Tema 3.7

PROYECTO DE EVANGELIZACIÓN
desde la E U C A R I S T Í A.
Etapa tercera

Efectos de la experiencia espiritual sobre el comportamiento

O R A C I Ó N

(Se expone el Santísimo. Bien en la custodia o de otra forma adecuada)

A m b i e n t a c i ó n
“Favorece así nuestra comunión con Cristo,
que se nos presenta como el Pan de vida,
alimento compartido por una comunidad
de hermanos”.

Podemos recordar aquella definición de la oración que aprendimos en el catecismo, en nuestra infancia. “orar es levantar el corazón a Dios y pedirle mercedes”. Reflejaba una idea utilitarista de la misma. Con una pretensión de que Dios se amoldase a nuestros deseos.

Hoy, felizmente, tenemos una mentalidad más elevada y certera de lo que es oración. Utilizando el texto que da comienzo a estas líneas, podemos decir que la oración es un medio que “favorece nuestra comunión con Cristo”.

En este caso, se trata de nuestra identificación con El. Ser EN El, y COMO El. Entrar en una sintonía, cada vez mayor, con su Espíritu. De tal manera que nos vayamos acercando más y más a la unidad: que El y nosotros seamos uno.

Ser uno ¿en qué? En ser “pan de vida”. Así se nos presenta Jesús en la Eucaristía. Y llegar a ser “alimento” que pueda ser compartido por “una comunidad de hermanos”. Esta es la finalidad del sacramento que adoramos.

En definitiva, el para qué de la oración es la de posibilitar en nosotros un “nuevo nacimiento”: llegar a ser al estilo de Cristo, hombres y mujeres para los demás.

Para esto, la actitud fundamental que hemos de vivir en el ejercicio contemplativo es la apertura: dejar que salga el Cristo que ya somos. Desde el principio somos portadores del “soplo” de Dios; hemos sido hechos a su imagen y semejanza; somos miembros del cuerpo de Cristo; Dios es en nosotros en forma humana.

No tenemos que añadir nada. El “hombre nuevo” ya es en nosotros. Es preciso dejarnos revestir por él.

En la oración hemos de desatender a todas las órdenes y deseos que normalmente obedecemos en nuestra vida. Hemos de decir no al deseo de hacer cosas. No, a la borrachera de pensamientos que llena nuestra mente. No, al ansia de movernos. No, a la tendencia de estar constantemente bailando alrededor del yo.

En la contemplación hemos de centrarnos única y exclusivamente en Aquél ante quien estamos. Todo lo demás se nos dará por añadidura.

L e c t u r a  d e l  e v a n g e l i o

Primero, se lee en alto.

Después, cada uno lo lee a nivel personal cuantas veces sean necesarias hasta que haya algo que le llame la atención, le impacte, le diga algo. Y se va poniendo en común.

Cuando todos han terminado de expresarse, cada uno elige el “punto” en que va a concentrarse durante la oración. Puede durar unos veinte minutos.

(Como final, se puede dar la bendición del Santísimo, o, simplemente, se reserva o se cubre con un paño).

Terminada la oración, se puede intercambiar impresiones, experiencias, dudas, etc...

Después se reparten las hojas del tema y se pueden leer en común. Mientras se va leyendo, se pueden comentar, presentar interrogantes, pareceres, etc...

EFECTOS DE LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL
SOBRE EL COMPORTAMIENTO

Se dice que la experiencia mística cambia a la persona. Tratamos de ver si hay comportamientos que diferencian a las personas místicas de las que no lo son.

Hemos de comenzar diciendo que la estructura personal del individuo apenas sufre alguna modificación, o sólo en una medida mínima, debido a la experiencia mística. Pero esto no significa que la experiencia mística deje huella en él. La persona entra en un proceso de transformación que se va llevando a cabo desde su interior y no por apelaciones externas de índole moral tales como “debes” o “tienes que”. Va adquiriendo por sí misma una nueva cosmovisión y un nuevo orden de valores; la persona influenciada místicamente se vuelve más tolerante y en su alma comienza a aflorar una gran benevolencia hacia la vida. Y como no es algo aprendido desde el exterior, sino algo que se ha desarrollado en el interior, esa benevolencia impregnará todo su comportamiento de forma duradera. La influencia de la experiencia mística llega hasta la vida cotidiana. Si no ocurre así, es señal de que el místico se ha quedado estancado a mitad de camino.

Pero hemos de decir que no hace falta haber tenido experiencias fantásticas para que se ponga en marcha la transformación interior. Basta que nos encaminemos por la senda mística.

Un fruto puede ser la serenidad.  Serenidad significa en primer lugar desprendimiento de sí mismo para poder admitir a otras personas, situaciones y condiciones. Esta capacidad se va dando en la medida en que disminuye la fijación en la propia estructura del yo. Porque cuanto menos gire alrededor de mi propio yo, tanto más seré capaz de aceptar a las demás personas y condiciones tal como son. También me volveré más tolerante conmigo mismo. En los varones esto se traduce a menudo en que pierden su fijación por hacer carrera, porque se dan cuenta de que la vida ofrece algo más que éxito profesional y dinero. La calidad de la vida les importa entonces más que la mera cantidad. Se toman más tiempo para el ocio, comienzan a interesarse por cosas que antes ni siquiera percibían, de repente leen libros.

Las mujeres describen con frecuencia la transformación que se va dando en ellas como sigue: primero cambió mi biblioteca, después mi guardarropa, luego mis hábitos alimenticios, después mi círculo de amistades. En otras, aparentes trivialidades cobran un sentido insospechado. Por ejemplo, descubren repentinamente una dimensión espiritual en guisar o limpiar. Entonces dejan de ser trabajos molestos y se vuelven prácticas en las que la mente puede recogerse. Todo ello ocurre no porque se haya querido que fuera así, sino desde el interior, porque la postura frente a la vida ha cambiado desde el fuero interno.

Por eso, se aconseja a los discípulos y discípulas a que sigan viviendo allí donde estén: en sus lugares de trabajo, en sus familias, en sus colectivos sociales. Allí es donde su experiencia tiene que ponerse a prueba.

Lo que le importa al místico es captar a Dios en el mundo. Eckhart dijo en una ocasión a este respecto: “Esto no se aprenderá mediante la huida, evitando las cosas, retirándose exteriormente en la soledad; más bien el ser humano tiene que aprender una soledad interior, independientemente de donde esté o con quien esté. Deberá aprender a ir más allá de las cosas y aprehender a su Dios en ellas”.

No obstante, es bueno y beneficioso para una persona que desea ir seriamente por el camino espiritual, el retirarse durante algún tiempo de la sociedad. Pero luego, el camino lleva de vuelta a casa. La tarea del ser humano consiste en ser completamente humano, o sea, no tiene por qué darse la retirada en el nivel exterior.

Hablemos de la humildad, por ejemplo. La palabra latina es “humilitas”. Igual que la palabra “humanitas” tiene su raíz en el término “humus”, es decir, “tierra”, “suciedad”, “estiércol”. También “humor” procede de la misma raíz. Esto indica que en el mundo deberíamos aceptarnos a nosotros mismos con cierta alegría interior y con una sonrisa en los labios. Deberíamos no tomarnos demasiado en serio, conservar nuestro humor y entregarnos con humildad al camino. Pues humildad no es otra cosa que una aceptación amplia de uno mismo, lo cual no quiere decir que uno esté de acuerdo con todas sus debilidades y errores, pero sí que acepta haberlos heredado de la vida. Uno no se obstina en sacudirse esa herencia o en reprimirla, puesto que esto significaría persistir en el egocentrismo.

Si la experiencia mística conduce a la tolerancia, a la serenidad y a la aceptación de las condiciones existentes, nos podríamos preguntar si la mística no nos lleva al fatalismo, a inhibirnos de la responsabilidad hacia el mundo.

No se sube a la montaña para quedarse sentado en la cima. La bajada forma parte de la subida. Esto nos lo recordó Jesús cuando, después de la transfiguración en el monte, no mandó construir tres cabañas, como era el deseo de sus discípulos, sino que les instó a bajar. Una vez llegados al pie del monte, les informó de que tenía que ir a Jerusalén, donde tendría que sufrir. Resumiendo: una mística que se retira del mundo sería una pseudomística. Sería una regresión, mientras que la experiencia mística auténtica vuelve a conducir invariablemente de vuelta a la vida. Misticismo es vida cotidiana, pues la vida diaria es el lugar de encuentro del ser humano con la Realidad primera. Tan sólo en el instante de la vida vivida tiene lugar la comunicación con Dios, para lo cual, en el arte religioso, se inventó el símbolo de la mandorla.

La mandorla está formada por dos óvalos que se superponen: el ámbito de la personalidad humana y el de la transpersonalidad divina. En el arte romático se representa a Cristo en ambos óvalos; y en el budismo ocurre lo mismo con las representaciones de Shakyamuni Buda. Se conoce que la mandorla es más antigua que ambas religiones; representa la sobrenaturaleza y la naturaleza, lo divino y lo humano. Allí donde se superponen los dos óvalos se encuentra la “persona de Dios”. Es el ámbito en el que ambos aspectos de la realidad coinciden. Así que en el misticismo no se trata de apartarse del mundo o de despreciar el mundo, sino de una forma completamente nueva de amor al mundo.

En el centro de la experiencia mística está la consciencia de unidad con todos los seres vivientes. Esto significa también que sufro el dolor del otro como mi propio dolor, y su alegría como la mía. Si experimento esto, mi comportamiento social cambiará, no por haber alcanzado una convicción moral, sino porque algo en mí ha cambiado, porque he alcanzado un conocimiento que me motiva a un compromiso caritativo o social.

La experiencia mística conlleva una misericordia ilimitada y un amor hacia todo lo creado que reduce la tendencia al comportamiento inmoral y poco social. Pues allí donde una vez ha brotado el amor ya no habrá sitio para el mal. En este contexto conviene recordar la frase de san Agustín: “Ama et fac quod vis, “¡Ama y haz lo que quieras! Con ella se quiere decir que si la caridad es la norma de tu actuación ya sabrás qué hacer. Pero, por otro lado, también un místico puede errar, puesto que también él sigue estando condicionado por su cultura, su religión, su infancia y su educación, y no es seguro que siempre se libere de esas influencias.

(Extracto de “La ola es el mar” de Willigis Jäger Págs. 165-171)

por José Cruz Igartua sss
Fuente: Religiosos Sacramentinos