21 de marzo de 1957
Con la misma puntualidad con que la primavera
ofrenda a la tierra el esplendor de sus olorosas flores, promesa cierta de sus
sabrosos frutos, nuestro queridísimo Colegio Español de San José, en esta
primavera de las almas, que es la proximidad de la Pascua, ofrece a la Iglesia y
a la Patria esta floración maravillosa, esta seguridad de preciosísimos frutos
que son los nuevos sacerdotes, corona y premio de toda una larga actividad que
tiene en ellos su objeto principal y su más digno remate.
Y este año os ha correspondido precisamente a
vosotros, hijos amadísimos, como bien Nos lo están diciendo esos rostros
radiantes, esos ojos empañados por las lágrimas y esas manos, donde se siente
todavía fresca la suavidad de una unción que ha penetrado hasta lo más
profundo de vuestros espíritus. Magnificat anima mea Dominum... quia fecit
mihi magna qui potens est; porque de tantos como acaso fueron un día copartícipes
de vuestras primitivas ilusiones, de tantos como puede ser que hayan dado al
mismo tiempo los primeros pasos en los umbrales del santuario, de tantos como se
habrán arrodillado junto a vosotros en los bancos de la capilla o se habrán
sentado a vuestro lado en la clase, solamente vosotros habéis llegado a la
cima, habéis alcanzado la meta, no sólo por vuestra laboriosidad y constancia,
por el ardor de vuestra caridad y la viveza de vuestra fe, por las ansias apostólicas
que ardían en vuestros pechos, sino también, y mucho más, por la infinita
bondad y misericordia de Aquel que un día os dijo: Ego elegi vos[i],
para haceros continuadores de su único sacerdocio, ofreciendo cotidianamente el
mismo sacrificio, adoctrinando a las gentes en su nombre y dispensando a manos
llenas los raudales salutíferos de su gracia.
¡A El, por consiguiente, toda vuestra gratitud y
vuestro amor! ¡A El vuestra promesa de fidelidad inquebrantable! ¡A El vuestra
oración ferviente de hoy y de todos los días para ser menos indignos de tan
alto ministerio, porque, como se expresa el ángel de las escuelas[ii],
Sacerdos, inquantum est medius inter Deum et populum, angeli nomen habet.
Que los ángeles del cielo, pues, guíen vuestros pasos y os sostengan en
vuestro futuro ministerio!
Al mismo tiempo que para dar oído a vuestros
filiales deseos -hijos amadísimos, sacerdotes españoles que lleváis escrito
en la frente el honor de haber recibido la imposición de las manos en el mismo
centro de la cristiandad-, queremos deciros en pocas palabras las que en estos
momentos Nos parece que podrían ser tres características de romanidad, que
pudieran distinguiros para toda la vida.
2. Y, primero, en el caso presente, romanidad podría
querer decir un grado singular de perfección en todo lo que se refiere a la
formación vuestra.
Escogidos ya entre los jóvenes levitas de vuestras
propias diócesis, habéis podido en esta Roma poneros en contacto con unos
maestros de la virtud y de la ciencia que, cada uno en su ramo, han sido
igualmente objeto de una selección cuidadosa; sin hablar luego de los medios
extraordinarios de preparación y de estudio que se han colocado al alcance de
vuestras manos. Todo ha debido contribuir a moldear de modo eminente vuestros
caracteres, a cultivar vuestras inteligencias, a ensanchar vuestros horizontes
humanos y científicos y a enriquecer vuestras almas con los mejores ejemplos,
las más altas lecciones, los recuerdos más sugestivos, las realizaciones más
grandiosos contempladas con vuestros mismos ojos. Así, un sacerdote formado en
Roma debería ser, más que ningún otro, ejemplo perpetuo de doctrina profunda
y segura, espíritu dúctil y cultivado; debería ser, sobre todo, ejemplar
acabado de todas las virtudes sacerdotales.
3. En segundo lugar, diríamos que en este caso
romanidad pudiera significar también amplitud, anchura, universalidad;
algo así como si romanidad fuera sinónimo de catolicidad.
Toda la Iglesia de Cristo es un cuerpo vivo, en
cualquiera de cuyos miembros es fácil percibir las pulsaciones de ese caudal
incontenible que son sus notas esenciales. Pero aquí, en Roma, es decir, en el
corazón de este gran organismo, ¿por qué no hemos de afirmar que la corriente
se percibe con mayor vigor; que se siente, que se toca esta realidad viviente,
esta catolicidad que hace sitio para todos, que a todos los convierte en
hermanos, sin distinción de orígenes o de estirpes; esta realidad que funde a
todos en un abrazo común de fraternidad inefable?
Vuestro pueblo, hijos amadísimos, aunque colocado
en un rincón de esta vieja Europa, tiene conciencia también de que hoy en el
mundo están resonando ya las trompetas que han de abatir los muros
resquebrajados de los mezquinos particularismos para abrir ancho campo a lo
colectivo y a lo universal. Vosotros, desde Roma, con vuestro sacerdocio romano,
podéis llevarle un grado más en ese tono de generosa catolicidad que, sin
privarle de sus magníficas características y de sus ricas peculiaridades,
sirva para incorporarle, cada vez más resueltamente, en estas corrientes de
mutua cooperación, donde hoy ven muchos el porvenir y la salvación del mundo;
sirva, sobre todo, para hacerle vivir, cada vez más intensamente, ese sentido
católico que, cuando es menester, sabe superar lo propio para llegarse mejor a
los demás, sin prevenciones contra ninguno y con la voluntad decidida de no
rehuir ni siquiera el sacrificio, si fuera necesario, en aras de un bien más
universal.
4. Finalmente, parece cosa clara que romanidad debería
decir también sentimiento arraigado y profundo de que en Roma está el
centro de la Iglesia, está el Vicario de Cristo, cuya misión es la de
apacentar este rebaño universal.
Nos, que no ignoramos Nuestras limitaciones y
Nuestras debilidades, creemos igualmente poder decir que Nos esforzamos
continuamente por cumplir con Nuestro deber pastoral, dejando oír Nuestra
palabra fortiter et suaviter, opportune et importune, con el corazón
siempre puesto en el mayor bien de todos Nuestros hijos. ¡Ojalá pudiéramos
decir con la misma verdad que Nuestra voz es oída y acogida, comprendida y
aceptada, seguida y tenida en cuenta! Los sacerdotes todos, pero de modo muy
especial los sacerdotes romanos, podrían considerar como función peculiar suya
el no perder nunca este contacto viviente con el centro, el de servir de fieles
resonadores de toda palabra salida de Roma, acercándola a las almas confiadas a
sus cuidados con la misma comprensión y el mismo amor con que han sido
pronunciadas.
Podría ser, hijos queridísimos, que fueseis la última
promoción salida del viejo y glorioso palacio Altemps. En ese caso convendría
que honraseis a la tradicional residencia, que por tanto tiempo os ha dado
maternal hospitalidad, dejando siempre bien puestos vuestros nombres.
Recibid la potestad de consagrar el pan de los ángeles
en un momento en que la España católica se prepara para reanudar la magnífica
serie de sus Congresos Eucarísticos. Sea ello como un símbolo de la renovación
que, por este mismo medio, vuestro pueblo espera de vosotros.
Enhorabuena, pues, a vosotros; a vuestros hermanos,
que han recibido otras sagradas órdenes; a vuestras diócesis y a vuestra
Patria toda. Enhorabuena a estos dichosos familiares vuestros, que si esta vez
no han estallado de felicidad es porque el Señor los quiere todavía para
muchos años. Enhorabuena a vuestro Colegio Español, que tantos consuelos
continuamente Nos procura.
Y a todos Nuestra mejor Bendición de Padre, que si
algo quisiera incluir especialmente en ella sois vosotros, los nuevos
sacerdotes, con toda esa invisible legión de almas que de vuestro ministerio
espera luz, sostén, gracia y salvación.