Discurso para los seminaristas de Apulia

Pío XII

Septiembre de 1958

A ejemplo del Divino Maestro, que gozaba en apartarse con sus apóstoles para infundir en sus almas los tesoros de su infinita sabiduría y bondad -seorsum autem discipulis suis disserebat omnia[i]-, también Nos, su indigno Vicario en la Tierra, de buen grado os acogemos en Nuestra morada, amados hijos, Superiores, Ex-Alumnos y Alumnos del Seminario Regional de Apulia, guiados por el eminente Señor Card. Prefecto de la S. Congregación de Seminarios y Universidades, a la vez que por los celosísimos Arzobispos y Obispos de la región de Apulia, reunidos todos en Nuestra presencia, ansiosos por coronar solemne y fructuosamente la celebración del quincuagésimo año de la fundación de vuestro Instituto.

2. Nunca consideramos ajeno a Nuestro oficio de Pastor Universal el encontrarnos con cada una de las porciones de la grey de Cristo: ¿qué decir, pues, de este encuentro con vosotros, amados seminaristas, esperanza de la Iglesia y Nuestra, retoños jóvenes de la viña del Señor, futuros herederos del depósito de salud y de santidad, llamados a ser de modo muy particular sal de la tierra y luz del mundo?[ii]. Y, en efecto, nada más pertinente y digno puede hacer el Romano Pontífice por toda la Iglesia -y cada Obispo por su propia Diócesis-, luego de atender con diligencia a las actuales necesidades de los fieles, que proveer con toda solicitud a la perfecta formación de los que sobre la tierra habrán de perpetuar, para salvación de todas las gentes, la mística presencia del Sumo Sacerdote, Cristo, hecho visible en aquellos en quienes se cumplirá hasta la consumación de los siglos la prometida casi identidad con El y con el Padre: Qui vos audit me audit et qui vos spernit me spernit. Qui autem me spernit, spernit Eum qui misit me[iii]. A este elevado motivo, que tan queridos os hace de vuestros Pastores, se añade otro, tan íntimamente unido con el primero, de su natural deseo de asegurar la estabilidad y el progreso de la obra, en la que ellos consumen toda su vida.

La Iglesia es, en algunos aspectos, también una familia, por cuyo honor, progreso y continuidad están vivamente interesados sus pastores, como padres. Recibida en herencia de sus predecesores, en las concretas y limitadas realidades de Diócesis y de Parroquias, los que la han amado y servido con la entrega y sacrificio de sí mismos, no podrían sufrir ni aun el pensamiento de una posible extinción, ya por falta de vocaciones, ya por ineptitud de los sucesores. Como en toda casa grande, quien la preside está preocupado por la continuidad de la estirpe y por el mantenimiento del añejo esplendor. Pues bien, vosotros, seminaristas, sois para Nos, para vuestros Obispos, y para el Clero más anciano, los futuros herederos de la nobilísima casa a la que habéis dado el nombre, del ingente patrimonio de bienes y glorias espirituales, con tantas inmolaciones y fatigas acumulado por innumerables generaciones. Ved por qué sois objeto de amorosos y asiduos cuidados, y por qué el Seminario es estimado por el Obispo y por el Clero como la pupila de sus ojos. Sed, por lo tanto, especialmente bien venidos, amados alumnos del Seminario regional de Apulia, a los que Nuestro corazón, siguiendo el ejemplo del Divino Redentor, querría en verdad confiaros todo, "omnia": pero habrá de contentarse con recordar apenas algún principios fundamental sobre la formación del sacerdote, seguro, por lo demás, de la prudente guía de vuestros Superiores, que no ignoran las copiosas fuentes de reglas y de experiencias con las que, a través de los siglos, se ha enriquecido la Iglesia en este campo tan esencial como delicado. Mas no lo haremos sin antes tomar parte en la alegría de vuestro cincuentenario y evocar siquiera algunas cosas de su pasado.

3. Las fiestas jubilares de entidades, asociaciones e instituciones que con frecuencia se desea concluir en Nuestra presencia y con Nuestra Bendición, aunque contraselladas con peculiares caracteres, expresan todas un común significado: afirmar la vitalidad del organismo con la prueba de los años, y confirmar el propósito de continuar con mayor entusiasmo hacia los objetivos propuestos. Ciertamente que éste es también vuestro primer pensamiento, al terminarse el quincuagésimo año de actividad de vuestro Seminario. Y se le unen otras reflexiones y sentimientos, como la tranquila satisfacción de pertenecer a una excelente obra; el reconocimiento hacia todos cuantos trazaron sus primeros surcos y aseguraron su fecundidad; el deseo de reavivar la simpatía en todos los que de algún modo os pertenecieron, los cuales, si son eminentes, están como llamados a dar testimonio a la obra misma; y no en último lugar, el deseo de sacar de lo pasado útiles enseñanzas, y del recuerdo de sus orígenes una renovación en el espíritu. Fiestas jubilares, por lo tanto, no vanas, sino fructuosas son las que frecuentemente quieren coronarse junto a Nos, porque para la mayor parte de las obras que crecen frondosas en la Iglesia de Cristo, el volverse hacia los orígenes equivale a un bautismo tonificante en el primitivo espíritu, movido por el Señor. Por lo demás, la Iglesia misma cuando a lo largo de su ininterrumpido camino ha querido sacudir de su vestidura santa e inmaculada el inevitable polvo del siglo, que a veces le impedía en su libre caminar, no ha encontrado remedio más apto que volverse al espíritu y a la práctica de sus comienzos, no ya para replegarse en los límites estrechos y en los medios rudimentarios a ella impuestos por la ley que preside en todo humano desarrollo, sino para templar de nuevo hombres y medios en aquella aura tersa e intensa de lo divino, que circundó su nacimiento.

4. De modo análogo y en las debidas proporciones, os proponéis vosotros volveros con afectuoso recuerdo hacia los primeros años de la fundación de vuestro Seminario, dominados por el ínclito espíritu de S. Pío X, con razón considerado fundador de los Seminarios Regionales, singularmente del vuestro, que en el orden del tiempo es el primero de los erigidos por él. Y deseando también Nos contribuir a animar e incrementar vuestro fervor en la formación de los seminaristas para la misión sacerdotal, os expondremos algún pensamiento, dejándonos inspirar por la memoria del Santo Pontífice.

Y de hecho ¿quién podría auxiliarnos mejor en esta materia que él mismo, Pío X, sacerdote santo, entregado constantemente, durante los años anteriores a su elección, a formar en los Seminarios densas falanges de sacerdotes según el corazón de Dios; y más tarde, Pontífice santo, cuyo pontificado parece ocupar el centro del que bien pudiera llamarse "el siglo de oro" de los Seminarios?

Aunque en todo tiempo la Iglesia fue muy solícita en la cuidadosa formación del clero; y aunque al Concilio de Trento la historia le asigna justamente el mérito de haber instituido los Seminarios, buen número de los cuales deben su origen a aquellos decretos y aún conservan fama ejemplar, singularmente en Roma; sin embargo, su espléndido florecer en número, ordenamientos y fecundidad, su sabia adaptación a las nuevas corrientes de los tiempos, ha tenido comienzo hace como unos cien años. Grandiosa es la abundancia de documentos y disposiciones tocantes a la formación del Clero, que se deben a Nuestros inmediatos Predecesores, distinguido cada uno de éstos por peculiares méritos.

Y así, podríamos ver en Pío IX a quien unió, en el Concilio Vaticano, nuevos anillos de estabilidad jurídica a los ya decretados por el Tridentino; en León XIII, el reordenador por antonomasia de los estudios sagrados; en San Pío X, el encendido animados de la santidad y del celo sacerdotal; en Benedicto XV, el que proveyó a la estabilización definitiva de la renovada institución, tanto promulgando el Código de Derecho Canónico, como creando su específico Dicasterio, la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades; en Pío XI, el que perfeccionó la obra de sus Predecesores, principalmente dotando a los Seminarios regionales de Italia con imponentes edificios, entre los cuales el vuestro de Molfetta. Este, sin embargo, se mantiene siempre unido a la excelsa figura de San Pío X, cual corresponde al primogénito entre los fundados por él.

5. Es muy significativa la coincidencia del año de la fundación de éste, en Lecce, con la fecha de la exhortación apostólica Haerent animo (4 agosto 1908), en la que el Santo Pontífice delineaba, casi como pintándose a sí mismo, el ideal del Sacerdote, y en la que expresa elocuentemente la génesis de los Seminarios regionales y de los fines a ellos encomendados. Algunos años más tarde, confortado con la feliz experiencia del primero, destinado a los seminaristas de Apulia y de Lucania, al erigir otro en Catanzaro para Calabria, promulgó la constitución apostólica Susceptum inde[iv], que comúnmente es señalada como la charla magna de los Seminarios regionales. Pero en la presente conmemoración jubilar, bien recordáis con ternura la carta dirigida a los Padres de la Compañía de Jesús de la provincia de Nápoles, a cuyos cuidados confiaba el nuevo seminario, en la que el Santo Pontífice se decía "presente, en espíritu, en la fiesta" de la inauguración. Pues bien, amados Superiores y alumnos, así como se tiene fundado motivo para afirmar que, en la gloria de los cielos, el santo "Fundador" no ha olvidado a su primer Seminario interdiocesano, así vosotros cuidad bien de que, siguiendo sus enseñanzas y ejemplos, ciertamente se perpetúe entre vosotros la presencia de su espíritu bienaventurado. Y esto sucederá si convertís en realidad el voto de su magnánimo corazón, expresado también en aquella circunstancia; que vuestro Seminario sea "un Seminario modelo"[v].

6. Mas, ¿cómo un seminario habrá de merecer el título de "modelo"? Ved lo que Nos proponemos indicaros con breves rasgos, casi como fruto perdurable de vuestra conmemoración jubilar. La palabra "modelo" en la mente del Fundador de los Seminarios Regionales, significa perfección ejemplar en el logro de los fines esenciales que les están señalados. En las instituciones de educación colegial, como son los Seminarios, en las que todo está minuciosamente previsto y ordenado -desde la distribución del tiempo a cada uno de los actos de piedad y de estudio-, la observancia puramente exterior y casi mecánica de las normas establecidas, especialmente si es soportada más bien que acogida con sincero consentimiento, puede suscitar ciertamente la impresión de un organismo sorprendente por el orden y la disciplina; pero no es prueba y garantía de la consecución del fin esencial, que consiste precisamente en la sólida formación de la conciencia sacerdotal y en el enderezar todas las facultades personales a la vida de perfecto ministro de Dios.

El principio y fundamento de la formación espiritual es, por lo tanto, la persuasión iluminada, íntima y firme de la excelsa dignidad del sacerdocio: persuasión que surge en el alma bajo el impulso de la divina gracia. Tan sólo así se impondrá esta verdad a la voluntad bajo el ideal de un bien sumamente apreciado y deseable: es el "tesoro del campo", "la perla de gran valor", cuya adquisición vale cualquier renunciamiento[vi]. Esa cambia la dirección a la vida, avalora aun el más pequeño acto en la jornada del seminarista, le hace aceptar todo precepto, bendecir toda renuncia, recibir con agrado el trabajo del estudio y el peso de la disciplina. Los testimonios sobre la excelsa dignidad del sacerdocio, ya desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días, son tan copiosos y concordes que el educador y el alumno pueden conocerlos sin gran trabajo. Siguiendo esta áurea tradición, Nos mismo no hemos dejado pasar ocasión alguna para hacer que a ello se vuelva la atención del clero y de los seminaristas, especialmente con la exhortación apostólica Menti Nostrae[vii]. Y queriendo ahora, no añadir, sino desarrollar en detalle alguno de aquellos conceptos, especialmente de la tercera parte, hemos estimado proponeros estos pensamientos:

7. I. Prepararse para el sacerdocio significa formarse un alma sacerdotal

El carácter sacramental del Orden sella, por parte de Dios, un pacto eterno de su amor de predilección, que exige de la criatura preescogida la correspondencia en la santificación. Pero, también como dignidad y misión, el Sacerdocio exige la adecuación personal de la criatura, so pena de ser juzgada como los invitados desprovistos de la vestidura nupcial y los siervos pródigos de los divinos talentos[viii]. A la dignidad concedida ha de corresponder, por lo tanto, una dignidad adquirida, para lo cual no basta ya un único acto de voluntad y de deseo, por muy intenso que fuera. En concreto, se es sacerdote cuando se forma un alma sacerdotal, empeñando incesantemente todas las facultades y energías espirituales para conformar la propia alma sobre el modelo del Eterno y Sumo Sacerdote, Cristo. A esta metamorfosis espiritual, cuyas dificultades no se ocultan, pero tampoco se silencian sus íntimas delicias, debe enderezarse la obra educadora de los seminarios. Los términos ad quem de esta interior metamorfosis espiritual mirarán a la persona del candidato, al mundo, a la futura actividad.

Con humildad y verdad deberá el seminarista acostumbrarse a mantener sobre su persona un concepto muy diferente y más elevado que el ordinario del cristiano, por muy bueno que éste fuera: será él un preescogido de entre el pueblo, un privilegiado de los carismas divinos, un depositario del poder divino; en una palabra, un alter Christus, que sustituirá al hombre con todas sus naturales exigencias y condiciones. Su vida ya no será suya, sino de Cristo: más aún, es Cristo quien vive en él[ix]. El "no se pertenece a sí", como no pertenece a parientes, amigos, ni siquiera a una determinada patria: la caridad universal es lo que siempre habrá de respirar. Los mismos pensamientos, voluntad, sentimientos no son suyos, sino de Cristo, su vida. Tales conceptos pueden parecer demasiado atrevidos, audaces para nuestros días, cuando la frase "vivir su vida" está difundida casi como un axioma indiscutible, hasta cuando significa autonomía y libertad desenfrenada; pero ¿no es acaso el sacerdote sal de la tierra y luz del mundo?[x].

8. Igualmente diversa y más elevada es la visión del mundo en el alma sacerdotal. Sus ojos no ven sino un mundo poblado de almas: sus méritos, sus luchas, llagas, necesidades. Los sentidos externos se encuentran con los cuerpos, mas en cuanto son tabernáculos de Dios, o destinados a serlo, y con los bienes materiales, en cuanto son medios para la gloria divina. Tal visión espiritual, a la par que atenúa las seducciones del mundo físico, hace más intenso el sentido de caridad hacia aquellos, para quienes la vida es pródiga en lágrimas: éstos son los predilectos del alma sacerdotal. Y, el sacerdote, aunque viva en el mundo, no se siente prisionero suyo, ni bajo los impulsos a veces violentos de las pasiones, ni por el peso de las miserias; sino que, libre como cada espíritu que se mueve en su centro connatural, él está por encima de los acontecimientos, de las contradicciones, de la vanidad del tiempo y de la materia. El es el jefe de todos aquellos que se sienten animados a rebelarse contra la servidumbre del pecado, declarando la guerra a la concupiscencia de la carne y de los ojos, y a la soberbia de la vida[xi]. Adversario declarado del mundo[xii], no teme sus venganzas, ni sucumbe a sus presiones, ni espera en sus premios. Ni siquiera de la Iglesia espera terrenales recompensas para sus trabajos, dándose por bien pagado con el honor de "cooperador de Dios" y de los inefables consuelos que Dios comunica a sus siervos.

9. También en lo tocante a su futura actividad, deberá el seminarista adquirir conceptos superiores, derivados del estado de "ministro de Cristo" y de "administrador de los misterios de Dios"[xiii], de "colaborador de Dios"[xiv]. El sagrado ministerio deberá condicionar cada acto y obra suyos. Será el hombre de las rectas y santas intenciones, semejantes a las que mueven a Dios a obrar. Toda mezcla de intenciones personales, sugeridas por la sola naturaleza, habrán de considerarse como indignas del carácter sagrado y como evasiones de su órbita. Si determinadas actividades le prodigaren satisfacciones humanas, dará gracias a Dios por ellas, aceptándolas como subsidio, mas no como sustitución, de las santas intenciones. Pero su principal actuación será estrictamente sacerdotal, esto es, la de mediador de los hombres al ofrecer a Dios el Sacrificio del N. Testamento, con el dispensar los sacramentos y la Palabra divina, al rezar el divino Oficio en provecho y en representación del linaje humano. Prescindiendo de los raros casos de evidente inspiración divina, el sacerdote que no subiera al altar devota y frecuentemente, según prescriben los Sagrados Cánones[xv] y no administrase, cuando preciso fuere, los sacramentos, sería como un árbol, plantado por el Señor en su viña, tal vez admirable por muchas excelencias exteriores, pero tristemente estéril e inútil. Y mucho más negativo habría de ser el juicio tocante al sacerdote que antepusiera, en su estima, al ejercicio de la potestad sacerdotal externas actividades, aun muy nobilísimas, como la Ciencia, y utilísimas, como las obras sociales y de beneficencia, pues que, si estuviere destinado por su Obispo a los estudios científicos o a las actividades caritativas, puede muy bien en ambos casos realizar un precioso apostolado, hoy muy necesario. No sólo Dios y la Iglesia, sino también los fieles seglares, a veces aun los más tibios, quieren ver en el sacerdote, ante todo, el ministro de Dios circundado en cada momento por el mismo brillo que irradia de la sagrada custodia. Sagrada, en efecto, es no sólo su obra sino también su persona. Frente a tan profunda transformación y sublimación, exigida por la Iglesia a vuestras almas, que la humildad os haga repetir ¿Quomodo fiet istud?[xvi]; pero que la confianza en la omnipotencia de la gracia os de plena seguridad.

10. II. Prepararse para el sacerdocio significa hacerse instrumentos aptos en manos de Cristo

¡Cuán inmensa es la dignación de Dios para los que El escoge como instrumentos de su voluntad salvífica! Depositario y dispensador de los medios de salvación, el sacerdote, así como no puede disponer de ellos a su arbitrio, porque es "ministro", así debe mantener inalterada la autonomía de su persona, la libertad y la responsabilidad de sus actos. El es, por lo tanto, consciente instrumento de Cristo, el cual, a manera de genial escultor, se sirve de él como del cincel para modelar en las almas la imagen divina. ¡Ay, si el instrumento rehusara seguir la mano del artista; ay, si, según el propio capricho, deformase su diseño! ¡Cuán mediocre resultaría la obra, si el instrumento, por propia culpa, fuese inepto! El fin de los seminarios es precisamente éste: guiar a los jóvenes seminaristas para que se formen como instrumentos de Cristo, perfectos, eficaces y dóciles.

Ante todo, perfectos, que es decir provistos de las dotes necesarias para el ejercicio de su sagrado ministerio. Bien conocéis esas dotes; mas quisiéramos que notarais cómo la perfección sacerdotal no es un hecho consistente de por sí; antes bien sigue y se sobrepone a la perfección natural y humana del sujeto. No se llega a sacerdote perfecto cuando no se es, en algún modo, hombre perfecto. Concepto éste en el que parecen inspirarse los sagrados cánones, cuando exigen en el ordenado la exención de ciertos defectos e irregularidades[xvii]. Y tal exigencia es condividida también, en cierto modo, por el pueblo cristiano, que ansía ver en el propio pastor un hombre distinto de los demás por dotes y virtudes aun naturales, una "persona superior" por cualidades intelectuales y morales; y, por lo tanto, culto, inteligente, equilibrado en el juicio, seguro y tranquilo en el actuar, imparcial y ordenado, generoso y pronto para el perdón, amigo de la concordia y enemigo del ocio, en una palabra, el perfectus homo Dei[xviii]. Para el sacerdote, aun las llamadas virtudes naturales son exigencia del apostolado, porque sin ellas terminaría ofendiendo o rechazando a los demás. Mas a esta perfección ya adquirida como mejor sea posible, se vendrá necesariamente a añadir la perfección propia del estado sacerdotal, esto es, la santidad. En Nuestra ya citada Exhortación ilustramos ampliamente la equivalencia, y casi sinonimia, entre sacerdocio y santidad. Este es el elemento primero que hace del sacerdote un perfecto instrumento de Cristo, porque el instrumento es tanto más perfecto y eficaz cuanto más unido se halle estrechamente a la causa principal, que es Cristo.

11. Su eficacia es, además, dada por su ciencia, particularmente la teológica. Pero de la formación científica del clero ya Nos hemos ocupado repetidamente en otras circunstancias, aun en documentos solemnes[xix]. Tened por muy firme que no se puede ser instrumentos eficaces de la Iglesia, si no estuviereis provistos de una cultura proporcionada a los tiempos. En muchos casos no bastan ni el fervor de las propias persuasiones, ni el celo de la caridad para conquistar y conservar las almas para Cristo. También tiene razón en esto el buen pueblo, cuando desea sacerdotes "santos y doctos". Sea, pues, el estudio vuestra principal ascesis, tanto más cuanto que tiene como objeto las cosas divinas.

Cierto es que Dios puede suplir la perfección y eficacia del instrumento; pero la docilidad depende de la humana voluntad. Un instrumento indócil, resistente a las manos del artista, es inútil y dañoso: es más bien un instrumento de perdición. Dios puede hacerlo todo con un instrumento bien dispuesto, aunque fuere imperfecto; pero nada, por lo contrario, con un rebelde. Docilidad quiere decir obediencia; pero más aún "disponibilidad en las manos de Dios" para cualquier obra, necesidad, mudanza. La completa "disponibilidad" se logra mediante el desapego afectivo de las miras personales, de los propios intereses, y también aun de las más santas empresas. El desapego, a su vez, se funda en la humilde verdad, enseñada por Cristo: cuando hayáis realizado todas las cosas que se os han mandado, decid: Somos siervos inútiles[xx]. Mas ello no supone, por lo demás, según ya hemos indicado, ni disminución de empeño en los oficios que os hubieran confiado, ni renunciar a la legítima satisfacción por los buenos resultados obtenidos. La disciplina que os impone el seminario, con espíritu siempre paternal, no tiene otro fin que educaros en la docilidad hacia Cristo y la Iglesia.

12. III. Prepararse para la perseverancia

Todo en torno a vosotros, amados seminaristas, os parece de color de rosa, en estos años de preparación, a los cuales os volveréis con el recuerdo, saturado de dulce nostalgia. Vuestro presente entusiasmo juvenil, las rectas intenciones que os animan, el empeño con que atendéis a la santificación, os hacen tal vez soñar un ministerio sacerdotal fecundo y tranquilo, cuya serenidad no será turbada ni siquiera por las luchas contra los enemigos de Dios. Os lo deseamos de corazón; mas no silenciemos la realidad.

Necesario es que ya desde ahora os preparéis, en todo caso, para tolerar su flagelo, ejercitándoos en la vigilancia y en la perseverancia. Con el correr de los años, con el multiplicarse de trabajos y de luchas, con la natural disminución de las fuerzas físicas y psíquicas, no es ciertamente anormal que se produzcan en vuestro espíritu aquellas crisis profundas, que parecen ofuscar todo ideal, desarticular aun el más hermoso programa, apagar aun el más encendido fervor. A semejantes crisis, acompañadas tal vez por el imprevisto desencadenarse de las pasiones, con frecuencia se ha dado paso por haber descuidado las más elementales cautelas, cuando no precisamente con el involuntario cumplimiento de concretos deberes; pero, a veces, ellas sobrevienen igualmente, aun sin haberles dado ocasión, casi como huracanes imprevistos en un mar tranquilo. El ritmo febril del dinamismo moderno, que impide al alma el interrogarse y el escucharse, las mil insidias puestas en asechanza en el común camino, la difusa desorientación de los espíritus concurren a crear estos dramas interiores. El sacerdote, hasta entonces "hombre superior", puede llegar a encontrarse en el número de aquellos hombres, descritos eficazmente con la expresión ordinaria de "hombres con nervios deshechos", esto es, incapaces de volver a hacerse con las riendas y el dominio de sí mismos. Si tal aconteciere, ya nadie podría prever el epílogo de una vocación hasta entonces clara y fecunda. Os conjuramos, por lo tanto, amados seminaristas, a que ya desde este momento os adiestréis para tales situaciones, previniendo y proveyendo. Medid, ante todo, vuestras fuerzas, mas calculando, en una única suma, las que Dios os dará; pero haced todo lo necesario para conservarlas intactas, para acrecerlas adoptando aquellas cautelas y recursos, que con tanta amplitud os ofrece la Iglesia. En el ejercicio de la perseverancia, mucho debéis esperar de la prudente guía de vuestros directores espirituales y, además, de la ininterrumpida morigeración en vuestras costumbres, del orden en vuestros horarios, de la moderación en emprender y desarrollar las actividades exteriores. Sublime es la dignidad a la que Dios os llama, numerosos y prontos los subsidios para vuestro uso saludable; mas todo podría resolverse en una dolorosa desilusión, si no fuereis solícitos, como vírgenes prudentes, en velar y en perseverar.

13. Al clero anciano quisiéramos recomendar: no desalentéis al clero joven. Cierto que las desiluciones son inevitables, ya se deban a las condiciones generales humanas, ya a peculiares motivos locales; mas nunca deberán provenir de que sacerdotes provectos, desanimados tal vez por los desengaños de la realidad de la vida, entorpezcan las vivas energías del clero joven. Donde la madura experiencia no exige un no resuelto, dejadle hacer proyectos, dejadle ensayar y, si no todo saliere bien, confortadle y animadle para nuevas empresas.

Ved, amados seminaristas, los pensamientos que deseábamos confiaros y ofreceros en esta presente fausta conmemoración. A vosotros, Superiores, confiamos, mientras tanto, esta selecta falange de almas juveniles, cándidas y fervorosas, de las cuales todo lo podréis obtener con la ayuda de la divina Gracia, si a vuestra vez os dejareis guiar por las enseñanzas de la Iglesia; acudid con todas las energías, a fin de que, verdaderamente, lleguen a ser almas sacerdotales según el corazón de Dios, valerosos apóstoles para la salud y la santificación de los amados habitantes de Apulia, continuadores de las gloriosas tradiciones de vuestras Diócesis.

Que el Santo Pontífice Pío X interceda junto al trono de Dios y de su Santísima Madre, para que se cumpla este voto suyo y Nuestro.

 

 



[i] Mc. 4, 34.

[ii] Cf. Mat. 5, 13-14.

[iii] Luc. 10, 16.

[iv] 25 mart. 1914; A.A.S. a. 6 (1914) 213-218.

[v] Lett. del 6 nov. 1908.

[vi] Cf. Mat. 13, 44-45.

[vii] 23 sept. 1950; A.A.S. a. 42 (1950) 675 ss.

[viii] Cf. Mat. 22, 11-12; 25, 15-30.

[ix] Cf. Gal. 2, 2.

[x] Mat. 5, 13. 14. 

[xi] Cf. Io. 2, 16.

[xii] Cf. ibid. 15.  

[xiii] 1 Cor. 4, 1.

[xiv] Ibid. 3, 5.

[xv] Cf. Cod. Iur. Can. can. 805-806.

[xvi] Luc. 1, 34.

[xvii] Cf. Cod. Iur. Can. can. 984, 987.

[xviii] 2 Tim. 3, 17.

[xix] Cf. Disc. e Rad. 1, 211-228; Litt. enc. Humani generis, 12 aug. 1950, passim.

[xx] Luc. 17, 10.