HAURIETIS AQUAS

Carta encíclica
de S.S. Pío XII
sobre la devoción al
Sagrado Corazón de Jesús


 

III

EL CORAZÓN DE JESUS Y LA MISIÓN SALVADORA DEL REDENTOR

17. Ahora, Venerables Hermanos, para que de estas Nuestras piadosas consideraciones podamos sacar abundantes y saludables frutos, parémonos a meditar y contemplar brevemente la íntima participación que el Corazón de nuestro Salvador Jesucristo tuvo en su vida afectiva divina y humana, durante el curso de su vida mortal. En las páginas del Evangelio, principalmente, encontraremos la luz, con la cual, iluminados y fortalecidos, podremos penetrar en el templo de este divino Corazón y admirar con el Apóstol de las Gentes las abundantes riquezas de la gracia [de Dios] en la bondad usada con nosotros por amor de Jesucristo[57].

18. El adorable Corazón de Jesucristo late con amor divino al mismo tiempo que humano, desde que la Virgen María pronunció su Fiat, y el Verbo de Dios, como nota el Apóstol, al entrar en el mundo dijo: "Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: Heme aquí presente. En el principio del libro se habla de mí. Quiero hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad..." Por esta "voluntad" hemos sido santificados mediante la "oblación del cuerpo" de Jesucristo, que él ha hecho de una vez para siempre[58].

De manera semejante palpitaba de amor su Corazón, en perfecta armonía con los afectos de su voluntad humana y con su amor divino, cuando en la casita de Nazaret mantenía celestiales coloquios con su dulcísima Madre y con su padre putativo, San José, al que obedecía y con quien colaboraba en el fatigoso oficio de carpintero. Este mismo triple amor movía a su Corazón en su continuo peregrinar apostólico, cuando realizaba innumerables milagros, cuando resucitaba a los muertos o devolvía la salud a toda clase de enfermos, cuando sufría trabajos, soportaba el sudor, hambre y sed; en las prolongadas vigilias nocturnas pasadas en oración ante su Padre amantísimo; en fin, cuando daba enseñanzas o proponía y explicaba parábolas, especialmente las que más nos hablan de la misericordia, como la parábola de la dracma perdida, la de la oveja descarriada y la del hijo pródigo. En estas palabras y en estas obras, como dice San Gregorio Magno, se manifiesta el Corazón mismo de Dios: Mira el Corazón de Dios en las palabras de Dios, para que con más ardor suspires por los bienes eternos[59].

Con amor aun mayor latía el Corazón de Jesucristo cuando de su boca salían palabras inspiradas en amor ardentísimo. Así, para poner algún ejemplo, cuando viendo a las turbas cansadas y hambrientas, dijo: Me da compasión esta multitud de gentes[60]; y cuando, a la vista de Jerusalén, su predilecta ciudad, destinada a una fatal ruina por su obstinación en el pecado, exclamó: Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son enviados; ¡cuantas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus polluelos bajo las alas, y tú no lo has querido![61]. Su Corazón palpitó también de amor hacia su Padre y de santa indignación cuando vio el comercio sacrílego que en el templo se hacía, e increpó a los violadores con estas palabras: Escrito está: "Mi casa será llamada casa de oración"; mas vosotros hacéis de ella una cueva de ladrones[62].

19. Pero particularmente se conmovió de amor y de temor su Corazón, cuando ante la hora ya tan inminente de los cruelísimos padecimientos y ante la natural repugnancia a los dolores y a la muerte, exclamó: Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz[63]; vibró luego con invicto amor y con amargura suma, cuando, aceptando el beso del traidor, le dirigió aquellas palabras que suenan a última invitación de su Corazón misericordiosísimo al amigo que, con ánimo impío, infiel y obstinado, se disponía a entregarlo en manos de sus verdugos: Amigo, ¿a qué has venido aquí? ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?[64]; en cambio, se desbordó con regalado amor y profunda compasión, cuando a las piadosas mujeres, que compasivas lloraban su inmerecida condena al tremendo suplicio de la cruz, las dijo así: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos..., pues si así tratan al árbol verde, ¿en el seco qué se hará?[65].

Finalmente, colgado ya en la cruz el Divino Redentor, es cuando siente cómo su Corazón se trueca en impetuoso torrente, desbordado en los más variados y vehementes sentimientos, esto es, de amor ardentísimo, de angustia, de misericordia, de encendido deseo, de serena tranquilidad, como se nos manifiestan claramente en aquellas palabras tan inolvidables como significativas: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen[66]; Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?[67]; En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso[68]; Tengo sed[69]; Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu[70].

20. ¿Quién podrá dignamente describir los latidos del Corazón divino, signo de su infinito amor, en aquellos momentos en que dio a los hombres sus más preciados dones: a Sí mismo en el sacramento de la Eucaristía, a su Madre Santísima y la participacion en el oficio sacerdotal?

Ya antes de celebrar la última cena con sus discípulos, sólo al pensar en la institución del Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, con cuya efusión había de sellarse la Nueva Alianza, en su Corazón sintió intensa conmoción, que manifestó a sus apóstoles con estas palabras: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer[71]; conmoción que, sin duda, fue aún más vehemente cuando tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a ellos, diciendo: "Este es mi cuerpo, el cual se da por vosotros; haced esto en memoria mía". Y así hizo también con el cáliz, luego de haber cenado, y dijo: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que se derramará por vosotros"[72].

Con razón, pues, debe afirmarse que la divina Eucaristía, como sacramento por el que El se da a los hombres y como sacrificio en el que El mismo continuamente se inmola desde el nacimiento del sol hasta su ocaso[73], y también el Sacerdocio, son clarísimos dones del Sacratísimo Corazón de Jesús.

Don también muy precioso del sacratísimo Corazón es, como indicábamos, la Santísima Virgen, Madre excelsa de Dios y Madre nuestra amantísima. Era, pues, justo fuese proclamada Madre espiritual del género humano la que, por ser Madre natural de nuestro Redentor, le fue asociada en la obra de regenerar a los hijos de Eva para la vida de la gracia. Con razón escribe de ella San Agustín: Evidentemente Ella es la Madre de los miembros del Salvador, que somos nosotros, porque con su caridad cooperó a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son los miembros de aquella Cabeza[74].

Al don incruento de Sí mismo bajo las especies del pan y del vino quiso Jesucristo nuestro Salvador unir, como supremo testimonio de su amor infinito, el sacrificio cruento de la Cruz. Así daba ejemplo de aquella sublime caridad que él propuso a sus discípulos como meta suprema del amor, con estas palabras: Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos[75]. De donde el amor de Jesucristo, Hijo de Dios, revela en el sacrificio del Gólgota, del modo más elocuente, el amor mismo de Dios: En esto hemos conocido la caridad de Dios: en que dio su vida por nosotros; y así nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos[76]. Cierto es que nuestro Divino Redentor fue crucificado más por la interior vehemencia de su amor que por la violencia exterior de sus verdugos: su sacrificio voluntario es el don supremo que su Corazón hizo a cada uno de los hombres, según la concisa expresión del Apóstol: Me amó y se entregó a sí mismo por mí[77].

21. No hay, pues, duda de que el Sagrado Corazón de Jesús, al ser participante tan íntimo de la vida del Verbo encarnado y, al haber sido, por ello asumido como instrumento de la divinidad, no menos que los demás miembros de su naturaleza humana, para realizar todas las obras de la gracia y de la omnipotencia divina[78], por lo mismo es también símbolo legítimo de aquella inmensa caridad que movió a nuestro Salvador a celebrar, por el derramamiento de la sangre, su místico matrimonio con la Iglesia: Sufrió la pasión por amor a la Iglesia que había de unir a sí como Esposa[79]. Por lo tanto, del Corazón traspasado del Redentor nació la Iglesia, verdadera dispensadora de la sangre de la Redención; y del mismo fluye abundantemente la gracia de los sacramentos que a los hijos de la Iglesia comunican la vida sobrenatural, como leemos en la sagrada Liturgia: Del Corazón abierto nace la Iglesia, desposada con Cristo... Tú, que del Corazón haces manar la gracia[80].

De este simbolismo, no desconocido para los antiguos Padres y escritores eclesiásticos, el Doctor común escribe, haciéndose su fiel intérprete: Del costado de Cristo brotó agua para lavar y sangre para redimir. Por eso la sangre es propia del sacramento de la Eucaristía; el agua, del sacramento del Bautismo, el cual, sin embargo, tiene su fuerza para lavar en virtud de la sangre de Cristo[81]. Lo afirmado del costado de Cristo, herido y abierto por el soldado, ha de aplicarse a su Corazón, al cual, sin duda, llegó el golpe de la lanza, asestado precisamente por el soldado para comprobar de manera cierta la muerte de Jesucristo.

Por ello, durante el curso de los siglos, la herida del Corazón Sacratísimo de Jesús, muerto ya a esta vida mortal, ha sido la imagen viva de aquel amor espontáneo por el que Dios entregó a su Unigénito para la redención de los hombres, y por el que Cristo nos amó a todos con tan ardiente amor, que se inmoló a sí mismo como víctima cruenta en el Calvario: Cristo nos amó, y se ofreció a sí mismo a Dios, en oblación y hostia de olor suavísimo[82].

22. Después que nuestro Salvador subió al cielo con su cuerpo glorificado y se sentó a la diestra de Dios Padre, no ha cesado de amar a su esposa, la Iglesia, con aquel inflamado amor que palpita en su Corazón. Aun en la gloria del cielo, lleva en las heridas de sus manos, de sus pies y de su costado los esplendentes trofeos de su triple victoria: sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la muerte; lleva, además, en su Corazón, como en arca preciosísima, aquellos inmensos tesoros de sus méritos, frutos de su triple victoria, que ahora distribuye con larguez al género humano ya redimido. Esta es una verdad consoladora, enseñada por el Apóstol de las Gentes, cuando escribe: Al subirse a lo alto llevó consigo cautiva a una grande multitud de cautivos, y derramó sus dones sobre los hombres... El que descendió, ese mismo es el que ascendió sobre todos los cielos, para dar cumplimiento a todas las cosas[83].

23. La misión del Espíritu Santo a los discípulos es la primera y espléndida señal del munífico amor del Salvador, después de su triunfal ascensión a la diestra del Padre. De hecho, pasados diez días, el Espíritu Paráclito, dado por el Padre celestial, bajó sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo, como Jesús mismo les había prometido en la última cena: Yo rogaré al Padre y él os dará otro consolador para que esté con vosotros eternamente[84]. El Espíritu Paráclito, por ser el Amor mutuo personal por el que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, es enviado por ambos, bajo forma de lenguas de fuego, para infundir en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina y de los demás carismas celestiales. Pero esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón de nuestro Salvador, en el cual están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia[85].

Esta caridad es, por lo tanto, don del Corazón de Jesús y de su Espíritu. A este común Espíritu del Padre y del Hijo se debe, en primer lugar, el nacimiento de la Iglesia y su propagación admirable en medio de todos los pueblos paganos, dominados hasta entonces por la idolatría, el odio fraterno, la corrupción de costumbres y la violencia. Esta divina caridad, don preciosísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es la que dio a los Apóstoles y a los mártires la fortaleza para predicar la verdad evangélica y testimoniarla hasta con su sangre; a los Doctores de la Iglesia, aquel ardiente celo por ilustrar y defender la fe católica; a los Confesores, para practicar las más selectas virtudes y realizar las empresas más útiles y admirables, provechosas a la propia santificación y a la salud eterna y temporal de los prójimos; a las Vírgenes, finalmente, para renunciar espontánea y alegremente a los goces de los sentidos, con tal de consagrarse por completo al amor del celestial Esposo.

A esta divina caridad, que redunda del Corazón del Verbo encarnado y se infunde por obra del Espíritu Santo en las almas de todos los creyentes, el Apóstol de las Gentes entonó aquel himno de victoria, que ensalza a la par el triunfo de Jesucristo, Cabeza, y el de los miembros de su Místico Cuerpo sobre todo cuanto de algun modo se opone al establecimiento del divino Reino del amor entre los hombres: ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el riesgo, la persecución?, ¿la espada? ... Mas en todas estas cosas soberanamente triunfamos por obra de Aquel que nos amó. Porque seguro estoy de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados, ni lo presente ni lo venidero, ni poderíos, ni altura, ni profundidades, ni otra alguna criatura será capaz de separarnos del amor de Dios que se funda en Jesucristo nuestro Señor[86].

24. Nada, por lo tanto, prohibe que adoremos el Corazón Sacratísimo de Jesucristo como participación y símbolo natural, el más expresivo, de aquel amor inexhausto que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacia el género humano. Ya no está sometido a las perturbaciones de esta vida mortal; sin embargo, vive y palpita y está unido de modo indisoluble a la Persona del Verbo divino, y, en ella y por ella, a su divina voluntad. Y porque el Corazón de Cristo se desborda en amor divino y humano, y porque está lleno de los tesoros de todas las gracias que nuestro Redentor adquirió por los méritos de su vida, padecimientos y muerte, es, sin duda, la fuente perenne de aquel amor que su Espíritu comunica a todos los miembros de su Cuerpo Místico.

Así, pues, el Corazón de nuestro Salvador en cierto modo refleja la imagen de la divino Persona del Verbo, y es imagen también de sus dos naturalezas, la humana y la divina; y así en él podemos considerar no sólo el símbolo, sino también, en cierto modo, la síntesis de todo el misterio de nuestra Redención. Luego, cuando adoramos el Corazón de Jesucristo, en él y por él adoramos así el amor increado del Verbo divino como su amor humano, con todos sus demás afectos y virtudes, pues por un amor y por el otro nuestro Redentor se movió a inmolarse por nosotros y por toda la Iglesia, su Esposa, según el Apóstol: Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola con el bautismo de agua por la palabra de vida, a fin de hacerla comparecer ante sí llena de gloria, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada[87].

Cristo ha amado a la Iglesia, y la sigue amando intensamente con aquel triple amor de que hemos hablado[88], y ese es el amor que le mueve a hacerse nuestro Abogado para conciliarnos la gracia y la misericordia del Padre, siempre vivo para interceder por nosotros[89]. La plegaria que brota de su inagotable amor, dirigida al Padre, no sufre interrupción alguna. Como en los días de su vida en la carne[90], también ahora, triunfante ya en el cielo, suplica al Padre con no menor eficacia; y a Aquel que amó tanto al mundo que dio a su Unigénito Hijo, a fin de que todos cuantos creen en El no perezcan, sino que tengan la vida eterna[91]. El muestra su Corazón vivo y herido, con un amor más ardiente que cuando, ya exánime, fue herido por la lanza del soldado romano: Por esto fue herido [tu Corazón], para que por la herida visible viésemos la herida invisible del amor[92].

Luego no puede haber duda alguna de que ante las súplicas de tan grande Abogado hechas con tan vehemente amor, el Padre celestial, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros[93], por medio de El hará descender siempre sobre todos los hombres la exuberante abundancia de sus gracias divinas.

 

IV

NACIMIENTO Y DESARROLLO DEL CULTO DEL SAGRADO CORAZÓN

25. Hemos querido, Venerables Hermanos, proponer a vuestra consideración y a la del pueblo cristiano, en sus líneas generales, la naturaleza íntima del culto al Corazón de Jesús, y las perennes gracias que de él se derivan, tal como resaltan de su fuente primera, la revelación divina. Estamos persuadidos de que estas Nuestras reflexiones, dictadas por la enseñanza misma del Evangelio, han mostrado claramente cómo este culto se identifica sustancialmente con el culto al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y también con el culto al amor mismo con que el Padre y el Espíritun Santo aman a los hombres pecadores; porque, como observa el Doctor Angélico, el amor de las tres Personas divinas es el principio y origen del misterio de la Redención humana, ya que, desbordándose aquel poderosamente sobre la voluntad humana de Jesucristo y, por lo tanto, sobre su Corazón adorable, le indujo con un idéntico amor a derramar generosamente su Sangre para rescatarnos de la servidumbre del pecado[94]: Con un bautismo tengo que ser bautizado, y ¡qué angustias hasta que se cumpla![95].

Por lo demás, es persuasión Nuestra que el culto tributado al amor de Dios y de Jesucristo hacia el género humano, a través del símbolo augusto del Corazón traspasado del Redentor crucificado, jamás ha estado completamente ausente de la piedad de los fieles, aunque su manifestación clara y su admirable difusión en toda la Iglesia se haya realizado en tiempos no muy remotos de nosotros, sobre todo después que el Señor mismo reveló este divino misterio a algunos hijos suyos, y los eligió para mensajeros y heraldos suyos, y los eligió para mensajeros y heraldos suyos, luego de haberles colmado con abundancia de dones sobrenaturales.

De hecho, siempre hubo almas especialmente consagradas a Dios que, inspiradas en los ejemplos de la excelsa Madre de Dios, de los Apóstoles y de insignes Padres de la Iglesia, han tributado culto de adoración, de gratitud y de amor a la Humanidad santísima de Cristo y en modo especial a las heridas abiertas en su Cuerpo por los tormentos de la Pasión salvadora.

Y ¿cómo no reconocer en aquellas palabras ¡Señor mío y Dios mío![96], pronunciadas por el apóstol Tomás y que revelan su improvisa transformación de incrédulo en fiel, una clara profesión de fe, de adoración y de amor, que de la humanidad llagada del Salvador se elevaba hasta la majestad de la Persona Divina?

Mas si el Corazón traspasado del Redentor siempre ha llevado a los hombres a venerar su infinito amor por el género humano, porque para los cristianos de todos los tiempos han tenido siempre valor las palabras del profeta Zacarías, que el evangelista San Juan aplicó a Jesús Crucificado: Verán a Quien traspasaron[97], obligado es, sin embargo, reconocer que tan sólo poco a poco y progresivamente llegó ese Corazón a constituir objeto directo de un culto especial, como imagen del amor humano y divino del Verbo Encarnado.

26. Si queremos indicar siquiera las etapas gloriosas recorridas por este culto en la historia de la piedad cristiana, precisa, ante todo, recordar los nombres de algunos de aquellos que bien se pueden considerar como los precursores de esta devoción que, en forma privada, pero de modo gradual, cada vez más vasto, se fue difundiendo dentro de los Institutos religiosos. Así, por ejemplo, se distinguieron por haber establecido y promovido cada vez más este culto al Corazón Sacratísimo de Jesús: San Buenaventura, San Alberto Magno, Santa Gertrudis, Santa Catalina de Siena, el Beato Enrique Suso, San Pedro Canisio y San Francisco de Sales. San Juan Eudes es el autor del primer oficio litúrgico en honor del Sagrado Corazón de Jesús, cuya fiesta solemne se celebró por primera vez, con el beneplácito de muchos Obispos de Francia, el 20 de octubre de 1672.

Pero entre todos los promotores de esta excelsa devoción merece un puesto especial Santa Margarita María Alacoque, porque su celo, iluminado y ayudado por el de su director espiritual -el Beato Claudio de la Colombiere-, consiguió que este culto, ya tan difundido, haya alcanzado el desarrollo que hoy suscita la admiración de los fieles cristianos, y que, por sus características de amor y reparación, se distingue de todas las demás formas de la piedad cristiana[98].

Basta esta rápida evocación de los orígenes y gradual desarrollo del culto del Corazón de Jesús para convencernos plenamente de que su admirable crecimiento se debe principalmente al hecho de haberse comprobado que era en todo conforme con la índole de la religión cristiana, que es la religión del amor.

No puede decirse, por consiguiente, ni que este culto deba su origen a revelaciones privadas, ni cabe pensar que apareció de improviso en la Iglesia; brotó espontáneamente, en almas selectas, de su fe viva y de su piedad ferviente hacia la persona adorable del Redentor y hacia aquellas sus gloriosas heridas, testimonio el más elocuente de su amor inmenso para el espíritu contemplativo de los fieles. Es evidente, por lo tanto, cómo las revelaciones de que fue favorecida Santa Margarita María ninguna nueva verdad añadieron a la doctrina católica. Su importancia consiste en que -al mostrar el Señor su Corazón Sacratísimo- de modo extraordinario y singular quiso atraer la consideración de los hombres a la contemplación y a la veneración del amor tan misericordioso de Dios al género humano. De hecho, mediante una manifestación tan excepcional, Jesucristo expresamente y en repetidas veces mostró su Corazón como el símbolo más apto para estimular a los hombres al conocimiento y a la estima de su amor; y al mismo tiempo lo constituyó como señal y prenda de su misericordia y de su gracia para las necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos modernos.

27. Además, una prueba evidente de que este culto nace de las fuentes mismas del dogma católico está en el hecho de que la aprobación de la fiesta litúrgica por la Sede Apostólica precedió a la de los escritos de Santa Margarita María. En realidad, independientemente de toda revelación privada, y sólo accediendo a los deseos de los fieles, la Sagrada Congregación de Ritos, por decreto del 25 de enero de 1765, aprobado por Nuestro predecesor Clemente XIII el 6 de febrero del mismo año, concedió a los Obispos de Polonia y a la Archicofradía Romana del Sagrado Corazón de Jesús la facultad de celebrar la fiesta litúrgica. Con este acto quiso la Santa Sede que tomase nuevo incremento un culto, ya en vigor y floreciente, cuyo fin era reavivar simbólicamente el recuerdo del amor divino[99], que había llevado al Salvador a hacerse víctima para expiar los pecados de los hombres.

A esta primera aprobación, dada en forma de privilegio y aun limitado para determinados fines, siguió otra, a distancia casi de un siglo, de importancia mucho mayor y expresada en términos más solemnes. Nos referimos al decreto de la Sagrada Congregación de Ritos del 23 de agosto de 1856, anteriormente mencionado, por el cual Nuestro predecesor Pío IX, de i. m., acogiendo las súplicas de los Obispos de Francia y de casi todo el mundo católico, extendió a toda la Iglesia la fiesta del Corazón Sacratísimo de Jesús y prescribió la forma de su celebración litúrgica[100]. Fecha ésta, digna de ser recomendada al perenne recuerdo de los fieles, pues, como vemos escrito en la liturgia misma de dicha festividad: Desde entonces, el culto del Sacramentísimo Corazón de Jesús, semejante a un río desbordado, venciendo todos los obstáculos, se difundió por todo el mundo católico.

De cuanto hemos expuesto hasta ahora aparece evidente, Venerables Hermanos, que en los textos de la Sagrada Escritura, de la Tradición y de la Sagrada Liturgia es donde los fieles han de encontrar principalmente los manantiales límpidos y profundos del culto al Corazón Sacratísimo de Jesús, si desean penetrar en su íntima naturaleza y sacar de su pía meditación sustancia y aumento para su fervor religioso. Iluminada, y penetrando más íntimamente mediante esta meditación asidua, el alma fiel no podrá menos de llegar a aquel dulce conocimiento de la caridad de Cristo, en la cual está la plenitud toda de la vida cristiana, como, instruido por la propia experiencia, enseña el Apóstol: Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo..., para que, según las riquezas de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu ser fortalecidos en virtud en el hombre interior, y que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, estando arraigados y cimentados en caridad; a fin de que podáis... conocer también aquel amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, para que seáis plenamente colmados de toda la plenitud de Dios[101]. De esta universal plenitud es precisamente imagen muy espléndida el Corazón de Jesucristo: plenitud de misericordia, propia del Nuevo Testamento, en el cual Dios nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor para con los hombres[102]; pues no envió Dios su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve[103].

28. Constante persuasión de la Iglesia, maestra de verdad para los hombres, ya desde que promulgó los primeros documentos oficiales relativos al culto del Corazón Sacratísimo de Jesús, fue que sus elementos esenciales, es decir, los actos de amor y de reparación tributados al amor infinito de Dios hacia los hombres, lejos de estar contaminados de materialismo y de superstición, constituyen una norma de piedad, en la que se cumple perfectamente aquella religión espiritual y verdadera que anunció el Salvador mismo a la Samaritana: Ya llega tiempo, y ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre desea. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben adorarle en espíritu y en verdad[104].

Por lo tanto, no es justo decir que la contemplación del Corazón físico de Jesús impide el contacto más íntimo con el amor de Dios, porque retarda el progreso del alma en la "vía" que conduce directa a la posesión de las más excelsas virtudes. La Iglesia rechaza plenamente este falso misticismo al igual que, por la autoridad de Nuestro Predecesor Inocencio XI, de f. m., condenó la doctrina de quienes afirmaban: No deben (las almas de esta "vía" interna) hacer actos de amor a la bienaventurada Virgen, a los Santos o a la humanidad de Cristo; pues como estos objetos son sensibles, tal es también el amor hacia ellos. Ninguna criatura, ni aun la bienaventurada Virgen y los Santos, han de tener asiento en nuestro corazón; porque Dios quiere ocuparlo y poseerlo solo[105].

Los que así piensan son, naturalmente, de opinión que el simbolismo del Corazón de Cristo no se extiende más allá de su amor sensible y que no puede, por lo tanto, en modo alguno constituir un nuevo fundamento del culto de latría, que está reservado tan sólo a lo que es esencialmente divino. Ahora bien, una interpretación semejante del valor simbólico de las sagradas imágenes es absolutamente falsa, porque coarta injustamente su trascendental significado. Contraria es la opinión y la enseñanza de los teólogos católicos, entre los cuales Santo Tomás escribe así: A las imágenes se les tributa culto religioso, no consideradas en sí mismas, es decir, en cuanto realidades, sino en cuanto son imágenes que nos llevan hasta Dios encarnado. El movimiento del alma hacia la imagen, en cuanto es imagen, no se para en ella, sino que tiende al objeto representado por la imagen. Por consiguiente, del tributar culto religioso a las imágenes de Cristo no resulta un culto de latría diverso ni una virtud de religión distinta[106]. Por lo tanto, es en la persona misma del Verbo Encarnado donde termina el culto relativo tributado a sus imágenes, sean éstas las reliquias de su acerba Pasión, sea la imagen misma que supera a todas en valor expresivo, es decir, el Corazón herido de Cristo crucificado.

Y así del elemento corpóreo -el Corazón de Jesucristo- y de su natural simbolismo, es legítimo y justo que, llevados en alas de la fe, nos elevemos no sólo a la contemplación de su amor sensible, sino más alto aún, hasta la consideración y adoración de su excelentísimo amor infundido, y, finalmente, en un vuelo sublime y dulce a un mismo tiempo, hasta la meditación y adoración del Amor divino del Verbo Encarnado. De hecho, a la luz de la fe -por la cual creemos que en la Persona de Cristo están unidas la naturaleza humana y la naturaleza divina- nuestra mente se torna idónea para concebir los estrechísimos vínculos que existen entre el amor sensible del Corazón físico de Jesús y su doble amor espiritual, el humano y el divino. En realidad, estos amores no se deben considerar sencillamente como coexistentes en la adorable Persona del Redentor divino, sino también como unidos entre sí por vínculo natural, en cuanto que al amor divino están subordinados el humano espiritual y el sensible, los cuales dos son una representación analógica de aquél. No pretendemos con esto que en el Corazón de Jesús se haya de ver y adorar la que llaman imagen formal, es decir, la representación perfecta y absoluta de su amor divino, pues que no es posible representar adecuadamente con ninguna imagen criada la íntima esencia de este amor; pero el alma fiel, al venerar el Corazón de Jesús, adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella de la Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del Verbo Encarnado al género humano, contaminado por tantos crímenes.

29. Por ello, en esta materia tan importante como delicada, es necesario tener siempre muy presente cómo la verdad del simbolismo natural, que relaciona al Corazón físico de Jesús con la Persona del Verbo, descansa toda ella en la verdad primaria de la unión hipostática; en torno a la cual no cabe duda alguna, como no se quiera renovar los errores condenados más de una vez por la Iglesia, por contrarios a la unidad de Persona en Cristo -con la distinción e integridad de sus dos naturalezas.

Esta verdad fundamental nos permite entender cómo el Corazón de Jesús es el corazón de una persona divina, es decir, del Verbo Encarnado, y que, por consiguiente, representa y pone ante los ojos todo el amor que El nos ha tenido y nos tiene aún. Y aquí está la razón de por qué el culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana. Verdaderamente, la religión de Jesucristo se funda toda en el Hombre-Dios Mediador; de manera que no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de Cristo, conforme a lo que El mismo afirmó: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí[107].

Siendo esto así, fácilmente se deduce que el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús no es sustancialmente sino el mismo culto al amor con que Dios nos amó por medio de Jesucristo, al mismo tiempo que el ejercicio de nuestro amor a Dios y a los demás hombres. Dicho de otra manera: Este culto se dirige al amor de Dios para con nosotros, proponiéndolo como objeto de adoración, de acción de gracias y de imitación; además, considera la perfeccion de nuestro amor a Dios y a los hombres como la meta que ha de alcanzarse por el cumplimiento cada vez más generoso del mandamiento "nuevo" que el Divino Maestro legó como sacra herencia a sus Apóstoles, cuando les dijo: Un nuevo mandamiento os doy: Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado... El precepto mío es que os améis unos a otros, como yo os he amado[108]. Mandamiento éste, en verdad nuevo y propio de Cristo; porque, como dice Santo Tomás de Aquino: Poca diferencia hay entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, pues, como dice Jeremías, "Haré un pacto nuevo con la casa de Israel"[109]. Pero que este mandamiento se practicase en el Antiguo Testamento a impulso de santo temor y amor, se debía al Nuevo Testamento; en cuanto que, si este mandamiento ya existía en la Antigua Ley, no era como prerrogativa suya propia, sino más bien como prólogo y preparación de la Ley Nueva[110].

 

V

PRÁCTICA DEL CULTO DEL SAGRADO CORAZÓN

30. Antes de terminar estas consideraciones tan hermosas como consoladoras sobre la naturaleza auténtica de este culto y su cristiana excelencia, Nos, plenamente conscientes del oficio apostólico que por primera vez fue confiado a San Pedro, luego de haber profesado por tres veces su amor a Jesucristo nuestro Señor, creemos conveniente exhortaros una vez más, Venerables Hermanos, y por vuestro medio a todos los queridísimos hijos en Cristo, para que con creciente entusiasmo cuidéis de promover esta suavísima devoción, pues de ella han de brotar grandísimos frutos también en nuestros tiempos.

Y en verdad que si debidamente se ponderan los argumentos en que se funda el culto tributado al Corazón herido de Jesús, todos verán claramente cómo aquí no se trata de una forma cualquiera de piedad, que sea lícito posponer a otras o tenerla en menos, sino de una práctica religiosa muy apta para conseguir la perfección cristiana. Si la devoción -según el tradicional concepto teológico, formulado por el Doctor Angélico- no es sino la pronta voluntad de dedicarse a todo cuanto con el servicio de Dios se relaciona[111], ¿puede haber servicio divino más debido y más necesario, al mismo tiempo que más noble y dulce, que el rendido a su amor? Y ¿qué servicio cabe pensar más grato y afecto a Dios que el homenaje tributado a la caridad divina y que se hace por amor, desde el momento en que todo servicio voluntario en cierto modo es un don, y cunado el amor constituye el don primero, por el que nos son dados todos los dones gratuitos?112. Es digna, pues, de sumo honor aquella forma de culto por la cual el hombre se dispone a honrar y amar en sumo grado a Dios y a consagrarse con mayor facilidad y prontitud al servicio de la divina caridad; y ello tanto más cuanto que nuestro Redentor mismo se dignó proponerla y recomendarla al pueblo cristiano, y los Sumos Pontífices la han confirmado con memorables documentos y la han enaltecido con grandes alabanzas. Y así, quien tuviere en poco este insigne beneficio que Jesucristo ha dado a su Iglesia, procedería en forma temeraria y perniciosa, y aun ofendería al mismo Dios.

31. Esto supuesto, ya no cabe duda alguna de que los cristianos que honran al sacratísimo Corazón del Redentor cumplen el deber, ciertamente gravísimo, que tienen de servir a Dios, y que juntamente se consagran a sí mismos y a toda su propia actividad, tanto interna como externa, a su Creador y Redentor, poniendo así en práctica aquel divino mandamiento: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas[113]. Además de que así tienen la certeza de que a honrar a Dios no les mueve ninguna ventaja personal, corporal o espiritual, temporal o eterna, sino la bondad misma de Dios, a quien cuidan de obsequiar con actos de amor, de adoración y de debida acción de gracias. Si no fuera así, el culto al sacratísimo Corazón de Jesús ya no respondería a la índole genuina de la religión cristiana, porque entonces el hombre con tal culto ya no tendría como mira principal el servicio de honrar principalmente el amor divino; y entonces deberían mantenerse como justas las acusaciones de excesivo amor y de demasiada solicitud por sí mismos, motivadas por quienes entienden mal esta devoción tan nobilísima, o no la practican con toda rectitud.

Todos, pues, tengan la firme persuasión de que en el culto al augustísimo Corazón de Jesús lo más importante no consiste en las devotas prácticas externas de piedad, y que el motivo principal de abrazarlo tampoco debe ser la esperanza de la propia utilidad, porque aun estos beneficios Cristo nuestro Señor los ha prometido mediante ciertas revelaciones privadas, precisamente para que los hombres se sintieran movidos a cumplir con mayor fervor los principales deberes de la religión católica, a saber, el deber de amor y el de la expiación, al mismo tiempo que así obtengan de mejor manera su propio provecho espiritual.

32. Exhortamos, pues, a todos Nuestros hijos en Cristo a que practiquen con fervor esta devoción, así a los que ya están acostumbrados a beber las aguas saludables que brotan del Corazón del Redentor, como, sobre todo, a los que, a guisa de espectadores, desde lejos miran todavía con espíritu de curiosidad y hasta de duda. Piensen éstos con atención que se trata de un culto, según ya hemos dicho, que desde hace mucho tiempo está arraigado en la Iglesia, que se apoya profundamente en los mismos Evangelios; un culto, en cuyo favor está claramente la Tradición y la sagrada Liturgia, y que los mismos Romanos Pontífices han ensalzado con alabanzas tan multiplicadas como grandes: no se contentaron con instituir una fiesta en honor del Corazón augustísimo del Redentor, y extenderla luego a toda la Iglesia, sino que por su parte tomaron la iniciativa de dedicar y consagrar solemnemente todo el género humano al mismo sacratísimo Corazón[114]. Finalmente, conveniente es asimismo pensar que este culto tiene en su favor una mies de frutos espirituales tan copiosos como consoladores, que de ella se han derivado para la Iglesia: innumerables conversiones a la religión católica, reavivada vigorosamente la fe en muchos espíritus, más íntima la unión de los fieles con nuestro amantísimo Redentor; frutos todos estos que, sobre todo en los últimos decenios, se han mostrado en una forma tan frecuente como conmovedora.

Al contemplar este admirable espectáculo de la extensión y fervor con que la devoción al sacratísimo Corazón de Jesús se ha propagado en toda clase de fieles, Nos sentimos ciertamente llenos de gozo y de inefable consuelo; y, luego de dar a nuestro Redentor las obligadas gracias por los tesoros infinitos de su bondad, no podemos menos de expresar Nuestra paternal complacencia a todos los que, tanto del clero como del elemento seglar, con tanta eficacia han cooperado a promover este culto.

33. Aunque la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, Venerables Hermanos, ha producido en todas partes abundantes frutos de renovación espiritual en la vida cristiana, sin embargo, nadie ignora que la Iglesia militante en la tierra y, sobre todo, la sociedad civil no han alcanzado aún el grado de perfección que corresponde a los deseos de Jesucristo, Esposo Místico de la Iglesia y Redentor del género humano. En verdad que no pocos hijos de la Iglesia afean con numerosas manchas y arrugas el rostro materno, que en sí mismos reflejan; no todos los cristianos brillan por la santidad de costumbres, a la que por vocación divina están llamados; no todos los pecadores, que en mala hora abandonaron la casa paterna, han vuelto a ella, para de nuevo vestirse con el vestido precioso[115] y recibir el anillo, símbolo de fidelidad para con el Esposo de su alma; no todos los infieles se han incorporado aún al Cuerpo Místico de Cristo. Hay mas. Porque si bien Nos llena de amargo dolor el ver cómo languidece la fe en los buenos, y contemplar cómo, por el falaz atractivo de los bienes terrenales, decrece en sus almas y poco a poco se apaga el fuego de la caridad divina, mucho más Nos atormentan las maquinaciones de los impíos que, ahora más que nunca, parecen incitados por el enemigo infernal en su odio implacable y declarado contra Dios, contra la Iglesia y, sobre todo, contra Aquel que en la tierra representa a la persona del Divino Redentor y su caridad para con los hombres, según la conocidísima frase del Doctor de Milán: (Pedro) es interrogado acerca de lo que se duda, pero no duda el Señor; pregunta no para saber, sino para enseñar al que, antes de ascender al cielo, nos dejaba como "vicario de su amor"[116].

34. Ciertamente, el odio contra Dios y contra los que legítimamente hacen sus veces es el mayor delito que puede cometer el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios y destinado a gozar de su amistad perfecta y eterna en el cielo; puesto que por el odio a Dios el hombre se aleja lo más posible del Sumo Bien, y se siente impulsado a rechazar de sí y de sus prójimos cuanto viene de Dios, une con Dios y conduce a gozar de Dios, o sea, la verdad, la virtud, la paz y la justicia[117].

Pudiendo, pues, observar que, por desgracia, el número de los que se jactan de ser enemigos del Señor eterno crece hoy en algunas partes, y que los falsos principios del materialismo se difunden en las doctrinas y en la práctica; y oyendo cómo continuamente se exalta la licencia desenfrenada de las pasiones, ¿qué tiene de extraño que en muchas almas se enfríe la caridad, que es la suprema ley de la religión cristiana, el fundamento más firme de la verdadera y perfecta justicia, el manantial más abundante de la paz y de las castas delicias? Ya lo advirtió nuestro Salvador: Por la inundación de los vicios, se resfriará la caridad de muchos[118].

35. Ante tantos males que, hoy más que nunca, trastornan profundamente a individuos, familias, naciones y orbe entero, ¿dónde, Venerables Hermanos, hallaremos un remedio eficaz? ¿Podremos encontrar alguna devoción que aventaje al culto augustísimo del Corazón de Jesús, que responda mejor a la índole propia de la fe católica, que satisfaga con más eficacia las necesidades espirituales actuales de la Iglesia y del género humano? ¿Qué homenaje religioso más noble, más suave y más saludable que este culto, pues se dirige todo a la caridad misma de Dios?[119]. Por último, ¿qué puede haber más eficaz que la caridad de Cristo -que la devoción al Sagrado Corazón promueve y fomenta cada día más- para estimular a los cristianos a que practiquen en su vida la perfecta observancia de la ley evangélica, sin la cual no es posible instaurar entre los hombres la paz verdadera, como claramente enseñan aquellas palabras del Espíritu Santo: Obra de la justicia será la paz[120].

Por lo cual, siguiendo el ejemplo de Nuestro inmediato Antecesor, queremos recordar de nuevo a todos Nuestros hijos en Cristo la exhortación que León XIII, de i. m., al explicar el siglo pasado, dirigía a todos los cristianos y a cuantos se sentían sinceramente preocupados por su propia salvación y por la salud de la sociedad civil: Ved hoy ante vuestros ojos un segundo lábaro consolador y divino: el Sacratísimo Corazón de Jesús... que brilla con refulgente esplendor entre las llamas. En El hay que poner toda nuestra confianza; a El hay que suplicar y de El hay que esperar nuestra salvación[121].

Deseamos también vivamente que cuantos se glorían del nombre de cristianos e, intrépidos, combaten por establecer el Reino de Jesucristo en el mundo, consideren la devoción al Corazón de Jesús como bandera y manantial de unidad, de salvación y de paz. No piense ninguno que esta devoción perjudique en nada a las otras formas de piedad con que el pueblo cristiano, bajo la dirección de la Iglesia, venera al Divino Redentor. Al contrario, una ferviente devoción al Corazón de Jesús fomentará y promoverá, sobre todo, el culto a la santísima ruz, no menos que el amor al augustísimo Sacramento del altar. Y, en realidad, podemos afirmar -como lo ponen de relieve las revelaciones de Jesucristo mismo a Santa Gertrudis y a Santa Margarita María- que ninguno comprenderá bien a Jesucristo crucificado, si no penetra en los arcanos de su Corazón. Ni será fácil entender el amor con que Jesucristo se nos dio a sí mismo por alimento espiritual, si no es mediante la práctica de una especial devoción al Corazón Eucarístico de Jesús; la cual -para valernos de las palabras de Nuestro Predecesor, de f. m., León XIII- nos recuerda aquel acto de amor sumo con que nuestro Redentor, derramando todas las riquezas de su Corazón, a fin de prolongar su estancia con nosotros hasta la consumación de los siglos, instituyó el adorable Sacramento de la Eucaristía[122]. Ciertamente, no es pequeña la parte que en la Eucaristía tuvo su Corazón, por ser tan grande el amor de su Corazón con que nos la dio[123].

36. Finalmente, con el ardiente deseo de poner una firme muralla contra las impías maquinaciones de los enemigos de Dios y de la Iglesia, y también hacer que las familias y las naciones vuelvan a caminar por la senda del amor a Dios y al prójimo, no dudamos en proponer la devoción al Sagrado Corazón de Jesús como escuela eficacísima de caridad divina; caridad divina, en la que se ha de fundar, como en el más sólido fundamento, aquel Reino de Dios que urge establecer en las almas de los individuos, en la sociedad familiar y en las naciones, como sabiamente advirtió Nuestro mismo Predecesor, de p. m.: El reino de Jesucristo saca su fuerza y su hermosura de la caridad divina: su fundamento y su excelencia es amar santa y ordenadamente. De donde se sigue necesariamente: cumplir íntegramente los propios deberes, no violar los derechos ajenos, considerar los bienes naturales como inferiores a los sobrenaturales y anteponer el amor de Dios a todas las cosas[124].

Y para que la devoción al Corazón augustísimo de Jesús produzca más copiosos frutos de bien en la familia cristiana y aun en toda la humanidad, procuren los fieles unir a ella estrechamente la devoción al Inmaculado Corazón de la Madre de Dios. Ha sido voluntad de Dios que, en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo; tanto, que nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesucristo y de sus padecimientos, a los cuales estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de su Madre. Por eso, el pueblo cristiano que por medio de María ha recibido de Jesucristo la vida divina, después de haber dado al Sagrado Corazón de Jesús el debido culto, rinda también al amantísimo Corazón de su Madre celestial parecidos obsequios de piedad, de amor, de agradecimiento y de reparación. En armonía con este sapientísimo y suavísimo designio de la divina Providencia, Nos mismo, con un acto solemne, dedicamos y consagramos la santa Iglesia y el mundo entero al Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen María[125].

37. Cumpliéndose felizmente este año como indicamos antes, el primer siglo de la institución de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús en toda la Iglesia por Nuestro Predecesor Pío IX, de f. m., es vivo deseo Nuestro, Venerables Hermanos, que el pueblo cristiano celebre en todas partes solemnemente este centenario con actos públicos de adoración, de acción de gracias y de reparación al Corazón divino de Jesús. Con especial fervor se celebrarán, sin duda, estas solemnes manifestaciones de alegría cristiana y de cristiana piedad -en unión de caridad y de oraciones con todos los demás fieles- en aquella Nación en la cual, por designio de Dios, nació aquella santa Virgen que fue promotora y heraldo infatigable de esta devoción.

Entre tanto, animados por dulce esperanza, y como gustando ya los frutos espirituales que copiosamente han de redundar -en la Iglesia- de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, con tal de que ésta, como ya hemos explicado, se entienda rectamente y se practique con fervor, suplicamos a Dios quiera hacer que con el poderoso auxilio de su gracia se cumplan estos Nuestros vivos deseos: a la vez que expresamos, también la esperanza de que, con la divina gracia, como fruto de las solemnes conmemoraciones de este año, aumente cada vez más la devoción de los fieles al Sagrado Corazón de Jesús, y así se extienda más por todo el mundo su imperio y reino suavísimo: reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz[126].

Como prenda de estos dones celestiales, os impartimos de todo corazón la Bendición Apostólica, tanto a vosotros personalmente, Venerables Hermanos, como al clero y a todos los fieles encomendados a vuestra pastoral solicitud, y especialmente a todos los que se consagran a fomentar y promover la devoción al Sacratísimo Corazón de Jesús.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de mayo de 1956, año décimoctavo de Nuestro Pontificado.


57. Eph. 2, 7.

58. Hebr. 10, 5-7, 10.

59. Registr. epist. 4, ep. 31 ad Theodorum medicum PL 77, 706.

60. Marc. 8, 2.

61. Mat. 23, 37.

62. Ibid. 21, 13.

63. Ibid. 26, 39.

64. Ibid. 26, 50; Luc. 22, 48.

65. Luc. 23, 28. 31.

66. Ibid. 23, 34.

67. Mat. 27, 46.

68. Luc. 23, 43.

69. Io. 19, 28.

70. Luc. 23, 46.

71. Ibid. 22, 15.

72. Ibid. 22, 19-20.

73. Mal. 1, 11.

74. De sancta virginitate 6 PL 40, 399.

75. Io. 15, 13.

76. 1 Io. 3, 16.

77. Gal. 2, 20.

78. Cf. S. Th. Sum. theol. 3, 19, 1: ed. Leon. 11 (1903) 329.

79. Sum. theol. Suppl. 42, 1 ad 3: ed. Leon. 12 (1906) 81.

80. Hymn. ad Vesp. Festi Ssmi. Cordis Iesu.

81. 3, 66, 3 ad 3: ed. Leon. 12 (1906) 65.

82. Eph. 5, 2.

83. Ibid. 4, 8. 10.

84. Io. 14, 16.

85. Col. 2, 3.

86. Rom. 8, 35. 37-39.

87. Eph. 5, 25-27.

88. Cf. 1 Io. 2, 1.

89. Hebr. 7, 25.

90. Ibid. 5, 7.

91. Io. 3, 16.

92. S. Bonaventura, Opusc. X Vitis mystica 3, 5: Opera Omnia, Ad Claras Aquas (Quaracchi) 1898, 8, 164. -Cf. S. Th. 3, 54, 4: ed. Leon. 11 (1903) 513.

93. Rom. 8, 32.

94. Cf. 3. 48, 5: ed. Leon 11 (1903) 467.

95. Luc. 12, 50.

96. Io. 20, 28.

97. Ibid. 19, 37; cf. Zach. 12, 10.

98. Cf. litt. enc. Miserentissimus Redemptor: A.A.S. 20 (1928) 167-168.

99. Cf. A. Gardellini Decreta authentica (1857) n. 4579, tomo 3, 174.

100. Cf. Decr. S. C. Rit. apud N. Nilles, De rationibus festorum Sacratissimi Cordis Iesu et purissimi Cordis Mariae, 5a. ed. Innsbruck, 1885, tomo 1, 167.

101. Eph. 3, 14, 16-19.

102. Tit. 3, 4.

103. Io. 3, 17.

104. Ibid. 4, 23-24.

105. Innocentius XI, constit. ap. Coelestis Pastor, 19 nov. 1687: Bullarium Romanum, Romae 1734, tomo 8, 443.

106. 2. 2.ae 81, 3 ad 3: ed. Leon. 9 (1897) 180.

107. Io. 14, 6.

108. Ibid. 13, 34; 15, 12.

109. Ier. 31, 31.

110. Comment. in Evang. S. Ioann. 13, lect. 7, 3: ed. Parmae, 1860, tomo 10, p. 541.

111. 2. 2.ae 82, 1: ed. Leon. 9 (1897) 187.

112 Ibid. 1, 38, 2: ed. Leon. 4 (1888) 393.

113. Marc. 12, 30; Mat. 22, 37.

114. Cf. Leo XIII, enc. Annum Sacrum: AL 19 (1900) 71 sq. -Decr. S. C. Rituum, 28 iun. 1899, in Decr. Auth. 3, n. 3712. -Pius XI, enc. Miserentissimus Redemtor: A.A.S. 20 (1928) 177 sq. -Decr. S. C. Rit. 29 ian. 1929 A.A.S. 21 (1929) 77.

115. Luc. 15, 22.

116. Exposit. in Evang. sec. Lucam. 10, 175 PL 15, 1942.

117. Cf. S. Th. Sum. theol. 2. 2.ae 34, 2 ed. Leon. 8 (1895) 274.

118. Mat. 24, 12.

119. Cf. enc. Miserentissimus Redemptor: A.A.S. 20 (1928) 166.

120. Is. 32, 17.

121. Enc. Annum Sacrum: AL 19 (1900) 79. -Enc. Miserentissimus Redemptor: A.A.S. 20 (1928) 167.

122. Litt. ap. quibus Archisodalitas a Corde Eucharistico Iesu ad S. Ioachim de Urbe erigitur, 17 febr. 1903; AL 22 (1903) 307 sq.; cf. enc. Mirae caritatis, 22 maii 1902: AL 22 (1903) 116.

123. S. Albertus M. De Eucharistia, dist. 6, tr. 1, c. 1: Opera Omnia ed. Borgnet, vol. 38, Parisiis 1890, p. 358.

124. Enc. Tametsi: AL 20 (1900) 303.

125. Cf. A.A.S. 34 (1942) 345 sq.

126. Ex. Miss. Rom. Praef. Iesu Christi Regis