«GAUDETE IN DOMINO»
SOBRE "LA ALEGRÍA CRISTIANA"

Exhortación apostólica del Papa Pablo VI
promulgada el 9 de mayo de 1975


 

UNA ALEGRIA PARA TODO EL PUEBLO

Al escuchar esta voz múltiple y unánime de los santos, ¿no habremos olvidado la condición presente de la sociedad humana, aparentemente tan poco dispuesta al cultivo de los bienes sobrenaturales? ¿No habremos estimado en demasía las aspiraciones espirituales de los cristianos de este tiempo? ¿No habremos reservado nuestra exhortación a un pequeño número de sabios y prudentes? No podemos olvidar que el Evangelio ha sido anunciado en primer lugar a los pobres y a los humildes, con su esplendor tan sencillo y su contenido plenario.

Si hemos evocado este panorama luminoso de la alegría cristiana, no es que hayamos pensado en absoluto en desanimar a ninguno de vosotros, amadísimos Hermanos e Hijos, que sentís vuestro corazón dividido cuando os llega la llamada de Dios. Al contrario, Nos sentimos que nuestra alegría, lo mismo que la vuestra, no será completa si no miramos juntos, con plena confianza, hacia "el autor y consumador de la fe, Jesús; el cual, en vez del gozo que se le ofrecía soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios. Traed, pues, a vuestra consideración al que soportó la contradicción de los pecadores contra sí mismo para que no decaigáis de ánimo rendidos por la fatiga".

La invitación dirigida por Dios Padre a participar plenamente en la alegría de Abrahán, en la fiesta eterna de las Bodas del Cordero, es una llamada universal. Cada hombre, con tal que se muestre atento y disponible, la puede percibir en lo hondo de su corazón, muy especialmente durante este Año Santo en que la Iglesia abre a todos, de manera más abundante, los tesoros de la misericordia de Dios. "Pues para vosotros, hijos, es la Promesa; como también para cuantos están ahora lejos, y serán llamados por el Señor nuestro Dios".

Nós no podemos pensar en el pueblo de Dios de una manera abstracta. Nuestra mirada se dirige primeramente al mundo de los niños. Sólo cuando ellos encuentran en el amor de los que les rodean la seguridad que necesitan, adquieren capacidad de recepción, de maravilla, de confianza, de espontaneidad, y son aptos para la alegría evangélica. Quien quiera entrar en el Reino, nos dice Jesús, debe primeramente hacerse como ellos. Nos dirigimos especialmente a todos aquellos que tienen responsabilidad familiar, profesional, social. El peso de sus cargas, en un mundo que cambia con rapidez, les priva con frecuencia de la posibilidad de gustar las alegrías cotidianas. Sin embargo, estas existen. El Espíritu Santo desea ayudarles a descubrirlas de nuevo, a purificarlas, a compartirlas. Pensamos en el mundo del dolor, en todos aquellos que están llegando al ocaso de su vida. La alegría de Dios llama a la puerta de sus sufrimientos físicos y morales no ciertamente como por una ironía, sino para realizar allí su paradójica obra de transfiguración.

Nuestro espíritu y nuestro corazón se dirigen igualmente hacia todos aquellos que viven más allá de la esfera visible del Pueblo de Dios. Al poner su vida en consonancia con las llamadas más hondas de sus conciencias, eco de la voz de Dios, se hallan en el camino de la alegría.

Pero el Pueblo de Dios no puede avanzar sin guías. Estos son los pastores, los teólogos, los maestros del espíritu, los sacerdotes y aquellos que cooperan con ellos en la animación de las Comunidades cristianas. Su misión es ayudar a sus hermanos a escoger los senderos de la alegría evangélica, en medio de las realidades que constituyen su vida y de las que no pueden escapar.

Sí, el amor inmenso de Dios es el que llama a convergir hacia la Ciudad celeste a todos aquellos que llegan desde distintos puntos del horizonte, sean quienes sean, en este tiempo del Año Santo, estén cercanos o lejanos todavía. Y puesto que todos los indicados -en una palabra, todos nosotros- son de algún modo pecadores, es necesario hoy día dejar de endurecer nuestro corazón, para escuchar la voz del Señor y acoger la propuesta del gran perdón, tal como lo anuncia Jeremías: "Los purificaré de toda iniquidad con la que pecaron contra mí y con la que me han sido infieles. Jerusalén será para mí gozo, honor y gloria entre todas las naciones de la tierra".

Y como esta promesa de perdón, igual que otras muchas, adquieren su definitivo sentido en el sacrificio redentor de Jesús, el Siervo doliente, es El, y solamente El, quien puede decirnos en este momento crucial de la vida de la humanidad: "Convertíos y creed en el Evangelio". El Señor quiere sobre todo hacernos comprender que la conversión que se pide no es en absoluto un paso hacia atrás, como sucede cuando se peca.

Por el contrario, la conversión es una puesta en marcha, una promoción en la verdadera libertad y en la alegría. Es respuesta a una invitación que proviene de él, amorosa, respetuosa y urgente a la vez: "Venid a mí cuantos andáis fatigados y abrumados de carga, y yo os aliviaré. Tomad y cargad mi yugo; haceos discípulos míos, pues yo soy de benigno y humilde corazón; y hallaréis reposo para vuestras almas".

En efecto, ¿qué carga más abrumadora que la del pecado? ¿Qué miseria más solitaria que la del hijo pródigo, descrita por el evangelista San Lucas? Por el contrario, ¿qué encuentro más emocionante que el del Padre, paciente y misericordioso, y el del hijo que vuelve a la vida? "Habrá en el cielo más gozo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse".

Ahora bien, ¿quién está sin pecado, a excepción de Cristo y de su Madre inmaculada? Así, con su invitación a descubrir al Padre mediante el arrepentimiento, el Año Santo -promesa de reconciliación para todo el Pueblo- es también una llamada a descubrir de nuevo el sentido y la práctica del sacramento de la Reconciliación. Siguiendo los pasos de la mejor tradición espiritual, Nós recordamos a los fieles y a sus pastores que la acusación de las faltas graves es necesaria y que la confesión frecuente sigue siendo una fuente privilegiada de santidad, de paz y de alegría.

LA ALEGRIA Y LA ESPERANZA EN EL CORAZON DE LOS JOVENES

Sin quitar nada al fervor de nuestro mensaje dirigido a todo el Pueblo de Dios, deseamos dedicar unas palabras especiales al mundo de los jóvenes, y ello con una particular esperanza.

Si, en efecto, la Iglesia, regenerada por el Espíritu Santo, constituye en cierto sentido la verdadera juventud del mundo, en cuanto permanece fiel a su ser y a su misión ¿cómo no se va a reconocer ella espontáneamente, y con preferencia, en la figura de quien se siente portadora de vida y de esperanza, y encargada de asegurar el futuro de la historia presente? Y recíprocamente ¿cómo todos aquellos que en cada período de esta historia, perciben en sí mismos con más intensidad el impulso de la vida, la espera de lo que va a venir, la exigencia de verdadera renovación no van a estar secretamente en armonía con una Iglesia animada por el Espíritu de Cristo? ¿Cómo no van a esperar de ella la comunicación de su secreto de permanente juventud, y por tanto, la alegría de su propia juventud?.

Nós creemos que existe, de derecho y de hecho, dicha correspondencia, no siempre visible, pero ciertamente profunda, a pesar de numerosas contrariedades contingentes. Por eso, en esta Exhortación sobre la alegría cristiana, la mente y el corazón nos invitan a volver de nuevo con decisión hacia los jóvenes de nuestro tiempo. Lo hacemos en nombre de Cristo y de su Iglesia, que El mismo quiere, a pesar de las debilidades humanas, "radiante, sin mancha, ni arruga, ni nada parecido; sino santa e inmaculada". Al hacer esto, no cedemos a un culto sentimental. Considerada solamente desde el punto de vista de la edad, la juventud es algo efímero. Las alabanzas que de ella se hacen se convierten rápidamente en nostálgicas o irrisorias. Pero no sucede lo mismo en lo que concierne al sentido espiritual de este momento de gracia que es la juventud auténticamente vivida.

Lo que llama nuestra atención es esencialmente la correspondencia, transitoria y amenazada ciertamente, pero por eso mismo significativa y llena de generosas promesas, entre el vuelo de un ser que se abre naturalmente a las llamadas y exigencias de su alto destino de hombre y el dinamismo del Espíritu Santo, de quien la Iglesia recibe inexauriblemente su propia juventud, su fidelidad sustancial a sí misma y, en el seno de esta fidelidad, su viviente creatividad. Del encuentro entre el ser humano que tiene, durante algunos años decisivos, la disponibilidad de la juventud, y la Iglesia en su juventud espiritual permanente, nace necesariamente, por una y otra parte, una alegría de alta cualidad y una promesa de fecundidad.

La Iglesia como Pueblo de Dios peregrinante hacia el reino futuro, ha de poder perpetuarse y por consiguiente renovarse a través de las generaciones humanas: esto es para ella una condición de fecundidad y, hasta simplemente, de vida. Tiene pues importancia el que, en cada momento de su historia, la generación que nace escuche de algún modo la esperanza de las generaciones precedentes, la esperanza misma de la Iglesia, que es la de transmitir sin fin el Don de Dios, Verdad y Vida. Por esto, en cada generación, los jóvenes cristianos tienen que ratificar, con plena conciencia e incondicionalmente, la alianza contraída por ellos en el sacramento del bautismo, y reforzada en el sacramento de la confirmación.

A este respecto, esta nuestra época de profundas mutaciones no pasa sin graves dificultades para la Iglesia. Nós tenemos viva conciencia de ello, Nós que tenemos, junto con todo el Colegio episcopal, "el cuidado de todas las Iglesias" y la preocupación de su próximo futuro. Pero consideramos al mismo tiempo, a la luz de la fe y de "la esperanza que no decepciona", que la gracia no faltará al Pueblo cristiano. Ojalá no falte éste a la gracia y no renuncie, como algunos están tentados a hacerlo hoy día, a la herencia de verdad y de santidad que ha llegado hasta este momento decisivo de su historia secular.

Y -se trata precisamente de esto- creemos tener todas las razones para dar confianza a la juventud cristiana: ésta no dejará defraudada a la Iglesia, si dentro de ella encuentra suficientes personas maduras, capaces de comprenderla, amarla, guiarla y abrirle un futuro, transmitiéndole con toda fidelidad la Verdad que no pasa. Entonces ocurrirá que nuevos obreros, resueltos y fervientes, entrarán a su vez, a trabajar espiritual y apostólicamente, en los campos en sazón para la siega. Entonces sembrador y segador compartirán la misma alegría del Reino.

En efecto, nos parece que la presente crisis del mundo, caracterizada por un gran desconcierto de muchos jóvenes, denuncia por una parte un aspecto senil, definitivamente anacrónico, de una civilización mercantil, hedonista, materialista, que intenta aún ofrecerse como portador del futuro. Contra esa ilusión, la reacción instintiva de numerosos jóvenes, reviste, dentro de sus mismos excesos, una cierta importancia.

Esta generación está esperando otra cosa. Habiéndose privado, de pronto, de tutelas tradicionales después de haber sentido la amarga decepción de la vanidad y el vacío espiritual de falsas novedades, de ideologías ateas, de ciertos misticismos deletéreos ¿no llegará a descubrir o encontrar la novedad segura e inalterable del misterio divino revelado en Cristo Jesús? ¿No es verdad que éste, utilizando la bella fórmula de San Ireneo, ha aportado toda clase de novedad con aportarnos su propia persona?.

Es ésta la razón por la que sentimos el placer de dedicarnos más expresamente a vosotros, jóvenes cristianos de este tiempo y promesa de la Iglesia del mañana, esta celebración de la alegría espiritual. Os invitamos cordialmente a haceros más atentos a las llamadas interiores que surgen en vosotros. Os invitamos con insistencia a levantar vuestros ojos, vuestro corazón, vuestras energías nuevas hacia lo alto, a aceptar el esfuerzo de las ascensiones del alma.

Nós queremos aseguraros una cosa: puede ser tan debilitante el prejuicio, hoy día tan difundido, de la impotencia en que se vería el espíritu humano, de encontrar la Verdad permanente y vivificante, como profunda y liberadora la alegría de la Verdad divina reconocida finalmente en la Iglesia: gaudium de Veritate. Esta alegría os es propuesta a vosotros. Ella se ofrece a quien la ama lo suficiente como para buscarla con obstinación. Disponiéndoos a aceptarla y a comunicarla, aseguráis al mismo tiempo vuestro propio perfeccionamiento según Cristo, y la próxima etapa histórica del Pueblo de Dios.

LA ALEGRIA DEL PEREGRINO EN ESTE AÑO SANTO

En este caminar de todo el Pueblo de Dios se inscribe naturalmente el Año Santo, con su peregrinar. La gracia del Jubileo se obtiene en efecto al precio de una puesta en marcha y de un caminar hacia Dios, en la fe, la esperanza y el amor. Al diversificar los medios y los momentos de este Jubileo, Nós hemos querido facilitar a cada uno todo lo que es posible. Lo esencial sigue siendo la decisión interior de responder a la llamada del Espíritu, de manera personal, como discípulos de Jesús, en cuanto hijos de la Iglesia católica y apostólica y según las intenciones de esta Iglesia.

Lo demás pertenece al orden de los signos y de los medios. Sí, la peregrinación deseada es para el Pueblo de Dios en su conjunto y para cada persona en el seno de este Pueblo un movimiento, una Pascua, es decir, un paso hacia el lugar interior donde el Padre, el Hijo y el Espíritu lo acogen en su propia intimidad y unidad divina: "Si alguien me ama, dice Jesús, mi Padre lo amará y vendremos a él y pondremos en él nuestra morada". Lograr esta presencia supone constantemente una profundización de la verdadera conciencia de sí mismo como criatura y como Hijo de Dios.

¿No es una renovación interior de este género la que ha querido fundamentalmente el reciente Concilio? Ahora bien, se trata allí ciertamente de una obra del Espíritu, de un don de Pentecostés. Hay que reconocer también una intuición profética en nuestro Predecesor Juan XXIII cuando preveía una especie de nuevo Pentecostés como fruto del Concilio. Nós mismo hemos querido situarnos en la misma perspectiva y en la misma espera. No es que los efectos de Pentecostés hayan cesado de ser actuales a lo largo de la historia de la Iglesia, pero son tan grandes las necesidades y los peligros de este siglo, son tan vastos los horizontes de una humanidad conducida hacia una coexistencia mundial que luego se ve incapaz de realizar, que esa misma humanidad no puede tener salvación sino en una nueva efusión del Don de Dios. Venga, pues, el Espíritu Creador a renovar la faz de la tierra.

Durante este Año Santo, os hemos invitado a hacer de manera real o espiritual, una peregrinación a Roma, es decir al centro de la Iglesia católica. Pero es evidente que Roma no constituye la meta final de nuestra peregrinación terrena. Ninguna ciudad santa constituye tal meta. Esta se encuentra más allá de este mundo, en lo profundo del misterio de Dios, invisible todavía para nosotros; porque caminamos en la fe, no es una visión clara, y lo que seremos no se nos ha revelado todavía.

La nueva Jerusalén, de la que somos desde ahora ciudadanos e hijos, desciende de lo alto, de Dios. Nosotros no hemos contemplado aún el esplendor de esa única cuidad definitiva, sino que lo entrevemos como en un espejo, de manera confusa, manteniendo con firmeza la palabra profética. pero desde ahora somos ciudadanos de la misma o estamos convidados a serlo; toda peregrinación espiritual recibe su significado interior de este destino último.

Así sucede con la Jerusalén celebrada por los salmistas. Jesús mismo y María su Madre han cantado en la tierra, mientras subían hacia Jerusalén, los cánticos de Sión, "perfección de la hermosura, delicia de toda la tierra". Pero es de Cristo de quien, desde entonces, la Jerusalén de arriba recibe su atractivo, y hacia El se dirige nuestra marcha interior. Así sucede también con Roma, donde los santos Apóstoles Pedro y Pablo derramaron su sangre como testimonios supremo. Su vocación es de origen apostólico y el ministerio que Nós debemos ejercer desde ella es un servicio en favor de la Iglesia entera y de la humanidad. Pero es un servicio insustituible porque quiso la Sabiduría divina colocar a la Roma de Pedro y Pablo en el camino, por así decir, que conduce a la Ciudad eterna, confiando a Pedro, que unifica en sí al Colegio Episcopal, las llaves del Reino de los cielos.

Lo que aquí vive, no por voluntad humana sino por libre y misericordiosa benevolencia del Padre, del Hijo y del Espíritu, es la solidez de Pedro, como la evoca nuestro Predecesor San León Magno, en términos inolvidables: "San Pedro no cesa de presidir desde su Sede, y conserva una participación incesante con el Sumo Pontífice. La firmeza que él recibe de la Roca que es Cristo, convirtiéndose él mismo en Pedro, la transmite a su vez a sus herederos; y dondequiera que aparece alguna firmeza, se manifiesta de manera indudable la fuerza del Pastor (...).

He ahí que esté en su pleno vigor y vida, en el Príncipe de los Apóstoles, aquel amor de Dios y de los hombres que no han logrado atemorizar ni la reclusión en el calabozo, ni las cadenas, ni las presiones de la muchedumbre, ni las amenazas de los reyes; y lo mismo sucede con su fe invencible, que no ha cedido en el combate ni se ha debilitado en la victoria".

Nós deseamos que en todo tiempo, pero, más todavía durante la celebración del Año Santo, experimentéis vosotros con Nos, sea en Roma, sea en cualquier Iglesia consciente del deber de sintonizarse con la auténtica tradición conservada en Roma, "cuán bueno y hermoso es habitar en uno los hermanos".

Alegría común, verdaderamente sobrenatural, don del Espíritu de unidad y de amor, y que no es posible de verdad sino donde la predicación de la fe es acogida íntegramente, según la norma apostólica. Porque esta fe, la Iglesia católica "aunque dispersa por el mundo entero, la guarda cuidadosamente, como si habitara en una sola casa, y cree en ella unánimemente, como si no tuviera más que un alma y un corazón; y con una concordancia perfecta, la predica, la enseña y la trasmite, como si no tuviera sino una sola boca". Esta "sola casa", este "corazón" y esta "alma" únicos, esta "sola boca", son indispensables a la Iglesia y a la humanidad en su conjunto, para que pueda elevarse permanentemente aquí abajo, en armonía con la Jerusalén de arriba, el cántico nuevo, el himno de la alegría divina. Y es la razón por la que Nos mismo debemos ser fiel, de manera humilde, paciente y obstinada, aunque sea en medio de la incomprensión de muchos, al encargo recibido del Señor de guiar su rebaño y de confirmar a los hermanos. pero a la vez de cuántas maneras Nos sentimos confortado por nuestros hermanos y por el recuerdo de todos vosotros, para cumplir nuestra misión apostólica de servicio a la Iglesia universal, para gloria de Dios Padre.

CONCLUSION

En el curso de este Año Santo, hemos creído ser fiel a las inspiraciones del Espíritu Santo, pidiendo a los cristianos que vuelvan de este modo a las fuentes de la alegría. Hermanos e Hijos amadísimos: ¿No es normal que tengamos alegría dentro de nosotros, cuando nuestros corazones contemplan o descubren de nuevo, por la fe, sus motivos fundamentales? Estos son además sencillos: Tanto amó Dios al mundo que le dio su único Hijo; por su Espíritu, su Presencia no cesa de envolvernos con su ternura y de penetrarnos con su Vida; vamos hacia la transfiguración feliz de nuestras existencias, siguiendo las huellas de la resurrección de Jesús. Sí, sería muy extraño que esta Buena Nueva, "que suscita el aleluya de la Iglesia no nos diese un aspecto de salvados".

La alegría de ser cristianos, vinculado a la Iglesia "en Cristo", es estado de gracia con Dios, es verdaderamente capaz de colmar el corazón humano. ¿No es esta exultación profunda la que da un acento trastornador al Memorial de Pascal: "Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría"?

La alegría nace siempre de una cierta visión acerca del hombre y de Dios. "Si tu ojo está sano todo tu cuerpo será luminoso". Tocamos aquí la dimensión original e inalienable de la persona humana: su vocación a la felicidad pasa siempre por los senderos del conocimiento y del amor, de la contemplación y de la acción. ¡Ojalá logréis alcanzar lo que hay de mejor en el alma de vuestro hermano y esa Presencia divina, tan próxima al corazón humano!.

¡Que nuestros hijos inquietos de ciertos grupos rechacen pues los excesos de la crítica sistemática y aniquiladora! Sin necesidad de salirse de una visión realista, que las comunidades cristianas se conviertan en lugares de optimismo, donde todos sus miembros se entrenen resueltamente en el discernimiento de los aspectos positivos de las personas y de los acontecimientos. "La caridad no se goza de la injusticia, sino que se alegra con la verdad. Lo excusa todo. Cree siempre. Espera siempre. Lo soporta todo". La educación para una tal visión no es solo cuestión de sicología. Es también un fruto del Espíritu Santo. Este Espíritu que habita en plenitud la persona de Jesús, lo hace durante su vida terrestre tan atento a las alegrías de la vida cotidiana, tan delicado y persuasivo para enderezar a los pecadores por el camino de una nueva juventud de corazón y de espíritu. Es el mismo Espíritu que animaba a la Virgen María y a cada uno de los santos. En este mismo Espíritu el que sigue dando aún a tantos cristianos la alegría de vivir cada día su vocación particular en la paz y la esperanza que sobrepasa los fracasos y los sufrimientos.

Este es el Espíritu de Pentecostés que impulsa hoy a numerosos discípulos de Cristo por los caminos de la oración, en la alegría de una alabanza filial, y hacia el servicio humilde y gozoso de los desheredados y de los marginados de nuestra sociedad. Porque la alegría no puede separarse de la participación. En el mismo Dios, todo es alegría porque todo es un Don.

Esta mirada positiva sobre los seres y sobre las cosas, fruto de un espíritu humano iluminado y fruto del Espíritu Santo, halla en los cristianos un lugar privilegiado de renovación: la celebración del misterio pascual de Jesús. En su Pasión, en su Muerte y en su Resurrección, Cristo recapitula la historia de todo hombre y de todos los hombres, con su carga de sufrimientos y de pecados, con sus posibilidades de excesos y de santidad. Por eso nuestra última palabra de esta Exhortación es una llamada urgente a todos los responsables y animadores de las comunidades cristianas: que no teman insistir a tiempo y a destiempo sobre la fidelidad de los bautizados a la celebración gozosa de la Eucaristía dominical. ¿Cómo podrían abandonar este encuentro, este banquete que Cristo nos prepara con su amor? ¡Que la participación sea muy digna y festiva a la vez! Cristo, crucificado y glorificado viene en medio de sus discípulos para conducirlos juntos a la renovación de su Resurrección. Es la cumbre, aquí abajo, de la Alianza de amor entre Dios y su pueblo: signo y fuente de alegría cristiana, preparación para la Fiesta eterna. Que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo os conduzcan a ella. Nós os bendecimos de todo corazón.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 9 de mayo del año 1975, duodécimo de nuestro Pontificado.