» (Mt 10,21 par). La crisis del final destruye el orden patriarcal y de familia que intentaba establecer para siempre el judaísmo. Los antiguos valores de la tierra se desmoronan: piedad filial, entrega paterna, la solidaridad fraterna... La vida se convierte así en infierno 33. Pues bien, sobre ese fondo ha proclamado Jesús su gran palabra: «quien quiera al padre o a la madre más que a mí no es digno de mí, quien quiera al hijo o a la hija más que a mí no es digno de mí» (Mt 10,37; cf. Lc 14,26).

En este primer plano, la unión de hijos y padre (y de hermanos) pertenece al nivel del egoísmo humano, a la defensa del alma (de la psyche) que intenta asegurarse a sí misma (cf. Mt 10,39), a la vida que actúa con violencia para mantenerse. Todo eso deriva del espacio de los padres de este mundo, de la autosuficiencia impositiva

  1. Ha destacado el valor fundante de la perícopa E. Schillebeeckx, Jesús. Historia de un viviente, Madrid 1983, 182-187.

  2. Resalta la novedad de Mt 8,22 M. Hengel, The charismatic leader and bis followers, Edinburgh 1981; presentación sistemática del tema en E. P. Sanders, Jesus and the Judaisnt, London 1985, 252-255.

  3. Para situar el tema, especialmente en su versión marcana (Mc 13,12), cf. R. Pesch, Naherwartungen. Tradition und Redaktion in Mc 13, Düsseldorf 1968, 133-135.

    humana. Pues bien, Jesús desborda ese nivel y se presenta como nuevo fundamento de unidad y de familia: por eso pide a sus discípulos que dejen todo, cumpliendo la palabra superior (cf. Mc 3,34-35): que asuman su camino (Mt 8,22), y le amen por encima de todos los restantes amores de la tierra (Mt 10,37), superando así el nacionalismo del padre judío.

    Significativamente, el verbo que ha empleado Mt 10,37 para hablar de ese amor fundante hacia Jesús es philein (no agapan). Esta es la palabra que el NT emplea para hablar de la amistad y la familia en el contexto escatológico (cf. Jn 15,13-14; 21,15-17; 1 Cor 16,22, etc.). En un primer nivel esa palabra ha de entenderse en sentido sapiencial, en una línea que se encuentra ya apuntada en el AT. Según ella, Jesús viene a presentarse como Sabiduría encarnada o personal que va invitando a los hombres: «amo a los que me quieren (tous eme philountas) y los que me buscan me encuentran» (Prov 8,17); «los que me odian quieren la muerte» (Prov 8,36). En esta perspectiva se mantiene la Sabiduría: está cerca de aquellos que la quieren y la buscan desde su juventud (Sab 8,2). Pues bien, en la culminación de ese camino ha llegado Jesús, pidiendo que le amemos más que al padre o a la madre, más que a toda la familia 34: es Sabiduría de Dios, principio de familia escatológica.

    De esta forma se reasume y explicita cristológicamente el mandato fundamental del evangelio. Citando a Dt 6,4-5, Mc 12,30-31 y par. han establecido la exigencia de amar a Dios (agapan) sobre todas las cosas, uniendo en esa misma línea la exigencia de amar al prójimo (con cita de Lev 19,18). Pues bien, nuestro pasaje ha concretado ese mandato en forma cristológica. Jesús aparecía ya como enviado de la Sabiduría (cf. Mc 6,2), superando así un nivel de madre carnal, al menos implícitamente, como señalaba la disputa de los nazarenos. Este es el Jesús que ahora, en Mt 11,28-29, se presenta explícitamente como Sabiduría amiga y llama: «venid a mí todos los que estáis cansados...». En esa misma línea ha de entenderse también nuestra palabra: «el que quiera a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí» (Mt 10,37). Jesús ha establecido de esa forma los principios de su nueva familia, como Sabiduría de Dios que recrea escatológicamente a los hombres. No les quiere desde encima ni tampoco desde fuera. Les quiere desde el mismo fondo de su vida humana, en medio de la prueba final donde parecen destruirse y se destruyen los principios viejos
     

  4. Ha explicitado el tema M. J. Lagrange, Matthieu, Paris 1948, 213.

de solidaridad humana donde los judíos confiaban (Mt 10,35; Mc 13,12) 35. Por eso es fundador de familia escatológica.

Esta nueva familia de Jesús implica una ruptura radical, como hemos visto ya en Mt 8,22. El mismo tema vuelve en Mc 10,21: «vende lo que tienes, dáselo a los pobres...; ven y sígueme». Pues bien, llevando hasta el final la riqueza de esa familia mesiánico-escatológica, Jesús indica que debemos superar el plano de las viejas posesiones de la tierra. Con la ley del padre acaba la ley-imposición de las riquezas del mundo. Por eso, Jesús ha ampliado la exigencia de su seguimiento: hay que dejar casa, hermanos-hermanas, padre-madre, hijos y campos por amor a él y a su evangelio (cf. Mc 10,29). La buena nueva de su Reino exige un corte antropológico total y sólo así, centrados en Jesús, podemos recrear los valores que dejamos. 36

En esta perspectiva debemos entender los textos de la ruptura mariana antes citados (Mc 3,34-35; Lc 11,27-28; Mc 6,2-3). Ahora podemos añadir que aquella crisis de la maternidad carnal de María pertenece a la raíz del evangelio. Si sólo hubiera estos datos debeberíamos decir: María queda atada al mundo viejo que termina, al plano de la ley que ha sido superada por el Cristo (en clave paulina). Pero si no contáramos con ellos, si el mismo NT no se hubiera encargado de llegar hasta el final en ese juicio de la maternidad antigua, las nuevas afirmaciones marianas de Mt, Lc y Jn podrían entenderse como un revestimiento mítico que afecta al evangelio desde fuera, sin llegar hasta su entraña. 37

Pues bien, nosotros afirmamos que María, Madre de Jesús, ha vivido y ha solucionado de forma positiva esa gran crisis. Ella ha descubierto que no puede tener pretensiones sobre el Cristo (Mc 3,34-35): sabe que no debe gloriarse en su maternidad carnal (Lc 11,28) y sufre en propia entraña el escándalo y ruptura que suscita Cristo (Mc 6,1-2; Lc 2,34-35). En otras palabras, en la línea de Mc 10,29, podríamos decir que ella ha dejado a Jesús como hijo propio para realizar así el camino de la fe, encontrando al Cristo universal, que la capacita para recuperar a su mismo hijo desde el centro de la nueva familia mesiánica.

  1. Han destacado el elemento sapiencia) del mensaje-vida de Jesús F. Christ, Jesus Sophia, ATANT 57, Zürich 1970; E. S. Fiorenza, In memory of Her, London 1983, 130-140.

  2. Cf. R. Pesch, Marco II, Brescia 1982, 212-218; J. Gnilka, Evangelio según san Marcos II, Salamanca 1986, 95-106, con bibliografía en p. 95-96.

  3. En esta perspectiva resulta valioso el diálogo católicos-protestantes sobre María, tal como aparece en R. E. Brown y otros, María en el NT, Salamanca 21986, 59-78.

    La Iglesia ha confesado siempre esa gran transformación de María que ha pasado del nivel de la familia vieja (plano de la carne) al nivel de la familia nueva de Jesús, en plenitud escatológica. Por eso, habría que decir, reformulando 2 Cor 5,16: «si antes conocimos a María según la carne ya no la conocemos así». Ciertamente, Jesús ha nacido de ella en ese plano (cf. Rom 9,5), porque es hombre y porque es hijo de Israel (cf. Rom 1,3-4). Pero ahora, esa misma carne de María abre su sentido y se explicita como espacio de presencia y actuación del Espíritu de Dios, lugar de surgimiento de la nueva familia mesiánica 38. Así renace María, naciendo ahora de su Hijo.

    Esta recuperación espiritual de la maternidad mariana no consiste en un rechazo de la carne-materia-vida humana, para subir al nivel de la manifestación incorporal de Dios. La Iglesia ha explicitado y desarrollado precisamente esa función recreadora de María en clave de lucha antignóstica: su misma carne (su entera vida humana) viene a presentarse como espacio de manifestación de Dios, principio de la nueva familia mesiánica que Cristo ha establecido sobre el mundo. 39

    3. Recuperación de María (Mt 1-2; Lc 1-2)

    Mt y Lc han proyectado sobre el evangelio de la infancia su nueva visión de María como creyente: ella pertenece a la familia definitiva de Jesús, en fe y entrega por el Reino. Así lo mostraremos brevemente sobre el fondo de las observaciones anteriores, descubriendo a María como la primera cristiana de la historia.

    Mt escribe su evangelio en un momento en que la novedad de Jesús está asentada y asentada su ruptura frente al viejo tejido familiar del judaísmo. Eso le permite descubrir y destacar diversos rasgos nuevos o cristianos de María. El primero es su profunda quiebra frente a la línea genealógica judía: la cadena de las gene-raciones, que van de padre a hijo y marcan la estructura patriarcal del pueblo, se rompe cuando al fin hay que decir «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual fue engendrado Jesús, llamado el Cristo» (Mt 1,16).40
     

  4. El tema ha sido destacado por L. Legrand, L'Annonce a Marie, LD 106, Paris 1981, 147-151, 181-198.

  5. En la línea de su investigación ya clásica sobre el tema, ofrece nuevos datos sobre la función y lugar de Maria en el pensamiento primero de la Iglesia A. Orbe, Introducción a la teología de los siglos II-III, Salamanca 1988, 535s.

  6. Presentación casi exhaustiva del tema, con amplia bibliografía, en R. E. Brown, Nacimiento del Mesías, Madrid 1982, 51-92.

Así se ha superado la ley de paternidad del mundo viejo. José es esposo, pero ya no es padre en sentido de generador. Por su parte, María, madre, viene a comprenderse en el trasfondo de una serie de mujeres que rompen la estructura patriarcal del antiguo judaísmo: Tamar, Rahab, Rut, la esposa de Urías (cf. Mt 1,3.5-6). Todas ellas engendran de manera irregular, desde situaciones difíciles, familiarmente complejas o anormales. Significativamente, al destacar esas figuras femeninas que anticipan a María, Mt no presenta a las esposas fieles y modelo de los viejos patriarcas: Sara, Rebeca, Lía... Recuerda, más bien, a estas mujeres de frontera, que han debido superar situaciones de dificultad, pecado o crisis, aportando su propia creatividad femenina. 41

Pero María es mucho más que esas mujeres discutidas. En el principio de su «irregularidad» (ruptura de la linea genealógica) interviene el Espíritu santo, como afirma de manera sobria el evangelio: «desposada con José, antes que cohabitaran, ella se encontró en estado por obra del Espíritu santo» (Mt 1,18). ¿Cómo ha sido? El evangelio no lo dice. Deja que flote el misterio; desde ese fondo quiere que entendamos los siguientes rasgos: el silencio de María, la duda de José.

El silencio de María no es sometimiento de mujer que «ha de callar en ámbito de Iglesia» (cf. 1 Cor 14,34). Tampoco es humildad o algún tipo de miedo. María ha callado porque la palabra de Dios la ha conducido hasta el lugar donde las viejas palabras de la tierra pierden su sentido. Por eso, ella no puede expresar lo que sucede de una forma meramente humana. Deja que actúe el Espíritu de Dios y consiguientemente calla.

La duda de José (Mt 1,19) nos lleva hasta el lugar donde termina la familia del AT. El nivel de la generación normal se ha roto; María es testimonio de una fuerza de vida diferente. Pero, al contrario que los nazarenos (cf. Mc 6,1-6), José no la acusa ni condena. Simplemente quiere abandonarla. Al chocar con lo desconocido reserva el juicio. No entiende a su esposa, no puede dialogar con ella en un nivel que no comprende. Por eso decide dejarla, como aconsejará más tarde Gamaliel respecto a los cristianos (Hech 5,33-39).

La crisis sólo se supera en el nivel de la familia mesiánica, allí donde el que duda (en este caso el marido) se sitúa ante el misterio de Dios y escucha: «José, hijo de David, no tengas miedo en recibir a María, tu esposa; lo engendrado en ella es obra del Espíritu

41. Lo han destacado católicos y protestantes en R. E. Brown (ed.), María en el NT, Salamanca '1986, 82-87.

santo» (Mt 1,21). De esta forma se ha elevado el nivel de la existencia: José rompe el espacio cerrado de la genealogía israelita y viene a situarse en un plano de fe, allí donde su esposa aparece como signo del misterio. Creer en Dios implica ya para José (para Israel y para todos) acoger y respetar la acción que Dios realiza por María.

Evidentemente, María ya no pertenece al plano de la carne, como se podía suponer en Mc 3,31-35. Ella es mucho más que vientre y pechos (cf. Lc 11,27). Es ahora espacio de actuación del Espíritu: pertenece al misterio de Dios, a su presencia sobre el mundo. Por eso, José no puede dominarla, como el varón patriarcal domina a la mujer; tampoco puede dudar de ella, sino que ha de acogerla (acompañarla) en el camino de la generación mesiánica.

José debe acoger a María como madre del mesías. Ella ha concebido un hijo que no es suyo en el sentido egoísta, de familia cerrada de la tierra. Por eso lo presenta como don divino a los que vienen a adorarle del oriente (cf. Mt 2,1.11). De esa forma, en el mismo principio de su maternidad hallamos la apertura de la fe: ha dado a luz al mesías y por eso su vida está ligada a lo mesiánico; así debe acoger a los creyentes que vienen desde lejos (Mt 2,11) y camina con Jesús hacia el destierro, compartiendo su destino (cf. 2,13.20). No es simplemente madre en el plano de la carne. Es madre en plano de solidaridad mesiánica, en ámbito de espíritu.

Llegamos así al centro del evangelio, precisamente hasta el famoso pasaje en que se habla de la fidelidad matrimonial y el celibato por el reino de los cielos. Jesús ha restablecido el matrimonio como vinculación originaria de varón y. mujer, comprometidos a vivir en unidad por siempre, sin dominio del uno sobre el otro (cf. Mt 19,1-9). En ese mismo nivel de fidelidad ha situado Jesús a los eunucos por el Reino (19,12), es decir, aquellos que han renunciado al matrimonio para cultivar, de modo especial, la gracia de Dios en el centro de su propia vida. Pues bien, María participa de los dos caminos. Por un lado se halla desposada, en fidelidad definitiva hacia José, aceptándole en su crisis y formando con él un espacio de transparencia afectiva y de vinculación personal donde pueda recibir formación israelita y plenitud humana el Hijo Jesu-cristo. Por otra parte, se presenta como virgen (parthenos), conforme al signo-promesa de Is 7,14 que ahora se ha cumplido (cf. Mt 1,23) por obra del Espíritu santo.

En este último plano se deben comparar e iluminar las dos pa-labras: Maria es virgen por actuación y presencia del Espíritu santo (Mt 1,18.20); los seguidores de Jesús se hacen eunucos porque ha llegado el reino, que les enriquece y fundamenta su existencia. Es evidente que Espíritu santo (en María) y Reino (en eunucos creyentes) cumplen función muy parecida, capacitándonos para superar el plano viejo de la familia israelita, fundada en el padre-tradiciones-riqueza de la tierra.

María se encuentra, según esto, en los dos lados. Está del lado de los matrimonios, allí donde la comunión varón-mujer se establece sobre la base de una fidelidad personal, en diálogo fecundado por el Espíritu de Dios. Está del lado de los vírgenes-eunucos, es decir, de aquellos que han acogido el Reino como plenitud nueva de realidad. En este aspecto, por su situación única y fundante dentro de la historia de salvación, ella aparece ante la Iglesia como figura irrepetible que asume y desborda, al mismo tiempo, el nivel del matrimonio y el mismo celibato. Resulta reductivo interpretarla sólo como virgen, en nivel de celibato vivido en solitario. Hay que entenderla también como esposa que, en amor supracarnal y liberado, va creando con José un espacio donde se explicita el amor generador de Dios y brota su Hijo Jesucristo. Ella es, finalmente, madre fecunda que camina con su hijo hacia el exilio y que le educa para el mesianismo. En ese aspecto, Mt distingue a María de la otra mujer-madre israelita, de Raquel que llora en su tumba de Belén, porque sus hijos han muerto para siempre (2,18): la familia de Israel, que ha buscado descendencia numerosa, se destruye; María, en cambio, madre en actitud de gracia, por la fuerza del Espíritu, perdura para siempre como iniciadora de la fe y así presenta a su Hijo Jesucristo ante los magos, los hombres y mujeres de este mundo que venimos a adorarle. 42

En una línea paralela aunque distinta nos sitúa el evangelio de Lucas. Precisemos un dato: el mismo Lc que conserva los textos de ruptura tan hiriente que hemos comentado (8,19-21; 11,27-28), nos ofrece el camino más intenso y programado de recuperación mariana. Aquí no lo podemos reconocer en su totalidad; sencillamente recordamos algunos de sus rasgos más significativos, en relación a la familia, precisando su manera de mostrarnos a María.

En primer lugar, María es una mujer libre en el sentido radical de esa palabra: es persona y dueña de sí misma, capaz de compro-meterse de manera vinculante. Es libre estando prometida o desposada (Lc 1,27): no actúa en soledad, ni rechaza el compromiso de la cercanía y convivencia con los otros; precisamente es libre siendo desposada, habiendo asumido el proyecto de compartir la vida con José. Es libre pues decide por sí misma, como muestra el

42. En España ha estudiado el tema A. Salas, La infancia de Jesús (Mt 1-2), Madrid 1976, 132-162.

pasaje de la anunciación (cf. 1,26-38). No llama a su padre para que responda en nombre de ella, ni tampoco a su futuro esposo. Escucha personalmente la voz de Dios y de manera personal responde, ofreciendo su conformidad y colaboración al mismo plan divino. En ese aspecto es dueña de sí misma, es persona. Así puede viajar y visitar a sus parientes (Lc 1,39-45), sin pedir permiso a nadie, sin andar acompañada: no ha pasado del sometimiento del padre a la tutela del futuro esposo, sino que proyecta su vida en forma autónoma, asumiendo el riesgo de su propia responsabilidad y sus caminos, en un tiempo y circunstancia en que eso parecía impropio de mujer. Finalmente, es libre para pensar, como lo indican las palabras del Magnificat (1,47-55). No se ha limitado a escuchar y obedecer, no pregunta a los demás pidiendo que decidan en su nombre: enriquecida por la gracia de Dios, ella piensa y pensando proclama, como profetisa, una palabra radical de cambio y libertad humana. De esa forma se vincula a la línea de profetas de su pueblo y como madre nueva del mesías canta el surgimiento de la nueva humanidad reconciliada. 43

En segundo lugar, siendo libre desde Dios, María sabe compartir su camino y actuar como persona vinculada a su marido, según muestra Lc 2. Por eso, acepta la iniciativa de José que sube a Belén para empadronarse, conforme a la ley del tiempo. En la mayor parte de los casos, el redactor presenta a María y José como vinculados, actuando en forma de pareja, sin que sobresalga uno u otro. Así aparecen como goneis, progenitores en sentido extenso (2,27.41), como padre-madre en el orden tradicional (2,33) o ambos unidos, formando el único sujeto de actuación (2,22.39.48). Finalmente, sigue habiendo casos en los que María aparece en primer lugar o toma la iniciativa, como en el nacimiento (2,16) o el pasaje del niño perdido en el templo (2,48). Estando unida con José, María se halla en comunión con el AT y con toda la historia de los hombres. Por eso, se puede realizar como mujer universal, persona humana.

Aquí viene a incluirse todo lo que ya hemos comentado, en cap. 6 de este trabajo, presentando a María como madre creyente. Ella es creyente porque medita, acogiendo en su corazón lo que no entiende o la desborda (Lc 1,19.51). Es creyente porque sabe sufrir,

43. Para una evaluación teológica de la figura de María en perspectiva católica, cf. A. González Montes, Sobre la función salví/ica de María, figura de la Iglesia, en La gracia y el tiempo, Madrid 1983, 161-174; J. Alfaro, Maria en la salvación cumplida por Cristo, en Cristología y antropología, Madrid 1973, 183-226. Orientación temática y bibliografía en S. de Fiores, Maria nella teologia contemporanea, Roma, 1987, 351-435.

llevando en su entraña la espada del hijo que la ha introducido en un camino nuevo de liberación, de entrega y pascua (cf. Lc 2,34. 41-52). De eso hemos tratado ya, mostrando también que María es virgen totalmente abierta hacia el misterio de la vida en Dios y esposa de José que la acompaña en todo este evangelio original del nacimiento (Lc 2). 44

También hemos resaltado que María es una mujer que sabe trascenderse. Como madre preocupada busca al hijo, en unión con su marido y al marido apela al encontrarle: «¡Hijo!, ¿por qué nos haces esto? He aquí que tu padre y yo te buscábamos angustiados» (Lc 2,48). María se sitúa en ese plano del cuidado de este mundo y como madre de la tierra busca y quiere proteger al hijo que rompe esa clausura: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,29). La angustia de los progenitores (goneis de Lc 2,41) pertenece al plano de este mundo, al nivel de las seguridades de la carne. Jesús les arranca de ese espacio, enfrentándoles a la tarea superior del Padre que es principio de toda realidad y toda familia sobre el mundo. José y María no comprenden, pero aceptan en silencio. María se va preparando para transmitir su nueva experiencia de familia dentro de la Iglesia.45

Por eso, ella podrá ser creadora de familia nueva en la medida en que, en unión con su marido, va educando al hijo en una dimensión que les trasciende. Un día, antes o después, el hijo se irá de casa, porque es Hijo de Dios y debe dedicarse a las cosas de su Padre. María sabrá entonces que la antigua familia de la tierra ha terminado. Pero debemos añadir que ha terminado porque ella misma ha educado a Jesús en esa perspectiva mesiánica.

María y José habitan, según eso, en la frontera misma de los tiempos. No han cerrado al hijo, no le han bloqueado en ningún tipo de neurosis, miedo, infantilismo. Precisamente porque le han acogido como un hijo abierto hacia el misterio (hijo de María virgen) y porque en apertura hacia el misterio le han ido educando, Jesús ha podido separarse de ellos, realizando el proyecto del reino de Dios Padre. De José no sabemos más: muere en el camino antiguo de la esperanza israelita, como Simeón, el vidente anciano, sin entrar en la tierra prometida (cf. Lc 2,29-32). María, en cambio, recorrerá el camino total de la fe: dialogó ya en clave de Reino

  1. Para una visión exegética del tema, cf. L. Laurentin, Jésus au Temple. Mystire de Pâques et foi de Marie en Lc 2,48-50, Paris 1966; A. Feuillet, Jésus et sa Mire, Paris 1974.

  2. Cf. A. Serra, Sapienza e contemplazione di Maria secondo Luca 2,19.51b, Roma 1982.

    con el ángel (cf. Lc 1,26-38); en clave de Reino ha seguido a Jesús, en solidaridad meditativa y dolorosa (Lc 2,19.35.51); terminado el camino, formará parte de la nueva familia de Jesús como testifican de manera expresa Jn 19,25-27 y Hech 1,14;

    Así volvemos al comienzo de nuestra problemática. Jesús ha dicho un día «mi madre y mis hermanos son los que hacen la voluntad de Dios...; los que escuchan y cumplen la palabra de Dios» (cf. Mc 3,31-35; Lc 11,27-28). Pues bien, ahora sabemos que Jesús, siendo el mismo Hijo de Dios, ha podido obrar así porque ha sido el hijo de María, descubriendo a través de ella el camino de trascendimiento que le lleva hacia Dios Padre. Más aún, Jesús ha dicho eso porque quiere incluir e incluye de hecho a María, su madre terrena, entre los miembros de su nueva familia de Reino. Así lo resaltamos, afirmando que ella es la primera cristiana de la historia.

    III. AL SERVICIO DEL REINO

    Resumimos los aspectos anteriores. María, como virgen, se encontraba en transparencia de amor pleno ante su Dios, en gesto de solidaridad total ante los hombres. De esa forma ha realizado su camino de creyente, introduciéndose en la familia de Jesús, a través de un proceso de renuncia y nuevo nacimiento desde el Reino. Pues bien, ahora podemos añadir: el evangelio la presenta como servidora de ese Reino; no queda allí pasiva, no se deja transformar sólo en lo externo, colabora en el camino de Jesús, aportando así su testimonio dentro de la Iglesia. Es lo que ahora mostraremos; apoyándonos especialmente en el evangelio de Jn.

    1. María en la fiesta (Jn 2,1-12)

    Hemos visto ya a María como profetisa de la libertad y la justicia (cf. cap. 4) que anuncia con su canto (cf. Lc 1,46-55) el gran banquete final de nuestra historia. De esa forma ha reasumido un tema clave del mensaje radical de los profetas: «el Señor de los ejércitos prepara en este monte un festín de manjares suculentos» (Is 25,6). Este es el festín de boda y gozo que Dios mismo ha terminado ya de disponer para los hombres. Por eso manda a sus criados, encargándoles que inviten a todos a la mesa: «mi cena
     

  3. Para un estudio antropológico de los símbolos empleados en el tema, cf. A. Vázquez, Los símbolos familiares de la Trinidad según la psicología profunda, Salamanca 1980.

está dispuesta; venid a celebrar el gozo de las bodas» (cf. Lc 14,15-24; Mt 22,1-10). Este es, en el fondo, el tema que reasume Jn 2,1-12, el gran pasaje de la fiesta y de las bodas. 47

Estamos en el centro del misterio, allí donde nos dice Gén 2,24 que los hombres se encuentran a sí mismos: abandonan a los padres y se unen entre sí para formar una sola carne. Bodas son celebración de amor, fiesta de la humanidad que goza en su mayoría de edad, como unión matrimonial y promesa de vida. Ciertamente, el texto, refiriéndose a un posible dato histórico concreto, alude a la esperanza escatológica del pueblo de Israel que quiere celebrar su plenitud, llegar al tiempo de sus bodas, al banquete ya definitivo de la vida. Este es el trasfondo de Jn 2,1-12.48

Lógicamente, la madre de Jesús estaba allí (2,1). No se dice que haya venido o que la inviten. Ella pertenece al espacio de las bodas, al lugar del surgimiento mesiánico, al camino de la nueva esperanza de familia de los hombres. Está precisamente en su función de madre y de esa forma se la llama, silenciando su nombre propio de María. En este primer plano, ella refleja la experiencia israelita: es la madre creadora de familia, entregada plenamente a la fiesta de esponsales de los hombres.

Pues bien, el hilo de la narración, la historia de la boda, se corta para introducir una novedad que cambiará toda la línea del

  1. Dejando a un lado los grandes comentarios a Jn como los de Lagrange, Bultmann, Schnackenburg, Brown, Barret, Lindars, etc., sobre el tema expreso de Jn 2, 1-12, cf. G. Boismard, Du Baptéme a Cana, Paris 1956; F. M. Braun, La Mire de Jésus dans l'oeuvre de samt Jean: RevThom 50 (1950) 429-479; 51 (1951) 5-68; R. E. Brown (ed.), María en el NT, Salamanca 21986, 176-200; H. M. Buck, Redactions of the Fourth Gospel and the Mother of Jesus, en Studies in NT and early christian literature (in honor A. P. Eikgren), Leinden 1972, 170-180; C. P. Ceroke, The Problem of ambiguity in John 2,4: CBQ 21 (1959) 316-340; A. Feuillet, La signification fondamentale du premier miracle de Cana (Jo 2,1-11) et le symbolisme iohannique: RevThom 65 (1965) 517-535; P. Gächter, María en el evangelio, Bilbao 1959, 249-327; J. Galot, María en el evangelio, Madrid 1960, 79-128; J. Haniman, L'heure de Jésus et les notes de Cana: RevThom 64 (1964) 569-583; S. Hartdegen, The Marion Significante of Cana: MarSt 11 (1960) 85-103; E. Kilmartin, The Mother of Jesus was there: ScEcl 15 (1963) 213-226; H. Leroy, Das. Weinwunder zu Kana: BiLe 4 (1963) 168-173; J. McHugh, The Mother of Jesus in the NT, London 1975, 351-403; P. W. Meyer, John 2,10, JBL 86 (1967) 191-197; J. P. Michaud, Le signe de Cana (Jean 2,1-11) dans son context johannique, Montréal 1963; Id., Le signe de Cana (Jn 2,1-11) et sa portée mariologique, en Maria in S. Scriptura V, Roma 1967, 37-97; H. Noetzel, Christus und Dionysos. Bemerkungen zum religiosgeschichtlichen Hintergrund von Johannes. 2,1-11, Stuttgart 1960; S. A. Panimolle, Lettura pastorale del vangelo di Giovanni, Bologna 1978, 191-228; H. Räisänen, Die Mutter Jesu im NT, Helsinki 1969, 156-174; M. Riss, Die Hochzeit in Kana, en Oikonomia. Fest. 0. Cullmann, Hamburg 1967, 76-92; R. Schnackenburg, Das erste Wunder Jesu. Jo 2,1-11, Freiburg 1951; A. Smitmans, Das Weinwunder von Kana, Tübingen 1966; A. Serra, Maria a Cana e presso la troce, Roma 1978, 13-78; M. Thurian, María, Madre del Señor, figura de la Iglesia, Zaragoza 1966, 174-207. Más bibliografía en A.. Serra, Biblia, en Nuevo Dic. Mariología, o.c., 300ss.

  2. Cf. E. Przywara, EI cristiano según san Juan, San Sebastián 1961, 73-94.

    relato: «pero también fue invitado Jesús y sus discípulos a la boda» (2,2). Ellos no estaban allí desde el principio, vienen de fuera a interrumpir y transformar el curso de los acontecimientos. Precisamente su venida pone al descubierto la carencia de la fiesta: ¡no tienen vino! En un nivel externo, aquí puede tratarse de carencia material, pero es evidente que el relato apunta a otro nivel: no es que se haya acabado un vino que antes hubo, aunque fue escaso; es que no hubo ni hay vino de ninguna especie. Israel no puede terminar la fiesta de sus bodas: tiene la promesa y el camino, pero no llega por sí mismo al cumplimiento, porque falta el vino; tiene anhelo de familia, pero no logra crearla, porque se clausura en el padre (tradiciones) de la tierra.

    Pues bien, Jesús está ya aquí pero el ayuno sigue, porque los novios de este mundo no han podido conseguir el vino de la vida, como indica certeramente la madre (Jn 2,3). Solamente tienen el agua de las purificaciones judías, el agua de los ritos y las leyes, que limpia una vez, externamente, para que volvamos de nuevo a descubrir que nuestras manos siguen estando manchadas (cf. Heb 9,23-10,18). Precisamente en ese fondo de insuficiencia israelita y búsqueda de bodas que no pueden culminar, viene a situarse la palabra de María. Sin entrar en sus matices teológicos más hondos señalamos su manera de ponerse ante las bodas. 49

    En primer lugar, María se muestra preocupada y atenta. Por ser obvio, este nivel aparece pocas veces destacado. No sabemos si es que había otros que vieron y sintieron la carencia de vino, a la llegada de Jesús, pero sabemos que María lo ha advertido. Ella mira atenta a las necesidades de los hombres, gozosa ante unas bodas que prometen dicha. Pudiéramos decir que está al servicio de la fiesta del amor y de la vida: quiere que haya gozo, que haya vino y, mientras otros están quizá perdidos en quehaceres más pequeños, ella sabe mantener distancia y descubrir las necesidades de los hombres, lo mismo que lo ha hecho en el Magnificat (Lc 1, 46-55). Tiene clarividencia especial y, en gesto de servicio abierto, descubre la carencia de la vida. Sabe que los hombres han sido creados para celebrar las fiestas del amor, para las bodas del vino escatológico, y por eso sufre al verlos deficientes, oprimidos, incompletos, sometidos al agua de los ritos y purificaciones del mundo. Por eso, quiere conducirles a la nueva familia del Reino.
     

  3. Es fundamental para el planteamiento histórico teológico del tema A. Serra, Contributi dell'antica letteratura giudaica per l'esegesi di Giovanni 2,1-12 e 19,25-27, Roma 1977.

Lógicamente, María lleva ante Jesús las preocupaciones y carencias de los hombres. La madre sabe ver, pero no puede remediar. Ella se encuentra ante un misterio que la desborda, ante una carencia que no puede solucionar por sí misma. Lógicamente acude al hijo: «no tienen vino» (2,3). La indicación es delicada, respetuosa, y, sin embargo, el hijo debe rechazarla: «¿Qué tenemos en común yo y tú, mujer? Aún no ha llegado mi hora» (2,4). He querido respetar la dureza del pasaje (ti emoi kai soi gynai), porque nos sitúa en la línea de los textos antes estudiados (Mc 3,31-35; Lc 11,27-28). Humanamente hablando, en plano israelita, la madre carece de poder sobre Jesús. No puede marcar su camino, cerrándole en la vieja familia de la tierra.

Esto significa que la hora, el tiempo y gesto de Jesús, no viene marcado por María. Sin embargo, si miramos a más profundidad, descubriremos que la misma respuesta negativa refleja un tipo de asentimiento implícito: Jesús no rechaza la observación de su madre, no niega la carencia de vino. Simplemente indica que la hora se halla en manos de su Padre de los cielos (cf. Lc 2,48-49). María le mostraba una carencia desde un punto de vista que es todavía humano. Jesús acepta esa carencia, pero sube de nivel: él no ha venido simplemente a rellenar un hueco de los hombres, a solucionarles un problema de la tierra. Sin este primer distanciamiento, sin esa ruptura creadora, ni Jesús hubiera sido verdadero salvador, ni su madre nos podría valer como modelo de fidelidad en el camino hacia el nivel de salvación definitiva donde surge la familia nueva de las bodas.

Esto nos conduce al tercer plano: la actitud de la madre respecto a los servidores de la boda. Ella acepta la palabra de Jesús, su trascendencia. Sabe que no puede dominarle ni mandarle, trazándole un camino sobre el mundo. Pero puede dirigirse a los ministros de la fiesta, a todos los hombres de la tierra: «haced lo que él os diga» (2,5). Así deja la respuesta en manos de Jesús, deja el tiempo de su «hora» y poniéndose en el plano de los servidores, viene a presentarse como gran diaconisa, servidora primera de la fiesta: prepara así las cosas para el cambio de las bodas. Su gesto viene a interpretarse como un reconocimiento mesiánico: está cerca de aquello que, en visión de Jn, ha realizado Juan Bautista. 50

También el Bautista pertenece al tiempo de las bodas. No es el Señor, no es el esposo, pero anuncia su venida y prepara a sus

50. Para una visión exegética, cf. R. Schnackenburg, Juan I, Barcelona 1980, 309-364; R. E. Brown, Juan I, Madrid 1979, 218-282; M. J. Lagrange, Jean, Paris 1949, 34-53.

discípulos, llevándoles precisamente hasta el lugar donde está el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo (Jn 1,29; cf. 1, 19-42). Por eso se alegra de que el Cristo aparezca mientras él desaparece (1,30): «el que tiene a la esposa es el esposo. En cambio, el amigo del esposo, que está allí para atenderle, se alegra muchísimo al escuchar la voz del esposo» (Jn 1,29). Juan es el amigo del esposo, el que ha preparado el camino de sus bodas y se alegra de estar a su servicio. Por eso le cede (le traspasa) sus propios discípulos y desaparece cuando empiezan ya los esponsales. Pues bien, de una manera semejante, podemos afirmar que María es la madre de Jesús esposo. También ella prepara el camino, pero no puede mandar sobre Jesús ni obligarle a comportarse de una forma determinada. Por eso dispone a los servidores, diciéndoles que escuchen a Jesús para realizar de esa manera el gran cambio de las bodas.

María, madre, y Juan, amigo, nos sitúan respetuosamente ante el lugar en que Jesús ha de actuar. En eso consiste su servicio. Pero entre ellos encontramos una diferencia. Juan tiene que desaparecer: ha cumplido su misión y se retira; queda ante la puerta, como servidor-amigo que se sacrifica por su amigo. No llega a gozar de la fiesta de familia de las bodas (cf. Jn 3,27-30; Mt 11,11). La madre, en cambio, penetra en el tiempo de las bodas: permanece en Caná con Jesús, iniciando un camino de fidelidad y seguimiento que culminará sobre el Calvario (Jn 19,25-27).51

María se desvela de esa forma como «diaconisa» y fundadora de la nueva familia de Jesús, el protagonista (esposo-esposa) de las nuevas bodas mesiánicas, del Reino. Ciertamente, en la visión tradicional de Lc 14,15-24, María no aparece como sierva del banquete; no es de aquellos mensajeros-profetas que caminan anunciando la gran fiesta por los pueblos y los campos, recibiendo así nombre de «siervos» (douloi). Pero ahora ella está presente, realizando una función superior: prepara a los servidores (los diakonoi) del banquete (cf. Jn 2,5), enseñándoles a escuchar y acoger a Jesucristo.

De esta forma reasumimos los motivos de Lc 1,46-55. La madre de Jesús se presentaba allí cantando la nueva libertad y cambio de los hombres. Pues bien, ahora el momento del cambio y libertad ha comenzado en estas bodas de Caná. María no está aquí para cuidar de Jesús, para arroparle en medio de los riesgos de una fiesta donde suelen perderse los modales de la buena educación y sobriedad sobre la tierra. Está para ocuparse de los hombres, de aquellos

51. Ha resaltado la relación entre María y Juan Bautista P. Eudokimov, La mujer y la salvación del mundo, Salamanca 21980, 210-293.

hambrientos y oprimidos que quisieran llegar hasta las bodas de alegría-vida de la tierra pero no pueden hacerlo porque falta el vino de la fiesta.

La madre escondida de Mt 1-2, la profetisa de Lc 1.46-55, viene a presentarse ahora como promotora de la fiesta: está al servicio del vino de la vida. La esclavitud del hambre y la opresión de Lc 1, 52-53 viene a expresarse ahora de un modo más profundo: es carencia de amor, es impotencia de unas bodas fracasadas, en ámbito de leyes, de purificaciones lustrales y liturgias opresoras. Pues bien, precisamente allí donde los hombres padecen su más honda frustración ( ¡están sin vino!) les prepara María para el Cristo.

Este es el lugar donde la libertad se expresa como plenitud afectiva. Libre es el que puede amar: el que penetra en el misterio de la vida como bodas, el que bebe el vino de la fiesta y de esa forma transfigura-alegra su existencia. Precisamente al servicio de ese amor y de esa vida, de ese vino y de esa fiesta, se ha puesto María conforme al evangelio. Ella está con los diáconos, servidores del banquete, anunciando y preparando el gozo que se acerca. Está al servicio del festín de manjares suculentos y vinos generosos que el Dios de su hijo Jesucristo ha preparado sobre el monte de la tierra, conforme a la palabra ya citada de Is 25,6-7.

En esta perspectiva ha de entenderse un detalle textual bien significativo. En el relato de la anunciación, María se introduce en el misterio de Dios y dice genoito: hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38); habla con Dios y se sitúa entre sus manos, siendo de esa forma transparente a su misterio. Pues bien, en el relato de las bodas de Caná ella dice pioésate: haced lo que él os diga. De esa forma ha traducido su encuentro con Dios en gesto de servicio hacia los hombres. Ciertamente, ella no puede salvar, no cambia el agua de la tierra en vino nuevo del reino de los cielos; pero puede preparar las cosas para el Reino, disponiendo así a los comensales, llevándoles al plano donde el Cristo funda su nueva familia mesiánica, en las bodas de su Reino.

Cuando dice esta palabra, María sigue siendo israelita, como convidada de la fiesta de las bodas. Pero, en contra de lo que sucede en Lc 14,15-24, ella no se excusa: está presente, viene hasta el banquete. Más aún, en medio del banquete donde los judíos sólo tienen el agua de purificaciones rituales (cf. Jn 2,6) ella ha conducido a los hombres hacia el tiempo nuevo de Jesús, el Cristo. Ciertamente, es judía. Pero es una judía que supera su antigua perspectiva legalista y muere al mundo viejo para renacer de esa manera en Cristo, conviniéndose en cristiana. Ella es la primera cristiana de la historia 52, miembro de una familia en la que todos somos con Jesús esposo-esposa de las nuevas bodas de un amor que nunca acaba.

2. María en la cruz (Jn 19,25-27)

El texto de las bodas termina con un dato muy significativo: «Jesús hizo en Caná de Galilea este que fue el primero de sus signos, y sus discípulos creyeron en él. Y después de esto bajó a Cafarnaum y también su madre y sus hermanos y sus discípulos; y permanecieron allí no mucho tiempo» (Jn 2,11-12). El signo de las bodas ha sido apertura hacia la fe, una indicación del nuevo camino de dicha y plenitud que Jesús ha comenzado a realizar-proclamar sobre la tierra. Los discípulos le aceptan y también su madre-hermanos, pues dejan la familia y casa antigua para bajar con él a Cafarnaum, el lugar de la misión, en el camino que conduce al Reino. Así comienza la familia nueva de las bodas mesiánicas que ahora se abren hacia todos en forma de mensaje. 53

De la madre de Jesús ya no sabemos nada hasta el momento del Calvario. Los hermanos, en cambio, abandonan el camino de la fe que han comenzado con las bodas. En un momento determinado, ellos pretenden apoderarse de Jesús, quieren llevarle a su propia fiesta, a la celebración israelita de Jerusalén, manipulando allí su nombre y su figura, porque «ni aún ellos creían en él» (Jn 7,5). Pues bien, Jesús permanece fiel a su propio camino, que ahora se muestra como diferente (Jn 7,6-9). Por eso tiene que subir a Jerusalén a solas, como escondido (Jn 7,10), para realizar allí, en medio de la hostilidad y enfrentamiento de sus propios familiares y judíos, el gran signo de la nueva fiesta del Espíritu (cf. Jn 7,37-39) que es cumplimiento de las bodas.

Lógicamente, en ese contexto se suscita la disputa en torno a la familia de Jesús y se discuten su origen y su patria (Jn 7,25-31. 40-44). Parece evidente que los datos de Jn 7 se encuentran reformulados teológicamente; pero, a partir de ellos, descubrimos un aspecto permanente del mensaje. Lo que importa no es el plano de familia intrajudía, en la que vienen a mezclarse, por ahora, sus parientes de la tierra. El evangelio de Jesús está ligado a su mis-

52. En esta línea asumimos y superamos la simbología de R. Bultmann que identifica a la Madre de Jesús en Jn con el judaísmo y judeocristianismo.

53, Cf. R. Schnackenburg, o.c., 395-396; R. E. Brown, o.c., 310-330; M. J. Lagrange, o.c., 62.64.

terio superior, al don de la presencia escatológica de Dios que suscita en la tierra a la nueva familia mesiánica. 54

Sobre ese fondo de disputa de Jn 7 se transmite un recuerdo históricamente fiable de enfrentamiento y escándalo que se halla cerca de los datos ya estudiados de Mc 3,20-22.31-35. El gesto de Jesús escinde a su familia que antes (cf. Jn 2,12) parecía dispuesta a seguirle. En el lugar de ese dolor y esa ruptura ha tenido que encontrarse María. Sin embargo, Jn no ha dicho nada acerca de ella: su fe y lucha pertenecen al misterio de su propia historia de creyente. Pero hay una cosa que es segura. La madre se ha mantenido fiel y ha recorrido de esa forma aquel camino que ella misma señalaba en la palabra de las bodas: «haced lo que él os diga». Por eso la encontramos de nuevo en el Calvario (19,25-27). 55

Significativamente, al llegar a este momento descubrimos que se cumple la palabra clave acerca de la hora (Jn 2,4). Esta es la «hora», el «kairos» de Jesús, que es tan distinto de la hora siempre preparada de las fiestas y rituales del antiguo judaísmo (cf. Jn 7,6). Esta es la hora que no había culminado en el camino de la vida pública (cf. Jn 7,30; 8,20) y que viene a realizarse ahora, en el final, cuando Jesús asciende al Padre (cf. 13,1). Pues bien, en esa hora de muerte de Jesús y nacimiento de la nueva familia de los hombres se encontraba María en el Calvario (cf. Jn 19,25-27).

54. Sobre el sentido y función de los hermanos de Jesús en Jn, cf. R. E. Brown, La comunidad del discípulo amado, Salamanca 21986, 72-79.

55, Bibliografía básica sobre el tema en A. Serra, Biblia, en Nuevo Dic. Mariolog£a, o.c., 384s. Además de los comentarios generales, a los que hemos aludido en nota 47, cf. H. Barré, Exégise de Jean 19,25-27, en Maria in S. Scriptura, V, Roma 1967, 161-171; F. M. Braun, La Mire des fidiles. Essai de théologie johannique, Paris 1953, 91-129; R. E. Brown (ed.), María en el NT, Salamanca 21986, 200-210; A. Dauer, Die Passionsgeschichte im Johannesevangelium, München 1972, 318-333; I. de la Potterie, La parole de Jésus `Voici ta Mire' et I'accueil du Disciple (Jn 19,27b): Mar 36 (1974) 1-39; Id., La verdad de Jesús. Estudios de cristología joánea, Madrid, 1979, 187-219; A. M. Dubarle, Les fondaments du titre marial Nouvelle Eve: RSR 49 (1951) 49-64; A. Feuillet, Les adieux du Christ á sa Mire (Jo 19, 25-27) et la maternité de Marie: NRT 86 (1964) 469-489; L'heure de la keime et l'heure de la Mire de Jésus (Jo 19,25-27): Bib 47 (1966) 169-184; 361-380; 557-573; P. Gächter, Maria en el evangelio, Bilbao 1959, 329-369; J. Galot, María en el evangelio, Madrid 1960, 129-151; Th. Köhler, Les principales interprétations traditionelles de Jn 19,25-27 pendat les douze premiers siicles: EtMar 16 (1959) 119-155; J. Leal, Sentido literal mariológico de Jn 19,25-27: EstBib 11 (1952) 303-319; J. McHugh, The Mother of Jesu in the NT, London 1975, 361-403; A. Serra, Contributi dell'antica letteratura giudaica per l'esegesi di Gv 2,1-12 e 19,25-27, Roma 1977; Id., Maria a Cana e presso la croce, Roma 1978, 79-121; H. Schürmann, Jesu letzte Weisung. Jo 19,25-27a, en Ursprung und Gehalt, Düsseldorf 1970, 13-28; F. Spedalieri, Il testamento del Signore. Giov 19,25-27, en Maria nella Scrittura e nella tradizione della Chiesa primitiva II, I, Roma 1968, 141-187; 0. da Spinetoli, Maria nella Tradizione Biblica, Bologna 1967, 229-257; M. Thurian, María, Madre del Señor, figura de la Iglesia, Zaragoza 1966, 208-246; M. de Tuya, Valor mariológico del texto evangélico: «Mulier, ecce Filius tuus»: CienTom 255 (1955) 189-223.

Una antigua tradición recuerda que al lado de la cruz se hallaban las mujeres (Mc 15,40-41 par). Pues bien, Jn ha añadido la presencia de la madre y también la del discípulo que Jesús amaba. Ambos, madre y discípulo, emergen con relieve especial, como representantes de la antigua humanidad (María) y de la nueva Iglesia que ahora surge de la cuna del Calvario (el discípulo). Ellos serán signo y compendio de la nueva familia escatológica.

En esta perspectiva indicaremos el sentido de María como madre de la nueva familia (cf. Jn 19,27), que ha cumplido ya su antiguo camino israelita y permanece dentro de la Iglesia como signo de la nueva fe cristiana. Por la Biblia sabemos que la madre realiza una función muy gozosa, como portadora de una vida y fecundidad que están ligadas a Dios (cf. Gén 3,20; 41,1). Pero la vida de la madre está ligada también al gran dolor de la existencia, desde el mismo comienzo de la historia del pecado (cf. Gén 3,16). Pues bien, sólo ahora, cuando el camino de Jesús ha culminado en el Calvario viene a desvelarse el misterioso signo de la madre, que aparece ligada para siempre al nacimiento y plenitud del discípulo que Jesús amaba.

María ha sido la madre gozosa, como ya hemos visto el ocuparnos de Lc 2,8-21: sobre el signo de su maternidad y sobre el niño que ha nacido se abre el cielo y cantan los espíritus más altos de la dicha; llegan los pastores y celebran la presencia del mismo Hijo de Dios sobre la tierra. Pero el gozo se explicita pronto como signo de dolor y espada (cf. Lc 1,35) que dirige hacia el misterio de la muerte: el niño ha de romper la vieja familia de las seguridades cerradas de Israel sobre la tierra, entregando su vida por la liberación de todos Ios pequeños y oprimidos en camino que le lleva hasta el Calvario; evidentemente su madre le acompaña.

Esto significa que María, al asumir el nacimiento de Jesús, asume todo el proceso de su historia. Ella no es mamá-nodriza temporal, que el Padre Dios ha querido utilizar para nueve meses de embarazo o por diez años de niñez de Jesucristo. Ella es madre perpetua y por eso continúa sufriendo en su seno, en su experiencia personal más honda, el dolor y división de Jesucristo ". El mismo Lucas sabe que María no ha corrido su camino en vano. Por eso la presenta, terminado el parto, como madre y hermana gozosa de

  1. Cf. F. Fernández R., El Espíritu santo y Maria en los escritos joa'nicos: EphMar 28 (1978) 168-190.

  2. Cf. A. Bonora, La creazione: il respiro della vita e la madre del viventi in Gen 2-3, en Io sono £I vivente, Bologna 1982, 9-22.

  3. Cf. A. Feuillet, Jésus et sa Mire, Paris 1974, 58-79.

los fieles, en el mismo nacimiento de la Iglesia, tras la pascua, recibiendo el Espíritu de la nueva y definitiva familia de Dios sobre la tierra (Hech 1,14).

Pero el sentido más profundo de ese nuevo dolor de nacimiento de María ha sido formulado por Jn, cuando reasume a través de ella el tema de la «hora» final, la hora de las bodas. Caná fue sólo un signo, ahora se expresa y se realiza para siempre la verdad de lo significado. Bajo la cruz de Jesús nace para siempre la familia de Dios en nuestra historia:

Viendo Jesús a su madre y al discípulo al que amaba, dijo a su madre: ¡mujer!, ahí tienes a tu hijo. Luego dijo al discípulo: ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa (Jn 19,26-27).

La escena ha sido muchas veces comentada por la piedad cristiana, la exégesis y la teología 59. Ahora no podemos estudiarla nuevamente. Por eso suponemos conocido su sentido y lo aplicamos en nuestra perspectiva: el surgimiento de la nueva familia mesiánica.

1) Es evidente que María ha culminado su maternidad mesiánica. Acaba siendo madre aquella que se ha dado al hijo para hacerlo independiente. Lo pierde para sí (en forma cerrada) y lo ofrece para todos, en gesto de solidaridad creadora. De esa forma se supera el círculo neurótico de una maternidad cerrada donde la madre quiere retener al hijo para sí misma. Pues bien, María y Jesús han roto el círculo. María está en pie, respetando la entrega de su hijo en favor de todos los hombres. Jesús, desde la cruz, marca a su madre el nuevo camino de la vida: ella ha de encontrarle en el grupo de sus discípulos, iniciando con ellos un nuevo tipo de existencia.

2) María ha culminado así el proceso de su muerte y nacimiento. Ha roto con la vieja familia israelita, las seguridades de la carne y de la sangre, de tal forma que no tiene ya ni casa donde sustentarse. Ha perdido al padre de la ley, la sinagoga, las antiguas tradiciones, en camino que no tiene ya retorno. Por eso no puede volver a Nazaret. ¿Qué hace ella, mujer sola, anciana, sobre el mundo? Pues bien, la muerte es tiempo de nuevo nacimiento. Jesús mismo le indica la familia y casa verdadera de su vida: de ahora en adelante formará parte de la comunidad de su discípulo querido, será Iglesia.

59. En perspectiva ecuménica, cf. R. E. Brown (ed.), María en el NT, Salamanca 21986, 200-210.

3) Esto significa que la hora de las bodas se ha cumplido, como indican los textos de manera muy precisa (cf. Jn 2,4; 19,27). Esta es la hora en la que el mismo Jesucristo se convierte en vino-sangre de la vida que se ofrece de manera universal a todos los creyentes de la tierra (cf. Jn 19,34). María ha mantenido su fe y ha realizado su camino; por eso su dolor de muerte, por la cruz de Jesucristo, se convierte en gozo y plenitud de nuevo nacimiento. En el vacío de su vida que pudiera parecernos fracasada ha venido a inscribirse la plenitud, el gran banquete del Reino en medio de la historia.

4) María y el discípulo reciben el misterio del Espíritu, la fuerza y vida del nuevo nacimiento, como familia mesiánica de Cristo. Por eso, el texto dice que Jesús «inclinada la cabeza, entregó el Espíritu» (paredöken to Pneuma; cf. Jn 19,30). Pneuma-Espíritu supone aquí más que el hálito de vida que termina ya de respirar y así termina, expira (como en Lc 34,46). Jn ha matizado cuidadosamente las palabras: a través de su muerte, culminado su camino, Jesús, que es ya Señor universal, ofrece al mundo el Espíritu de Dios que es su propio Espíritu. Pentecostés se realiza en con-texto de Calvario, anticipando así lo que Jn 20,22 sitúa el día de la Pascua y Hech 2 ha condensado en la gran fiesta de la nueva ley, a los 50 días de la Pascua.

Sabemos por Jn 7,37-39, lo mismo que por todo su evangelio, que Jesús ha prometido el Espíritu a todos los creyentes. Pues bien, aquí lo ofrece a la madre y al discípulo querido, porque en ellos se condensa y explicita el misterio de la Iglesia. Ciertamente, la madre viene de Israel y en ese aspecto es signo del AT que, por ella, ha completado su camino; pero, al mismo tiempo, ella es María, la mujer concreta que ha educado a Jesús como hijo para recibirle luego como el Cristo. Por eso está allí, con el discípulo querido, formando el principio y germen de la Iglesia.

Los dos, madre y discípulo, tienen que acogerse porque así lo quiere el Cristo. Su palabra les vincula en un misterio de nuevo nacimiento. Ellos son ahora la familia mesiánica que nace del Espíritu. La escena resulta provocadora, hiriente. Jn 20,19-23 reconoce la misión de los discípulos como transmisores de la gracia del Espíritu; Jn 21 ha destacado la función ministerial de Pedro. Pero ahora, en la cuna de la Iglesia, como germen de la nueva familia mesiánica sitúa solamente al discípulo querido y a la madre. Ellos representan y actualizan el misterio del Espíritu de Cristo, son el signo de la nueva humanidad de Dios sobre la tierra.

3. María en la Iglesia. Amiga y hermana

Ciertamente ese discípulo que Jesús amaba representa a todos los creyentes verdaderos, que son amigos de Jesús y sus hermanos. Fue en principio un discípulo especial, que ha realizado un camino peculiar de seguimiento, suscitando en torno a sí una Iglesia centrada en el amor de los creyentes que veneran a Jesús como Hijo de Dios y Logos verdadero 60. Pues bien, ese discípulo ha venido a presentarse ahora como expresión de amor de todos los creyentes. Sobre el monte de la cruz desaparecen las restantes figuras y poderes, incluido Pedro con sus méritos y leyes. Sólo quedan tres personas que son el fundamento de la nueva humanidad reconciliada, la familia de Dios sobre la tierra: Jesucristo, como Señor, y a su lado (ante su cruz) la madre y el discípulo querido.

De la madre no se añade nada; no se dice cómo cumple (o ha cumplido) la palabra de Jesús. Del discípulo se dice, sin embargo: «desde aquella hora la recibió en su casa». Algunos investigadores han querido precisar el sentido original del texto traduciendo: «la recibió entre sus bienes», es decir, acogió a la Madre de Jesús como a tesoro, en el misterio de su vida y de su Iglesia 61. Esta nueva traducción no es mala, pero juzgamos que resulta innecesaria. Jn 19,27 ha querido indicar, sin más rebuscamiento, que la Madre de Jesús ha venido a formar parte de la comunidad del «discípulo amado», con todo lo que eso presupone. De Jesús, Señor pascual, se añade lo indicado: inclinó la cabeza y «entregó el Espíritu», convirtiendo así su Vida en principio de amor y semilla de nuevo nacimiento para la madre y el discípulo que acogen su don y renacen ya como familia del mesías, Iglesia del Espíritu.

Esto nos permite trazar una consecuencia muy significativa: María ha pertenecido a la comunidad del discípulo amado y por eso mismo debe presentarse como amiga. Cesan de algún modo sus títulos antiguos, sus afanes, sus tareas. Al final del gran camino sólo queda una verdad: ella ha cumplido el evangelio del amor de Jesucristo y, en la cepa de la cruz, viene a mostrarse simplemente como madre y amiga, en la comunidad del discípulo querido. La vieja familia patriarcal ha terminado, lo mismo que los viejos va-lores de la tierra (casas, campos, posesiones...). Aquí no existe ya lugar para el Bautista con su penitencia, ni siquiera para Pedro con

  1. Sobre la comunidad que está en el fondo de Jn, cf. R. E. Brown, La comunidad del discípulo amado, Salamanca 21986; 0. Cullmann, The Johannine Circle, London 1976.

  2. Cf. I. de la Potterie, La verdad de Jesús, 203-219.

    sus ministerios. Junto a la cruz de Jesucristo sólo queda ya lugar para los hombres que estén representados por la madre y el discípulo querido. Ellos son la humanidad entera.

En perspectiva semejante se ha movido el autor de Lc-Hechos. El ha descubierto que María es la primera de aquellos. que eescuclan la palabra y la cumplen» (Lc 8,21). Por eso la sitúa en el comienzo de la Iglesia, con el resto de los fieles, los apóstoles, mujeres y parientes de Jesús (Hech 1,14). Ellos constituyen: la primera comunidad de «hermanos» (Hech 1,15). Por eso, María se presenta, al menos implícitamente, como hermana dentro de la Iglesia. Su Éámino maternal la ha conducido al seno de la comunidad creyente y allí ha completado su jornada, en medio de los otros hermanos creyentes:

Ambas perspectivas son, a mi entender, complementarias. Desde su propia visión de la comunidad, Juan ha presentado a María cómo madre que, habiendo recorrido su camino de fidelidad, se ha integrado en la Iglesia del amor de Jesús donde, gozosa y fielmente, la acogen los discípulos (Jn 19, 25-27). Por su parte, Lucas ha querido situarla en el comienzo fundante de la Iglesia, formando parte de la comunidad original de hermanos que se constituyen como Iglesia el día de Pentecostés (cf. Hech 1,14-15). Más que a una Iglesia particular, de tipo petrino o joanino, ella pertenece a la base primigenia y permanente de todas las Iglesias. A partir de aquí podemos trazar unas sencillas conclusiones.

1) María ha sido miembro de la Iglesia primitiva. Sin ese dato histórico pierde su sentido la visión teológica de Jn 19,25-27, lo mismo que la perspectiva histórica que implica Hech 1,14.

2) La madre de Jesús ha cumplido una función significativa en el principio de la Iglesia. Sólo por eso ella ha podido aparecer como mujer creyente y signo de todos los creyentes (cf. Lc 1,45), especialmente cuando canta el himno de la liberación escatológica (Lc 1,46-55).

3) Por eso, el culto de María, que aparece presupuesto en Lc 1,48, no se funda en una vuelta al judaísmo ni en una ampliación pagana de Jesús: María no es el signo permanente de Israel ni una expresión de las diosas madres o vírgenes de la gentilidad. Ella es una mujer concreta que, viviendo desde el centro del evangelio, ha venido a explicitarlo y reflejarlo con la misma gracia de su vida.

4) Quizá en el mismo NT existen ya visiones diferentes de María, esto es, principios mariológicos que luego podrían cultivarse en líneas distintas. Así Lucas la presenta al fin como hermana universal, en el comienzo de la Iglesia. Ella pertenece a todos los cristianos, como un tesoro que reciben las comunidades posteriores, herederas de la primera comunidad aún indivisa de Jerusalén. Juan, en cambio, ha destacado el signo de Maria como mujer-madre y amiga. Ella pertenece a la comunidad del discípulo amado, esto es, de aquellos que saben vivir el misterio en intimidad y amor fraterno, superando los principios de poder e imposición aun dentro de la Iglesia.

5) Maria pertenece al surgimiento de la Iglesia, es decir, a ese momento de ruptura y creación en que, dejando la estructura patriarcal israelita, los cristianos fundan una nueva familia de creyentes que se centra en la palabra de Jesús y en la presencia de su Espíritu. Pues bien, como principio de ruptura y creación eclesial hallamos al Espíritu de Cristo que, lógicamente, vendrá a estar relacionado con Maria. Y con esto planteamos ya el tema de los capítulos siguientes de este libro.

XABIER PIKAZA
LA MADRE DE JESÚS