Eucaristía
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SUMARIO: 1. Pastoral de la preparación. 1.1. Principios doctrinales que rigen la celebración de la Eucaristía: a) Principios teológicos; b) Principios de reforma; 1.2. Algunos puntos concretos del "antes" eucarístico: a) El altar, el ambón y la sede; b) El entorno celebrativo; c) Los ministerios. 1.3. Aspectos nucleares de la pastoral de la celebración: a) Las moniciones; b) Los cantos; c) Liturgia de la Palabra. — 3. Pastoral "después de" la celebración.


Tres son las dimensiones que comprende la pastoral de la Eucaristía: su adecuada preparación, su digna celebración y su vital inserción. O, si se prefiere, el antes, el en y el después de la celebración.

1. Pastoral de la preparación

La pastoral de la preparación se refiere, por una parte, a los principios doctrinales que constituyen el estatuto teológico y litúrgico de la celebración y, por otra, a todo lo que lo relacionado con la adecuación del entorno celebrativo.

1.1. Principios doctrinales que rigen la celebración de la Eucaristía

Los documentos conciliares Sacrosanctum Concilium (2.10.41.47), Lumen gentium (3.7.11.26.28.50), Gaudium et Spes (38), Presbyterorum ordinis (2. 5. 8. 13. 14. 18) y Christus Dominus (15. 30), y los posconciliares Eucharisticum mysterium, Institutio generalis missalis romani y Catecismo de la Iglesia Católica, entre otros, aportan lo que lo que podríamos llamar los 'altiora principia' previos y concomitantes a la celebración, para que ésta sea de hecho el lugar por antonomasia donde acontece la salvación.

Estos principios pueden agruparse en dos grandes bloques: los teológicos y los de reforma.

a) Principios teológicos. El principio teológico por excelencia y del que dependen todos los demás es que la Eucaristía es el sacramento del sacrificio de Cristo, puesto que "nuestro Salvador, en la última cena, la noche en que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la Cruz y a confiar asía su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera" (SC 47).

De este principio deriva que la Eucaristía sea el lugar privilegiado de la presencia salvífica de Cristo, una acción conjunta del entero Cuerpo místico, Cabeza y miembros, la causa que origina y la epifanía que manifiesta a la Iglesia, la fuente y la cumbre de la vida de la Iglesia, el centro del que arranca y al que converge el ministerio de los obispos y presbíteros y la vida de todos los fieles.

Este bagaje doctrinal ha de ser conocidos antes de la celebración. Si los fieles desconocen o no ahondan en la centralidad de la Eucaristía en la vida de la comunidad cristiana y en las implicaciones que conlleva para su vida personal, familiar, profesional y social, sucederá que o no se sentirán atraídos por ella y la volverán las espaldas, o estarán en ella como extraños y mudos espectadores, o su participación será meramente externa y, por ello, carente de frutos de vida cristiana.

La catequesis litúrgica sobre el misterio eucarístico ha recibido un tratamiento deficiente en la pastoral durante estos últimos años. Los liturgos y pastores suelen explicar esta deficiencia por la provisionalidad, rapidez y amplitud de las reformas del Ordinario, Leccionario y Misal, las cuales han dificultado, cuando no impedido, la catequesis que exigían tales cambios.

Una vez concluida la reforma, la pastoral no puede aplazar por más tiempo una catequesis que, con una pedagogía imbuida de profundidad, claridad, paciencia y constancia, lleve hasta el corazón de los fieles que la Eucaristía es 1) el misterio que actualiza sacramentalmente el sacrificio que Jesucristo realizó de una vez por todas en el altar de la Cruz y que la Iglesia, ministros y fieles, hace presente en cada uno de los altares en torno a los cuales se congrega, sobre todo, cada domingo; 2) la fuente de la que todos y cada uno de los fieles sacan, sobre todo mediante la comunión sacramental, la fuerza necesaria para hacer de su vida un altar en el que coofrecen el sacrificio de su propia existencia; 3) aquello sin lo cual es imposible edificar una comunidad cristiana parroquial; y 4) el misterio que origina y al que remite la reserva eucarística, que la Iglesia destina principalmente para la comunión de los moribundos y enfermos, pero que hace también objeto de adoración pública y privada, consciente de que Jesucristo, sacerdote y víctima en el altar, continúa presente en las Sagradas Especies.

b) Principios de reforma. El concilio Vaticano II contiene un amplísimo abanico de reformas, con su correspondiente justificación doctrinal, tanto de carácter general —pero aplicables también a la Eucaristía— de tipo específico.

— Los principales principios generales son, entre otros, los siguientes: 1°) todos los fieles, en cuanto que participan del sacerdocio de Cristo, tienen la capacidad y responsabilidad —el derecho y el deber, en términos jurídicos— de participar de modo pleno en las celebraciones litúrgicas (SC 14a-b), especialmente en la Eucaristía, a la que está intrínsecamente ordenado y finalizado el Bautismo. 2°) La participación plena se realiza mediante la correcta comprensión y vivencia de los ritos y oraciones (cf SC passim). 3°) Esta participación es inviable sin una concienzuda catequesis a los fieles (cf. SC 14), que los pastores deben fomentar con diligencia y paciencia (cf. SC 19) 4°) Dicha catequesis supone ciencia y experiencia litúrgica en los pastores, de modo que puedan ser verdaderos testigos maestros de su grey (cf. SC 14). 5°) Las celebraciones litúrgicas no son acciones privadas ni exclusivas de los ministros sagrados o de los fieles, sino "celebraciones de la Iglesia (...) a la que pertenecen, manifiestan e implican" (SC 26); por eso, las celebraciones litúrgicas son, en cierto sentido, "concelebraciones", es decir, acciones que realizan conjuntamente los ministros y fieles, cada uno de los cuales cumple su propia función, que, siendo esencialmente distintas, se interrelacionan y complementan; por eso, "cada cual, ministro o fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo lo que le corresponde" (SC 28). 6°) La Palabra de Dios ha se ser proclamada con "lecturas más abundantes, más variadas y más apropiadas" (SC 35-2), con el fin de iluminar el sentido del misterio que se celebra, fomentar la fe y acrecentar la participación (cf. SC 24. 35); 7°) La liturgia contiene una gran instrucción para el pueblo fiel, pero es, "sobre todo, un acto de culto" (SC 33). 8°) La reforma no persigue ante todo un cambio, aunque sea general y profundo de los ritos, sino "la plena y activa participa participación de todo el pueblo" (SC 14) en la liturgia, por ser ésta la "fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu cristiano" (SC 14; cf. SC 21).

Tal participación exige que los ritos "resplandezcan por su noble sencillez, sean breves y claros, eviten las repeticiones inútiles, estén bien adaptados y no necesiten muchas explicaciones" (SC 34). 9°) La "liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia" (SC 9) ni "la participación litúrgica abarca toda la vida espiritual" (SC 12), ni siquiera la misma celebración eucarística, puesto "que en el mismo sacrificio de la Misa pedimos al Señor que, 'recibida la ofrenda de la víctima espiritual', haga de nosotros una 'ofrenda eterna' para sí" (SC 12).

Todos estos principios son aplicables, más aún lo son de modo especial, a la celebración eucarística y se enmarcan en "lo previo" exigido para ponerla al abrigo o rescatarla de cualquier exteriorismo o unilateralidad. La 'pastoral de preparación' a la Eucaristía deberá tener la suficiente sinceridad para preguntarse si el pueblo cristiano que participa habitualmente en las eucaristías dominicales conoce o desconoce estos principios, cuáles son las acciones que en este sentido se han realizado durante los años de posconcilio, si la catequesis ha tenido suficiente profundidad, claridad y constancia, qué 'sintonía ' o 'distonía' existe entre nuestras celebraciones eucarísticas y estos principios, y en qué grado está influyendo su aplicación u omisión en la vitalidad o decadencia de nuestras comunidades cristianas.

— Los principios específicos más destacables son los siguientes: 1°) "Las dos partes de que consta la Misa, a saber: la liturgia de la Palabra y la eucarística, están tan íntimamente unidas que constituyen un solo acto de culto" (SC 56).Esto explica que el Concilio exhortase "vehemente a los pastores de almas para que en la catequesis instruyan cuidadosamente a los fieles acerca de la participación en toda la misa, sobre todo, los domingos y días festivos" (SC 56). 2°) La participación exige que los fieles comprendan bien los ritos y oraciones del entramado celebrativo del misterio eucarístico, de modo que sean capaces de comprender y responder a la Palabra de Dios, fortalecerse en la Mesa del Señor, dar gracias a Dios y "ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote sino juntamente con él" (SC 48). 3°) Las lecturas de la Sagrada Escritura abren con tal amplitud "los tesoros de la Biblia" que cada tres años, se leen "al pueblo las partes más significativas" (SC 51). 4°) La homilía es "parte de la misma liturgia" y "se recomienda encarecidamente"; "más aún, en las misas dominicales y festivas con asistencia de pueblo no se omite nunca, a no ser por causa grave" (SC 52). Su naturaleza consiste en ser "una proclamación de las maravillas obradas por Dios en la historia de la salvación o misterio de Cristo, que está siempre presente y obra en nosotros, sobre todo en la liturgia"; por eso sus "fuentes principales son la Sagrada Escritura y la liturgia" (SC 35-2). 5°) La Plegaria Eucarística es el centro de toda la celebración (cfr. IGMR), la 'cumbre de la cumbre'. 6°) La comunión sacramental es "la participación más perfecta en la misa" (SC 55); de ahí que se recomiende "especialmente" que los fieles "reciban del mismo sacrificio el Cuerpo del Señor" (SC 55).

Estos grandes principios están en la base y son la clave de comprensión de toda la reforma litúrgica eucarística. Tras casi cuatro décadas de aprobación, tienen plena vigencia y actualidad, y son todavía el principal e ineludible referente de una "pastoral de preparación" a la Eucaristía, de la que pueda esperarse una verdadera renovación de nuestras comunidades y de cada uno de sus miembros. El mayor reto pastoral del "antes" de la celebración es, sin duda, el de la catequesis litúrgica, adaptada a la edad, situación existencial, grado de cultura religiosa y vivencia cristiana de los fieles. No exageraban los Padres conciliares cuando, además de pedir que se realizase "por todos los medios" (SC 35-3), la calificaban "como una de las funciones principales de fiel dispensador de los misterios de Dios" (SC 19) y hacían depender de ella una buena parte del fruto de la reforma que proyectaban (cf. SC 14, 43-46, etc.).

1.2. Algunos puntos concretos del "antes" eucarístico

La Eucaristía se celebra ordinariamente en la iglesia parroquial. En ella se reúne y forma la asamblea eucarística, compuesta por los ministros y los fieles. ¿Qué incidencias y exigencias pastorales con-IlevIn la preparación del lugar, entorno, ministros y asamblea en orden a realizar una celebración adecuada?

a) El altar, el ambón y la sede. La iglesia tiene dos grandes espacios celebrativos: el presbiterio y la nave. El primero está reservado a los ministros; el segundo es propio de los fieles. La pastoral debe disponer estos espacios de modo que, por una parte, quede patente que los ministros y los fieles forman el único pueblo de Dios, convocado y congregado para celebrar la Eucaristía y, por otra, su diferencia ontológica y ministerial. El presbiterio y la nave, por tanto, han de disponerse de modo que manifiesten la unidad del pueblo de Dios y la diversidad de ministerios. La unidad se manifiesta por la cercanía y la diversidad por la separación y disposición.

El altar. Concretamente, el altares el lugar reservado al ministro que preside mientras actualiza el sacrificio, puesto que es en él donde éste se confecciona, se ofrece y se prepara para darlo en comunión. El altar es, por tanto, el ara en que se realiza sacramentalmente el único sacrificio de la Cruz, la mesa del Señor en torno a la cual se congrega el único Pueblo de Dios, y el centro de la acción de gracias eucarística. Según esto, el altar debe trasparentar que es símbolo de Cristo, Sacerdote, Víctima y Altar de su propio sacrificio, y símbolo de los cristianos que, al formar un solo cuerpo con su Cabeza, son altares espirituales en los que se ofrece a Dios el sacrificio de una vida santa.

La naturaleza y simbolismo del altar requieren que de suyo haya solamente uno en cada iglesia. Esta es la norma general para las iglesias de nueva construcción; si excepcionalmente hay que construir más de un altar, se ubican en capillas separadas de la nave de la iglesia (cf. OGMR 267). En el supuesto de iglesias antiguas conviene respetar su estructura arquitectónica, sobre todo cuando son artísticas, lo cual no obsta para que el altar sea adaptado teniendo en cuenta todas las circunstancias que concurren.. Por otra parte, "la mesa del altar fijo ha de ser de piedra y, además, de un solo bloque de piedra natural" (CIC, c. 1236-1), aunque las Conferencias Episcopales pueden permitir otros materiales dignos y sólidos (cf. CIC, c. 1236-1). Además, en las iglesias de nueva construcción el altar debe estar exento para que la Eucaristía pueda celebrarse de cara al pueblcy ser realmente el centro hacia el que converge la asamblea de los fieles.

El altar tiene como accesorios los manteles y corporales, la cruz, los candelabros con velas y las flores. La cruz se coloca o "sobre el altar o junto a él", pero "bien visible para la comunidad reunida" (OGMR 270); de este modo, se simboliza mejor la unicidad del sacrificio de Cristo y la relación que dice el sacrificio de la Misa al de la Cruz.

No han sido pocos ni pequeños los esfuerzos realizados para recuperar la dignidad y el simbolismo del altar; de hecho, en la práctica totalidad de iglesias, antiguas y modernas, el altar está exento y de cara al pueblo, hacia él converge naturalmente la atención de los fieles, y sus materiales son dignos. Sin embargo, son muchos los detalles que apuntan hacia una todavía deficiente interiorización de la teología del altar: uso indiscriminado del mismo para funciones que le son ajenas -por ejemplo, los ritos introductorios y conclusivos-, colocación de objetos y utensilios impropios (hojas volanderas, papeles varios, libros), 'adaptación' para usos inadmisibles (amplificador del micrófonos, libros para uso litúrgico u otros fines), insignificancia de la cruz (desproporcionada en sus dimensiones, carente de nobleza y dignidad), descuido en detalles de limpieza, cuidado y buen gusto, etc. En ocasiones se han hecho crónicas soluciones provisionales, a todas luces inadecuadas.

- El ambón. El altar es la mesa del pan del Cuerpo de Cristo; el ambón, la del pan de su Palabra. Ambas mesas están interrelacionadas y comparten nobleza, dignidad y simbolismo. El sacramento sin la Palabra fácilmente se convertiría en realidad insignificante, incomprensible y cuasimágica. La Palabra sin altar perdería su significado más profundo y su genuina orientación. Hay todo un dinamismo que va desde la Palabra hasta la fe y el sacramento, y vuelve desde el sacramento, pasando por la fe hasta la Palabra. Dos realidades profundamente unidas, más aún, inseparables. La Palabra tiene como mesa propia y exclusiva el ambón.

Esta es la base teológica sobre la que se apoya su dignidad, destinación y características, tal y como las define la Ordenación General del Misal Romano: "El ambón -dice- es un lugar elevado, fijo, dotado de adecuada disposición y nobleza, de modo que corresponda a la dignidad de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo y que ayude, del mejor modo posible, durante la liturgia de la Palabra, a la audición y atención por parte de los fieles. Por eso, teniendo en cuenta la disposición de cada iglesia, hay que conjugar armónicamente el altar y el ambón" (OGMR 272).

La pastoral tiene ante sí un reto tan importante como inaplazable: hacer que el ambón sea el altar de la Palabra de Dios. Es decir, el lugar reservado para que Dios hable a su Pueblo, Cristo anuncie su evangelio y, en su nombre, el ministro que preside lo aplique al misterio que se celebra con el fin de que sea mejor participado. El ambón es, por tanto, el lugar al que únicamente acceden el lector, el salmista y el homileta, en el que sólo tiene cabida el leccionario y el evangeliario, y desde el cual se proclama exclusivamente la Palabra de Dios. Las moniciones, los cantos, los avisos, etc. no se realizan desde el ambón; los libros tampoco se apilan en él, ni siquiera por razones de funcionalidad. En otro orden de cosas, la dignidad de la Palabra de Dios está exigiendo que el ambón adquiera en su disposición, belleza, ornato y cuidado una nobleza de la que aún carece en muchos casos. Este es un campo específico de la pastoral del "antes" de la celebración.

- La cátedra o sede. La cátedra es la sede reservada al obispo que preside la comunidad cultual, sobre todo la eucarística. La cátedra y la sede son, de suyo, la misma realidad, aunque suele reservarse el nombre de cátedra a la sede del obispo y el de sede a la del presbítero. Es símbolo de autoridad y magisterio, como ponen de relieve las cátedras paleocristianas de Cristo sedente, que enseña como maestro a los Apóstoles. La liturgia actual insiste en ese doble simbolismo de presidencia y magisterio; por eso recomienda que esté situada "de cara al pueblo -a no ser que lo impida la estructura del edificio u otra circunstancia"- y en lugar que haga visible "la comunicación entre el sacerdote y la asamblea de los fieles" (OGMR 271).

La sede es el lugar donde se sitúa el celebrante desde que saluda al altar, al comienzo de la celebración, hasta el inicio de los ritos de presentación de ofrendas; y desde que termina la comunión hasta el final de la misa. En ese doble movimiento de separación y proximidad entre el altar -lugar reservado al sacrificio- y la sede hay toda una teología de la celebración, que no pueden negar u oscurecer los comportamientos del que preside. Por otra parte, la dignidad y significatividad de la sede reclaman que esté construida con materiales nobles y conforme a los cánones de la estética, dignidad y sencillez. La pastoral del "antes" de la celebración tiene en la sede una asignatura pendiente en lo que respecta a ubicación, simbolismo y funcionalidad.

b) El entorno celebrativo. Se entiende por entorno celebrativo el conjunto de elementos que, de una u otra forma, entran a formar parte de la celebración. Además del lugar - al que acabamos de referirnos- pueden mencionarse los vasos sagrados, los libros y vestiduras litúrgicas, y otros que podemos englobar en el capítulo de 'varios'. El entorno es para la celebración lo que el marco a una pintura, la música de fondo en un lugar de trabajo, "el clima" y "el ambiente" que se respira en un lugar de convivencia, trabajo y diversión. No es necesario recurrir a ningún tipo de casuística; pero es innegable que un banquete de bodas no se sirve en unos platos sucios y en un mantel sin planchar, y nadie acude a una entrevista importante con los zapatos rotos.

El entorno celebrativo tiene que caracterizarse por la sencillez, la dignidad, la limpieza, el decoro y, siempre que sea posible, una noble belleza. La pobreza cristiana no es sinónimo de descuido, desidia o falta de buen gusto. La pastoral no puede minusvalorar los mil y un detalles relacionados con el entorno celebrativo, que van desde uno misal en buen estado hasta un cáliz bien dorado, pasando por un purificador limpio y un alba planchada. A la belleza y dignidad que han caracterizado siempre la liturgia de la Iglesia -como patentiza el 'patrimonio artístico eclesial'- se une la sensibilidad de nuestro tiempo por las formas de presentación y la calidad de los productos, y por todo lo que denote sencillez, funcionalidad y buen gusto.

c) Los ministerios. La celebración eucarística tiene unos determinados 'actores': el ministro que preside, los demás ministros ordenados -si los hay-, los ministros no ordenados y los demás fieles. A cada uno de ellos corresponde realizar una función específica, pero con conciencia de formar parte de un todo y de cumplir un servicio. El concilio acuñó una frase lapidaria: "En las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo lo que le corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas" (SC 28).

La "pastoral de preparación" debe individuar, por una parte, cuáles son las funciones propias de cada uno de los ministros, ordenados o no, y de los fieles en la celebración eucarística; y, de otra, prepararlos para su correcto ejercicio, de modo que no se produzcan omisiones, repeticiones, confusiones o anulaciones en los diversos ministerios. Más en concreto, qué funciones son propias y exclusivas del ministro que preside, de los acólitos, lectores, salmista, schola de cantores, monitores y de los fieles (la enumeración no exhaustiva) y cuáles son comunes de toda la asamblea; y preparar a cada uno de ellos para realizar su función en consonancia con el misterio en que participa y el ministerio o servicio que ejerce.

- El ministro que preside tiene una doble responsabilidad pastoral, derivada de su condición de celebrante y de responsable de la celebración.

En cuanto ministro celebrante debe conocer: 1) los grandes tesoros celebrativos del misal actual, 2) las leyes que han inspirado la composición del leccionario, 3) el amplio margen que concede la ley litúrgica en vistas a impulsar una sana creatividad (elección del formulario del propio de la misa, de la Plegaria Eucarística y, dentro de ella, también del prefacio), 4) el sentido de las oraciones presidenciales, especialmente de la Plegaria Eucarística, 5) el modo de proclamar los textos: las lecturas bíblicas, cada uno de los elementos que integran la Plegaria Eucarística, etc., 6) y la importancia pastoral de la misa dominical, así como la de los grandes acontecimientos cristianos: Bautismo, Confirmación y Primera Comunión, matrimonio y exequias.

Como responsable de la celebración tiene las siguientes tareas: 1) disponer el entorno celebrativo, con el fin de que todo pueda desarrollarse con dignidad y piedad; 2) catequizar y preparar a los demás ministros de modo que cada uno conozca sus funciones específicas y sea capaz de realizarlas adecuadamente; 3) impartir al pueblo una catequesis básica y fundamental sobre el significado de la eucaristía, especialmente de la dominical, y lo que las partes que en ella le corresponden, así como capacitarle para que participe mediante las aclamaciones, respuestas, cantos, etc.; 4) preparar los textos de las moniciones y seleccionar los cantos; y 5) crear un equipo litúrgico que se responsabilice de la recta disposición de todo el entorno celebrativo y de la preparación teórica y práctica de los monitores, lectores, acólitos, cantores, etc.

- Los ministros instituidos o de facto: lector, acólito, cantor, etc. deben prepararse para desempeñar su función con verdadera competencia. Para ello se requiere que conozcan cuál es su ministerio específico y el modo práctico de realizarlo. Dentro de los ministerios tienen especial importancia la selección y preparación de los lectores y cantores; por eso han de ser bien seleccionados y preparados. Algunos criterios básicos de selección de los lectores son los siguientes: personas adultas, no niños; competentes en la lectura (sin defectos en la voz, pronunciación, tono, etc.); capaces de entender y trasmitir el mensaje que proclaman; y cristianos cuya vida no cause sorpresa o escándalo en los fieles. Los cantores, especialmente el salmista, han de tener buena voz, destreza y gusto en la ejecución, afán de servir al texto y a la asamblea, y capacidad para trasmitir el sentido y sentimiento de las composiciones que ejecutan. La pastoral ha dado un paso importante, al introducir de hecho estos ministerios en la celebración. Ahora tiene ante sí la tarea inaplazable de trascender la mera presencia de estos ministerios, creando un buen equipo de lectores y cantores, llenos de competencia técnica, bíblica y litúrgica, y con una vida cristiana en armonía con la función que desempeñan en la asamblea.

— Los dos grandes protagonistas de la celebración eucarística son el ministro celebrante y la asamblea, como lo manifiestan las celebraciones en las que las circunstancias de edad, condición, formación, etc. impiden la presencia y ejercicio de los ministerios; de ahí que incluso cuando éstos existen, su importancia es inferior a la del pueblo. Él era el protagonista al que se refería el Vaticano II cuando pedía la participación plena en la eucaristía. Consecuentemente, los ministros están al servicio del pueblo, no el pueblo al servicio de los ministros. La pastoral "del antes" de la celebración tiene una importantísima, inaplazable y difícil tarea de catequesis litúrgica, que enseñe al pueblo el sentido global y particular de la celebración eucarística, qué partes le son propias, cuál es su significado y cómo se ejecutan de hecho. Esta catequesis es tanto más necesaria y urgente por cuanto se parte del supuesto de que ha sido realizada, siendo así que no se ha dado o no se ha dado con la extensión, intensidad y pedagogía que exigía la reforma.

1.3. Aspectos nucleares de la pastoral de la celebración

La pastoral de la celebración eucarística es sumamente amplia y desborda los objetivos y extensión de este artículo. Por ello, nos fijaremos en algunos puntos que revisten especial importancia objetiva o circunstancial. Concretamente, en las moniciones, los cantos, la liturgia de la Palabra, con especial referencia al salmo responsorial y la homilía, la Plegaria eucarística y algunos ritos preparatorios a la comunión.

a) Las moniciones. Las moniciones son una respuesta concreta a las exigencias de actualización y de la mistagogia del misterio. Pueden ser didascalías o moniciones en sentido estricto. Las primeras tratan de ayudar a la asamblea a entrar en el misterio; por eso, no deben pretender decirlo todo y su estilo es evocativo. Las segundas son exhortaciones que estimulan la participación, el compromiso moral o el esfuerzo ascético; tratan de crear actitudes y su estilo es interpelante. La experiencia atestigua que no resulta fácil tener una idea clara sobre su género literario. Son un instrumento tan importante como ambiguo; más aún, pueden sobrecargar la celebración y resultar sofocantes. Además, pueden convertirse en una tentación para sustituir los gestos y el canto por la palabra, en una liturgia en la que la verbosidad es ya excesiva. Por otra parte, con frecuencia se convierten en minihomilías, parénesis pesadas y catequesis extemporáneas. Dado su carácter coloquial, exigen competencia, sobriedad, brevedad, claridad y sencillez; cualidades imposibles en la práctica si no se preparan previamente. Las moniciones son pronunciadas por el ministro que preside —en el caso de las presidenciales: monición inicial, `Orad, hermanos', al inicio de la Plegaria Eucarística, introducción al Padre Nuestro, etc.— o por los demás ministros. Desde el punto de vista pastoral, las mejores moniciones son como la sal: sólo se advierten en el sabor que imprimen a la celebración, no cuando se hacen notar.

b) Los cantos. El canto es uno de los pocos signos litúrgicos que han resistido la erosión general de los símbolos; incluso es un valor en alza. Actualmente es uno de los elementos simbólicos más eficaces para la participación. Pueden cantarse los diálogos, las oraciones, algunos elementos de la Plegaria eucarística (el prefacio, el relato de la institución, la doxología final, el amén), el evangelio, los cantos previstos en el misal (Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus, Agnus Dei), la bendición final.

Las melodías son fundamentalmente de tres clases: gregorianas, gregorianizadas y modernas. Las gregorianas y gregorianizadas que aparecen en la segunda edición del Misal son sencillas; las modernas suelen ser un poco más adornadas.

El canto puede convertirse -y de hecho así ha sucedido con frecuencia- en un elemento ambiguo, cuando no distorsionante del misterio, tanto por el texto como, sobre todo, por la melodía y el instrumental que la acompaña. Pastoralmente es preciso un discernimiento guiado por los criterios siguientes: 1) los cantos más importantes de la celebración son el Sanctus y el Agnus Dei; su texto es intocable para no distorsionar o empobrecer su sentido; 2) el texto es más importante que la melodía, por lo que es ésta quien está al servicio de aquél, no a la inversa; 3) los mejores textos son los que se toman o inspiran en la Sagrada Escritura; 4) los cantos han de responder al tiempo litúrgico, a la celebración, al momento de la misma, a las circunstancias de el asamblea (fiesta, luto, grupo, grandes masas); 5) la competencia y dotes musicales de los cantores son prerrequisito importante; 6) la receptividad de la asamblea es un criterio importante; 7) no deben ser acogidos los cantos que por el texto, la música o ambas cosas impiden o dificultan la participación consciente y piadosa.

c) Liturgia de la Palabra. La liturgia de la Palabra es un conjunto complejo y multidimensional, compuesto de segmentos significativos, los cuales responden a una lógica que se concatena armónicamente con toda la celebración. En la liturgia de la Palabra se advierte la dinámica de una acción unitaria y progresiva: un movimiento descendente (la proclamación) y ascendente (la respuesta); la bipolaridad del anuncio (lecturas y homilía) y de la oración (el salmo y la plegaria universal); y la alternancia de palabra y canto. Las implicaciones pastorales que todo esto comporta son múltiples. Entre ellas sobresalen las implicadas y derivadas de la presencialidad de Cristo en la Palabra, la mediación inmediata de los lectores y del diácono, la mediación mediata del homileta y la respuesta del pueblo.

- Presencialidad de Cristo en la Palabra. La Palabra no consiste en vocablos sino en el evento que se celebra. La teología de la presencia real de Cristo en su Palabra, a la que tan sensibles eran los Padres de la Iglesia, ha sido redescubierta y recupedada por la teología litúrgica actual y sancionada por el concilio Vaticano II, que en la constitución de liturgia no tuvo inconveniente en afirmar que cuando se proclaman las lecturas en la celebración litúrgica, "Dios habla a su pueblo y Cristo anuncia su evangelio" (SC 7). La Escritura que se lee en la Misa no es, por tanto, tan sólo un mensaje que se anuncia con la finalidad de catequizar e instruir. Es, sobre todo, un contacto vivo y personal con el Hijo de Dios, Palabra encarnada. Por eso, la liturgia de la Palabra es un encuentro de los discípulos con su Señor, más aún, una comunión con Él: es el diálogo de Dios con su pueblo. Eso conlleva que la liturgia y, en concreto la de la Misa, sea el marco natural de la Escritura, la cual se hace realidad viva y por ello se revela plenamente y se despliega en toda su fuerza.

La Palabra de Dios nunca lo es tanto como en la liturgia eucarística. Es ahí donde las maravillas obradas por Dios a lo largo de la historia de la salvación no sólo vienen narradas sino también presencializadas, hechas contemporáneas y actuales al pueblo, de modo que éste pueda insertarse en ellas y prorrumpir en una explosión de acción de gracias, alabanza y gozo.

Una verdadera celebración de la Palabra requiere necesariamente familiaridad con la esa Palabra y actitud de escucha. La familiaridad es un déficit histórico de nuestras comunidades cristianas que han estado secularmente distanciadas de la Sagrada Escritura. La misma liturgia de la Palabra ha pasado por largos siglos de decadencia. Por fortuna ha sido rehabilitada de nuevo, sobre todo con la inclusión de más y mejores lecturas y el uso de la lengua vernácula, sin contar los grandes esfuerzos pastorales que se han realizado.

No obstante, los progresos en el conocimiento de la Biblia y de su función en la liturgia son todavía muy pequeños: interesa poco y se comprende menos. La lengua vernácula es un buen instrumento, pero no el único. Junto a él se coloca la catequesis bíblica, que hoy por hoy sigue siendo lo más indispensable y urgente. Un aspecto concreto de la misma ha de consistir en hacer tomar conciencia de que la Palabra no es 'un absoluto' y 'algo cerrado en sí mismo' sino que vive y actúa en un clima de fe, puesto que es palabra salvífica, y está orientada a la liturgia más estrictamente eucarística, a la que prepara por la fe que suscita y acrecienta y en la que encuentra su plena realización.

Palabra y ministerios. En este contexto no es difícil comprender que la pastoral litúrgica tiene el reto de lograr que los lectores estén iniciados en la Palabra, los salmistas sean capaces de rezar y hacer rezar con la Palabra, y los homiletas se pongan al servicio de la Palabra sin instrumentalizarla. Son ellos quienes ejercen una verdadera mediación para que Dios se comunique y revele a los hombres a través de la estructura ritual y sacramental. La distancia en el tiempo y la diversidad cultural de la Escritura quedan superadas mediante un procedimiento interpretativo. La impreparación y la improvisación pueden hacer ineficaces en buena medida esta parte de la celebración. Los ministros de la Palabra cumplen con la asamblea el servicio de hacer presente al Señor. Cuanto mayor sea el sentido de su ministerialidad, tanto mejor será la comunicación entre Dios y su pueblo.

La tradición litúrgica ha distribuido siempre las lecturas entre diversos ministros. El ideal es que haya tantos lectores cuantas sean las lecturas. Los domingos son tres: el Profeta, el Apóstol y el Evangelio. Su proclamación no es una función presidencial sino ministerial. Su ministerio no se agota con la mera proclamación. Al no ser actores impersonales, deben ser poseídos por la Palabra, de modo que el testimonio cristiano de su vida es un requisito necesario y precioso para la autenticidad del anuncio. Ser ministro de la Palabra es, por tanto, algo mucho más serio y exigente que una proclamación meramente mecánica y ritual.

Palabra y homilía. En la primera descripción de la celebración eucarística dominical que conocemos, san Justino se refiere expresamente a la homilía y explica cuáles son su naturaleza, finalidad y ministro. Después que el lector ha leído la Palabra de Dios, señala, "el que preside, hace una exhortación e invitación a que imitemos estos bellos ejemplos" (Apología primera, 67). La homilía es, pues, la conversación familiar del pastor con su pueblo para ayudarle a responder mejor al mensaje que Dios le ha dirigido en la Palabra proclamada, con la finalidad de ayudarle a participar mejor en la celebración y a encarnarlo después en la vida cotidiana. La homilía está encadenada, por tanto, a esta triple fidelidad: a la Palabra de Dios, a la asamblea y al misterio que se celebra.

La primera fidelidad exige que el homileta capte cuál es el mensaje nuclear que Dios quiere trasmitir a su pueblo, sin tergiversaciones, reduccionismos e instrumentalizaciones. Tal fidelidad sólo está garantizada cuando el homileta se siente ministro y servidor de la Palabra de Dios en la Iglesia, pues es ella la única depositaria de la verdad viva y salvadora. La fidelidad al mensaje exige un talante pastoral de corte profético, gracias al cual el homileta tiene conciencia de ir al pueblo no por propia iniciativa sino enviado por Dios para hablarle de parte suya, trasmitiéndole con exquisita fidelidad lo que Él quiere trasmitirle, incluso cuando las exigencias de Dios sean tales que pidan cambios de vida radicales y, en consecuencia, puedan originar en el pueblo displicencia, rechazo y persecución.

La fidelidad a la comunidad celebrante tiene múltiples exigencias pastorales, pues se trata de ayudarle a captar el mensaje que Dios le trasmite en este "aquí" y "ahora", prestarle su plena adhesión y así celebrar 'en espíritu y verdad' el evento salvífico de la Eucaristía, primero en el rito y después en la propia existencia. Esta fidelidad es imposible si el homileta no posee un conocimiento verdadero de los problemas, necesidades, situaciones, carismas y vocaciones de la asamblea, pues sería una homilía desencarnada. Por este motivo recomienda el Vaticano II que "la predicación sacerdotal... no debe exponer la Palabra de Dios sólo de un modo general y abstracto, sino aplicando la verdad perenne del Evangelio a las circunstancias de la vida" (PO 4).

El estilo de la predicación de Jesucristo es un modelo perfecto para el homileta de todos los tiempos, incluido los actuales; pues supo decir las verdades más profundas del misterio del Reino con un lenguage sencillo y a la vez bellísimo, y con un estilo comprensible para el sabio Nicodemo y para los iletrados pastores, labradores y pescadores. La `homilía del camino de Emaús' es un ejemplo concreto de adaptación y, por ello, de fidelidad.

La fidelidad al misterio comporta la inserción de la Palabra de Dios en la Eucaristía que se está celebrando, haciendo de puente entre la Palabra y el rito. La homilía no tiene, en efecto, la finalidad primaria, mucho menos única, de anunciar a Cristo, explicar su mensaje y lograr la respuesta del pueblo; pretende, más bien, realizar una verdadera mistagogia, es decir, introducir en el misterio eucarístico que se está actualizando, para que la asamblea lo viva en plenitud, ofreciendo, por manos del ministro y unido a él, el sacrificio de Cristo y ofreciéndose con Él para, desde esta vivencia, celebrar después el sacrificio de la propia existencia en el altar del corazón.

Desde esta perspectiva no resulta difícil comprender que la homilía es un acto presidencial y pastoral de primera magnitud; el más importante del ministerio profético de un pastor durante toda la semana. Los Padres de la Iglesia fueron muy conscientes de ello, como lo atestiguan sus múltiples homilías dominicales y festivas, que siguen siendo modélicas en contenido, estilo y lenguaje. La Iglesia, no sin una especial iluminación del Espíritu Santo, ha redescubierto y revalorizado en nuestros días la homilía, sobre todo la dominical, mandando que los ministros que presiden la Eucaristía la realicen obligatoriamente todos los domingos y días festivos de precepto en las misas con pueblo (cf. SC 52; CIC 767-2).

Esto no comporta que la homilía sea un ministerio fácil; muy al contrario, siempre ha entrañado una dificultad objetiva, sobre todo por las exigencias que conlleva la Palabra de Dios. Quizás hoy resulta aún más difícil, cuando no "dificilísima", en palabras del Vaticano II (cf. PO 4), debido al ateísmo, agnosticismo, indiferencia e ignorancia religiosa del mundo moderno, que tan negativamente está afectando a nuestras comunidades. Los pastores no deben amilanarse como Jonás, huyendo a la superficialidad, inconcreción o halago, pues esa retirada podría convertirse en traición, como lo fue de hecho la de los malos pastores del antiguo Pueblo de Dios.

d) La liturgia eucarística. La liturgia de la Palabra anuncia y proclama lo que actualiza la liturgia Eucarística: son dos aspectos del misterio de Cristo, dos momentos complementarios. Desde este momento el rito modifica topográficamente el eje celebrativo, pasando del ambón al altar. Ahora, a diferencia de la liturgia de la Palabra, el protagonista es sacerdote, no los ministros: él es quien realiza el papel de mediador y ministro de Cristo. La liturgia eucarística comporta tres momentos, que no pueden ponerse en el mismo plano, pues tienen diversa intensidad: la preparación de los dones, la plegaria eucarística y la comunión. Los gestos y palabras son los mismos que usó Jesús en la última cena: tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio, y pronunció las palabras institucionales. Existe en esto plena continuidad y coherencia con las liturgias de Oriente y occidente, que a lo largo los siglos han construido la Liturgia eucarística a partir de los verbos: tomar =preparación de los dones; bendecir=plegaria eucarística; partir=fracción del pan; dar=comunión. Los aspectos pastorales implicados en la liturgia ecuarística son muchos. Fijémonos en algunos que tienen un relieve especial, objetivo o coyuntural.

- La preparación de los dones no es ahora un rito ofertorial, como lo era en el Ordo Misae anterior, sino de presentación de las ofrendas en el altar. A Dios, en efecto, no se le ofrece pan y vino, sino el pan y el vino santificados y consagrados, es decir, convertidos en el Cuerpo y Sangre de Cristo; y eso tiene lugar en la anámnesis que sigue al relato institucional. Ahora bien, esta realidad hace que la presentación de los dones no sea una mera preparación de ofrendas, sino que expresa también la participación de los fieles en el sacrificio de Cristo, mediante la aportación de unos dones que harán posible ese sacrificio: el pan y el vino y las ofrendas son dones de la creación ya humanizados por el trabajo, que ayudan a la comunidad a dar gracias a Dios y a hacer verdadera la Eucaristía. El rito se refiere, por tanto, más a la acción de los fieles que han dado los dones, que a la del sacerdote que dispone el pan y el vino sobre el altar.

Los gestos de este momento son sobre todo prácticos, tienen una importancia relativa y no están aislados del conjunto. Por eso, no hay que enfatizarlos, pues se rompería el ritmo de la celebración, en la que hay momentos fuertes y más tranquilos, y están concatenados los diversos elementos. Por otra parte, la presentación de los dones no se refiere sólo al pan y al vino, sino también a las demás ofrendas que hacen los fieles: productos agrícolas o manufacturados propios de la región o país, que ofertan los fieles en algunas ocasiones más solemnes, y las que hacen de modo ordinario en lo que se denomina comúnmente como "la colecta". Esta debería realizarse siempre antes que el ministro vaya al altar o inicie la preparación del pan y vino, y ser colocada no encima sino junto al altar, para que aparezca unida a los dones para el sacrificio y pueda así ser de algún modo trasformada y ofrecida a Dios; con ello aparecería también que las obras de caridad y culto que con ellas se realice, proceden y están enraizadas en la Eucaristía.

Algunas conferencias episcopales, como la Española, se han visto obligadas a reorientar este rito, indicando que se realice con sencillez, sobriedad y verdad. No es verdadera, por un ejemplo, una ofrenda que, concluida la celebración, se devuelve al presunto donante, pues la donación incondicional pertenece a la naturaleza de la ofrenda. Probablemente sea ésta una de las partes menos comprendidas de la celebración.

- La plegaria eucarística. Así como la Eucaristía es el corazón de la liturgia cristiana, la Plegaria eucarística es, a su vez, el corazón de la Eucaristía; pues es en ella donde se actúa como en ningún otro momento la acción de Cristo y del Espíritu Santo, donde acontece la representación y ofrecimiento sacramental del sacrificio de Cristo y donde se prepara la mesa del Cuerpo del Señor que será luego dado y recibido en comunión. La Plegaria eucarística es, por tanto, una especie de concentración de toda la historia de la salvación. Esto explica que todas las liturgias -antiguas y modernas, de Oriente y Occidente- hayan primado su contenido, lenguaje y gestos, en íntima dependencia, por otra parte, de lo que hizo el Señor en la última cena. Los textos que la historia nos ha legado -que han servido de fuente de inspiración de los de los compuestos 'en época reciente- atestiguan que se trata de una Plegaria que está formada por varios elementos, que se desarrolla según a una dinámica interna bien precisa: epíclesis, anámnesis, acción de gracias y doxología, y que es pronunciada por el ministro que preside. La Plegaria eucarística no es, por tanto, un conjunto de oraciones yuxtapuestas o coordinadas ni un conglomerado de elementos heterogéneos, sino una única oración en la que cada una de las partes expresa un aspecto y está unida a las demás en íntima dependencia interna y literaria.

En el caso de la plegaria eucarística de la actual liturgia romana estos elementos son expresados y ordenados según este esquema: 1) diálogo introductorio, 2) Prefacio, 3) postsanto, 4) epíclesis de consagración, 5) relato institucional y aclamación anamnética, 6) anámnesis, 7) epíclesis de comunión, 8) intercesiones, 9) doxología, y 10) amén conclusivo. La distinción y concatenación es más perceptible en las de nueva composición, pero también se pueden individuar en el clásico Canon Romano. Lo más peculiar de la Plegaria eucarística romana es la concentración de la acción de gracias en el prefacio y la doble epíclesis; además, en el caso del Canon, el doble bloque de intercesiones, antes y después del relato institucional. Esto no quiere decir que todas ellas sean iguales, sino que manteniendo una estructura idéntica y unos contenidos sustancialmente iguales, cada una tiene sus características propias.

Desde el punto de vista pastoral son múltiples los frentes que tiene abiertos la Plegaria eucarística; he aquí algunos.

1°) En primer lugar, es necesario que en la celebración aparezca como la parte constitutiva y estructurante de toda la celebración, es decir, como la meta hacia la que se encamina y de la que deriva toda la celebración. No es infrecuente que cause la impresión contraria, por la caída de intensidad de la participación de los fieles, por las prisas del celebrante y por la duración. Los dos déficits más notorios son, por parte de los fieles, su escasa y débil participación y, por parte de los ministros, su deficiente presidencia.

La participación de los fieles viene exigida por lo que constituye el núcleo de la Eucaristía, sacrificio de Cristo; la asamblea debe unirse a él para agradecer las obras divinas realizadas en la historia de salvación y para ofrecer, el sacrificio coofreciéndose juntamente con él. Esta participación no se logra sólo porque los fieles intervengan más, ni por la mera multiplicación de las plegarias eucarísticas. El silencio no es sinónimo de pasividad.

Existe un silencio activo, hecho de atención y de tensión, de receptividad consciente y de aportación personal.

Los fieles necesitan una catequesis que les libere de la falsa impresión de que lo que dice el ministro no tiene nada que ver con ellos; y de una educación ascética de concentración y esfuerzo, sin los cuales se cae en una caricatura celebrativa, que confunde participación con exterioridad y está condenado a la ineficacia. El ministro que preside habla en plural, es decir: como Cristo Cabeza, que asocia consigo a toda la asamblea. Su ministerio no es tarea fácil, pues sus actitudes y comportamientos oracionales pueden favorecer o dificultar la participación de la asamblea.

Por otra parte, su elección puede condicionar la participación de la asamblea, tanto si repite invariablemente la misma plegaria eucarística como si elige según sus gustos y preferencias personales, y no según la naturaleza de la celebración y las necesidades pastorales de la asamblea. Una plegaria pronunciada deprisa, sin unción y fervor, de manera plana (como si todo tuviese la misma importancia y sentido) o con afectación y al modo de un actor de teatro son un contrasigno de la centralidad de la Plegaria eucarística. Al contrario, una Plegaria eucarística dicha con piedad y amor, en la que cada palabra y cada gesto tienen su sentido y entonación promueve más fácilmente la participación de todos. Entre dos plegarias eucarísticas, una cuidada y otra descuidada, se tiene la misma impresión que al escuchar una sinfonía magistral interpretada por una filarmónica profesional y por una orquesta de aficionados.

2°) Toda la Plegaria eucarística, más aún, toda la Misa es una acción de gracias. Ahora bien, es característica peculiar de la liturgia romana concentrar ésta en el prefacio. Eso explica que no sea un elemento más, sino que tenga un relieve especial.

Originariamente hubo muchos prefacios; después quedaron reducidos a unos pocos, debido a que perdieron su debida orientación; el Misal actual contiene unos cien prefacios, número que se ha visto incrementado en los misales vernáculos y con la publicación más reciente de las misas de la Virgen. Más en concreto: Adviento 4, Navidad 3, Cuaresma 9, Pasión del Señor 2, Tiempo pascual 5 + 2 propios de la Ascensión + 1 propio de Pentecostés, Tiempo Ordinario 8, comunes 7, fiestas y misterios del Señor 10, Dedicación de una iglesia 2, Espíritu Santo 2, Fiestas de los Santos y de la Virgen: 20 + los de la Colección de Misas de la Virgen, misas rituales 7, y diversas celebraciones, 7 de los cuales 5 son de difuntos.

Estos prefacios se pueden usar con las plegarias eucarísticas I, II y III, con lo que la celebración se enriquece mucho en lo doctrinal y en lo participativo. Este patrimonio tiene que ponerse al abrigo del desuso o del uso monocorde, que llevaría a una dilapidación inexorable y a un empobrecimiento de la celebración de la Eucaristía. No se trata, ciertamente, de convertir la Plegaria Eucarística en un tratado de teología o en una síntesis de la historia de la salvación. Pero esto no conlleva olvidar que las maravillas que Dios ha obrado a favor nuestro son incontables y que el pueblo de Dios debe reconocerlas, actualizarlas y celebrarlas. El prefacio es un himno transido de estupor por esas magnalia Dei, proclamándolas y agradeciéndolas. Por lo demás, conviene no dar la impresión de que el prefacio y la aclamación del Santo son una unidad autónoma o una introducción de la Plegaria eucarística; al contrario es parte y comienzo de esa Plegaria.

3°) El relato de la institución y consagración. En la Plegaria eucarística la Iglesia cumple el mandato y el testamento de su Señor: "Haced esto en conmemoración mía". Toda ella es, por tanto, una plegaria consecratoria, como sucede en otras plegarias sacramentales, por ejemplo las de ordenación del obispo, presbítero y diácono. Ahora bien, como ocurre en esos supuestos, no toda ella es igualmente consacratoria en todas sus partes, sino que hay momentos más y menos fuertes, esenciales e integrales, según la distinción clásica de la teología, que Pablo VI ha conservado en los nuevos ritos sacramentales de la Confirmación, Unción y Orden. El relato de la institución y consagración es el momento fuerte por antonomasia, el esencial de la celebración eucarística, aquel en el que se concentra de tal modo el poder de Cristo y del Espíritu que representa verdaderamente "lo mismo que hizo el Señor", y, por ello, hace que lo que ahora "nosotros hacemos" para obedecer su mandato, se identifique con "lo que él hizo". Todos los demás elementos de la Plegaria eucarística contribuyen a su modo al "haced esto", como contribuyen los ojos y los pies a la existencia del cuerpo humano. Pero al igual que ese cuerpo existiría aunque careciera de tales órganos, la Plegaria eucarística tampoco dejaría de ser consecratoria si careciera, por ejemplo, del prefacio, las intercesiones y la doxología.

El relato de la institución y la consagración son, siguiendo el mismo símil, el corazón de la Plegaria Eucarística, su momento cumbre. No se trata de resucitar una teología validista y reductiva, como si la celebración de la Plegaria eucaristía se redujese a pronunciar las palabras consecratorias, sino de tomar conciencia que sólo en este momento acontece a nivel de signo lo que el Señor hizo en la última cena, que tomó el pan en sus manos, dio gracias, y se lo dio a los Apóstoles, invitándoles a comerlo porque era su cuerpo, es decir, El mismo. Y de modo semejante con el cáliz. Subyace una gran realidad teológica en la secuencia celebrativa que forman la epíclesis que implora la acción del Espíritu para consagrar los dones, el relato-consagración de esos dones, y el ofrecimiento de los dones consagrados.

El relato de la institución y consagración tiene que aparecer, por tanto, como el momento culminante de la Plegaria Eucarística por el modo de realizar los gestos, decir las palabras y crear el climax adecuado. Ahora se está introduciendo el uso de teatralizar ciertos gestos y partir el pan al pronunciar las palabras "lo partió": no es éste el momento de la fracción ni es la Eucaristía un mimo de la Ultima Cena. En este caso, como en tantos otros, la realización amorosa de la norma establecida en el Misal asegura una celebración sobria pero profundamente verdadera.

4°) La anámnesis. El Señor mandó no sólo "hacer esto", sino hacerlo en memoria suya. Hacer memoria, celebrar el memorial es "anunciar la muerte del Señor", es decir hacer eficaz la presencia viva y operante del Resucitado y anticipar el reino escatológico. El memorial hace que nuestra alabanza no sea sólo verbal, como si se tratase de un simple recuerdo, de una narración. En la anámnesis la Iglesia hace un acto profundo de fe en la verdad de lo que ha hecho en el relato-consagración. Ella es consciente de que ha obedecido fielmente, que ha cumplido amorosamente el mandato de su Señor y, por ello, que tiene delante, de modo sacramental pero real, el sacrificio que su Señor ofreció de una vez por todas. Ella celebra ese memorial, haciéndolo presente. El memorial no es, por tanto, un mero recuerdo, la narración de algo que aconteció hace cerca de dos mil años. Es la representación sacramental del único sacrificio redentor. Consciente de lo que tiene ante sí, la Iglesia ofrece agradecida al Padre el sacrificio de la nueva y eterna alianza y se ofrece juntamente con él.

La pastoral debe descubrir que éste es el verdadero ofertorio de la misa, el momento en el que la Iglesia ofrece al Padre el sacrificio de su Hijo Jesucristo, y ella, toda entera y cada uno de los miembros, se ofrece junto con El. Es éste un momento de máxima tensión participativa, pues todos y cada uno de los allí presentes han de sentirse y hacerse miembros unidos a Cristo Cabeza; y unidos de modo victimal, sacrificial, como su victimada y sacrifica está su Cabeza. Se trata, en definitiva, de hacerse con Cristo sacrificio, ofrenda espiritual, hostia viva, existencia dada al Padre con la misma radicalidad, universalidad y gratuidad de Cristo, que entregó su vida hasta la muerte, para cumplir los designios salvadores del Padre en favor de todos los hombres.

Mientras los fieles no asuman con su verdad este momento, será muy difícil que se adentren en el misterio que celebran y vean la necesidad ineludible de plantear su existencia en clave de amorosa entrega a los designios del Padre y hacer, en consecuencia, de su vida entera: proyectos, ilusiones, alegrías, penas, trabajos, etc. una ofrenda que derive y prepare la Eucaristía.

Este era el horizonte que contemplaba el Vaticano II cuando afirmaba que la Iglesia desea ardientemente "que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores sino que (...) aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él", de forma que "se perfeccionen día a día por Cristo Mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en todos" (SC 48).

5°) La epíclesis. La presencia operante del Espíritu Santo en la Iglesia, en los sacramentos y, dentro de ellos, en la Eucaristía es uno de los grandes descubrimientos de la teología dogmática, litúrgica, espiritual y pastoral de los últimos decenios, como fruto del retorno a las fuentes originarias de la fe y de la plegaria.

Las primeras generaciones cristianas, comenzando por la de los Hechos de los Apóstoles, eran muy conscientes del papel irreemplazable que corresponde al Espíritu en la economía salvífica. Tal conciencia quedó reflejada en la Plegaria Eucarística, como atestigua la que se ha conservado en la Tradición Apostólica de san Hipólito y en las demás paleoanáforas, tanto de Oriente como de Occidente.

Es verdad que en el Canon Romano no se hace mención explícita del Espíritu Santo ni antes ni después del relato institucional, pero parece que a El se refieren algunos textos de esa Plegaria clásica. De hecho, cuando se compusieron en el posconcilio las nuevas plegarias eucarísticas, uno de los criterios adoptados en su composición fue mantener la doble epíclesis, por considerarse que ésa es una de las peculiaridades de la plegaria eucarística romana. De cualquier modo, las plegarias de nueva composición tienen una epíclesis explícita de consagración y otra de comunión, lo cual supone un gran enriquecimiento.

En la primera se pide al Padre que envíe el Espíritu -por cuya intervención el Verbo-Hijo de Dios se encarnó en el seno purísimo de María- para que trasforme el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo; en la segunda, que ese mismo Espíritu santifique y trasforme a los comulgantes en un solo cuerpo y en un solo espíritu; es decir: se pide que se realice primero el Cuerpo Eucarístico de Cristo y después su Cuerpo Eclesial. Uno y otro no se realizan sin la intervención del Espíritu Santo.

La invocación al Padre por medio de Cristo para que envíe al Espíritu muestra la actitud orante de la Iglesia, que no dispone de poderes y dones: todo lo que posee y distribuye proviene de Dios y lo recibe como don. Y lo que es don no puede exigirse, sino suplicarse. El gesto del sacerdote -con sus manos levantadas y abiertas, y el espíritu reverente- muestra a la Iglesia reunida en asamblea para suplicar y recibir del Padre el Espíritu, don supremo y principio de todo don. Las palabras del Señor, repetidas por el sacerdote en el relato institucional, son las que cambian el pan y el vino, pero esas palabras adquieren capacidad y fuerza por el Espíritu.

No se trata de dos acciones diversas, sino de una sola: Cristo glorificado actúa por medio del Espíritu Santo. Ahora bien, la presencia eucarística, fruto de la primera invocación-acción del Espíritu, no es estática sino que tiende a que los comulgantes puedan unirse o comunicar con la persona de Cristo. Para ello, se requiere la intervención del Espíritu Santo; por eso existe la segunda epíclesis o invocación.

Todos los textos de las nuevas plegarias eucarísticas manifiestan con claridad cuál es el fruto de esa participación en el Cuerpo de Cristo: la gracia de la unión entre los participantes, la unidad de la Iglesia, llamada a convertirse en el cuerpo con Cristo, más aún, en un solo cuerpo animado por el único Espíritu, unificador y santificador. Este mismo Espíritu convertirá la existencia cristiana en una prolongación del acto sacramental: una ofrenda viva en Cristo realizada por la acción del Espíritu Santo.

La pastoral litúrgica tiene aquí un reto importante, tanto en lo que respecta al uso de todas las plegarias eucarísticas como a la comprensión y vivencia de la presencia y acción del Espíritu en la celebración eucarística.

- La paz. Después del Padre Nuestro, el sacerdote recita una oración dirigida a Cristo que dijo a los Apóstoles "mi paz os dejo, mi paz os doy", para que conceda a su Iglesia "la paz y la unidad"; después dirige el saludo "la paz del Señor esté siempre con vosotros", invitando a intercambiar "fraternalmente la paz"; luego viene el canto del Cordero de Dios que concluye con la súplica "danos la paz". El don de la paz es pedido, obtenido y distribuido: desde Cristo baja a todos y une en El a los que van a comulgar en el banquete de su sacrificio mediante la comunión de su Cuerpo y de su Sangre. Todo el contexto del rito aclara de qué paz se trata: no es una paz cualquiera, sino la paz de Cristo, la paz que brota de la reconciliación del hombre con Dios, obtenido por Cristo-con su muerte y resurrección. Él es su autor y mediador, más aún, es la misma paz, la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí.

El gesto de la paz no es, por tanto, un simple gesto de amistad y de saludo, o de felicitación, sino de profunda comunión en Cristo. Antes de participar en la misma mesa eucarística del mismo pan es preciso demostrar el sentido de la comunión fraterna: somos la comunidad de los hijos de Dios reconciliados por Cristo, unidos en plena y alegre comunión. ¡Qué lejos está en —no pocos casos— de su genuino sentido el actual rito de la paz! ¿Será posible, concluida la celebración, expandir en la vida ordinaria la paz de Jesucristo, si en la celebración desvirtuamos o trivializamos el hondo sentido del exigente "daos fraternalmente la paz"?

La comunión. Los dones son presentados para ser consagrados, ofrecidos y comulgados. El Cuerpo y la Sangre de Cristo, ofrecidos por nuestros pecados, nos son dados para que los comamos y bebamos. La comunión es, por tanto, no simple comunión sino comunión sacrificial, comunión en el Cuerpo entregado y en la Sangre derramada por nuestros pecados y los de todo el mundo. La comunión no es tampoco "un añadido", una devoción o un premio; es, más bien, la conclusión lógica, natural, de una misma acción, en la que deberían participar todos los que han tomado parte hasta ahora en la celebración; (de ahí que los pastores deban recordar las advertencias de san Pablo (1 Cr 11, 27-29) respecto a hacerlo en gracia de Dios, adquirida por la pertinente confesión sacramental (cf. CIC, c. 916; CCE 1385 y 1457).

Ante el "tomad y comed" del Señor, la respuesta coherente debería ser comulgar el Cuerpo que se nos ofrece para que lo comamos. Por otra parte, el gesto debería mostrar que existe plena continuidad entre tomar el pan-consagrarlo-ofrecerlocomerlo, la cual que no aparece cuando es distinto el pan consagrado-ofrecido, y el pan comido. En otras palabras, los fieles deberían comulgar las hostias consagradas en la celebración en la que están tomando parte, en lugar de comulgar las reservadas en el Sagrario.

Ciertamente, no es menor ni distinto el don que está reservado del que está en el altar; pero el lenguaje de los gestos, que es el propio de la liturgia, contribuye a clarificar u oscurecer la verdad de lo que se celebra. Se comprende que los pastores encuentren dificultades prácticas en las misas muy concurridas, sobre todo, cuando se trata de grandes aglomeraciones. En cambio, se comprende menos que eso ocurra los días ordinarios y los domingos. Los días feriales incluso sería posible usar formas grandes que se fraccionarían en la misma celebración, mostrando así que es verdad que "todos comemos del mismo pan", Cristo, con la consiguiente e ineludible consecuencia de "convertirnos en un mismo pan" con Cristo y con los hermanos.

2. Pastoral "después de" la celebración

A casi dos mil años de distancia impresiona la respuesta de los mártires del Abitene a quienes les apresaban: "Sí sabíamos que está prohibido reunirnos en domingo, pero nosotros no podemos pasar sin celebrarlo". Ellos, como los demás primeros cristianos, no concebían un domingo sin reunirse en asamblea y celebrar la Eucaristía, pues era ahí donde se encontraban con el Resucitado, que se hacía presente entre ellos de forma tan invisible como verdadera. "Sin Eucaristía no hay domingo", se convirtió pronto en un axioma vital cristiano. La presencia del Resucitado —del Kyrios, del Señor— entre los suyos por medio de la Eucaristía -que como se sabe condicionó incluso la denominación del domingo kiriake emera, —dies Domini, día del Señor— era la fuente de la que sacaban luz y fuerza para llevar una existencia admirada por todos, según la carta a Diogneto, y ser testigos de Cristo incluso sufriendo el martirio. La Eucaristía está, por tanto, en el centro de la fe y vida de la Iglesia desde sus mismos orígenes.

La historia del domingo y, más en concreto, de la eucaristía dominical no hace sino ratificar esta persuasión. Tras todos los avatares y vaivenes de esa historia late siempre la misma persuasión teológico-existencial: la Eucaristía pertenece a la esencia del domingo; por tanto, es necesario conservarla, incluso recurriendo a un precepto grave que estimule, sobre todo, a los cristianos menos fervorosos.

Los frutos cosechados quizás puedan evaluarse mejor confrontando la vida de los cristianos que, a pesar de sus debilidades y pecados, participan con asiduidad en la misa de cada domingo y la de aquellos que no lo hacen nunca. No le faltaba razón a Guardini cuando decía, incluso poéticamente, que la vida de las parroquias se evalúa por la proyección de la sombra del campanario. Cuanto mayor es el número de los fieles que se dejan acariciar por ella al venir a la misa dominical cada semana, tanto mayor será la vitalidad cristiana de esa comunidad. Los mismos fieles comparten esta opinión y tienen la convicción arraigada de que la Eucaristía dominical está en el centro de su vida.

Justamente por esto, los documentos del último concilio insisten en afirmar que la Eucaristía es la "fuente y cumbre de la vida cristiana" (LG 11), la "fuente y cumbre de toda evangelización" (PO 5), "fuente de la vida de la Iglesia" (UR 15). Pablo VI incluso llegó a decir: "Si la sagrada liturgia ocupa el primer puesto en la vida de la Iglesia, el misterio eucarístico es como el corazón y centro de la sagrada liturgia, en cuanto es la fuente de la vida que nos purifica y corrobora de modo que ya no vivamos para nosotros mismos sino para Dios y nos unamos entre nosotros con el vínculo de la caridad" (Mysterium fidei). Tanta insistencia no sólo pretende inculcar una convicción personal sobre lo que es la Eucaristía, sino ayudar a convertirla efectivamente en el momento culminante de nuestra existencia cristiana y en la fuente de la que se saca la gracia y fuerza necesaria para ser discípulos verdaderos y creíbles de Jesús.

¿Cómo lograrlo? En primer lugar, tomando parte activa en la celebración, de modo que cada día nuestra participación sea más verdadera y más intensa.

Esta participación -que siendo insuficiente condiciona, a la vez, todo lo demás-tiene que desembocar en una existencia en la que cada uno convierte en hostia, víctima, ofrenda espiritual su vida profesional, familiar y social.

La pastoral litúrgica ha dado ya pasos importantes dentro de la celebración. Bastaría recordar el esfuerzo desplegado en las homilías y moniciones para unir la liturgia de la Palabra con la liturgia estrictamente eucarística y para estimular la comunión sacramental. Queda mucho trecho por recorrer, pero estamos en el camino. En cambio, se tiene la impresión de que el itinerario que va desde la celebración eucarística a la vida y desde la vida a la celebración eucarística se encuentra en una situación que no va mucho más allá que una buena declaración de principios.

Sin embargo, es preciso realizar ese itinerario, pues sólo y en la medida en que cada comunidad cristiana y cada uno de los miembros que la integran diga su misa en el altar de su corazón, será realidad que la Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia y de cada cristiano. La misa que se celebra en el altar de cada comunidad parroquial debe ser fuente que riega y hace madurar frutos abundantes de servicio, de entrega, de compromiso por la justicia y la paz, de solidaridad con todos los hombres sin distinción de raza y condición, especialmente con los más pobres y necesitados, de convivencia y comprensión, en una palabra: de vida con obras.

Los presbíteros que tienen cura de almas han de sacar de la celebración eucarística la fuerza profética para anunciar a Cristo muerto y resucitado con claridad y constancia; el alimento que nutre su caridad pastoral, hasta convertirse en el buen pastor que se sacrifica, que da la vida por todas sus ovejas; en la corriente que vivifica su ministerio sacramental, sobre todo el del Bautismo, Confirmación y Reconciliación. Con la Palabra suscitan y alimentan la fe de sus ovejas y con la fe les conducen hasta el sacramento; y, al contrario, desde el sacramento, se sienten impulsados a crear comunidades que comulguen a Cristo por la fe en su Palabra antes que y a fin de que puedan comulgarlo en la Eucaristía.

BIBL. – Dada la abundante bibliografía sobre la materia, remitimos a algunos Manuales de liturgia más recientes. J. A. ABAD, La celebración del Misterio cristiano, Pamplona 2000; J. LÓPEZ, La liturgia de la Iglesia, Madrid (BAC, Col. Sapientia fidei), 1994; A. G. MARTIMORT, La oración de la Iglesia, Barcelona 1987; y a las obras –y bibliografía adjunta–: J. ALDAZÁBAL, La Eucaristía, Barcelona 1999, pp.; y V. RAFFA, Liturgia eucarística, Roma 1999, pp.199-493.

José Antonio Abad