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Experiencia de vida.
Cuatro escenas.

María pertenece a nuestra vida y experiencia de oración. Ella es signo de Dios, mujer que participa en nuestra vida de plegaria. En esa perspectiva la enfocamos en las notas que ahora siguen. Escogemos cuatro rasgos: la palabra de su diálogo con Dios o anunciación (Lc 1,26-38); el silencio misterioso de su encuentro con José (Mt 1,18-25); la alabanza compartida en casa de Isabel, su prima (Lc 1,39-56); la experiencia pascual de su compromiso dentro de la Iglesia (Hech 1,14).

Hemos prescindido de otros textos que podrían ser también significativos: Lc 2,1-52; Jn 2,1-12; 19,25-27. Tratamos los ya expuestos de manera puramente introductoria, en clave de plegaria, sin bajar a discusiones eruditas que no tienen aquí espacio ni sentido.


I. ORACIÓN DE LA PALABRA (LC 1,26-38). ANUNCIACIÓN

De ordinario se define de esta forma la plegaria: «levantar el corazón a Dios, pidiéndole mercedes». Muchas veces nos hallamos en el suelo, perdidos en las cosas. Por eso, la oración consiste en levantarnos: elevar los ojos, dirigir la vista a Dios y contemplarle cara a cara, corazón a corazón. De esa manera descubrimos nuestra propia pequeñez, nos descubrimos muy necesitados y pedimos a Dios que nos conceda el don (gracia o merced) de la existencia verdadera. Esos aspectos se han cumplido de manera peculiar en el misterio de María. Así la presentamos.

1. Levantar el corazón a Dios

María ya lo tiene levantado desde el mismo origen de su vida, puesto que ella participa de la historia de patriarcas y profetas que han abierto camino de esperanza en nuestra tierra. No sólo participa de esa historia, la culmina. Ella, virgen pobre y escondida, se coloca en las espaldas de Abraham y de Moisés, de Jeremías e Isaías. De pie sobre los hombros de los grandes gigantes de su historia, ha sabido abrir los ojos y mirar hacia el futuro de los hombres.

Por eso, en el principio, su oración es oración de todo el pueblo: es promesa y profecía de Dios hecha plegaria. Por eso ha acogido la palabra y esperanza de la historia, descubriendo la palabra de Dios que alienta en ella. Así lo ha destacado ya la tabla de su genealogía, expuesta de manera convergente en Lc 3,23-38 y Mt 1,2-17. María no se aísla, no separa su plegaria de la vida y plegaria de su pueblo. Vinculada con José, su prometido, ella se inserta en la gran línea de lo humano que comienza con Adán (cf. Lc 3,38) y alcanza plenitud de vida y de promesa por Abraham, el gran patriarca (cf. Mt 1,2).

Está en la línea de los hombres. No rechaza su pasado, no se evade de la historia, no idealiza lo que han sido los momentos anteriores. Por eso, mujer limpia, virgen consagrada, María reconoce su presente en un camino donde le preceden mujeres de existencia creadora, dura, conflictiva: Tamar, que concibe por engaño; Rahab, la prostituta; Rut, la de Moab; la esposa adúltera de Urías (cf. Mt 1,3-6). Ciertamente, no todas las mujeres o los hombres fueron como ellas. Pero también ellas, pecadoras, conflictivas y violentas se encontraban dentro de la historia de María.

Orar es levantar el corazón a Dios, como hemos dicho. Pues bien, María ha levantado el corazón y la mirada desde el mismo principio de su pueblo. Se eleva en las espaldas de Abraham y de David, con todos los profetas, para contemplar desde allí el futuro con sus esperanzas. Pero, al mismo tiempo, ella se siente frágil y pequeña, como tantos pecadores de la historia: lleva en sus entrañas la tragedia de una tierra conflictiva, el dolor de las mujeres des-preciadas, el engaño y la violencia de millones de varones que han querido realizar la voluntad de Dios por medio de la espada.

Desde la entraña de su pueblo, María ha levantado a Dios la voz y el corazón de su mirada. No se ha introducido en la marea del gran cosmos para allí anegarse en el conjunto de su todo (o de su nada). No se ha separado de los hombres, para refugiarse en su castillo más interno, allí donde se encuentre libre, resguardada.

Con los vientos y las sales, la belleza y la tragedia de la historia, María ha levantado al Dios de su futuro su mismo corazón y su mirada.

2. Dejar que Dios me ofrezca su mirada

De ordinario definimos la oración como elevar el corazón a Dios, pidiéndole mercedes. Pues bien, entre elevar y pedir hay otro rasgo que ahora destacamos: antes que decir está escuchar; antes que pedir hay que saber muy bien lo que se pide. Por eso, en el principio de toda la oración está la escucha, está el acogimiento que nos hace dialogar con Dios, como decía Teresa de Jesús cuando define la plegaria: «un tratar de amor con aquel que sabemos que nos ama».

Tratar de amor. Es lo que hace María en nuestra escena. Perdida en una casa de la oscura y perdida Galilea, llevando en sus espaldas la tragedia y esperanza de su pueblo, ella ha empezado por abrir el corazón, dejando que Dios mismo lo alumbre con la voz de su mirada. Misteriosamente descubrimos que Dios viene y alumbra, cuando dice: «gracia a ti, agraciada; el Señor está contigo» (Lc 1,28).

Este es el comienzo verdadero: oración es el saludo de Dios que, desbordando los caminos de la tierra, nos despierta con la voz y el amor de su mirada. Orar no es lo que hacemos ya o pedimos, no es aquello que nosotros proyectamos. Orar es lo que Dios ha decidido realizar en nuestra vida. Así viene y nos saluda. Lógica-mente, su presencia sobrecoge, como sucedió a María que se turba, se revuelve por dentro y se pregunta ¡qué me pasa! (Lc 1,28).

Por encima del sobrecogimiento ella descubre la voz que le encomienda: «¡no temas, María! Has hallado gracia ante Dios. He aquí que concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo. Y el Señor Dios le dará el trono de David su padre y reinará sobre la casa de Jacob por siempre...» (Lc 1,30-33). La historia y la esperanza de Israel se han convertido en realidad en sus entrañas. Antes, ella caminaba cabalgando en las espaldas de patriarcas y profetas. Ahora el mismo Dios camina dentro de ella cuando dice: ¡quiero que la historia de mi pueblo se realice ya y culmine en tus entrañas, por medio de tu historia de mujer, madre y persona!

Esta es la oración: ¡Dios ha mirado hacia su sierva! (cf. Lc 1,48). La ha querido y al quererla la reviste de su gracia, poniéndola en el centro de la historia. La oración ya no consiste en que María eleve el corazón de su mirada. Oración es la mirada y voz de Dios que ha descendido y llama al corazón de María, la agraciada. Teresa de Jesús nos enseñó que «oración es un encuentro de amor con quien nos ama»; pues bien, para encontrarse con nosotros, Dios ha descendido a nuestra historia y amorosamente llama.

3. ¡Hágase en mí según tu palabra!

Dios ha revelado a María su palabra y luego queda en oración, mientras escucha: el mismo Dios orante aguarda la palabra de res-puesta de María, allá en el centro de la historia. En otro tiempo, conforme a una vivencia misteriosa de la Biblia, el Dios Yahvé necesitaba el testimonio de diez justos para perdonar a la Pentápolis maldita. La palabra de Abraham no le bastaba, y por eso terminaron para siempre muertas las ciudades de la cuenca muerta (cf. Gén 18-19). Pues bien, cuando ha llegado el culmen de los tiempos (cf. Gál 4,4), Dios se ha contentado con la gracia de María y su palabra. Por eso está esperando su respuesta, en el mismo corazón de nuestra historia.

Dios espera con paciencia, al tiempo que María, la agraciada, le pregunta: «¿cómo será esto, pues no tengo varón?» (Lc 1,34). Está dispuesta a recibir sobre su espalda el peso de la historia, pero quiere hacerlo bien, reconociendo su tarea. No resiste, no protesta, recibiendo el sello de Dios sobre su frente; pero quiere compartir y pronunciar de forma humana su respuesta. Sólo de esa forma su palabra puede presentarse como libre y creadora. Sobre el fondo de su pueblo, grávido de Dios en esperanza, se ha elevado la palabra de Dios que quiere una respuesta: ha colocado en manos de María el futuro de la historia y ella piensa, se cerciora, delibera.

De esta forma descubrimos que oración es claridad. Dios no ha venido a destruir nuestras potencias: no maneja desde arriba nuestra vida, no nos ciega. Su luz nos capacita para ver y su palabra nos ayuda para responderle de manera responsable. Por eso, el mismo Dios espera, en actitud de adviento respetuoso. El ha creado a María en libertad y como libre tiene que dejarla, mientras deja que ella diga la palabra decisiva de la historia. Dios no necesita ya diez justos. Le basta uno, María.

Ciertamente, Dios no quiere que María le responda en el vacío, a oscuras, sin razones. Por eso la ha ayudado a responder, haciendo que comprenda: «el Espíritu santo vendrá sobre ti; la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, lo engendrado será Santo, Hijo de Dios. Y, mira, Isabel tu prima...» (Lc 1,35-36). María no le pide más. No ha buscado el signo de Isabel, aunque lo acepta. Ha descubierto ya el camino del misterio y sabe que Diosmismo está implicado en su camino de mujer y de persona. Por eso ha confiado en Dios y dice: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

María se presenta como esclava siendo libre: es la primera libe-rada de la historia, la primera que realiza plenamente su existencia, haciéndose persona. Se presenta como esclava, pero el mismo Dios le pide su palabra. El mismo Dios que dijo «hágase la tierra» (Gén 1) necesita que María le responda. Esta es la oración suprema, allí donde la fe se ha convertido ya en encuentro (cf. Lc 1,45). Oración era «tratar de amor con quien nos ama»; en actitud de amor han dialogado Dios y la persona más perfecta de la historia, que es María. Su palabra de oración y encuentro sigue siendo para todos nosotros salvadora.


II. SILENCIO ANTE EL
MISTERIO (Mt 1-2). DECISIÓN

Hay un momento en que toda oración se hace silencio, más allá de los conceptos y palabras. En un modo muy profundo de estar ante los otros, les decimos lo que somos, les mostramos lo más hondo, sin buscar razón ni defendernos. Entonces descubrimos la verdad de lo que somos y en la noche de las cosas de este mundo nos abrimos a una forma de existencia más intensa. Así pueden entenderse los momentos de oración mariana de Mt 1-2.

1. Orante en el silencio

En ella ha realizado Dios su obra, como insinúa escuetamente la palabra: «Jacob engendró a José, el esposo de María; de ella nació Jesús, llamado el Cristo» (Mt 1,16). La concepción fue misteriosa. Antes de habitar con su marido se encontraba grávida de Dios, por obra del Espíritu de amor que sobrepasa todas las posibles razones de la tierra. Por eso mantuvo su silencio. Las palabras humanas no podían reflejar lo sucedido. No existían argumentos que pudieran defenderla en tribunal. ¿Cómo expresar la cara interna del misterio? Lógicamente, ella mantuvo su oración en el silencio.

«José, su esposo, siendo justo y no queriendo ponerla en evidencia, decidió abandonarla en secreto» (Mt 1,19). No podía comprender lo que pasaba. Tampoco él encontraba las preguntas, no encontraba las palabras. ¿Para qué preguntar? En la vida hay un momento sin respuestas. ¿Era adúltera su esposa? ¿una mujer violada? ¿o era signo misterioso del misterio de Dios sobre la tierra?

Sea como fuere, José, marido honrado, tuvo miedo (cf. 1,20) y en silencio quiso abandonarla. Cargaría con las culpas y dirían ¡dejó encinta a la mujer en tiempo de esponsales para abandonarla luego, sin legalizar su descendencia!

María, entretanto, oraba en silencio. Toda su defensa se podía interpretar en contra de ella. La palabra del hombre es sagrada, como afirma la Escritura (cf. Ex 20,16). Pero añade que resultan necesarios dos testigos (cf. Dt 17,6; 19,15). Ella no podía presentar ninguno. Su verdad más honda era misterio de fe y sólo por fe podía comprenderse. Por eso no ha querido razonar ni defenderse: pone su causa, silenciosa y muy callada, en manos de Dios Padre, sabiendo que ese Dios puede alumbrar los ojos de José para el misterio.

Muchas veces ocultamos la verdad a fuerza de razones: exponemos mil palabras, nos mentimos y mentimos a los otros. De esa forma, aquello que podría convertirse en ámbito de encuentro viene a presentarse como campo de batalla donde todos luchamos contra todos. María ha descubierto en oración la transparencia de Dios. Por eso ella no impone su verdad, no se defiende con razones. Sabe que los ojos que dan luz al corazón sólo consiguen abrirse a la verdad en el silencio y en silencio esperanzado y dolorido se coloca ante Dios, Padre de su Hijo Jesucristo.

María dialoga con Dios sin palabras. Fue el Espíritu de Dios quien alumbró su entraña. Es el Espíritu quien debe culminar lo comenzado. Pero, al mismo tiempo, en su silencio sin defensa María se está abriendo ante José. No argumenta ni acusa. Simplemente permanece cerca, en gesto de confianza, como señalando un camino que conduce al lugar donde se escucha verdaderamente la palabra.

De esa forma también José penetra en el espacio original en donde Dios le habla. «Se le mostró el ángel del Señor en sueños y le dijo: José, hijo de David, no tengas miedo en acoger a María, tu mujer, pues ella ha concebido por obra del Espíritu santo...» (1,20). Así se vincularon dos plegarias: la confianza de María y la búsqueda anhelante de José. El evangelio no precisa lo que sigue. Simplemente añade que José acogió a su esposa (1,24). La oración del silencio llegó al trono de Dios y los esposos pudieron compartir en lo profundo la palabra salvadora de Dios sobre la tierra.

2. Orante que regala su tesoro

Sigue hablando Dios en el silencio. Ha nacido Jesús en Belén de Judá y allí se encuentra María con su esposo. Están en manos de Dios y así confían mientras oran, recibiendo, acompañando yprotegiendo al Cristo. Pues bien, un día ellos descubren que otros hombres vienen a adorar al mismo «rey de los judíos».

Son los magos del oriente (cf. 2,1): llegan porque han visto la estrella de Jesús. Los sabios de Israel les han mostrado el camino hasta Belén, pero ellos no han venido: tienen otros temas que estudiar, otros problemas que parecen más urgentes. Herodes, rey, se ha interesado por el niño: finge devoción e inquiere los detalles. En el fondo sólo quiere destruirle. Mientras tanto, los magos llegan a la casa y «entrando en ella vieron al niño con María, su madre; cayendo en tierra le adoraron; y abriendo sus tesoros le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra» (2,11).

Precisemos la escena. Al centro están los magos, signo de los pueblos que se acercan a Jesús: descubren la eternidad de Dios en el recién nacido, adoran la grandeza del Señor en la impotencia de un niño que empieza su camino. ¿Y los otros? José queda en penumbra. Ciertamente, está en el fondo y cuida de la madre con su niño. Pero no aparece; vive su oración en lo escondido. La madre, sin embargo, actúa: ha dado a luz y lleva al niño entre sus brazos, presentándolo ante todos los que vienen a adorarle.

Veneran al niño los magos, ofreciéndole sus dones. María sigue orando sin palabras exteriores: sostiene a Jesús, lo va ofreciendo. Su silencio es comunicativo, su actitud abierta. No retiene a Jesús para sí misma. No lo cierra en su interior, aislado de las voces y los ojos de los hombres; no pretende secuestrarlo con ninguna especie de cariño exclusivista. Sabe desde ahora que su niño es para todos y por eso lo presenta, agradecida, creadora, luminosa.

Gran parte de las representaciones marianas (pinturas y esculturas) han querido reflejar este momento. También nosotros, con los magos del oriente, nos postramos ante el Cristo niño que se encuentra en brazos de María. Ha entregado su vida por Jesús y está transfigurada en su misterio. Por eso, al ofrecer al niño ante los magos, ella ofrece a todos su experiencia y su camino: abre su oración como modelo de oración para los hombres. María, la mujer callada de Mt 1-2, es la primera evangelista: Dios mismo dirige a los magos del oriente hacia su Cristo; pero necesita que María lo presente, como palabra decisiva de Dios para la historia.

3. Orante desterrada

Ser madre de Jesús supone estar con él cuando los hombres quieren adorarle. Pero, al mismo tiempo, implica llevarle contra el pecho, bien seguro y defendido, en el momento del peligro.

Siguieron los magos su camino y habló el Angel del Señor en sueños a José: «levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto. Permanece allí hasta que yo te diga, pues Herodes busca al niño para matarle» (2,13).

María sigue siendo la mujer de oración cuando se escapa, con el niño sobre el pecho, en la amenaza y el silencio de la noche. Deben hacer solos la jornada del destierro, la madre con el niño y José como guardián y defensor en el camino. De esa forma van haciendo su oración en el exilio. Están en manos de Dios: van expresando su palabra y realizando su misterio mientras huyen perseguidos. Muchas veces suponemos que no existe más plegaria que la búsqueda interior, como palabra en el silencio más profundo. Ciertamente, ese silencio puede convertirse en oración. Pero oración más alta es el camino que se hace con los pobres que marchan al destierro.

Este es el camino que conduce al lugar de los cautivos, a los pobres perseguidos de la tierra. El mundo nos rechaza, hemos perdido sus ventajas y empezamos a vivir la suerte de los pobres. Nos invade quizá el miedo, descubrimos la amenaza... pero vamos caminando y al hacerlo sentimos el misterio de aquel Dios que ha compartido como niño nuestro propio cautiverio. Aprendemos a pensar de una manera diferente, más comprometida.

Compartir el cautiverio es el principio de todas las plegarias. Así redescubrimos la figura de María. Va al destierro con Jesús, le lleva en brazos, en forma de plegaria hecha camino de pobres fugitivos ilegales, obligados a escapar hacia el destierro. No ha tenido tiempo para orar en soledad. Tampoco puede subir a la montaña que ilumina desde arriba los problemas de la tierra. Ella ha encontrado a Dios en el camino de un destierro impuesto por la ley de la injusticia de los grandes opresores de la historia.

Alguien pudiera sentirse conmovido: ¡la madre errante! ¡el niño amenazado! Ciertamente, aquí hay motivo para conmoverse. Pero debemos mantener nuestro realismo. Orar supone mantenerse en la palabra de Dios allí donde la vida de los pobres se hace dura: ellos, arrojados y humillados de la tierra, sabedores de todos los destierros, oran con su mismo sufrimiento, quizá sin darse cuenta de que están orando. Oran con María fugitiva y su silencio doloroso es la palabra más profunda y creadora de toda nuestra historia. En el comienzo de su encarnación, Jesús, el Hijo de Dios y de María, compartió exilio y condena con los pobres desterrados, fugitivos de la tierra.


III. ALABANZA COMPARTIDA (LC 1,39-56). VISITACIÓN

Hay un momento en que la misma oración lleva hacia los otros: vivimos un misterio de amor y de presencia, hemos sentido su luz en nuestra entraña y nos sentimos llamados a expandirla. Por eso nos ponemos en camino hacia los hombres: les llevamos el saludo, recibimos su palabra y entonamos al final nuestra alabanza. Estos son los rasgos de la nueva escena.

1. Oración como visita

Cara a cara ha dialogado María en el misterio. Dios le ha dado su saludo y ella ha respondido. Dios le ha preguntado, pidiendo su permiso y ella ha contestado. Pues bien, para ayudarla en su respuesta, el ángel del Señor le ha presentado un signo: «La misma Isabel, tu pariente, ha concebido en su vejez un hijo; y está en el sexto mes, la estéril; porque nada hay imposible para Dios» (Lc 1,36-37). Es un signo misterioso: ¡también otra mujer ha concebido dentro de los planes salvadores de Dios! María no ha pedido la señal, pero la acepta. Le basta la palabra de Dios, pero recibe la señal de su parienta. Por eso, después que ha respondido a la pregunta y al deseo de su Dios (cf. Lc 1,38), se pone en marcha hacia la casa de su prima (Lc 1,39).

María ha respondido a Dios, poniéndose en sus manos. Por eso ya no puede vivir para sí misma. Se ha entregado a Dios, ha recibido un signo y quiere interpretarlo en clave de alabanza abierta. Ha encontrado la verdad de Dios y en Dios descubre la verdad y los problemas de los otros. Por eso tuvo que dejarlo todo y levantándose «fue con presteza a la región de las montañas, a una ciudad de Judá» (1,39) donde habitaba su parienta.

María ha caminado con el gozo de la voz que ha transformado sus entrañas. No pudo quedar sola en Nazaret, rumiando en aislamiento las palabras del Altísimo. Tenía que decirlas, compartiéndolas con otros. Ciertamente, ella no puede quedarse en el nivel de las palabras exteriores, ni comparte con cualquiera su experiencia. Por eso tuvo que buscar su compañera: la misma voz de Dios le había ayudado a descubrirla, al presentarle el signo de Isabel. Lógicamente, María se ha puesto en camino y se acerca a la ciudad de su parienta, para compartir con ella la riqueza de su nueva palabra, la vivencia del Cristo que se acerca.

Fue visita de oración, sin fines de carácter egoísta. Oración era ante todo el gesto de María: recreaba en el camino las palabras del ángel, la presencia de Dios y su misterio; así avanzaba, convirtiendo su viaje en peregrinación. No buscaba un santuario material (Jerusalén), para ofrecer allí los sacrificios de la fiesta, porque el mismo Dios iba en su entraña, como santuario de la nueva alianza. Ella buscaba algo distinto: otra mujer de una experiencia muy cercana, madre de profeta, para conversar con ella, orando en cercanía de Dios, en esperanza.

2. Comunión orante

La escena empieza de forma solemne: «entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,40). Saludó con formas de ritual antiguo, deseando la paz de Dios a su parienta. Pero las palabras viejas se volvieron campo nuevo de misterio. Por eso «en cuanto oyó el saludo, el niño saltó lleno de gozo en sus entrañas e Isabel quedó plenificada por el Espíritu santo» (1,41).

No es extraño el gesto, pues diciendo su saludo María transmitía a sus parientes la presencia de Dios que era ya niño en sus entrañas. María es oración hecha persona: lleva a flor de piel, en su matriz, en su palabra y en su vida, la misma inmensidad de Dios, la Vida eterna que se ha vuelto tiempo en nuestra historia. Así lo ha descubierto Isabel, así lo siente el mismo Juan Bautista sin haber nacido todavía.

Esta es una escena de oración total. María ha contagiado a su parienta, la ha llenado de presencia de Dios y de misterio. En el principio, el signo de Dios era Isabel. Ahora el gran signo es ya María, portadora de Dios y promotora de alabanza. Así lo ha comprendido Isabel cuando responde: « ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (1,42-43).

No solamente ha vivido la oración en su camino. María la transmite a su parienta y con ella la comparte, iniciando así una especie de plegaria antifonal con su saludo, la respuesta de Isabel y el nuevo canto de alabanza (Magnificat). Isabel responde bendiciendo a Dios por medio de María: llamándola bendita y proclamando para siempre su bienaventuranza de creyente (cf. 1,45).

María escucha. No opone resistencia. Está en Dios y todo lo que digan de ella lo recibe como puro don de gracia. No trata de excusarse, tampoco se disculpa. Dios la ha situado en el lugar de su actuación entre los hombres y allí queda, como signo de misterio: ella es oración hecha persona, la mujer donde se expresa la presencia de Dios en nuestra historia.

Pero la grandeza de María no ha de verse en forma de oración aislada. Su grandeza ha consistido en que comparte con otros su plegaria. Por eso viene hasta Isabel para ofrecerle su saludo de alabanza. Por eso escucha la respuesta de su prima, sin negar la gracia ni buscar su gracia aislada, separada de los otros.

3. Oración de alabanza

Ha escuchado la palabra de Isabel y ya no puede responderle con razones de la tierra. Por eso ha dirigido su mirada hacia la altura: eleva la voz y en nombre propio, en nombre de Israel y de las gentes, entona la alabanza universal: «engrandece mi alma al Señor, se alegra mi espíritu por Dios mi salvador» (1,46-47).

De esa forma se explicita su plegaria. Antes era como un fondo que motiva el conjunto de la escena. Ahora estalla: María ya no puede contenerse, abre las puertas de su vida y canta la palabra. ¡Engrandece mi alma al Señor...! No discute ni razona. Extiende ante Dios su corazón y muestra ante los hombres el tenor de su plegaria. Esta ha sido su actitud más honda; aquí culmina toda su existencia, el «fiat» ante Dios, el sufrimiento de la huida, los caminos de su historia...

Por medio de María y su alabanza, el evangelio nos conduce hasta la entraña del misterio. María es, por un lado, la creyente de Israel y dice su plegaria en nombre de patriarcas y profetas. Pero, al mismo tiempo, es madre del Mesías de la nueva humanidad y canta la gloria de su Dios con todos los hombres y mujeres de la tierra. Finalmente, ella es mujer concreta, una creyente que dice su existencia en forma y palabra de alabanza.

María alaba por sí misma: «porque ha mirado la pequeñez de su sierva, porque ha hecho en mí cosas grandes aquel que es poderoso» (1,48-49). Ella no ha empezado, no ha inventado la palabra de alabanza; pero un día ha recibido la mirada de su Dios, ha descubierto su misterio y quiere responderle. Por eso ha levantado la mirada: reconoce a Dios, se reconoce salvada en sus entrañas.

María canta por todos los hombres, porque «Dios ha desplegado la potencia de su brazo...». Mira hacia la historia y siente que todo es diferente: Dios «ha dispersado a los soberbios de corazón; derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (1,51-53). Esta es palabra universal, el centro de la historia. Al interior de su oración, María ha descubierto y entonado el canto en que se unen todos los hombres y mujeres de la tierra.

Ella canta en nombre del AT: «acogió a Israel su siervo, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia por siempre» (1,54-55). Así culminan todas las promesas. En el umbral de una pequeña casa de Judá, visitando a Isabel, María ha pronunciado la palabra de oración final, aquella voz de cumplimiento en la que caben, desde el centro de su pueblo, todos los pueblos pequeños (hambrientos, humillados) de la historia. La oración se ha convertido de esa forma en profecía gozosa, realizada.


IV. EXPERIENCIA PASCUAL (Hech 1,14). COMUNIÓN

Un día nos hallamos cansados. Quizá han muerto demasiadas cosas a lo largo de la vida. Quisiéramos llorar y para ello preferimos estar solos. Pero llegan otros. ¿Qué hacer? ¡Llorar juntos! A partir del llanto iniciaremos un camino de esperanza pascual, de apertura misionera. Estos son los temas que aparecen en el fondo de Hech 1,14.

1. La oración del llanto

Han asesinado a Jesús. Su madre estaba al lado, traspasada por la cruz (cf. Lc 2,35). Pero no ha tenido tiempo de pararse en el dolor. El hijo agonizante le ha ofrecido una misión: debe convertirse en madre del discípulo querido, de todos los amigos que han seguido su camino hasta el Calvario (Jn 19,25-27).

María vuelve de la cruz con la certeza de que llega un nuevo nacimiento, vuelve con dolor de parto (cf. Jn 16,20-21), mientras sigue enfriándose el cadáver de Jesús en el sepulcro. Vuelve hacia la casa de las viejas reuniones familiares, allí donde Jesús ha celebrado la pascua con los suyos (cf. Lc 22). Pero sus discípulos no vienen. Escaparon y han de hallarse cerca de la barca y de las redes, junto al mar de Galilea. Con María han llegado las mujeres, quizá un discípulo muy joven, aquel que el evangelio llama «preferido» de Jesús. Llegan a la casa y organizan las jornadas para el llanto.

El llanto por el muerto resultaba necesario en aquel tiempo. Estaba organizado por la ley y las costumbres sociales más sagradas: siete días los parientes y amigos más cercanos debían mantenerse en luto riguroso, en gesto de oración y de tristeza. Seguía luego un mes de duelo ya menos intenso. Quizá pronto empezaron a llegar los familiares. Se habían mantenido alejados de Jesús y le criticaron su mensaje. Pero a veces, cuando muere el pariente rechazado cesan las distancias, se suavizan las aristas y comienza un movimiento de recuperación y perdón entre los antes separados. Fueron quizá llegando los parientes. No necesitaban decir nada, quedaban en la casa, se sumaban para el llanto. De ese modo el duelo se fue formalizando.

Nos gustaría conocer las cosas que entonces sucedieron, pero no podemos precisarlas. Simplemente afirmaremos que María transformó la muerte de Jesús en gesto de plegaria. Con ella oraron las mujeres y parientes, en un signo silencioso de dolor que va transfigurando todo lo pasado. Era tiempo del gran parto, lleno de opresiones. Pero al fondo iba apuntando la esperanza.

Nada dice la Escritura de ese tiempo para el llanto, aunque podemos suponer que María y las mujeres (probablemente los parientes) iban descubriendo a Dios en la hondura de su duelo. La oración del llanto se hizo así víspera de fiesta: Cristo se enfriaba en las entrañas de la tierra y la amargura amenazaba el corazón de sus parientes, de María y las mujeres, pero entonces vino a realizarse el nuevo nacimiento.

2. Plegaria pascual

En un momento dado el llanto se convierte en alegría (cf. Jn 16,21). Fueron varias las señales del gran cambio. La mañana del domingo las mujeres encontraron el sepulcro abierto y escucharon una voz, como palabra de Dios, desde la altura: ¡no está aquí, ha resucitado! (cf. Mc 16,1-8). Por su parte, los discípulos tornaron: habían encontrado a Jesús en Galilea; allí les esperaba para darles nuevo encargo de esperar y de anunciar el Reino. Finalmente, los parientes creyeron en Jesús, quizá movidos por Santiago que le había descubierto como vivo tras la muerte (cf. 1 Cor 15,3s). De esa forma, la mansión del llanto vino a convertirse en casa de alegría, abierta a la esperanza de la pascua (cf. Lc 24,36-49; Jn 20, 19-29). Esta es la casa donde nace la Iglesia en el camino de la historia. En ella estaban «Pedro y Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago el de Alfeo, Simón el celota y Judas el de Santiago. Todos estos permanecían juntos, insistiendo en la oración, junto con las mujeres, María, la madre de Jesús, y sus parientes» (cf. Hech 1,13-14).

Partiendo de su propia teología, el libro de los Hechos ha datado la escena de forma precisa: entre ascensión y pentecostés. Pero el orden de los acontecimientos resulta difícil de fijar. Baste con saber que la escena sucedió a comienzos de la pascua. Los discípulos del Cristo se habían dispersado, pero han vuelto. ¿Dónde? A la casa donde está María, las mujeres y parientes: al hogar del llanto convertido en lugar donde se vive la experiencia orante de la pascua. La madre de Jesús hace posible el nuevo nacimiento, como madre de la Iglesia que ahora surge de Jesús resucitado.

Matriz donde nace la vida de la Iglesia es ya la casa de María. No se encuentra en Nazaret donde al principio vino Dios a visitarla con su Espíritu. Ella está en Jerusalén, ciudad del Cristo muerto. Aquí han venido los distintos seguidores de Jesús, parientes y mujeres. Participan de una fe, recorren ahora un mismo camino de esperanza.

Viven la unidad. Nuestro pasaje lo resalta al afirmar que los discípulos se hallaban «homothymadon»: estaban vinculados por un mismo compromiso de existencia, por el mismo camino de esperanza. Antes se encontraban separados. Ahora les vincula la presencia silenciosa e invisible de Jesús resucitado, la mano y el cariño cuidadoso de la madre.

Ellos viven la unidad en forma de plegaria: «en te proseukhe». En ella perduraban día y noche, descubriendo la oración como si fuera esta la vez primera en la que oraban. La vida anterior les parecía voz sin vida, gesto sin sentido. Ahora comprenden el pasado de Jesús, descubren su futuro y oran, vinculados con María. Ella les mantiene en oración. Externamente hablando no hace nada. Internamente anima la esperanza del conjunto.

Para todos los demás la vida empieza precisamente ahora. María, sin embargo, se ha encontrado en camino desde antiguo. En sentido estricto, ella se hallaba en manos de Dios desde el principio (anunciación). Por eso le es más fácil anunciar lo nuevo. Ha precedido a los restantes discípulos del Cristo. Ahora han llegado todos y con ellos continúa su plegaria.

3. Oración de pentecostés

El texto ofrece todavía más detalles. La Iglesia primitiva va gestándose en un tiempo muy preciso: cincuenta días pasan desde pascua hasta que llega pentecostés. Fueron días de unidad para discípulos, parientes y mujeres con María, la madre de Jesús; fue tiempo de experiencia pascual, de gozo intenso, de amor mutuo y de plegaria (cf. Lc 24,50-53; Hech 1,6-11). En un momento determinado que Lucas interpreta como ascensión la presencia más cercana de Jesús acaba o se supera. Desde entonces los miembros de la Iglesia con María se mantienen unidos en la espera del Reino.

Llegan los días de la fiesta. De nuevo se han reunido las grandes muchedumbres de Israel en la ciudad de los recuerdos. Celebran la presencia del Dios que en otro tiempo estableció la alianza con el pueblo, ofreciéndole su ley de vida perdurable. Los seguidores de

Jesús preparan una fiesta diferente: están todos sentados, en gesto de liturgia y esperanza (cf. Hech 2,1-2). Llegó entonces como un viento fuerte que llenó la casa. Se vieron como lenguas de fuego que bajaban a todos los presentes y todos se encontraron llenos del Espíritu del Cristo, de la alianza de Dios para los hombres. Culminaba el tiempo de la ley. Llegaba el nuevo mundo de la gracia.

En el grupo de creyentes, en el centro de la Iglesia, hallamos a María. Ella es mujer experta en el Espíritu. En plegaria de diálogo con Dios estaba al recibir por vez primera la vida del Espíritu de Dios que vino a hacerla madre del Mesías (Lc 1,35). Cuando llega ahora este nuevo pentecostés de su oración María no está sola. Está con los hermanos de Jesús, los miembros de la Iglesia. Con ellos ha esperado en oración, con ellos ha acogido la presencia salvadora del Espíritu del Cristo (cf. Lc 24,49; Hech 1,8).

María es la persona que ha ligado ambos momentos. Estaba sola en el principio, como signo de Israel y madre de la nueva humanidad que ofrece a Dios la gran palabra de su «fiat». Está al fin acompañada, como Iglesia que recibe para siempre el don de pascua, para hacerse misionera de Jesús entre los hombres (cf. Hech 1-2). De esa forma ha culminado su camino. El proceso de su vida y oración está cumplido. Ha transmitido a la Iglesia todo el gozo de su vida, su experiencia, su plegaria. Al centro de ella, unida a los discípulos que empiezan el camino misionero, María puede confesar con Simeón: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu sierva irse en paz»; porque mis ojos han visto la salvación de Jesús, que empieza a proclamarse entre los pueblos (cf. Lc 2,29-32).

XABIER PIKAZA
LA MADRE DE JESÚS