«MENTI NOSTRAE»

SOBRE LA SANTIDAD DE LA VIDA SACERDOTAL

Exhortación Apostólica
del Papa Pío XII
promulgada el 23 de septiembre de 1950


En nuestra alma resuena siempre aquella voz del Divino Redentor cuando dijo a Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿Me amas más que éstos?... Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas[1]; y también aquella otra con que, por su parte, el Príncipe de los Apóstoles exhortaba a los Obispos y a los fieles de su tiempo, al decirles: Apacentad la grey de Dios, que está entre vosotros..., haciéndoos modelo de vuestra grey[2].

2. Meditando con atención, tales palabras, juzgamos que es oficio muy principal de Nuestro ministerio el hacer todo lo posible cada día para que sea más eficaz la labor de los sagrados Pastores y sacerdotes, que como fin necesario tiene el conducir al pueblo cristiano para que evite el mal, venza los peligros y adquiera la santidad y ello es más necesario aún en nuestros tiempos, cuando pueblos y naciones, a causa de la reciente cruelísima guerra, no sólo experimentan graves dificultades, sino que se hallan sometidos a una profunda perturbación espiritual mientras los enemigos del catolicismo, con mayor audacia a causa de las circunstancias de la sociedad, con odio criminal y con disimuladas asechanzas se empeñan por apartar de Dios y de su Cristo a los hombres todos.

Restauración cristiana, cuya necesidad todos los buenos admiten actualmente, que Nos incita a dirigir Nuestro pensamiento y Nuestro afecto de modo especial a los sacerdotes de todo el mundo, porque bien sabemos la humilde, vigilante y entusiasta actividad de ellos, pues viven entre el pueblo y, al conocer plenamente sus dificultades, sus penas y sus angustias, así espirituales como materiales, pueden con las normas evángelicas renovar las costumbres de todos y establecer definitivamente, en el mundo, el reinado de Jesucristo, reino de justicia, de amor y de paz[3].

Pero de ningún modo será posible que el ministerio sacerdotal logre con plenitud alcanzar aquellos efectos que corresponden adecuadamente a las necesidades de nuestra época, si los sacerdotes no brillan, ante el pueblo, que les rodea, con el brillo de una santidad insigne, y si no son dignos ministros de Cristo, fieles dispensadores de los misterios divinos de Dios[4], eficaces colaboradores de Dios[5], preparados para toda obra buena[6].

3. Y por ello, pensamos que de ningún modo podremos manifestar mejor Nuestra gratitud a los sacerdotes del mundo entero-que, en ocasión del quincuagésimo aniversario de Nuestro sacerdocio, con sus oraciones al Señor dieron testimonio de su filial piedad hacia Nos-que dirigiendo a todo el Clero una paternal exhortación a la santidad, sin la cual no puede ser fecundo el ministerio que les está confiado. El Año Santo, que hemos anunciado con la esperanza de que todos ajusten sus costumbres a las enseñanzas del Evangelio, deseamos que, como primer fruto, produzca éste: el de que todos cuantos son guía del pueblo cristiano atiendan con mayor empeño a dirigirse hacia la cima de la santidad, pues sólo con tal espíritu y con tales armas podrán renovarse en el espíritu de Jesucristo a la grey que les está confiada.

Ciertamente que las necesidades actuales, hoy tan crecidas, de la sociedad, exigen cada vez más la perfección de los sacerdotes; pero téngase bien en cuenta que ellos están ya antes obligados -por la misma naturaleza del santísimo ministerio que Dios les ha confiado- a tender hacia la santidad, y ello siempre en todas las circunstancias y por todos los medios.

4. Como han enseñado Nuestros Predecesores, y singularmnte Pío X[7] y Pío XI[8], asó como Nos mismo también lo hemos mostrado en las encíclicas Mysticis Corporis[9] y Mediator Dei[10] el sacerdocio es, ciertamente, el gran don del Divino redentor: pues éste, a fin de perpetuar hasta el final de los siglos, la obra de la redención, por él consumada en su sacrificio de la Cruz, confió su potestad a la Iglesia, a la que quiso hacer partícipe de su único y eterno sacerdocio. El sacerdote es como otro Cristo, porque está sellado con un carácter indeleble, por el que se convierte casi en imagen viva de nuestro Salvador; el sacerdote representa a Cristo, el cual dijo: Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros[11], el que a vosotros os escucha a mi me escucha[12]. Consagrado, como por una divina vocación, a este augustísimo misterio, está constituido en lugar de los hombres en las cosas que tocan a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados[13]. Necesario es, por lo tanto, que a él recurra todo el que quiera vivir la vida del Divino Redentor y desee recibir fuerza, consuelo y alimento para su alma; en él también habrá de buscar la necesaria medicina quienquiera que desee levantarse de sus pecados y tornarse al recto camino. Por ese motivo, todos los sacerdotes con plena razón podrán aplicarse a sí mismos aquellas palabras del Apóstol de las Gentes: Cooperadores somos... de Dios[14].

Pero tan excelsa dignidad exige de los sacerdotes que con fidelidad suma correspondan a su altísimo oficio. Destinados a procurar la gloria de Dios en la tierra, a alimentar y aumentar el Cuerpo Místico de Cristo, es necesario absolutamente que sobresalgan de tal modo por la santidad de sus costumbres, que por su medio se difunda por todas partes el buen aroma de Cristo[15].

El mismo día en que vosotros, amados hijos, fuisteis ensalzados a la dignidad sacerdotal, el obispo, en nombre de Dios, os indicó solemnemente, cuál era vuestro deber fundamental: Comprended lo que hacéis, imitad lo que traéis entre manso; para que, al celebrar el misterio de la muerte del Señor, procuréis purificar vuestros miembros de todos los vicios y concupiscencias. Sea vuestra doctrina medicina espiritual para el pueblo de Dios; sea el aroma de vuestra vida el preferido de la Iglesia de Cristo, para que, con la predicación y con el ejemplo, edifiquéis la casa que es la familia de Dios[16]. Totalmente inmune de pecado, vuestra vida- mucho más que la de los simples fieles- esté escondida con Cristo en Dios[17] y así adornados con la excelsa virtud que exige vuestra dignidad, consagraos a llevar a cabo la obra de la redención, pues a ello os ha destinado la consagración sacerdotal.

Esta es la decisión que espontánea y libremente os comprometisteis a realizar; sed santos, porque, como sabéis, sagrado es vuestro ministerio.

I. SANTIDAD DE VIDA
II. SANTIDAD DEL MINISTERIO
III. NORMAS PRÁCTICAS
IV. PROBLEMAS ACTUALES EXHORTACIÓN FINAL

 

I
SANTIDAD DE VIDA

A) IMITACIÓN DE CRISTO
B) NECESIDAD DE LA GRACIA
C) NECESIDAD DE LA ORACIÓN

6. Según las enseñanzas del Divino maestro, la perfección de la vida cristiana tiene su fundamento en el amor a Dios y al prójimo[18]; pero este amor ha de ser férvido, diligente, activo. Y, si así estuviere conformado, en cierto modo encierra ya en sí todas las virtudes[19]; y por ello, con toda razón, puede llamarse vínculo de perfección[20]. Cualesquiera sean las circunstancias en que se encuentre el hombre, necesario es que dirija sus intenciones y sus actos hacia tal ideal.

A ello, pues, viene obligado de modo particular el sacerdote. Porque todos sus actos sacerdotales por su misma naturaleza-esto es, en cuanto que el sacerdote ha sido llamado a tal fin por divina vocación, y para ello ha sido adornado con un divino oficio y con carismas divinos- es necesario que tiendan a ello: pues él mismo tiene que asociar su actividad a la de Cristo, único y eterno Sacerdote: y necesario es que siga e imite a Aquel que, durante su vida terrenal, tuvo como fin supremo el manifestar su ardentísimo amor al Padre y hacer Partícipes a los hombres de los infinitos tesoros de su corazón.

A) IMITACIÓN DE CRISTO

7. El principal impulso que debe mover al espíritu sacerdotal es el de unirse íntimamente con el Divino Redentor, el aceptar íntegra y dócilmente los mandatos de la doctrina cristiana, y el de llevarlos a la práctica, en todos los momentos de su vida, con tal diligencia que la fe sea la guía de su conducta y ésta, en cierto modo, refleje el esplendor de la fe.

Guiado por el esplendor de esta virtud, siempre tenga fija su mirada en Cristo; siga con toda diligencia sus mandatos, sus actos y sus ejemplos; y hállese plenamente convencido de que no le basta cumplir aquellos deberes a que vienen obligados los simples fieles, sino que ha de tender cada vez más y más hacia aquella santidad que la excelsa dignidad sacerdotal exige, según manda la Iglesia: El clérigo debe llevar vida más santa que los seglares y servir a éstos de ejemplo en la virtud y en la rectitud de las obras[21].

8. La vida sacerdotal, del mismo modo que se deriva de Cristo, debe toda y siempre dirigirse a El. Cristo es el Verbo de Dios, que no desdeñó tomar la natualeza humana, que vivió su vida terrenal para cumplir la voluntad del eterno Padre, que difundió en torno a sí el aroma del lirio, que vivió en la pobreza, que pasó haciendo el bien y sanando a todos[22]; que, en fin, se inmoló como hostia por la salvación de los hermanos. Ante vuestros ojos tenéis, amados hijos, el cuadro de aquella tan admirable vida: empeñaos con todo esfuerzo por reproducirla en vosotros, acordándoos de aquella exhortación: Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis como yo he hecho[23].

9. El comienzo de la perfección cristiana está en la humildad. Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón[24]. Pues si bien consideramos la tan excelsa dignidad a la que por el bautismo y por la sagrada ordenación fuimos llamados, y si reconocemos nuestra propia miseria espiritual, necesario es que meditemos aquella divina sentencia de Jesucristo: Sin mí nada podéis hacer[25].

El sacerdote no deberá confiar en sus propias fuerzas, ni complacerse con desorden en sus propias dotes, ni andar buscando el juicio y alabanza de los hombres, ni aspirar ambicioso a las más altas dignidades, sino imitar a Cristo, que no vino para ser servido sino para servir[26]; niéguese, pues, a sí mismo, según el mandato del Evangelio[27], y no se apegue en su ánimo a las cosas terrenales con demasía, para así poder seguir, más fácil y más libremente, al Divino Maestro. Todo cuanto él tiene, todo cuanto él es, se deriva de la bondad y del poder de Dios; por lo tanto, si de algo quisiere gloriarse, recuerde bien las palabras del Apóstol: Mas por lo que toca a mí mismo, no me gloriare sino de mis debilidades[28].

Semejante espíritu de humildad, iluminado por la luz de la fe, obliga al hombre a inmolar, en cierto modo, su voluntad mediante la obligada obediencia. Fue el mismo Cristo quien estableció, en la sociedad por él fundada, una legítima autoridad, encargada de perpetuar la de El para siempre; por ello, quien obedece a los superiores, en la Iglesia, obedece al Redentor mismo.

10. En tiempos como los nuestros, cuando el principio de autoridad es quebrantado con audacia y temeridad, es absolutamente necesario que el sacerdote, además de mantener firmemente en su espíritu los principios de la fe, reconozca y en conciencia admira tal autoridad no sólo como obligada defensa del orden religioso y social, sino también como fundamento de su propia santificación personal. Y puesto que los enemigos de Dios, con cierta astucia criminal, ponen todo su empeño en excitar y seducir las desordenadas ambiciones de algunos para que se rebelen contra la Santa Madre Iglesia, deseamos Nos elogiar, como es merecido, y sostener con paternal ánimo a ese tan gran ejército de sacerdotes que, precisamente por proclamar abiertamente su obediencia y por guardar incólume su más íntegra fidelidad hacia Cristo y hacia la autoridad por El constituida, fueron encontrados dignos de sufrir contumelia por el nombre de Cristo[29], y no sólo contumelia, sino también persecuciones, cárceles y hasta la misma muerte.

11. La actividad del sacerdote se ejercita en todo cuanto al orden de la vida sobrenatural se refiere, pues le corresponde fomentar el crecimiento de la misma y comunicarla al Cuerpo Místico de Cristo. Por ello ha de renunciar a todas las ocupaciones que son del mundo, cuidarse tan sólo de las que son de Dios[30]. Y porque ha de estar libre de las solicitudes del mundo y consagrado por completo al divino servicio, la Iglesia instituyó la ley del celibato, para que cada vez se pusiera más de relieve, ante todos, que el sacerdote es ministro de Dios y padre de las almas. Y gracias a esa ley de celibato, el sacerdote, lejos de perder por completo el deber de la verdadera paternidad, lo realza hasta lo infinito, puesto que engendra hijos no para esta vida terrenal y perecedera, sino para la celestial y eterna.

Cuanto más refulge la castidad sacerdotal, tanto más viene a ser el sacerdote, junto con Cristo, hostia pura, hostia santa, hostia inmaculada[31].

Mas para conservar con todo cuidado y en toda su integridad esta castidad sacerdotal, cual tesoro de valor inestimable, necesario es de todo punto atenerse con toda fidelidad a aquella exhortación del Príncipe de los Apóstoles, que todos los días repetimos a la hora de Completas: Sed sobrios y vigilad[32].

12. Sí, mis amados hijos, estad muy vigilantes, porque vuestra castidad ha de enfrentarse con tantos peligros, así por la plena ruina de la moralidad pública, como por los atractivos de los vicios, que hoy con tanta facilidad os asedian, ya finalmente por aquella excesiva libertad de relaciones entre personas de distinto sexo, tan corriente en la actualidad, y que a veces llega audaz a querer penetrar aun en el ejercicio del ministerio sagrado. Vigilad y orad[33], acordándoos de que vuestras manos tocan las cosas más santas; acordaos asimismo de que estáis consagrados a Dios, y de que sólo a El habéis de servir. Hasta el habito mismo que lleváis os advierte, que no debéis vivir para el mundo, sino para Dios. Empeñaos, pues, con ardor y valentía, confiando en la protección de la Virgen Madre de Dios, en conservaros cada día nítidos, limpios, puros, castos, como conviene a ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios[34].

Y a este propósito juzgamos oportuno exhortaros de modo especial para que, en la dirección de asociaciones y cofradías femeninas, os mostréis tales como corresponde a los sacerdotes: evitad toda familiaridad; y, siempre que fuere necesaria vuestra actuación, sea ésta como de ministro sagrado. Y en la misma dirección de tales asociaciones encerrad vuestra actividad en aquellos límites que vuestro ministerio sacerdotal exige.

13. Pero no juzguéis que sea bastante el que por la castidad hayáis renunciado a todos los placeres de la carne, y que por vuestra obediencia hayáis sometido plenamente vuestra voluntad a vuestros superiores; necesario es, asimismo, que vuestro espíritu se halle cada día más alejado de las riquezas y de las cosas terrenales. Una y otra vez os exhortamos, amados hijos, a que no améis demasiado las cosas caducas y perecederas de este mundo; procurad, más bien -con suma veneración-, tomar como modelos a los grandes santos de tiempos pasados y de los nuestros; pues ellos, uniendo la renuncia necesaria de los bienes temporales a una suma confianza en la divina Providencia y al más ardiente celo sacerdotal, realizaron las obras más admirables confiados tan sólo en Dios que nunca niega los medios que sean necesarios. Aun los mismos sacerdotes "seculares", que no hacen profesión de pobreza por voto especial, deberán conducirse por un amor a la pobreza, que se muestre claro, así en su vida -sencilla y modesta-, como en su habitación -sin suntuosidad- y en su largueza generosa para con los pobres. Y, sobre todo, se abstengan de participar en las empresas económicas, que les apartarán del cumplimiento de sus deberes pastorales, y harán disminuir la consideración de los fieles hacia ellos. Porque el sacerdote, obligado como está a procurar por todos los medios la salvación de las almas, debe considerar como suya aquella sentencia del apóstol San Pablo: No busco vuestras cosas, a vosotros busco[35].

14. Si ahora fuera oportuno el tratar detalladamente de todas aquellas virtudes, por las cuales el sacerdote ha de reproducir en sí, en la mejor forma posible, el divino ejemplar de Jesucristo, iríamos desarrollando muchas cosas que en Nuestra mente están presentes; hemos querido, sin embargo, inculcar de modo especial a vuestra mente tan sólo todo aquello que singularmente parece necesario en estos nuestros tiempos; cuanto a las demás virtudes, baste recordar esta sentencia del áureo libro de la Imitación de Cristo: El sacerdote debe estar adornado de todas las virtudes y dar a los demás ejemplo de recta vida. Su conversación no sea según las vulgares y comunes maneras de los hombres, sino como de ángeles y hombres perfectos[36].

B) NECESIDAD DE LA GRACIA

15. Nadie ignora, mis amados hijos, que no es posible a ningún cristiano -y de modo especial, a ningún sacerdote- el imitar, en la práctica de la vida cotidiana, los admirables ejemplos del Divino Maestro, sin el auxilio de la divina gracia y sin el uso de aquellos instrumentos de la gracia misma, que El nos ha puesto a nuestra disposición. Y ello es tanto más necesario cuanto mayor es la perfección que nosotros hayamos de conseguir, y cuanto mayores son las dificultades derivadas de nuestra naturaleza, inclinada al mal. Movidos por esta razón, juzgamos Nos oportuno el pasar a la consideración de otras verdades, tan sublimes como consoladoras, en las que aparece aun más claramente cuán excelsa ha de ser la santidad sacerdotal y cuán eficaces son las riquezas que Jesucristo nos ha comunicado para que podamos llevar a la práctica, en nosotros, los designios de la divina misericordia.

Como toda la vida del Salvador fue ordenada al sacrificio de sí mismo, así también la vida del sacerdote, que debe reproducir en sí la imagen de Cristo, debe ser con El, por El y en El un aceptable sacrificio.

En efecto, la oferta que el Señor hizo en el Calvario no fue sólo la inmolación de su propio Cuerpo; pues El se ofreció a sí mismo, hostia de expiación, como Cabeza de la Humanidad, y por eso, al encomendar su espíritu en las manos del Padre, se encomendó a sí mismo a Dios como hombre, para recomendar todos los hombres a Dios[37].

Lo mismo ocurre en el sacrificio eucarístico, que es renovación incruenta del sacrificio de la cruz: pues, en él, Cristo se ofrece a sí mismo al Padre por su gloria y por nuestra salud. Mas, como quiera que El, sacerdote y víctima, obra como Cabeza de la Iglesia, se ofrece e inmola, no solamente a sí mismo, sino también a todos los fieles, y en cierto modo a todos los hombres[38].

16. Ahora bien: si esto vale de todos los fieles, con mayor razón vale de los sacerdotes, que son ministros de Cristo principalmente por la celebración del sacrificio eucarístico. Precisamente en el sacrificio eucarístico, cuando representando a la persona de Cristo consagran el pan y el vino, que se convierten en cuerpo y sangre de Cristo, pueden beber, en la fuente misma de la vida sobrenatural, los tesoros de la salvación y todos aquellos medios que les son necesarios, no sólo para sí mismos individualmente, sino también para cumplir su misión.

Porque el sacerdote, al estar en tan estrecho contacto con estos divinos misterios, no puede menos de tener hambre y sed de justicia[39] ni dejar de sentir los estímulos de ajustar su vida a aquella tan excelsa dignidad, con que está adornado, y de encuadrarla en su afán de sacrificarse, pues en cierto modo debe inmolarse a sí mismo junto con Cristo. Por lo tanto, no se contente con celebrar la santa misa: necesario es que la viva íntimamente; y tan sólo así podrá encontrar aquella vida sobrenatural que habrá de transformarle, haciéndole participar -en cierto modo- de la vida sacrifical del mismo Divino Redentor.

San Pablo pone como principio fundamental de la perfección cristiana el precepto revestíos de nuestro Señor Jesucristo[40]. Este precepto, si vale para todos los cristianos, vale de modo especial para los sacerdotes. Mas revestirse de Cristo no es sólo inspirar los propios pensamientos en su doctrina, sino entrar en una vida nueva que, para resplandecer con las fulgores del Tabor, debe conformarse a los del Calvario. Pero esto exige un arduo y continuo trabajo, por el que nuestra alma se convierta como en víctima, a fin de participar íntimamente en el sacrificio mismo de Cristo. Trabajo arduo y constante que no ha de tener como principio una voluntad ineficaz, ni ha de limitarse tan sólo a deseos y promesas, sino que ha de ser un ejercicio incansable y continuo que lleve a una fructífera renovación del espíritu; debe ser ejercicio de piedad, que lo refierea todo a la gloria de Dios; debe ser ejercicio de penitencia, que refrene y modere los desordenados movimientos del alma; debe ser acto de caridad, que inflame nuestras almas en el amor hacia Dios y hacia el prójimo y que nos estimule a promover todas las obras de misericordia; debe ser, finalmente, voluntad activa para empeñarse y luchar por hacer lo más perfecto.

17. Necesario es, por lo tanto, que el sacerdote procure reproducir en su alma todo cuanto sobre el altar ocurre. Como Jesucristo se inmola a sí mismo, también su ministro debe inmolarse con El; como Jesús expía los pecados de los hombres, así él, siguiendo el arduo camino de la ascética cristiana, debe trabajar por la propia y por la ajena purificación. De esta suerte lo amonesta San Pablo Crisólogo:

Sé sacrificio y sacerdote de Dios; no pierdas lo que te dio y concedió la divina autoridad. Revístete de la estola de la santidad; cíñete con el cíngulo de la castidad; sea Cristo velo sobre tu cabeza; esté la cruz como baluarte sobre tu frente; pon sobre tu pecho el sacramento de la ciencia divina; quema siempre el oloroso perfume de la oración; empuña la espada del espíritu; haz de tu corazón como un altar y ofrece sobre él tu cuerpo generosamente como víctima a Dios... Ofrece la fe de modo que sea castigada la perfidia; inmola el ayuno, para que cese la voracidad; ofrece en sacrificio la castidad, paa que muera la pasión; pon sobre el altar la piedad, para que sea depuesta la impiedad; invita a la misericordia, para que se destruya la avaricia; y para que desaparezca la necedad, conviene siempre inmolar la santidad; así tu cuerpo será tu hostia, si no está herida por ningún dardo de pecado[41].

Cumple bien ahora el repetir, con las mismas palabras, pero de modo particular a los sacerdotes, todo cuanto Nos propusimos como digno de meditarse a todos los fieles en la encíclica Mediator Dei: "Jesucristo, en verdad, es sacerdote, pero sacerdote para nosotros, no para Sí, al ofrecer al Eterno Padre los deseos y sentimientos religiosos en nombre de todo el género humano: igualmente, El es víctima, pero para nosotros, al ofrecerse a Sí mismo en vez del hombre sujeto a la culpa. Pues bien; aquello del Apóstol, habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo, exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el Divino Redentor cuando se ofrecía en Sacrificio, es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma Majestad de Dios la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias. Exige, además, que de alguna manera adopten la condición de víctima, abnegándose a sí mismos según los preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y expiando cada uno sus propios pecados. Exige, finalmente, que nos ofrezcamos a la muerte mística en la Cruz juntamente con Jesucristo, de modo que podamos decir como San Pablo: estoy clavado en la Cruz juntamente con Cristo[42].

18. Sacerdotes y amadísimos hijos, en nuestras propias manos tenemos un tesoro grande, una margarita, la más preciosa: esto es, las riquezas inagotables de la sangre del mismo Jesucristo; usemos de ellas con mayor largueza, para que, por medio del sacrificio total de nosotros mismos, ofrecido junto con Cristo al Eterno Padre, en verdad lleguemos a ser mediadores de justicia en aquellas cosas que tocan a Dios[43], y así sean aceptadas benignamente nuestras plegarias, logrando impetrar aquella lluvia de gracias tan abundantes que renueven y enriquezcan a la Iglesia y a las almas todas. Y sólo entonces, cuando hayamos llegado a ser como una sola cosa con Cristo, mediante su inmolación y la nuestra, y cuando hayamos unido nuestra voz a la del coro de los habitantes de la celestial Jerusalén illi canentes iungimur almae Sionis aemuli[44], sólo entonces, fortalecidos con la virtud del Salvador será cuando, desde la altura de la santidad, que hayamos conseguido, podremos bajar seguramente y sin peligro, para llevar a todos los hombres la luz sobrenatural de Dios y la vida sobrenatural.

C) NECESIDAD DE LA ORACIÓN

19. La santidad perfecta requiere también una continua comunicación con Dios: y para que este íntimo contacto que el alma sacerdotal debe establecer con Dios no fuese jamás interrumpido en la sucesión de los días y de las horas, la Iglesia impuso al sacerdote la obligación de recitar el oficio divino. De ese modo, ella recogió fielmente el precepto del Señor: Es preciso orar siempre y no descansar[45]. La Iglesia, del mismo modo que nunca cesa de orar, desea ardientemente que sus hijos hagan lo mismo, repitiendo las palabras del Apóstol: Por medio, pues, de El [Jesucristo] ofrezcamos a Dios perennemente el sacrificio de alabanza; esto es, el fruto de los labios que confiesan su nombre[46]. Pues a los sacerdotes les confió ese peculiar oficio, el de que, orando aun en nombre del mismo pueblo, consagren a Dios en cierto modo el correr y las vicisitudes de todo el tiempo.

20. Y el sacerdote, al conformarse con tal deber, no hace sino continuar, a través de los siglos, aquello mismo que Cristo hizo, pues en los días de su carne, habiendo ofrecido plegarias y súplicas con grandes gritos..., fue oído por su reverencia[47]. Esta oración, tiene una eficacia, porque está hecha en nombre de Cristo, esto es, por medio de Nuestro Señor Jesucristo, el cual es nuestro mediador junto al Padre y presenta a él incesantemente su satisfacción, sus méritos y el precio sumo de su Sangre. Ella es la voz de Cristo, el cual ora por nosotros como nuestro sacerdote, ora en nosotros como nuestra Cabeza[48]. Es igualmente siempre la voz de la Iglesia, que recoge las ansias y los deseos de todos los fieles que, asociados a la voz y a la fe del sacerdote, alaban a Jesucristo, y por medio de El dan gracias al Eterno Padre del que, cada día y a cada hora, impetran los auxilios necesarios. Así es como viene a repetirse lo que en otro tiempo hizo Moisés, cuando -en lo alto del monte, y con los brazos extendidos hacia el cielo- hablaba con Dios y le suplicaba misericordia para su pueblo que tantas penas sufría en el valle adyacente. No otra cosa es lo que los sacerdotes reiteran cada día.

Pero el oficio divino es también un medio eficacísimo de santificación. No es, en efecto, tan sólo una recitación de fórmulas ni de cánticos que hayan de cantarse según cánones del arte: no se trata sólo del respeto de ciertas normas, llamadas rúbricas, o de ceremonias externas del culto, sino que se trata más bien de la elevación de la mente y del alma a Dios para que se unan a la armonía de los espíritus bienaventurados que cantan sus alabanzas eternamente[49]. Por ello, el oficio divino se ha de rezar, en todas sus horas, según lo que en el principio del mismo se hace notar: Digna, atenta, devotamente.

21. Pero es necesario que el sacerdote ore con la misma intención del Redentor. Es casi la misma voz del Señor que, por medio de su sacerdote, continúa implorando de la clemencia del Padre los beneficios de la Redención; es la voz del Señor, a la que se asocian los coros de los ángeles y de los santos del cielo y de todos los fieles en la tierra, para glorificar debidamente a Dios; es la voz de Cristo, nuestro abogado, por medio de la cual se nos obtienen los inmensos tesoros de sus méritos.

Meditad, por eso, atentos y solícitos, aquellas verdades fecundas que el Espíritu Santo nos propone por las palabras de las Sagradas Escrituras y que los escritos de los Padres y de los Doctores comentan. Mientras vuestros labios repiten las palabras dictadas por el Espíritu Santo, cuidad bien de no perder nada de tesoro tan grande; y, para que vuestra alma sea el eco vivo de la voz de Dios, alejad sin cesar y con cuidado todo cuanto pueda distraeros y recoged vuestra atención y vuestros pensamientos de modo que os consagréis más fácilmente y con mayor fruto a la contemplación de las verdades eternas.

En la encíclica Mediator Dei hemos explicado ampliamente por qué fin el ciclo litúrgico anual evoca y representa de modo ordenado los misterios de Nuestro Señor Jesucristo y celebra también las fiestas de la Santísima Virgen y de los Santos. Estas enseñanzas, que hemos comunicado a todos los fieles, porque son utilísimas a todos, deben ser meditadas especialmente por vosotros, los sacerdotes; por vosotros, que por el Sacrificio eucarístico y por el Oficio divino tenéis parte tan importante en el desarrollo del ciclo litúrgico.

22. Para que avancen cada vez más expeditamente por el camino de la santidad, la Iglesia recomienda con todo empeño a los sacerdotes, además de la celebración del Sacrificio eucarístico y la recitación del Oficio divino, también otros ejercicios de piedad. Sobre ellos Nos place tocar ahora algunos puntos y proponerlos a vuestra consideración.

Ante todo, la Iglesia nos exhorta a la meditación que eleva la mente hacia el cielo, la solicita a la contemplación de las cosas divinas y que, asimismo, conduce a nuestra alma, inflamada en el amor de Dios, hacia El. Meditación de las cosas sagradas, que es la mejor preparación para celebrar la Santa Misa y para, luego, dar a Dios las debidas gracias; que nos arrastra también a penetrar y gustas las bellezas de la liturgia, y, finalmente, nos hace contemplar las verdades eternas así como los admirables ejemplos y enseñanzas del Evangelio.

Ejemplos del Evangelio y virtudes del Redentor, que por necesidad habrán de reproducir en sí mismos los sacerdotes. Mas, así como el alimento material no alimenta la vida, ni la sustenta y aumenta, sino convenientemente digerido y transformado en sustancia nuestra, así el sacerdote, si no meditare y contemplare los misterios del Redentor divino -que es el modelo supremo y perfecto de la vida sacerdotal y la fuente inagotable de su santidad- y no viviere su vida, no puede adquirir el dominio de sí mismo y de sus sentidos, ni purificar su alma, ni encaminarse a la virtud -como él debe- ni, en fin, cumplir con fidelidad, entusiasmo y fruto sus sagrados deberes.

23. Estimamos, por lo tanto, ser grave obligación Nuestra exhortaros a la práctica de la meditación diaria, práctica recomendada a todo el clero también por el Código de Derecho Canónico[50]. En efecto, así como el estímulo a la perfección sacerdotal es alimentado y reforzado por la meditación diaria, así el descuido y olvido de esta práctica es origen de la tibieza del espíritu, por lo que la piedad disminuye y languidece, y no sólo cesa o se retarda el impulso de la santificación personal, sino que todo el ministerio sacerdotal sufre no menos daño. Por ello debe asegurarse fundadamente que por ningún otro medio se puede lograr la eficacia particular de la meditación, y que su práctica cotidiana, por lo tanto, es insustituible.

24. De la oración mental no debe separarse la oración vocal; ni falten tampoco otras formas de oración privada, que, en las condiciones particulares de cada uno, ayudan a realizar la unión del alma con Dios. Pero téngase muy presente que, más que las múltiples oraciones, valen la piedad y el verdadero y ardiente espíritu de oración. Este ardiente espíritu de oración, necesario en todos los tiempos, lo es muy singularmente hoy, cuando el llamado naturalismo ha invadido las mentes y las almas, y la virtud está expuesta a peligros de todo género, peligros que a veces se encuentran en el ejercicio del mismo ministerio. ¿Qué cosa podrá defender mejor de estas insidias, qué cosa podrá elevar el alma a las cosas celestiales y tenerla unida con Dios mejor que la asidua oración y la invitación de la ayuda divina?

25. Y como los sacerdotes pueden ser llamados por título singular hijos de María, no podrán menos de alimentar una ardiente devoción hacia la Virgen, de invocarla con confianza, de implorar con frecuencia su poderosa protección. Todos los días, como la Iglesia misma recomienda[51], rezarán el santo rosario, que, al poner ante nuestra meditación los misterios del Redentor, nos conduce a Jesús por María.

El sacerdote, antes de cerrar su jornada de trabajo, se dirigirá al tabernáculo y allí se detendrá siquiera algún tiempo, para adorar a Jesús en su sacramento de amor, para reparar las ingratitudes de tantos hacia sacramento tan grande, para encenderse cada vez más en el amor de Dios y para permanecer de algún modo, aun durante el tiempo del reposo nocturno, que recuerda a su mente el silencio de la muerte, en la presencia del Corazón de Cristo.

26. No omita el diario examen de conciencia, que es el medio más eficaz así para darse cuenta de los progresos de la vida espiritual durante el día, como para remover los obstáculos que entorpecen o retardan el progreso en la virtud, como, finalmente, para conocer los medios más idóneos de asegurar al ministerio sacerdotal mayores frutos e implorar del Padre celestial perdón para tantas debilidades.

Esta indulgencia y el perdón de los pecados nos son concedidos de modo especial en el sacramento de la penitencia, obra maestra de la bondad del amor de Dios, para socorrer nuestra fragilidad. Que no ocurra nunca, amados hijos, que precisamente el ministro de este sacramento de reconciliación se abstenga de él. La Iglesia, como sabéis, dispone en esta materia: Vigilen los ordinarios para que los clérigos limpien frecuentemente las manchas de su propia conciencia con el sacramento de la penitencia[52]. Aunque ministros de Cristo, somos, sin embargo, débiles y miserables: ¿cómo podremos, pues, subir al altar y tratar los sagrados misterios, si no procuramos purificarnos lo más frecuentemente posible? Y en verdad que con la confesión frecuente "se aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad, se desarraigan las malas costumbres, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de conciencias y aumenta la gracia en virtud del Sacramento mismo"[53].

27. Y aquí es oportuna también otra recomendación: que, al trabajar y avanzar en la vida espiritual, no os fiéis de vosotros mismos, sino que con sencillez y docilidad, busquéis y aceptéis la ayuda de quien con sabia moderación puede guiar vuestra alma, indicaros los peligros, sugeriros los remedios idóneos, y en todas las dificultades internas y externas os puede dirigir rectamente y llevaros a perfección cada vez mayor, según el ejemplo de los santos y las enseñanzas de la ascética cristiana. Sin estos prudentes directores de conciencia, de modo ordinario, es muy difícil secundar convenientemente los impulsos del Espíritu Santo y de la gracia divina.

Deseamos ardientemente, en fin, recomendar a todos la práctica de los Ejercicios Espirituales.

Cuando nos retiramos por algunos días de las ocupaciones habituales y del ambiente ordinario y nos apartamos a la soledad y al silencio, prestamos oído más atento a la voz de Dios y ésta penetra más profundamente en nuestra alma. Los Ejercicios, a la vez que nos llaman a un cumplimiento más diligente de los deberes de nuestro ministerio, con la contemplación de los misterios del Redentor, refuerzan nuestra voluntad, para servirle a El en santidad y justicia todos nuestros días[54].

 

II SANTIDAD DEL MINISTERIO

A) FORMAS DE APOSTOLADO
B) HEREJÍA DE LA "ACCIÓN"
C) SALVACIÓN DE LAS ALMAS
D) CON SÓLIDA DOCTRINA, Y CELO

28. En el Monte Calvario le fue abierto al Redentor el costado, del que fluyó su sagrada sangre, que se derrama en el curso de los siglos como torrente que inunda, para purificar las conciencias de los hombres, expiar sus pecados y repartirles los tesoros de la salvación.

A cumplir ministerio tan sublime están destinados los sacerdotes. En efecto, ellos no sólo concilian y comunican la gracia de Cristo a los miembros de su Cuerpo Místico, sino que son también los órganos del desarrollo del mismo Cuerpo Místico, porque deben dar a la Iglesia continuamente nuevos hijos, formarlos, cultivarlos, guiarlos. Ellos son dispensadores de los misterios de Dios[55]; deben, por ello, servir a Jesucristo con perfecta caridad y consagrar todas sus fuerzas a la salvación de los hermanos. Son los apóstoles de la paz; por eso deben iluminar al mundo con la doctrina del Evangelio y ser tan fuertes en la fe que puedan comunicarla a los demás y seguir los ejemplos y las enseñanzas del divino Maestro, para poder conducirlos a todos a El. Son los apóstoles de la gracia y del perdón; deben por eso, consagrarse totalmente a la salvación de los hombres y atraerlos al altar de Dios para que se nutran del pan de la vida eterna. Son los apóstoles de la caridad; deben, por ello, promover las obras de caridad, hoy tantos más urgentes cuanto que las necesidades de los pobres han crecido enormemente.

A) FORMAS DE APOSTOLADO

29. El sacerdote debe, además, cuidar que los fieles comprendan bien la doctrina de la Comunión de los santos, la sientan, y la vivan; y para promoverla, sírvase de obras como el Apostolado litúrgico y el Apostolado de la oración. Debe, además, promover, todas aquellas otras formas de apostolado que hoy, por las especiales necesidades del pueblo cristiano, son de tanta importancia y de tanta urgencia. Aplíquese, por lo tanto, con toda diligencia a la enseñanza catequística, al desarrollo y a la difusión de la Acción católica y de la Acción misional, y asimismo, a que -valiéndose de la actividad de seglares seriamente formados y preparados- todo cuanto se refiere a la recta ordenación del problema social reciba un incremento cada día mayor, según lo requieren nuestros tiempos.

Recuerde, además, el sacerdote que su ministerio será tanto más fecundo cuanto más estrechamente esté él unido a Cristo y se guíe en la acción por el espíritu de Cristo. Entonces, su actividad sacerdotal no se reducirá a un movimiento y a una agitación, puramente naturales, que fatigan cuerpo y espíritu y que exponen al mismo sacerdote a desviaciones dañosas para sí y para la Iglesia; sino que sus trabajos y sus fatigas serán fecundados y corroborados por aquellos carismas de gracia que Dios niega a los soberbios, pero que concede en abundancia a quienes, trabajando con humildad en la viña del Señor, no se buscan a sí mismos ni su propia vanagloria[56], sino la gloria de Dios y la salvación de las almas. Por lo tanto, fiel a las enseñanzas del Evangelio, no confíe en sí mismo ni en sus propias fuerzas, ponga más bien su confianza en la ayuda del Señor: Nada es el que planta ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento[57]. Si el apostolado está así ordenado e inspirado, no podrá menos de ocurrir que el sacerdote atraiga hacia sí, con fuerza como divina, los ánimos de todos. Reproduciendo él en sus costumbres y en su vida la viva imagen de Cristo, todos los que se dirijan a él como maestro reconocerán, llevados por una interna persuasión, que él no dice palabras suyas, sino palabras de Dios, y que no obra por propia virtud, sino por la virtud de Dios: Si uno habla, sean como palabras de Dios; si uno tiene un ministerio, sea como por una virtud comunicada por Dios[58]. Aún más; mientras se afana por ascender a la santidad y ejercer con la mayor diligencia su ministerio, cuide de representar, en sí mismo, tan perfectamente a Cristo, que pueda con toda humildad repetir las palabras del Apóstol de las Gentes: Sed mis imitadores, como yo [lo soy] de Cristo[59].

B) HEREJÍA DE LA "ACCIÓN"

30. Por estas razones, mientras alabamos a cuantos, en el fatigoso trabajo de esta posguerra, guiados por el amor hacia Dios y por la caridad hacia el prójimo, bajo la guía y ejemplo de sus Obispos, han consagrado todas sus fuerzas al alivio de tantas miserias, no podemos menos de expresar Nuestra preocupación y Nuestra ansiedad por aquello que, por las especiales circunstancias del momento, se han engolfado en el torbellino de la actividad exterior hasta el punto de olvidar el principal deber del sacerdote, que es la santificación propia. Hemos ya dicho en un documento público[60] que deben ser llamados a más recto sentir todos cuantos presumen que se puede salvar al mundo a través de aquello que justamente se ha llamado la herejía de la acción, de aquella acción que no tiene sus fundamentos en la ayuda de la gracia y no se sirve constantemente de los medios necesarios para la consecución de la santidad que Cristo nos dio. Del mismo modo juzgamos oportuno excitarles a la actividad propia de su sagrado ministerio a aquellos que, desentendiéndose por completo de las cosas exteriores, y como desconfiando de la eficacia del divino auxilio, no ponen todo su empeño, cada uno en la medida de sus posibilidades, para lograr que el espíritu cristiano vaya penetrando en la vida cotidiana, mediante todos aquellos recursos que nuestros tiempos exigen[61].

C) SALVACIÓN DE LAS ALMAS

31. A todos, pues, os exhortamos con todas veras a que, estrechamente unidos al Redentor, con cuya ayuda lo podemos todo[62], os dediquéis con toda solicitud a la salvación de aquellos que la Providencia ha confiado a vuestros cuidados. ¡Cuán ardientemente deseamos, amados hijos, que emuléis a aquellos santos que, en los tiempos pasados, con sus grandes obras demostraron a cuánto llega en este mundo el poder de la gracia divina! Que todos y cada uno, con humildad y sinceridad, podáis siempre atribuiros -siendo testigos vuestros fieles- el dicho del Apóstol: Con mucho gusto gastaré y me desgastaré a mí mismo en bien de vuestras almas[63]. Iluminad las mentes, dirigid las conciencias, confortad y sostened a las almas que se debaten en la duda, y gimen en el dolor. A estas principales formas de apostolado unid todas aquellas otras que las necesidades de los tiempos exigen. Pero que a todos sea bien manifiesto que el sacerdote, en todas sus actividades, ninguna otra cosa busca fuera del bien de las almas; y que su único ideal es Cristo, al que ha de consagrar sus fuerzas todas y su propia persona.

32. Y, del mismo modo que para alentaros a la santificación personal os hemos exhortado a reproducir en vosotros mismos como una viva imagen de Cristo, así ahora, para lograr la santidad y la santificadora eficacia de vuestro ministerio, os conjuramos una y otra vez a que sigáis siempre las huellas del Divino Redentor; el cual, lleno del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y sanando a todos los que estaban oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con él[64]. Corroborados por el mismo Espíritu y empujados por su fuerza, vosotros podéis ejercitar un ministerio que, alimentado e inflamado por la caridad cristiana, no sólo será rico con la virtud divina, sino que podrá comunicar la misma virtud a los demás. Que vuestro celo esté vivificado por aquella caridad que todo lo soporta con ánimo sereno, que no se deja vencer por la adversidad y que abraza a todos, pobres y ricos, amigos y enemigos, fieles e infieles. Esta larga fatiga y esta cotidiana paciencia la exigen de vosotros las almas por cuya salvación tantos dolores y angustias sufrió nuestro Salvador, y con tanta paciencia que llegó a los máximos tormentos y aun a la misma muerte, porque así quiso restituirnos a la divina amistad. Es éste, lo sabéis, el mayor de los bienes. Así, pues, no os dejéis llevar de un inmoderado deseo de éxito, ni os desaniméis si, después de un asiduo trabajo, no recogéis los frutos deseados, porque uno siembra y otro recoge[65].

Que, además, todo este vuestro celo apostólico resplandezca con una gran caridad benigna. Porque, si es necesario combatir los errores y oponerse a los vicios -deber, al que todos venimos obligados-, el ánimo del sacerdote ha de estar, sin embargo, movido siempre a la compasión: pues preciso es combatir con todas las fuerzas el error, pero amar intensamente al hermano que yerra y mediante una eficaz caridad conducirlo a la salvación. ¿Cuánto bien no han hecho, cuántas admirables obras no han llevado a cabo los santos gracias a la benignidad, y ello aun en ambientes corrompidos por la mentira y degradados por el vicio? Faltaría ciertamente a su deber quien, por complacer a los hombres, no atacase las malsanas inclinaciones, o quien se mostrare idulgente con ideas y obras no rectas de los mismos, y ello en perjuicio de la doctrina cristiana y de las buenas costumbres. Pero, cuando quedan totalmente a salvo las enseñanzas del Evangelio, cuando el que yerra se halla movido por un sincero deseo de volverse al buen camino, entonces el sacerdote acuérdese de la respuesta dada por el Divino Maestro al Príncipe de los Apóstoles, cuando éste le preguntaba cuántas veces habría de perdonar a los hermanos: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete[66].

Que esta actividad vuestra tenga siempre por objeto no las cosas terrenales y caducas, sino las eternas. Ideal de los sacerdotes, que aspiren a la santidad, debe ser éste: el trabajar únicamente por la gloria de Dios y la salvación de las almas. Muchísimos son los sacerdotes que, aun entre las graves dificultades y angustias de nuestro tiempo, han tenido como norma los ejemplos y avisos del Apóstol de las Gentes, cuando, contentándose con un mínimum indispensable, y tan sólo buscando lo estrictamente necesario, afirmaba: Teniendo alimentos y con qué cubrirnos, contentémonos con ello[67].

Gracias a este despego de las cosas terrenales, que va unido a una gran confianza en la Providencia divina, y que Nos parece digno de la mayor alabanza, el ministerio sacerdotal ha dado a la Iglesia frutos ubérrimos de bien espiritual y aun social.

D) CON SÓLIDA DOCTRINA, Y CELO

33. Esta vuestra solícita actividad debe, en fin, estar iluminada con la luz de la sabiduría y de la ciencia e inflamada por la llama de la caridad. Todo el que se propone eficazmente la santificación propia y de los demás, debe estar adornado con sólida doctrina, que no solamente ha de comprender la teología, sino que también debe extenderse a los conocimientos científicos y literarios de nuestra época; y pertrechado con tales estudios, el sacerdote, como buen padre de familia, podrá sacar de su tesoro cosas nuevas y antiguas[68], de tal suerte que su ministerio sea siempre muy estimado por todos, y resulte fructuoso. Ante todo, esta vuestra actividad ministerial debe ajustarse con absoluta fidelidad a las prescripciones de esta Sede Apostólica y a las normas de los Obispos. Y nunca ocurra, amados hijos, que dejen de usarse, o por defectuosa dirección no respondan a las necesidades de los fieles, todas aquellas formas y métodos de apostolado que hoy son de tanta utilidad, especialmente en aquellas regiones donde el clero es extraordinariamente escaso.

Que cada día, pues, crezca más este vuestro celo activo, que consolide a la Iglesia de Dios, que brille ejemplar para los fieles y que constituya un firme baluarte contra el que se estrellen, inútiles, los ataques de los enemigos de Dios.

34. Y ahora deseamos que esta Nuestra apostólica Exhortación tenga un especial recuerdo para aquellos sacerdotes que, con gran humildad, pero con caridad encendida, dedican todo su empeño a procurar y a aumentar la santificación de los demás sacerdotes, ya como consejeros suyos, ya como directores espirituales, como confesores. El bien incalculable que ellos hacen a la Iglesia queda la mayor parte de las veces oculto durante toda su vida; pero un día se manifestará con toda claridad en la gloria del Rey celestial.

Nos, que no hace muchos años, con gran consuelo Nuestro, decretamos el máximo honor de los altares al sacerdote de Turín, José Cafasso -que en tiempos muy difíciles, según bien sabéis, fue guía espiritual, tan sabio y tan santo, de no pocos sacerdotes, que les hizo avanzar en la virtud y les hizo particularmente fecundo su sagrado ministerio-, alimentamos la plena confianza de que, por su válido patrocinio, el Divino Redentor suscite numerosos sacerdotes de igual santidad, que sepan conducirse a sí mismos y guiar a sus propios hermanos a tan excelsa perfección de vida, que todos los fieles, al contemplar sus luminosos ejemplos, se sientan interior y espontáneamente movidos a imitarlos.


1 Cf. Io. 21, 15. 17.

2 1 Pet. 5, 2. 3.

3 Praef. Missae in festo Christi Regis.

4 Cf. 1 Cor. 4, 1.

5 Cf. 1 Cor. 3, 9.

6 Cf. 2 Tim. 3, 17.

7 Exhort. Haerent animo: Acta Pii X, 4, 237 ss.

8 Enc. Ad catholici sacerdotii A.A.S. 28. (1936) 5 ss.

9 A.A.S. 35 (1943) 193 ss.

10 A.A.S. 39 (1947) 521 ss.

11 Io. 20, 21.

12 Luc. 10, 16.

13 Hebr. 5, 1.

14 1 Cor. 3, 9.

15 2 Cor. 2, 15.

16 Pontificale Romanum, De ord. presbyt.

17 Cf. Col. 3, 3.

18 Cf. Mat. 22, 37. 38, 39.

19 Cf. 1 Cor. 13, 4. 5. 6. 7.

20 Col. 3, 14.

21 C.I.C. can. 124.

22 Act. 10, 38.

23 Io. 13, 15.

24 Mat. 11, 29.

25 Io. 15, 5.

26 Mat. 20, 28.

27 Cf. Mat. 16, 24.

28 2 Cor. 12, 5.

29 Act. 4, 41.

30 1 Cor. 7, 32. 33.

31 Missale Rom. Canon.

32 1 Pet. 5, 8.

33 Marc. 14, 38.

34 Pontificale Rom. In ordin. diacon.

35 2 Cor. 12, 14.

36 De imit. Christi, 1, 4, 5, 13. 14.

37 S. Athanas. De Incaruatione n. 12: PG 26, 1003 ss.

38 Cf. S. Aug. De civitate Dei 10, 6; PL 41, 284.

39 Cf. Mat. 5, 6.

40 Rom. 13, 14.

41 Sermo 108: PL 52, 500, 501.

42 A.A.S. 39 (1947) 552, 553.

43 Hebr. 5, 1.

44 Brev. Rom. Hymn. pro off. Dedic. Eccl.

45 Luc. 18, 1.

46 Hebr. 13, 15.

47 Ibid. 5, 7.

48 S. Aug. Enarr. in Ps. 85, 1: PL 37, 1081.

49 Cf. enc. Mediator Dei: A.A.S. 39 (1947), 574.

50 Cf. C.I.C. can. 125, 2.

51 Cf. C.I.C. can. 125, 2.

52 C.I.C. can. 125, 1.

53 Enc. Mystici Corporis: A.A.S. 35 (1943) 235.

54 Luc. 1, 74. 75.

55 1 Cor. 4, 1.

56 Cf. 1 Cor. 10, 33.

57 1 Cor. 3, 7.

58 1 Petr. 4, 11.

59 1 Cor. 4, 16.

60 Cf. A.A.S. 36 (1944) 239: Epist. Cum proxime exeat.

61 Cf. Orat. die 12 sept. 1947.

62 Cf. Phil. 4, 13.

63 2 Cor. 12, 15.

64 Act. 10, 38.

65 Io. 4, 37.

66 Mat. 18, 22.

67 1 Tim. 6, 8.

68 Cf. Mat. 13, 52.

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