Tema 4.2

PROYECTO DE EVANGELIZACIÓN
desde la E U C A R I S T I A.
Etapa cuarta

EL MUNDO, CUERPO DE DIOS

Si Dios es siempre encarnado, los cristianos debieran prestar atención al modelo del mundo como cuerpo de Dios. Para los cristianos, Dios no se hizo ser humano por un capricho; más bien, el natural de Dios es ser encarnado, ser el Uno en quien vivimos, nos movemos y tenemos el ser. En el cristianismo, la relación Dio-mundo se entiende a la luz de la encarnación; de ahí que la creación sea “como” la encarnación. Jesucristo es la lente, el modelo, a través del cual los cristianos interpretan a Dios, el mundo y a sí mismos. La doctrina de la creación, pues, no es para los cristianos cualitativamente diferente de la doctrina de la encarnación: en ambas, Dios es la fuente de toda existencia, el Uno en quien nacemos y renacemos. Desde esta perspectiva, el mundo no es simplemente materia mientras que Dios es espíritu; más bien, existe una continuidad (aunque no identidad) entre Dios y el mundo. El mundo es carne de la “carne” de Dios; el Dios que tomó nuestra carne en una persona, Jesús de Nazaret, siempre ha obrado así. Dios es encarnado, y no de manera secundaria, sino principal. Por tanto, un modelo cristiano adecuado para entender la creación es el mundo como cuerpo de Dios. Dicho modelo no es una descripción de la creación (no hay descripciones); tampoco es necesariamente el único modelo; es, sin embargo, un modelo acorde con la afirmación cristiana fundamental de que Dios está con nosotros en la carne en Jesucristo, y es un modelo particularmente adecuado para interpretar en nuestra época la doctrina cristiana de la creación. Sus méritos y limitaciones se deben considerar en relación con otros grandes modelos de la relación Dios-mundo: Dios como relojero que da cuerda a la máquina, como rey del reino, como padre de hijos díscolos, como agente personal que actúa en el mundo, etc...
 

Introducción: Un modelo adecuado.

El modelo del mundo como cuerpo de Dios es adecuado para nuestra época (y está también en continuidad con la tradición cristiana de encarnación) porque nos anima a centrar la atención en “el vecindario”. Entiende que la doctrina de la creación no versa principalmente sobre el poder de Dios, sino sobre su amor: cómo podemos vivir juntos, todos nosotros, dentro del cuerpo de Dios y para ese cuerpo. Centra la atención en lo cercano, en lo vecino, en la tierra, en encontrar a Dios no más tarde, en el cielo, sino aquí y ahora. Encontramos a Dios en el mundo y especialmente en la carne del mundo: alimentando a los hambrientos, curando a los enfermos, liberando a los oprimidos. Una comprensión encarnacional de la creación dice que ninguna labor es demasiado humilde, demasiado física, demasiado poca cosa, si ayuda a alguna criatura a crecer. Encontramos a Dios cuidando del jardín, amando bien la tierra.

La doctrina de la creación es, desde esta perspectiva, una cuestión práctica, no intelectual. No versa sobre el poder absoluto de Dios (¡de ahí que no haya que preocuparse por la ausencia del ex nihilo  en Génesis!). El propósito de la doctrina no es elevar a Dios rebajándonos a nosotros y al mundo; más bien es centrar la atención en nuestro hogar, en nuestro planeta jardín. En Génesis, Dios no sólo les dice a Adán y Eva que cuiden del jardín, sino también lo bueno que éste es: en Gn 1, tras cada acto de creación Dios “vió que era bueno”. Tras completar la creación entera, “vió Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno” (Gn 1,31ª). Resulta interesante que Dios no diga que es bueno para los seres humanos, ni siquiera bueno para mí, Dios, sino simplemente bueno. Es ésta una reacción estética que expresa aprecio por el valor intrínseco de todas y cada una de las criaturas, plantas y procesos planetarios (Sol, Luna, Tierra, agua). Como diría Ireneo más tarde: “La gloria de Dios es que toda criatura viva plenamente”.

De ahí que este modo de entender la creación nos exija averiguar cosas acerca del vecindario para poder cuidar de él. Insinúa que los seres humanos no son las únicas criaturas que importan; sin embargo, somos especiales. Somos los encargados, quienes pueden ayudar al jardín a crecer, pueden ayudar al cuerpo de Dios a estar bien alimentado y sano – y también pueden destruirlo -. Conocemos la diferencia entre el bien y el mal: el único rasgo distintivo de los seres humanos, y también nuestra carga más pesada, es que sabemos que sabemos. No sólo sabemos cómo hacer muchas cosas (todos los animales saber hacer cosas), sino que sabemos que podemos hacer muchas cosas, y que algunas de esas cosas son buenas y otras son malas para la creación de Dios, para el cuerpo de Dios, nuestro jardín planetario.

Las consecuencias del modelo del mundo como cuerpo de Dios son, en primer lugar, que debemos conocer nuestro mundo y dónde encajamos nosotros dentro de él; en segundo lugar, que debemos reconocer a Dios como la única fuente de toda vida, amor, verdad y bondad; y en tercer lugar, que tomamos conciencia de que, al tiempo que Dios tiene el mundo a su cargo, también lo tenemos nosotros.

I. Conocer el cuerpo, cuidar del jardín.

En nuestro modelo, el cuerpo de Dios es el universo entero; es toda la materia en sus infinitas y fantásticas formas, antiguas y modernas, desde los quarks hasta las galaxias. Más concretamente, el cuerpo de Dios que precisa de nuestra atención es el planeta Tierra, una minúscula parte de la encarnación divina que es nuestro hogar y nuestro jardín. Para cuidar de este jardín, necesitamos saber acerca de él; para ayudar a todas las criaturas que constituyen este cuerpo a crecer, necesitamos entender cómo encajamos los seres humanos dentro de este cuerpo.

Todos los modos de entender la creación descansan sobre suposiciones acerca de cómo es el mundo y cuál es el lugar que los seres humanos ocupan en él. Las perspectivas que se tenían en el Mediterráneo del siglo I, en la Edad Media y en el siglo XVIII acerca del mundo y del lugar que en él ocupan los seres humanos difieren entre sí; la perspectiva del siglo XXI también. Dentro de nuestra visión evolucionista y ecológica de la realidad, todas las cosas están relacionadas con las demás y dependen de las demás. La “unidad ecológica” es a la vez radicalmente individualista y radicalmente relacional. En un organismo o cuerpo, el todo sólo crece cuando todas las diferentes partes funcionan bien; de hecho, el “todo” no es nada más que todas y cada una de sus partes haciendo satisfactoriamente lo que les es propio. Nada está más unificado que un cuerpo que funciona bien; pero tampoco hay nada que se base más en una individualidad compleja y diversa.

De ahí que el vecindario donde se nos ha colocado requiera que aprendamos a cuidarlo en todas sus diversas partes y necesidades. Debemos llegar a estar “ecológicamente alfabetizados”, entendiendo su ley más básica: no hay modo en que el todo pueda crecer si no se cuida de todas sus partes. Esto significa que la justicia distributiva es la clave de la sostenibilidad; o, por formularlo de manera diferente, que nuestro hogar jardín, el cuerpo de Dios, sólo estará sano a la larga si todas sus partes reciben el cuidado adecuado. Antes de nada, la colectividad, nuestro planeta, debe sobrevivir (sostenibilidad), cosa que sólo será posible si todos sus miembros tienen acceso a la satisfacción de sus necesidades básicas (justicia distributiva). Necesitamos aprender “economía doméstica”, las reglas básicas de cómo puede prosperar nuestro hogar jardín – y qué cosas pueden destruirlo -. Enunciadas de la manera más simple, dichas reglas domésticas son: toma sólo tu parte; limpia lo que ensucias; y mantén la casa en buen estado para los demás.

Debemos hacerlo así porque, por nuestra condición de parte del cuerpo de Dios capaz de reflexionar sobre sí misma – la parte que sabe que sabe -, nos hemos convertido en colaboradores de Dios en el mantenimiento de la salud de la creación. No somos ya la cúspide de la creación, la que estaba por encima de todos los demás y para la cual fueron hechos los demás; más bien somos la más necesitada de todas las criaturas y, simultáneamente, la más poderosa. No podemos existir más que unos pocos minutos sin aire, unos pocos días sin agua o unas pocas semanas sin plantas, pero también somos, dada nuestra población y el alto consumo de energía que exige nuestro estilo de vida, la única especie que puede socavar el bienestar del planeta, como ponen de manifiesto el calentamiento mundial, la disminución de la biodiversidad y la creciente distancia entre ricos y pobres. Por una extraña paradoja, nosotros, que tenemos sobre el planeta un poder sin precedentes, estamos al mismo tiempo a su merced: si él no prospera, tampoco podremos prosperar nosotros.

Como es natural, la primera consecuencia de una creación entendida como cuerpo de Dios apoya y pone de relieve una visión radicalmente ecológica del mundo. Se opone diametralmente al culto al individualismo promocionado por la economía, el Estado y la religión modernos, los cuales afirman en su totalidad que los seres humanos son individuos básicamente separados y aislados que entran en relaciones cuando lo desean. Esta es la visión de los seres humanos que subyace tras la Nueva Era y el cristianismo de convertidos, así como tras el capitalismo de mercado y la democracia estadounidense (“vida, libertad y búsqueda de la felicidad”). Quizá la consecuencia más importante de la noción de creación como cuerpo de Dios sea la nueva antropología que exige: somos – de manera fundamental e intrínseca, y siempre – seres en mutua relación, dependientes unos de otros, que viven en dependencia total respecto a los demás que componen el cuerpo, al tiempo que somos responsables del bienestar de una minúscula parte de ese cuerpo, el planeta Tierra.

II. Dios como fuente de vida y amor

Una segunda consecuencia del modelo de creación como cuerpo de Dios es que radicaliza tanto la trascendencia de Dios como su inmanencia. Hay quienes han achacado a este modelo que es panteista, que identifica Dios y mundo. No creo que lo sea. Si Dios es al universo como cada uno de nosotros es a su propio cuerpo, Dios y el mundo no son idénticos. Sin embargo, son íntimos, están cercanos e internamente relacionados de maneras que pueden resultar embarazosas para el cristianismo cuando éste olvida su encarnacionismo. Pero los cristianos no debiéramos tener miedo de un modelo que pone radicalmente de relieve tanto la trascendencia como la inmanencia divinas. ¿Cómo lo hace?

En el mundo entendido como cuerpo de Dios, Dios es la fuente, el centro, el origen, el espíritu de todo lo que vive y ama, todo lo que es bello y verdadero. Cuando decimos “Dios”, es eso lo que queremos decir: el poder y la fuente de toda realidad. Nosotros no somos la fuente de nuestro propio ser, de ahí que reconozcamos la dependencia radical respecto a Dios de todo lo que es. Nuestro universo, el cuerpo de Dios, es el reflejo del ser de Dios, la gloria de Dios; es el sacramento de la presencia de Dios con nosotros. La comprensión más radicalmente trascendente de Dios es, pues, al mismo tiempo la comprensión más radicalmente inmanente. Precisamente porque Dios es siempre encarnacional, siempre encarnado, podemos ver la trascendencia de Dios de manera inmanente. Encontrarse con Dios no es un asunto momentáneamente “espiritual”; más bien, Dios es el éter, la realidad, el cuerpo, el jardín en el que vivimos. Dios nunca está ausente; Dios es realidad (ser); todo cuanto tiene ser lo recibe de Dios (nacemos de Dios y él nos hace renacer). El cosmos entero nace de Dios, lo mismo que todas y cada una de las criaturas. Dependemos de esta fuente de vida, totalmente renovable. No podríamos vivir ni un momento sin los dones del cuerpo de Dios: el aire, el alimento, el agua, la tierra y las demás criaturas. Caer en la cuenta de eso es una experiencia abrumadora de la trascendencia de Dios; inspira profundo respeto e inmensa gratitud. Sin embargo, al mismo tiempo y como dice Agustín, Dios está más cerca de nosotros que nosotros mismos. ¿Adónde podemos ir que no esté Dios, puesto que Dios llena el cielo y la tierra: “Yo no existiría si no estuviera en ti”? El Dios al que nos encontramos por medio de la tierra no es sólo la fuente de mi ser, sino de todo ser. Vemos atisbos de Dios en la creación (cuerpo de Dios) y vemos al mismo Dios más claramente en Jesucristo, el modelo fundamental de Dios para los cristianos.

La segunda consecuencia de nuestro modelo es, pues, que nos permite encontrarnos a Dios en el jardín, en la tierra, en casa. No tenemos que ir a otro lugar ni esperar hasta que nos llegue la muerte, ni siguiera ser “religiosos”. Nos encontramos a Dios en el meollo de nuestras vidas normales, pues Dios siempre está presente en cada aquí y ahora. Esta segunda consecuencia recalca la primera: puesto que Dios está aquí, en nuestro mundo, queda claro que lo que de hecho debemos cuidar es nuestro vecindario, nuestro planeta y sus criaturas. ¿Qué otra vocación podríamos tener, sino la de cuidar el cuerpo de Dios?

III. ¿Quién está al cargo?

Una tercera consecuencia de nuestro modelo del mundo como cuerpo de Dios es que Dios no es el único que está al cargo. Nuestro modelo no es mecanicista: Dios no controla el mundo como in titiritero controla sus títeres o un relojero pone en marcha un reloj, o como un rey da órdenes a sus súbditos. El poder divino no es unilateral – cuanto más tiene una parte, menos hay para la otra -. Más bien, Dios comparte: en los organismos, el poder es crecimiento, capacitación y simbiosis compartidos; el todo no crece a menos que las partes medren. Pero éste es un asunto nada claro y no se traduce en bienestar para todas las criaturas todo el tiempo - ¿cómo podría ser de otro modo? - . Si el cuerpo de Dios es miles de millones de especies e individuos diferentes, cada uno de ellos con deseo de vivir, inevitablemente habrá muchos que no sobrevivan ni crezcan. Una imagen evolucionista y ecológica de la realidad no es ordenada, bonita ni romántica. Es indiferente, a menudo brutal y a veces trágica. También entraña a menudo una dosis de buena suerte: el mismo proceso que da como resultado el virus del sida o células cancerígenas creó nuestros cerebros y nuestras emociones. De ahí que se produzca el llamado “mal natural” – frecuentemente y sin razón, dependiendo de la perspectiva que se adopte (una inundación ayuda a unas criaturas y acaba con otras) -. Añadamos al mal natural lo que llamamos “mal moral” o pecado: las perversiones de la realidad (de la vida, el amor, la bondad, la belleza, la verdad) que cometemos los seres humanos, tanto individual como colectivamente, y tendremos una tarea imponente para la providencia.

Huelga decir lo tremendamente malo que ha sido un siglo que ha conocido el holocausto, Hiroshima y ahora el terrorismo planetario, por no hablar de la pobreza, la discriminación y la codicia comunes. Pero dentro de nuestro modelo del mundo como cuerpo de Dios, ni siquiera estos monstruosos ejemplos del mal suponen “otra” realidad, un poder maligno, por decirlo así. En una historia encarnacional de la creación sólo existe una realidad: el mundo debe su ser a Dios, vive dentro de Dios y referido a Dios, y es “real” en la medida en que refleja la única realidad, Dios. El mal no “existe”. No tiene categoría ontológica; más bien es una perversión del bien. Todo cuanto vive depende de Dios o procede de Dios; el mal no depende de Dios ni procede de Dios. Esto no hace al mal menos poderoso, menos frecuente ni menos trágico, pero indica que el mal no está al cargo, aunque parezca lo contrario. Los cristianos creen que quien en última instancia está al cargo es Dios: una doctrina de la creación y la providencia sin la resurrección sería una doctrina de desesperación. Hay pocas cosas en nuestro mundo que insinúen esto; de hecho, leer un periódico es todo lo que se necesita para refutarlo. Es “absurdo” creerlo. Quizá creer en Dios no sea más que confiar – pase lo que pase – en que Dios está al cargo. H.Richard Niebuhr dice que creer en Jesucristo significa empezar a desconfiar de la “propia y honda desconfianza acerca de Quién determina el destino”.

Desarrollamos esta fe aquí, en nuestro vecindario. Consiste en entender dónde estamos, aun cuando no podamos saber por qué estamos aquí. Si nos vemos dentro del cuerpo de Dios cuidando del jardín, haciendo economía doméstica para la casa de Dios, podemos despreocuparnos de ciertas cosas y ponernos a trabajar en otras. Podemos descansar en el alivio de la presencia constante y envolvente de Dios, sabiendo que Dios sostiene el mundo entero en sus manos. Al mismo tiempo podemos dedicarnos y aprender acerca de nuestros vecinos y cómo podemos vivir todos aquí de manera justa y sostenible.

Acabamos con un recordatorio de que todos los modelos son parciales e insuficientes. No hay un modelo solo que sea suficiente, pues cada uno de ellos nos permite ver algunos aspectos de la relación Dios-mundo, pero deja fuera otros. El modelo del mundo como cuerpo de Dios pretende ser un elemento correctivo para la tradición, no un sustituto de ésta. Se ofrece como un modelo acorde con la fundamental creencia de todas las criaturas de Dios. La palabra final, sin embargo, sobre este modelo y todos los demás es de cautela: “Cuida cómo interpretas el mundo; es así”.

(de Sallie McFague, publicado en Concilium nº 295)

C U E S T I O N A R I O

1. Se ha solido decir que “no se puede venerar el cuerpo eucarístico de Cristo, si no se tiene en consideración  el cuerpo eclesial de Cristo”. Y ahora podríamos añadir: “y si no se tiene en consideración el cuerpo cósmico de Dios”.

¿Qué argumentos encuentras en estas páginas para poder mantener estas afirmaciones?

2. A la luz del texto leído, ¿a qué compromisos nos lleva esto que estamos afirmando?
 

por José Cruz Igartua sss
Fuente: Religiosos Sacramentinos