«QUADRAGESIMO ANNO»

Sobre la restauración del orden social
en plena conformidad con la ley evangélica

Carta enciclica del Papa Pío XI
promulgada el 15 de mayo de 1931


Cuarenta años han transcurrido desde la publicación de la magistral encíclica Rerum novarum, de León XIII, Predecesor Nuestro, de s. m.; y todo el mundo católico, movido por un ímpetu de profunda gratitud, se apresta a celebrar su conmemoración con la brillantez que se merece tan excelso documento.

A tan insigne testimonio de su solicitud pastoral, Nuestro Predecesor había preparado el camino con otras encíclicas sobre los fundamentos de la sociedad humana, o sea, la familia y el venerable sacramento del Matrimonio[1], sobre el origen del poder civil[2], y sus relaciones con la Iglesia[3], y sobre los principales deberes de los ciudadanos cristianos[4], contra los errores del socialismo[5] y sobre la perniciosa doctrina acerca de la libertad humana[6]; y otras muchas semejantes, que expresaban abundantemente el pensamiento de León XIII. Pero la encíclica Rerum novarum se distingue particularmente entre las demás por haber trazado, cuando era más oportuno y sobre todo necesario, normas segurísimas a todo el género humano para resolver los arduos problemas de la sociedad humana, comprendidos bajo el nombre de cuestión social.

OCASIÓN
I. FRUTOS DE LA ENCICLICA "RERUM NOVARUM"
II. DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
III. CAMBIOS DESDE LEÓN XIII

 

OCASIÓN
PUNTOS CAPITALES
FINALIDAD DE LA ENCÍCLICA

2. En efecto, cuando el siglo XIX llegaba a su término, el nuevo sistema económico y los nuevos incrementos de la industria en la mayor parte de las naciones hicieron que la sociedad humana apareciera cada vez más claramente dividida en dos clases: la una, con ser la menos numerosa, gozaba de casi todas las ventajas que los inventos modernos proporcionan tan abundantemente; mientras la otra, compuesta de ingente muchedumbre de obreros, reducida a angustiosa miseria, luchaba en vano por salir de la estrechez en que vivía.

Era un estado de cosas al cual con facilidad se avenían quienes, abundando en riquezas, lo creían producido por leyes económicas necesarias; de ahí que todo el cuidado para aliviar esas miserias lo encomendaran tan sólo a la caridad, como si la caridad debiera encubrir la violación de la justicia, que los legisladores humanos no sólo toleraban, sino aun a veces sancionaban. Al contrario, los obreros, afligidos por su angustiosa situación, la sufrían con grandísima dificultad y se resistían a sobrellevar por más tiempo tan duro yugo. Algunos de ellos, impulsados por la fuerza de los malos consejos, deseaban la revolución total, mientras otros, que en su formación cristiana encontraban obstáculo a tan perversos intentos, eran de parecer que en esta materia muchas cosas necesitaban reforma profunda y rápida.

Así también pensaban muchos católicos, sacerdotes y seglares, que, impulsados ya hacía tiempo por su admirable caridad a buscar remedio a la inmerecida indigencia de los proletarios, no podían convencerse, en manera alguna, de que tan grande y tan inicua diferencia en la distribución de los bienes temporales pudiera en realidad ajustarse a los designios del Creador Sapientísimo.

En tan doloroso desorden de la sociedad buscaban éstos sinceramente un remedio urgente y una firme defensa contra mayores peligros; mas por la debilidad de la mente humana, aun en los mejores, sucedió que, de una parte, fueran rechazados como peligrosos innovadores, y por la otra, encontraran obstáculo -dentro sus mismas filas- en los defensores de pareceres contrarios; por lo que, sin opción entre tan diversas opiniones, dudaban qué camino habían de tomar.

En tan grave lucha de pareceres, mientras por una y otra parte ardía grave la controversia, y no siempre pacíficamente, los ojos de todos se volvían, como en tantas ocasiones, a la Cátedra de Pedro, depósito sagrado de toda verdad, de la cual se difunden palabras de salvación para todo el mundo. Hasta los pies del Vicario de Cristo en la tierra acudían con insólita frecuencia así los entendidos en materias sociales como los patronos y aun los mismos obreros, y con voz unánime suplicaban que, por fin, se les indicara el camino seguro.

Largo tiempo meditó delante del Señor aquel prudentísimo Pontífice todo este conjunto de cosas; llamó a consejo a varones sabios, consideró atentamente y en todos sus aspectos la importancia del asunto y, por fin, escuchando la voz de la conciencia del oficio Apostólico[7] y para que su silencio no pareciera abandono de su deber[8], determinó hablar a toda la Iglesia de Cristo y a todo el género humano con la autoridad del divino magisterio a El confiado.

Resonó, pues, el 15 de mayo de 1891, aquella tan deseada voz, ni asustada por la dificultad del tema, ni debilitada tampoco por la vejez; y, más bien reforzada con un resucitado vigor, enseñó a la gran familia humana a entrar por nuevos caminos en lo tocante a la vida social.

PUNTOS CAPITALES

3. Os es, Venerables Hermanos y amados hijos, conocida y muy familiar la admirable doctrina con la que para siempre se hizo célebre la encíclica Rerum novarum. El buenísimo Pastor dolorido de que tan gran parte de los hombres se hallara sumida indignamente en una miserable y calamitosa situación, había tomado sobre sí el empeño de defender la causa de los obreros, que el tiempo había entregado solos e indefensos a la inhumanidad de sus patronos y a la ambición de despiadados competidores[9]. No pidió auxilio ni al liberalismo ni al socialismo: el primero se había mostrado completamente impotente para dar una solución legítima a la cuestión social; y el segundo proponía un remedio que, al ser mucho peor que el mismo mal, hubiese lanzado a la sociedad humana a mayores peligros.

El Pontífice, en el uso de su pleno derecho, cual consciente guardián de la religión y administrador de los intereses con ella relacionados, puesto que se trataba de una cuestión en la que no es aceptable ninguna solución si no se recurre a la religión y a la Iglesia[10], fundado únicamente en los inmutables principios derivados de la recta razón y del tesoro de la revelación divina, con toda confianza y como teniendo poder[11] señaló y proclamó los derechos y las obligaciones que regulan las relaciones entre los ricos y los proletarios, entre los que aportan el capital y los que contribuyen con su trabajo[12], como también la parte que toca a la Iglesia, a los poderes públicos y a todos cuantos con el problema se hallan más interesados.

No resonó en vano aquella voz apostólica. La oyeron con estupor y la acogieron con el mayor favor, no sólo los hijos obedientes de la Iglesia, sino también muchos que estaban lejos de la verdad y de la unidad de la fe, y casi todos los que en adelante se preocuparon, o como estudiosos particulares o como públicos legisladores, de la cuestión social y económica.

Pero quienes con mayor alegría recibieron aquella Encíclica fueron los obreros cristianos, que ya se sentían defendidos y vindicados por la suprema autoridad de la tierra, y no menor gozo cupo a todos aquellos varones generosos que, preocupados hacía tiempo por aliviar la condición de los obreros, apenas habían encontrado hasta entonces otra cosa que indiferencia en muchos y odiosas sospechas, cuando no abierta hostilidad, en no pocos. Con razón, pues, todos ellos fueron acumulando tan grandes honores sobre aquella Encíclica; y todos los años suele renovarse su recuerdo con manifestaciones de gratitud, que varían según los diversos lugares.

No faltaron, sin embargo, quienes en medio de tanta concordia experimentaron alguna conmoción: algunos, aun católicos, recibieron con recelo, y algunos hasta con escándalo, la doctrina de León XIII, tan noble y profunda y que a los oídos mundanos sonaba como totalmente nueva. Ella, en efecto, se enfrentaba valiente con los ídolos del liberalismo y los echaba a tierra, no tenía en cuenta para nada los prejuicios ya tan inveterados, se adelantaba, sorprendiendo, a los tiempos contra lo que se pudiera esperar; y así fue que los aferrados en demasía a lo antiguo se desdeñaban de aprender esta nueva filosofía social, y los de espíritu apocado se asustaban de ascender a alturas tantas; y no faltaron quienes admiraron aquella claridad, pero la juzgaron como un ideal quimérico de perfección, más bien deseable que realizable.

FINALIDAD DE LA ENCÍCLICA

En todas partes se va a celebrar con fervoroso espíritu la solemne conmemoración del cuadragésimo aniversario de la encíclica Rerum novarum, principalmente en Roma, donde se reúnen obreros católicos de todo el mundo. Creemos oportuno, Venerables Hermanos y amados hijos, aprovechar la ocasión para recordar los grandes bienes que de ella brotaron en favor de la Iglesia católica y aun de la sociedad humana; para defender la doctrina social y económica de tan gran Maestro contra algunas dudas y desarrollaría más en algunos puntos; por fin, para descubrir, tras un diligente examen del moderno régimen económico y del socialismo, la raíz de la presente perturbación social y mostrar al mismo tiempo el único camino de salvadora restauración, o sea, la reforma cristiana de las costumbres. Todas estas cosas, que Nos proponemos tratar, constituirán los tres puntos cuyo desarrollo ocupará toda la presente Encíclica.

I. FRUTOS DE LA ENCÍCLICA "RERUM NOVARUM"
A) LA OBRA DE LA IGLESIA
EN LA DOCTRINA
EN LAS APLICACIONES
B) LA OBRA DEL ESTADO
C) LAS ASOCIACIONES OBRERAS
DE OTRAS "CLASES" DE PATRONOS
CONCLUSIÓN

4. Al dar principio al punto propuesto en primer lugar, Nos vienen a la mente aquellas palabras de San Ambrosio: No hay deber mayor que el agradecimiento[13], y sin podernos contener damos a Dios Omnipotente las más rendidas gracias por los inmensos beneficios que la Encíclica de León XIII ha traído a la Iglesia y a la sociedad humana. Si quisiéramos recordar, aunque fuera de corrida, estos beneficios, tendríamos que traer a la memoria casi toda la historia de estos últimos cuarenta años en lo que se refiere a la vida social. Con todo, pueden fácilmente reducirse a tres puntos principales, siguiendo las tres clases de intervención que Nuestro Predecesor anhelaba para realizar su gran obra restauradora.

A) LA OBRA DE LA IGLESIA

5. Ya el mismo León XIII había luminosamente declarado lo que se debería esperar de la Iglesia: De hecho la Iglesia es la que saca del Evangelio las doctrinas, gracias a las cuales o ciertamente se resolverá el conflicto, o al menos podrá lograrse que, limando asperezas, se haga más suave: ella -la Iglesia- procura con sus enseñanzas no sólo iluminar las inteligencias, sino también regir la vida y costumbres de cada uno con sus preceptos; ella, mediante un gran número de benéficas instituciones, mejora la condición misma de las clases proletarias[14].

EN LA DOCTRINA

6. Ahora bien: la Iglesia en modo alguno dejó se estancaran fuentes tan preciosas; antes bien, bebió en ellas a raudales para el bien común de la tan ansiada paz social. La doctrina que en materia social y económica contenía la encíclica Rerum novarum, el mismo León XIII y sus sucesores la proclamaron repetidas veces, ya de palabra, ya en sus escritos; y cuando hizo falta, no cesaron de inculcarla y adaptarla convenientemente según las exigencias de las circunstancias y de los tiempos, mostrando siempre caridad de padres y constancia de pastores en defender principalmente a los pobres y a los débiles[15]. Lo mismo hicieron tantos Obispos, que expusieron la misma doctrina con asiduidad y prudencia, la ilustraron con sus comentarios y cuidaron de acomodarla a las distintas circunstancias de los diversos países, según la mente y las enseñanzas de la Santa Sede[16].

Nada tiene, pues, de extraño que muchos doctos varones, eclesiásticos y seglares, bajo la guía y magisterio de la Iglesia, emprendieran con diligencia el ocuparse de la ciencia social y económica, según las necesidades de nuestra época. Les guiaba principalmente el empeño de que la doctrina absolutamente inalterada e inalterable de la Iglesia satisficiera más eficazmente a las nuevas necesidades.

Y así, por el camino que enseñó la luz que trajo la Encíclica de León XIII, brotó una verdadera ciencia social católica; y de día en día la fomentan y enriquecen con su trabajo asiduo esos varones esclarecidos que llamamos cooperadores de la Iglesia. Los cuales no la dejan escondida en sus reuniones eruditas, sino que la sacan a la plena luz del día. Magníficamente lo demuestran las cátedras instituidas y frecuentadas con gran utilidad en las Universidades católicas, Academias, Seminarios; los Congresos sociales o Semanas tantas veces celebrados, los Círculos de estudio organizados y llenos de frutos consoladores, y, finalmente, tantos escritos sanos y oportunos, divulgados por todas partes y por todos los medios.

Pero no quedan reducidos a estos límites los beneficios que trajo el documento de León XIII: la doctrina contenida en la encíclica Rerum novarum se fue adueñando, casi sin sentir, aun de aquellos que, apartados de la unidad católica, no reconocen el poder de la Iglesia; y así, los principios católicos en materia social fueron poco a poco formando parte del patrimonio de toda la sociedad humana, y ya vemos con alegría que las eternas verdades tan altamente proclamadas por Nuestro Predecesor, de f. m., con frecuencia se alegan y se defienden no sólo en libros y periódicos acatólicos, sino aún en el seno de los Parlamentos y ante los Tribunales de justicia.

Más aún: cuando, después de cruel guerra, los jefes de las naciones más poderosas trataron de volver a la paz, mediante una renovación total de las condiciones sociales, entre las normas establecidas para regir en justicia y equidad el trabajo de los obreros, sancionaron muchísimas cosas que se ajustan perfectamente a los principios y avisos de León XIII, hasta el punto de parecer extraídas de ellos. Ciertamente, la encíclica Rerum novarum quedaba consagrada ya como documento memorable, al cual con justicia pueden aplicarse las palabras de Isaías: Enarbolará una bandera para las naciones[17].

EN LAS APLICACIONES

7. Entre tanto, mientras, abierto el camino por las investigaciones científicas, los mandatos de León XIII penetraban en las inteligencias de los hombres, procedióse a su aplicación práctica. Primeramente, con viva y solícita benevolencia, se dirigieron los cuidados a elevar la clase de aquellos hombres que, aumentada considerablemente con el desarrollo progresivo de las industrias modernas, aun no había obtenido un lugar o grado adecuado en la sociedad humna, y, por lo tanto, yacía casi olvidada y despreciada: la clase de los obreros. A ellos dedicaron inmediatamente sus más celosos afanes, siguiendo el ejemplo de los Obispos, sacerdotes de ambos cleros, que, aun hallándose ocupados en otros ministerios pastorales, obtuvieron también en este campo frutos magníficos en las almas. El constante trabajo emprendido para imbuir el ánimo de los obreros en el espíritu cristiano, ayudó en gran manera a hacerlos conscientes de su verdadera dignidad y a que, al serles propuestos claramente los derechos y las obligaciones de su clase, progresaron legítima y prósperamente, y aun llegaran a ser guías de los otros.

Así es como ellos lograron obtener, ya con más seguridad, mayores recursos para la vida; no sólo se multiplicaron las obras de beneficencia y caridad según los consejos del Pontífice, sino que, además, siguiendo el deseo de la Iglesia, y generalmente bajo la guía de los sacerdotes, nacieron por doquier nuevas y cada día más numerosas asociaciones de auxilio o socorro mutuo para obreros, artesanos, campesinos y asalariados de todo género.

B) LA OBRA DEL ESTADO

8. Por lo que atañe al Poder civil, León XIII, sobrepasando audazmente los límites impuestos por el liberalismo, enseñó con valentía que aquél no puede limitarse a ser mero guardián del derecho y del recto orden, sino que debe trabajar con todo empeño para que con todo el conjunto de sus leyes e instituciones políticas, ordenando y administrando el Estado, ... se promueva tanto la prosperidad privada como la pública[18]. Bien es verdad que a las familias y a los individuos se les ha de dejar su justa libertad de acción, mas ello siempre sin daño del bien común y sin injusticia alguna de las personas. A los gobernantes les toca defender la comunidad y todas sus partes; pero, al proteger los derechos de los particulares, debe tener principal cuenta de los débiles y de los desamparados: Porque la clase rica, fuerte ya de por sí, necesita menos la defensa pública; mientras que las clases inferiores, que no cuentan con propias defensas, tienen una especial necesidad de encontrarlas en el patrocinio del mismo Estado. Por lo tanto, hacia los obreros, que se hallan en el número de los pobres y necesitados, debe el Estado dirigir preferentemente sus cuidados y su providencia[19].

No hemos de negar, en efecto, que algunos de los gobernantes, aun antes de la Encíclica de León XIII, hayan provisto a las más urgentes necesidades de los obreros y reprimido las mas atroces injusticias que se cometían con ellos. Pero desde la Cátedra de Pedro resonó la voz apostólica por el mundo entero; y entonces, finalmente, los gobernantes, más conscientes del deber, se prepararon a promover una política social más activa.

En realidad, la encíclica Rerum novarum, mientras vacilaban los principios liberales que hacía tiempo impedían toda obra eficaz de gobierno, obligó a los pueblos mismos a favorecer con más verdad y más intensidad la política social; animó a algunos excelentes católicos a colaborar útilmente en esta materia con los gobernantes, siendo frecuentemente ellos los promotores más ilustres de esa nueva política en los Parlamentos; más aún: sacerdotes de la Iglesia, penetrados totalmente por la doctrina de León XIII, fueron quienes en no pocos casos propusieron al voto de los diputados las mismas leyes sociales recientemente promulgadas y quienes decididamente exigieron y promovieron su cumplimiento.

De ese trabajo ininterrumpido y de esa labor infatigable surgió un nuevo ramo de la ciencia jurídica, completamente desconocido en los tiempos pasados, que defiende valientemente los derechos sagrados de los obreros, como nacidos de su dignidad de hombres y de cristianos: estas leyes se proponen la protección de los obreros, y principalmente la de las mujeres y la de los niños: su alma, salud, fuerzas, familia, casa, oficinas, salarios, accidentes del trabajo; en fin, todo cuanto pertenece a la vida y a la familia de los obreros. Si tales leyes no se ajustan ni en todas partes, ni en sus detalles, a las normas de León XIII, no se puede negar que en ellas se escucha muchas veces el eco de la encíclica Rerum novarum, a la que debe atribuirse en parte muy considerable las mejoras logradas en su condición de obreros.

C) LAS ASOCIACIONES

9. Finalmente, el sapientísimo Pontífice enseña que los patronos y aun los mismos obreros pueden contribuir especialmente a la solución mediante instituciones encaminadas a prestar los necesarios auxilios a los indigentes, y que traten de unir a las dos clases entre sí[20]. Afirma que entre estas instituciones ocupan el primer lugar las asociaciones, ya de sólo obreros, ya de obreros y de patronos, y se detiene a ilustrarlas y recomendarlas, explicando con sabiduría admirable su naturaleza, razón de ser, oportunidad, derechos, obligaciones y leyes.

Estas enseñanzas fueron publicadas en el momento más oportuno; cuando los gobernantes de ciertas naciones, esclavizados totalmente por el liberalismo, favorecían poco a las asociaciones de obreros, y aun eran abiertamente opuestos a ellas; y, mientras hasta con favor y privilegios reconocían similares asociaciones para otras clases y aun las protegían, con odiosa injusticia negaban todo derecho de asociación precisamente a los que más la necesitaban para defenderse de los atropellos de los poderosos. Y no faltaron, aun entre los mismos católicos, quienes miraban con suspicacia los intentos de los obreros por formar tales asociaciones, como si tuvieran cierto resabio socialista o revolucionario.

OBRERAS

10. Las normas trazadas por León XIII, en uso de su autoridad, consiguieron romper esas oposiciones y deshacer esos prejuicios, y merecen, por lo tanto, el mayor encomio; pero su mayor importancia está en que amonestaron a los obreros cristianos para que formasen las asociaciones profesionales y les enseñaron el modo de hacerlas, y con ello grandemente confirmaron en el camino del deber a no pocos que se sentían atraídos con vehemencia por las asociaciones socialistas, las cuales se hacían pasar como el único refugio y defensa de los humildes y oprimidos.

Por lo que toca a la creación de esas asociaciones, la encíclica Rerum novarum observaba muy oportunamente que han de ordenarse y gobernarse de tal suerte que suministren los medios más oportunos y convenientes para conseguir el fin propuesto, que consiste en que cada uno reciba de la sociedad el mayor beneficio posible, tanto físico como económico y moral. Sin embargo, es evidente que ha de tenerse muy en cuenta, como fin principal, la perfección religiosa y moral, y que a tal fin ha de enderezarse toda la disciplina social[21]. Porque si el fundamento de las leyes sociales se coloca en la religión, llano está el camino para regular las relaciones mutuas de los socios con plena tranquilidad en su convivencia y el mejor bienestar económico[22].

A fundar estas instituciones se dedicaron con prontitud digna de alabanza el clero y muchos seglares, ansiosos de llevar a la realidad, íntegramente, el propósito de León XIII. Y así, las citadas asociaciones formaron obreros verdaderamente cristianos, los cuales, al armonizar la diligencia en el ejercicio profesional con los preceptos saludables de la religión, defendieron sus propios temporales intereses y derechos con eficacia y fortaleza, manteniendo su obligada sumisión a la justicia y su sincero deseo de colaborar con las demás clases de la sociedad a la restauración cristiana de toda la vida social.

Consejos e indicaciones de León XIII, que se llevaron a la práctica de distintas maneras, según las variables circunstancias de los diversos lugares. Así, en algunas regiones una misma asociación tomaba a su cargo realizar todos los fines señalados por el Pontífice; en otras, porque las circunstancias lo aconsejaban o lo exigían, se recurrió a una especie de división del trabajo y se instituyeron distintas asociaciones: las unas se encargaron de la defensa de los derechos y mejoras legítimas de los asociados, en los contratos de trabajo; otras, de la ayuda mutua en los asuntos económicos; otras, finalmente, de cuidar los deberes religiosos y morales y otras obligaciones semejantes.

Este segundo método se empleó principalmente donde los católicos no podían constituir sindicatos católicos por impedirlo las leyes del Estado, o determinadas prácticas de la vida económica, o esa lamentable discordia de ánimos y voluntades tan profunda en la sociedad moderna, así como la urgente necesidad de resistir con la unión de fuerzas y voluntades a las apretadas falanges de los que maquinan novedades. En tales circunstancias los católicos se ven como obligados a inscribirse en sindicatos neutros, con tal que éstos respeten siempre la justicia y la equidad y dejen a sus socios católicos una plena libertad para cumplir con su conciencia y obedecer a los mandatos de la Iglesia. Pertenece, pues, a los Obispos, si reconocen que esas asociaciones son impuestas por las circunstancias y no presentan peligro para la religión, aprobar que los obreros católicos se adhieran a ellas, teniendo, sin embargo, ante los ojos los principios y garantías que Nuestro Predecesor, de s. m., Pío X, recomendaba[23]; entre esas garantías, la primera y principal es que siempre junto a esos sindicatos han de existir otras agrupaciones dedicadas a dar a sus miembros una seria formación religiosa y moral, para que ellos, a su vez, puedan infundir en las organizaciones sindicales el buen espíritu que debe animar toda su actividad. Así se logrará que esas agrupaciones ejerzan una influencia benéfica aun fuera del círculo de sus miembros.

Gracias, pues, a la Encíclica de León XIII, las asociaciones obreras están florecientes en todas partes, y hoy cuentan con una gran multitud de afiliados, por más que todavía, desgraciadamente, les superen en número las agrupaciones socialistas y comunistas; a aquéllas se debe el que, dentro de los confines de cada nación y aun en Congresos más generales, se puedan defender con eficacia los derechos y peticiones legítimas de los obreros cristianos, promoviendo así los saludables principios cristianos en torno a la sociedad.

DE OTRAS "CLASES"

11. Además de esto, las verdades tan sabiamente razonadas y tan enérgicamente defendidas por León XIII sobre el derecho natural de asociación se comenzaron a aplicar con facilidad aun a otras asociaciones, ya no sólo a las de los obreros; por lo cual debe atribuirse a la misma Encíclica de León XIII, en no pequeña parte, el que aun entre los campesinos y gentes de condición media hayan florecido y aumenten de día en día estas utilísimas agrupaciones y otras muchas instituciones que felizmente a las ventajas económicas unen el cuidado de las almas.

DE PATRONOS

12. No se puede afirmar otro tanto de las agrupaciones entre patronos y jefes de industria, que Nuestro Predecesor deseaba ardorosamente ver instituidas, y que, con dolor lo confesamos, son aun escasas; mas eso no debe sólo atribuirse a la voluntad de los hombres, sino a las dificultades mucho más graves que se oponen a tales agrupaciones, y que Nos conocemos muy bien y ponderamos en su justo peso. Pero tenemos esperanza fundada de que en breve desaparecerán los impedimentos; y aun ahora, con íntimo gozo de Nuestro corazón, saludamos ciertos ensayos no vanos, cuyos copiosos frutos prometen mies mucho más abundante para lo futuro[24].

CONCLUSIÓN

13. Todos estos beneficios, Venerables Hermanos y amados hijos, debidos a la Encíclica de León XIII, más bien delineados que descritos, son tantos y tan grandes, que prueban plenamente que en ese documento inmortal no se dibujaba un ideal social bellísimo, sí, pero quimérico y demasiado alejado de las verdaderas exigencias económicas de nuestros tiempos, y por lo mismo irrealizable. Por lo contrario, demuestran que Nuestro Predecesor bebió del Evangelio, fuente viva y vital, la doctrina que puede, si no acabar inmediatamente, al menos mitigar en gran manera esa lucha mortal e intestina que desgarra a la sociedad humana. Que la buena semilla tan abundantemente sembrada hace cuarenta años cayó en gran parte en buena tierra, lo atestigua la hermosa mies que con el favor de Dios ha recogido la Iglesia de Cristo, y aun todo el género humano para bien de todos. No, es por lo tanto, temerario afirmar que la experiencia de tantos años demuestra que la Encíclica de León XIII es como la Carta magna, en la que debe fundarse toda actividad cristiana en cosas sociales. Y los que parecen menospreciar la conmemoración de dicha Encíclica pontificia blasfeman de lo que ignoran, o no entienden nada en lo que sólo superficialmente conocen, o, si entienden, rotundamente han de ser acusados de injusticia e ingratitud.

Pero, con el correr de los años, han ido surgiendo algunas dudas sobre la recta interpretación de algunos pasajes de la Encíclica de León XIII y sobre las consecuencias que debían sacarse de ella: lo cual ha dado lugar a controversias no siempre pacíficas aun entre los mismos católicos. Por otra parte, las nuevas necesidades de nuestra época y el cambio de condición de las cosas reclaman una aplicación más cuidadosa de la doctrina de León XIII, y aun exigen algunas adiciones a ella. Aprovechamos, pues, gustosísimos tan oportuna ocasión para satisfacer, en cuanto Nos es dado, a esas dudas y atender a las cuestiones de nuestro tiempo, conforme a Nuestro oficio apostólico, por el cual a todos somos deudores[25].

II. DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
A) SOBRE EL DOMINIO O DERECHO DE PROPIEDAD
CARÁCTER INDIVIDUAL Y SOCIAL
DEBERES DE LA "PROPIEDAD"
PODERES DEL ESTADO
OBLIGACIONES SOBRE LA RENTA LIBRE
TÍTULOS DE LA "PROPIEDAD"
B) CAPITAL Y TRABAJO
PRETENSIONES DEL CAPITAL
REIVINDICACIONES DEL TRABAJO
JUSTA DISTRIBUCIÓN
ELEVACIÓN DEL PROLETARIADO
EL SALARIO
CARÁCTER DEL TRABAJO
C) TRES PUNTOS FUNDAMENTALES
1) EL OBRERO Y SU FAMILIA
2) LA EMPRESA
3) EL BIEN COMÚN
4) EL ORDEN SOCIAL
D)ARMONÍA ENTRE LAS CLASES

14. Antes de ponernos a explanar estas cosas, establezcamos como principio, ya antes espléndidamente probado por León XIII, el derecho y deber que Nos incumbe de juzgar con autoridad suprema estas cuestiones sociales y económicas[26]. Es cierto que a la Iglesia no se le encomendó el oficio de encaminar a los hombres hacia una felicidad solamente caduca y temporal, sino a la eterna. Más aún, no quiere ni debe la Iglesia, sin causa justa, inmiscuirse en la dirección de las cosas puramente humanas[27]. Mas renunciar al derecho dado por Dios de intervenir con su autoridad, no en las cosas técnicas, para las que no tiene medios proporcionados ni misión alguna, sino en todo cuanto toca a la moral, de ningún modo lo puede hacer. En lo que a esto se refiere, tanto el orden social como el orden económico están sometidos y sujetos a Nuestro supremo juicio, pues Dios Nos confió el depósito de la verdad y el gravísimo encargo de publicar toda la ley moral e interpretarla y aun exigir, oportuna e importunamente, su observancia.

Es cierto que la economía y la moral, cada cual en su esfera peculiar, tienen principios propios; pero es un error afirmar que el orden económico y el orden moral están tan separados y son tan ajenos entre sí, que aquél no depende para nada de éste. Las leyes llamadas económicas, fundadas en la naturaleza misma de las cosas y en las aptitudes del cuerpo humano y del alma, pueden fijarnos los límites que en dicho orden económico puede el hombre alcanzar, y cuáles no, y con qué medios; y la misma razón natural deduce manifiestamente de las cosas y de la naturaleza individual y social del hombre cuál es el fin impuesto por Dios a todo el orden económico.

Así, pues, es una misma ley moral la que nos obliga a buscar derechamente en el conjunto de nuestras acciones el fin supremo y último, y, en los diferentes dominios en que se reparte nuestra actividad, los fines particulares que la naturaleza o, mejor dicho, el autor de la naturaleza, Dios, les ha señalado, subordinando armónicamente estos fines particulares al fin supremo. Si fielmente guardamos la ley moral, los fines peculiares que se proponen en la vida económica, ya individuales, ya sociales, entrarán convenientemente dentro del orden universal de los fines, y nosotros, subiendo por ellos como por grados, conseguiremos el fin último de todas las cosas, que es Dios, bien sumo e inexhausto para Sí y para nosotros.

A) SOBRE EL DOMINIO O DERECHO DE PROPIEDAD

15. Pero, viniendo a hablar más en particular, comencemos por el dominio o derecho de propiedad. Ya conocéis, Venerables Hermanos y amados hijos, con qué firmeza defendió Nuestro Predecesor, de f. m., el derecho de propiedad contra los errores de los socialistas de su tiempo, demostrando que la supresión de la propiedad privada habría de redundar no en utilidad, sino en daño extremo de la clase obrera. Pero como no faltan quienes con la más injuriosa de las calumnias afirman que el Sumo Pontífice y aun la misma Iglesia se puso y continúa aún de parte de los ricos, en contra de los proletarios, y como no todos los católicos están de acuerdo sobre el verdadero y auténtico sentir de León XIII, creemos conveniente rebatir las calumnias contra su doctrina, que es la católica en esta materia, y defenderla de falsas interpretaciones.

CARÁCTER INDIVIDUAL Y SOCIAL

16. Primeramente, téngase por cosa cierta y averiguada que ni León XIII ni los teólogos que enseñaron guiados por el magisterio y autoridad de la Iglesia, han negado jamás o puesto en duda el doble carácter de la propiedad -el que llaman individual, y el que dicen social-, según que atienda al interés de los particulares o mire al bien común; antes bien, todos unánimemente afirmaron siempre que el derecho de propiedad privada fue otorgado por la naturaleza, o sea, por el mismo Creador, a los hombres, ya para que cada uno pueda atender a las necesidades propias y de su familia, ya para que, por medio de esta institución, los bienes que el Creador destinó a todo el género humano sirvan en realidad para tal fin; todo lo cual no es posible lograr en modo alguno sin el mantenimiento de un orden cierto y determinado.

Por lo tanto, hay que evitar con cuidado los dos escollos, contra los cuales se puede chocar. Así como -negado o atenuado el carácter social y público del derecho de propiedad- por necesidad se cae en el llamado individualismo, o al menos se acerca uno a él, así también por semejante manera -rechazado o disminuido el carácter privado e individual de ese derecho- se precipita uno hacia el colectivismo, o por lo menos se rozan sus postulados. Quien pierde de vista estas consideraciones, lógicamente naufragará en los escollos del modernismo moral, jurídico y social, denunciados por Nos en Nuestra primera Encíclica[28]. Y de esto deben persuadirse especialmente quienes, con afán de novedades, no se avergüenzan de acusar a la Iglesia, con infame calumnia, como si hubiera dejado que en la doctrina de los teólogos se infiltrase el concepto pagano de la propiedad, que debería sustituirse por otro que, con asombrosa ignorancia, llaman ellos cristiano.

DEBERES DE LA "PROPIEDAD"

17. Para poner justos límites a las controversias suscitadas en torno a la propiedad y a los deberes a ella inherentes, quede establecido, a manera de principio fundamental, lo mismo que proclamó León XIII, a saber, que el derecho de propiedad se distingue de su uso[29]. Respetar santamente la división de los bienes y no invadir el derecho ajeno, traspasando los límites del dominio propio, son mandatos de la justicia que se llama conmutativa; no usar los propietarios de sus propias cosas sino honestamente, no pertenece a esta justicia, sino a otras virtudes, el cumplimiento de cuyos deberes no se puede exigir jurídicamente[30]. Así que sin razón afirman algunos que la propiedad y su uso honesto tienen unos mismos límites; pero aun está más lejos de la verdad el decir que por el abuso o el simple no uso de las cosas perece o se pierde el derecho de propiedad.

De ahí que es obra laudable y digna de todo encomio la de quienes, sin herir la armonía de los espíritus y conservando la integridad de la doctrina tradicional en la Iglesia, se esfuerzan por definir la naturaleza íntima de los deberes que gravan sobre la propiedad, y concretar los límites que las necesidades de la convivencia social trazan al mismo derecho de propiedad y al uso o ejercicio del dominio. Por lo contrario, se engañan y yerran los que pretenden reducir el carácter individual del dominio hasta el punto de abolirlo en la práctica.

PODERES DEL ESTADO

18. Y en verdad que los hombres en esta materia deben tener cuenta, no sólo de su propia utilidad, sino también del bien común, como se deduce de la índole misma del dominio, que es a la vez individual y social, según hemos dicho. Determinar por menudo esos deberes, cuando la necesidad lo pide y la ley natural no lo ha hecho, eso atañe a los que gobiernan el Estado. Por lo tanto, la autoridad pública, guiada siempre por la ley natural y divina e inspirándose en las verdaderas necesidades del bien común, puede determinar más cuidadosamente lo que es lícito o ilícito a los poseedores en el uso de sus bienes.

Ya León XIII había enseñado muy sabiamente que Dios dejó a la propia actividad de los hombres y a la legislación de cada pueblo la delimitación de la propiedad privada[31]. La historia demuestra que la propiedad no es una cosa del todo inmutable, como tampoco lo son otros elementos sociales, y aun Nos lo dijimos en otra ocasión con estas palabras: Qué distintas han sido las formas de la propiedad privada desde la primitiva forma de los pueblos salvajes, de la que aun hoy quedan muestras en algunas regiones, hasta la que luego revistió en la época patriarcal, y más tarde en las diversas formas tiránicas (usamos esta palabra en su sentido clásico), y así sucesivamente en las formas feudales, monárquicas y en todas las demás que se han sucedido hasta los tiempos modernos[32]. Es evidente, con todo, que el Estado no tiene derecho para disponer arbitrariamente de esa función. Siempre ha de quedar intacto e inviolable el derecho natural de poseer privadamente y transmitir los bienes por medio de la herencia; es derecho que la autoridad pública no puede abolir, porque el hombre es anterior al Estado[33], y también porque la familia, lógica e históricamente, es anterior a la sociedad civil[34]. He ahí también por qué el sapientísimo Pontífice León XIII declaraba que el Estado no tiene derecho de gravar la propiedad privada con tal exceso de cargas e impuestos que llegue casi a aniquilarla: Siendo el derecho de la propiedad privada debido a la misma naturaleza y no efecto de las leyes humanas, el Estado no puede abolirlo, sino tan sólo moderar su uso y armonizarlo con el bien común[35].

Al conciliar así el derecho de propiedad con las exigencias del bien general, la autoridad pública no se muestra enemiga de los propietarios, antes bien les presta un apoyo eficaz, porque de este modo impide seriamente que la posesión privada de los bienes produzca intolerables perjuicios y se prepare su propia ruina, habiendo sido otorgada por el Autor providentísimo de la naturaleza para subsidio de la vida humana. Esa acción no destruye la propiedad privada, sino que la defiende; no debilita el dominio privado, sino que lo fortalece.

OBLIGACIONES SOBRE LA RENTA LIBRE

19. Por otra parte, tampoco las rentas del patrimonio quedan en absoluto a merced del libre albedrío del hombre; es decir, las que no le son necesarias para la sustentación decorosa y conveniente de la vida. Al contrario, la Sagrada Escritura y los Santos Padres constantemente declaran con clarísimas palabras que los ricos están gravísimamente obligados por el precepto de ejercitar la limosna, la beneficencia y la liberalidad.

El que emplea grandes cantidades en obras que proporcionan mayor oportunidad de trabajo, con tal que se trate de obras verdaderamente útiles, practica de una manera magnífica y muy acomodada a las necesidades de nuestros tiempos la virtud de la liberalidad, como se colige sacando las consecuencias de los principios puestos por el Doctor Angélico[36].

TÍTULOS DE LA "PROPIEDAD"

20. La tradición universal y la doctrina de Nuestro predecesor León XIII atestiguan que la ocupación de una cosa sin dueño (res nullius) y el trabajo o la especificación, como suele decirse, son títulos originarios de propiedad. Porque a nadie se hace injuria, aunque neciamente digan algunos lo contrario, cuando se procede a ocupar lo que está a merced de todos o no pertenece a nadie. El trabajo que el hombre ejecuta en su nombre propio, y por el cual produce en los objetos nueva forma o aumenta el valor de los mismos, es también lo que adjudica estos frutos al que trabaja.

B) CAPITAL Y TRABAJO

21. Muy distinta es la condición del trabajo cuando se ocupa en cosa ajena mediante un contrato. A él se aplica principalmente lo que León XIII dijo ser cosa certísima, a saber, que es el trabajo de los obreros el que logra formar la riqueza nacional[37]. ¿No vemos acaso con nuestros propios ojos cómo los inmensos bienes que forman la riqueza de los hombres salen y brotan de las manos de los obreros, ya directamente, ya por medio de instrumentos o máquinas que aumentan su eficacia de manera tan admirable? No hay nadie que desconozca cómo los pueblos no han labrado su fortuna, ni han subido desde la pobreza y carencia a la cumbre de la riqueza, sino por medio del inmenso trabajo acumulado por todos los ciudadanos -trabajo de los directores y trabajo de los ejecutores-. Pero es más claro todavía que todos esos esfuerzos hubieran sido vanos e inútiles, más aún, ni se hubieran podido comenzar, si la bondad del Creador de todas las cosas, Dios, no hubiera antes otorgado las riquezas y los instrumentos naturales, el poder y las fuerzas de la naturaleza. Y, en verdad, ¿qué es el trabajo, sino el empleo y ejercicio de las fuerzas del alma y del cuerpo en los bienes naturales o por medio de ellos? Ahora bien, la ley natural, o sea la voluntad de Dios promulgada por medio de aquélla, exige que en la aplicación de las cosas naturales a los usos humanos se guarde el orden debido, y éste consiste en que cada cosa tenga su dueño. De ahí resulta que, fuera de los casos en que alguno trabaja con sus propios objetos, el trabajo y el capital deberán unirse en una empresa común, pues cada uno sin el otro resulta completamente ineficaz.

22. Tenía esto presente León XIII, cuando escribía: Ni el capital puede existir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital[38]. Por consiguiente, es completamente falso atribuir sólo al capital o sólo al trabajo lo que es un resultado de la eficaz colaboración de ambos; y es totalmente injusto que el uno o el otro, desconociendo la eficacia de la otra parte, trata de atribuirse a sí solo todo cuanto se logra.

PRETENSIONES DEL CAPITAL

23. Verdad es que, durante mucho tiempo, el capital se adjudicó demasiado a sí mismo. Todo el rendimiento, todos los productos, los reclamaba para sí el capital; y al obrero apenas se le dejaba lo suficiente para reparar y reconstituir sus fuerzas. Se decía que por una ley económica, completamente incontrastable, toda la acumulación de capital cedía en provecho de los afortunados, y que por la misma ley los obreros estaban condenados a pobreza perpetua o reducidos a un bienestar escasísimo. Es cierto que la práctica no siempre ni en todas partes se conformaba con este principio de los liberales vulgarmente llamados manchesterianos; mas tampoco se puede negar que las instituciones económico-sociales se inclinaban constantemente a ese principio. Así que ninguno debe admirarse de que esas falsas opiniones o falaces postulados fueran atacados duramente, y no tan sólo por quienes, en virtud de tales teorías, se veían privados de su derecho natural a mejorar en la condición de su vida.

REIVINDICACIONES DEL TRABAJO

24. A los oprimidos obreros se acercaron los que se llaman intelectuales, oponiendo a una ley imaginaria un principio moral no menos imaginario, a saber: Todo lo que se produce o rinde, separado únicamente cuanto basta para amortizar y reconstruir el capital, corresponde en pleno derecho a los obreros. Este error, cuanto más atractivo se muestra que el de los socialistas -según los cuales los medios de producción deben transferirse al Estado, o "socializarse", como vulgarmente se dice- es tanto más peligroso y apto para engañar a los incautos: suave veneno, que bebieron ávidamente muchos a quienes jamás había podido engañar un franco socialismo.

JUSTA DISTRIBUCIÓN

25. Por cierto, para que con estas falsedades no se cerrara el paso a la justicia y a la paz, unos y otros tuvieron que ser advertidos por las sapientísimas palabras de Nuestro Predecesor: La tierra, aunque esté dividida entre particulares, continúa sirviendo al beneficio de todos[39]. Y esto mismo hemos enseñado Nos poco antes, al decir que la naturaleza misma estableció la repartición de los bienes por medio de la propiedad privada para que rindan esa utilidad a los hombres de una manera segura y determinada. Importa tener siempre presente este principio para no apartarse del recto camino de la verdad.

Ahora bien; para obtener enteramente o al menos con la posible perfección el fin señalado por Dios, no sirve cualquier distribución de bienes y riquezas entre los hombres. Por lo mismo, las riquezas incesantemente aumentadas por el progreso económico y social, deben distribuirse entre las personas y clases, de manera que quede a salvo aquella común utilidad de todos, alabada por León XIII, o, por decirlo con otras palabras, para que se conserve íntegro el bien común de toda la sociedad. Esta ley de justicia social prohibe que una clase excluya a la otra de la participación de los beneficios. Violan esta ley no sólo la clase de los ricos, cuando, libres de cuidados en la abundancia de su fortuna, piensan que el justo orden de las cosas está en que todo rinda para ellos y nada llegue al obrero, sino también la clase de los proletarios cuando, vehementemente enfurecidos por la violación de la justicia y excesivamente dispuestos a reclamar por cualquier medio el único derecho que ellos reconocen, el suyo, todo lo quieren para sí, por ser producto de sus manos; por esto, y no por otra causa, impugnan y pretenden abolir la propiedad, así como los intereses y rentas que no sean adquiridos mediante el trabajo, sin reparar a qué especie pertenecen o qué oficio desempeñan en la convivencia humana. Y no debe olvidarse aquí cuán inepta e infundada es la apelación de algunos a las palabras del Apóstol: si alguno no quiere trabajar, tampoco coma[40]; porque el Apóstol se refiere a los que pudiendo y debiendo trabajar se abstienen de ello, amonestando que debemos aprovechar con diligencia el tiempo y las fuerzas corporales y espirituales sin agravar a los demás, mientras nos podamos proveer por nosotros mismos. Pero que el trabajo sea el único título para recibir el alimento o las ganancias, eso no lo enseñó nunca el Apóstol[41].

Dése, pues, a cada cual la parte de bienes que le corresponda; y hágase que la distribución de los bienes creados se corrija y se conforme con las normas del bien común o de la justicia social; porque cualquier persona sensata ve cuán grave daño trae consigo la actual distribución de bienes por el enorme contraste entre unos pocos riquísimos y los innumerables necesitados.

ELEVACIÓN DEL PROLETARIADO

26. Tal es el fin que Nuestro Predecesor proclamó haberse de lograr: la redención del proletariado. Debemos afirmarlo con más empeño y repetirlo con más insistencia, puesto que tan saludables mandatos del Pontífice en no pocos casos se echaron en olvido, ya con un estudiado silencio, ya juzgando que el realizarlos era imposible, cuando pueden y deben realizarse. Ni se puede decir que aquellos preceptos han perdido su fuerza y su sabiduría en nuestra época, por haber disminuido aquel pauperismo que León XIII veía con todos sus horrores. Es verdad que la condición de los obreros se ha elevado a un estado mejor y más equitativo, principalmente en los Estados más cultos y en las naciones más grandes, donde no se puede decir que los obreros, en general, se hallen afligidos por la miseria o que padezcan escasez en la vida. Pero es igualmente cierto que, desde que las artes mecánicas y las industrias del hombre se han extendido rápidamente e invadido innumerables regiones, tanto en las tierras que llamamos nuevas cuanto en los reinos del Extremo Oriente, famosos por su antiquísima cultura, el número de los proletarios necesitados, cuyo gremio sube desde la tierra hasta el cielo, ha crecido inmensamente. Añádase el ejército ingente de asalariados del campo, reducidos a las más estrechas condiciones de vida, y privados de toda esperanza de poder jamás adquirir propiedades estables[42], y, por lo tanto, sujetos para siempre a la triste suerte de proletarios, si no se aplican remedios oportunos y eficaces.

Es verdad que la condición de proletario no debe confundirse con el pauperismo, pero es cierto que la muchedumbre enorme de proletarios, por una parte, y los enormes recursos de unos cuantos ricos, por otra, son argumentos perentorios de que las riquezas multiplicadas tan abundantemente en nuestra época, llamada del industrialismo, están mal repartidas e injustamente aplicadas a las distintas clases.

27. Por lo cual, con todo empeño y todo esfuerzo se ha de procurar que, al menos para lo futuro, las riquezas adquiridas se acumulen con medida equitativa en manos de los ricos, y se distribuyan con bastante profusión entre los obreros, no ciertamente para hacerlos remisos en el trabajo, pues el hombre nace para el trabajo como el ave para volar, sino para que con el ahorro aumenten su patrimonio; y administrando con prudencia el patrimonio aumentado, puedan más fácil y seguramente sostener las cargas de su familia, y para que, libres de las inseguridades de la vida, cuyas vicisitudes tanto agitan a los proletarios, no sólo estén dispuestos a soportar las contingencias de la vida, sino que puedan confiar en que, al abandonar este mundo, los que dejan tras de sí quedan convenientemente proveídos.

Todo esto es lo que Nuestro Predecesor no sólo insinuó, sino que lo proclamó clara y explícitamente; y Nos queremos una y otra vez inculcarlo en esta Nuestra Encíclica; porque, si con vigor y sin dilaciones no se emprende ya, de una vez, el llevarlo a la práctica, es inútil pensar que puedan defenderse eficazmente el orden público, la paz y la tranquilidad de la sociedad humana contra los promovedores de la revolución.

28. Pero es imposible llevarlo a efecto si no llegan los obreros a formar su módico capital con cuidado y ahorro, como ya hemos indicado, siguiendo las huellas de Nuestro Predecesor. Pero ¿de dónde pueden ahorrar algo para adelante quienes no tienen otra cosa que su trabajo para atender al alimento y demás necesidades de la vida, sino del precio de su trabajo y viviendo con parquedad? Queremos, pues, tratar de esta cuestión del salario, que León XIII calificaba de muy gran importancia[43], declarando y desarrollando su doctrina y sus preceptos cuando fuere preciso.

EL SALARIO

29. En primer lugar, los que condenan el contrato de trabajo como injusto por naturaleza y dicen que, por esa razón, ha de sustituirse por el contrato de sociedad, hablan un lenguaje insostenible e injurian gravemente a Nuestro Predecesor, cuya Encíclica no sólo admite el salario, sino aun se extiende largamente explicando las normas de justicia que han de regirlo.

Pero juzgamos que, atendidas las circunstancias modernas del mundo, sería más oportuno que el contrato de trabajo se suavizara algún tanto en lo que fuera posible por medio del contrato de sociedad, tal como ya se ha comenzado a hacer en diversas formas con no escaso provecho así para los obreros como aun para los mismos patronos. Así es como los obreros y empleados llegan a participar, ya en la propiedad, ya en la administración, ya en una cierta proporción de las ganancias logradas.

León XIII ya había prudentemente declarado que la cuantía justa del salario tiene que deducirse de la consideración, no de uno, sino de diversos títulos. Suyas son estas palabras: Determinar la medida justa del salario depende de muchas causas[44]. Con esto refutó, de una vez, la ligereza de quienes creen que se puede resolver este gravísimo asunto con el fácil expediente de aplicar una regla única, y ésta, por cierto, alejada de la realidad.

Yerran, en efecto, gravemente los que no dudan en propagar el principio corriente de que el trabajo vale tanto y debe remunerarse en tanto cuanto se estima el valor de los frutos producidos por él; y que, en consecuencia, el obrero tiene derecho a reclamar todo cuanto es produto de su trabajo: lo absurdo de este principio queda refutado sólo con lo ya dicho acerca de la propiedad.

CARÁCTER DEL TRABAJO

30. Ahora bien; como en el dominio, así también en el trabajo, principalmente en el que por contrato se cede a los demás, claro es que debe considerarse, además del aspecto personal o individual, el aspecto social; porque la actividad humana no puede producir sus frutos, si no queda en pie un cuerpo verdaderamente social y organizado, si el orden jurídico y el social no garantizan el trabajo, si las diferentes profesiones, dependientes unas de otras, no se conciertan entre sí y se completan mutuamente, y, lo que es más importante, si no se asocian y unen, como para formar una sola cosa, la dirección, el capital y el trabajo. El trabajo, por lo tanto, no se estimará en justicia ni se remunerará con equidad, si no se atiende a su carácter individual y social.

C) TRES PUNTOS FUNDAMENTALES

31. De este doble carácter, intrínseco por naturaleza al trabajo humano, surgen gravísimas consecuencias, según las cuales debe regirse y determinarse el salario.

1) EL OBRERO Y SU FAMILIA

32. En primer lugar, al obrero se le debe dar una remuneración que sea en verdad suficiente para su propia sustentación y para la de su familia[45]. Porque justo es que también el resto de la familia concurra, cada uno según sus fuerzas, al sostenimiento común de todos, como sucedía antes, singularmente en las familias de campesinos, y también en muchas de artesanos y comerciantes en pequeño; pero es un crimen el abusar de la edad infantil y de la debilidad de la mujer. En casa principalmente, o en sus alrededores, las madres de familia pueden dedicarse a sus faenas, sin dejar por ello las atenciones de su hogar. Pero es un gravísimo abuso, que se ha de eliminar con todo empeño, el que la madre, por la escasez del salario del padre, quede obligada a ejercitar un arte lucrativo, abandonando sus peculiares deberes y quehaceres, y, sobre todo, la educación de sus niños. Ha de hacerse, pues, todo lo posible para que los padres de familia perciban un salario tal, que con él puedan atender convenientemente a las ordinarias necesidades domésticas. Y si las circunstancias presentes de la sociedad no siempre permiten hacerlo así, pide la justicia social que cuanto antes se introduzcan reformas tales, que a cualquier obrero adulto se le asegure ese salario. -No será aquí inoportuno dar la merecida alabanza a cuantos con previsión tan sabia como útil han ensayado e intentado diversos medios para acomodar la remuneración del trabajo a las cargas de la familia, de manera que al aumento de éstas corresponda el aumento de aquél; y aun, si fuere menester, se puedan también satisfacer las necesidades extraordinarias.

2) LA EMPRESA

33. Para determinar la cuantía del salario deben asimismo tenerse presentes las condiciones de la empresa y del empresario; sería injusto pedir salarios desmedidos, que la empresa, sin grave ruina propia y, por lo tanto, de los obreros, no pudiera soportar. Pero no debe reputarse causa legítima para disminuir a los obreros el salario, si la ganancia menor es debida a la incapacidad, pereza o descuido en atender al progreso técnico y económico. Mas si las empresas mismas no tienen entradas suficientes para poder pagar a los obreros un salario equitativo, porque o se ven oprimidas por cargas injustas o se ven obligadas a vender sus productos a precios menores de lo justo, quienes de tal suerte las oprimen reos son de grave delito, pues privan de su justa remuneración a los obreros que se ven obligados por la necesidad a aceptar un salario inferior al justo.

Todos, obreros y patronos, en unión de fuerzas y de voluntades, se consagren a vencer los obstáculos y las dificultades: procure la autoridad pública ayudarles en obra tan saludable con su previsión y su prudencia. Mas si el caso llegare al extremo, se habrá entonces de deliberar si la empresa puede continuar o si ha de atenderse a los obreros en alguna otra forma. En este punto, verdaderamente gravísimo, conviene que exista y actúe eficazmente una cierta unión y una concordia cristiana entre obreros y patronos.

3) EL BIEN COMÚN

34. Finalmente, la cuantía del salario debe atemperarse al bien público económico. Ya hemos expuesto más arriba cuánto ayuda a este bien común el que los obreros y empleados lleguen a reunir poco a poco un modesto capital, mediante el ahorro de alguna parte de su salario, después de cubiertos los gastos necesarios. Pero tampoco debe desatenderse otro punto, quizás de no menor importancia y en nuestros días muy necesario, a saber: que se ofrezca oportunidad para trabajar a los que pueden y quieren trabajar. Esto depende no poco de la fijación de los salarios; la cual, así como ayuda cuando se encierra dentro de los justos límites, así, por lo contrario, puede ser obstáculo cuando los sobrepasa. ¿Quién no sabe que los salarios demasiado reducidos o excesivamente elevados han sido la causa de que los obreros quedaran sin tener trabajo? Este mal, que se ha desarrollado principalmente en los días de Nuestro pontificado, ha perjudicado a muchos, ha lanzado los obreros a la miseria y a duras pruebas, ha arruinado la prosperidad de las naciones y puesto en peligro el orden público, la paz y la tranquilidad de todo el orbe de la tierra. Contrario es, por lo tanto, a la justicia social, el disminuir o aumentar indebidamente los salarios de los obreros para obtener mayores ganancias personales, y sin atender al bien común. La misma justicia exige que, en unión de mentes y de voluntades, en cuanto sea posible, los salarios se regulen de manera que sean los más quienes puedan prestar su trabajo y percibir de éste los frutos necesarios para el sostenimiento de su vida.

A lo mismo contribuye la justa proporción entre los salarios: y con ella se enlaza estrechamente la razonable proporción entre los precios de venta de los productos obtenidos por las distintas artes, cuales son la agricultura, la industria y otras semejantes. Si se guardan convenientemente tales proporciones, las diversas artes se aunarán y se ensamblarán, como para formar un solo cuerpo, y, a la manera de los miembros, se comunicarán mutua ayuda y perfección. Pues la economía social quedará sólidamente constituida y alcanzará sus fines tan sólo cuando a todos y a cada uno de los socios se les provea de todos los bienes que las riquezas y los subsidios naturales, la técnica y la constitución social de la economía puedan ofrecer. Esos bienes han de ser tan suficientemente abundantes que satisfagan las necesidades y comodidades honestas, y eleven a los hombres a aquella condición de vida más feliz que, administrada prudentemente, no sólo no impide la virtud, sino que la favorece en gran manera[46].

4) EL ORDEN SOCIAL

35. Todo cuanto hasta aquí hemos dicho sobre el reparto equitativo de los bienes y el justo salario, se refiere principalmente a las personas particulares y sólo indirectamente toca al orden social, principal objeto de los cuidados y pensamientos de Nuestro predecesor León XIII, que tanto hizo por restaurarlo en conformidad con los principios de la sana filosofía y por perfeccionarlo según las normas altísimas de la ley evangélica.

Mas para consolidar lo que él felizmente inició y para realizar cuanto aún queda por hacer, así como para alcanzar los más felices beneficios para la sociedad humana, ante todo se necesitan dos cosas: la reforma de las instituciones y la enmienda de las costumbres.

Al hablar de la reforma de las instituciones, principalmente pensamos en el Estado; no porque de su influjo haya de esperarse toda la salvación sino porque, a causa del vicio del individualismo que hemos señalado, las cosas han llegado ya a tal punto que, abatida y casi extinguida aquella exuberante vida social que en otros tiempos se desarrolló en las corporaciones o gremios de todas clases, han quedado casi solos frente a frente los particulares y el Estado. Semejante deformación del orden social lleva consigo no pequeño daño para el mismo Estado, sobre el cual vienen a recaer todas las cargas que antes sostenían las antiguas corporaciones, viéndose él abrumado y oprimido por una infinidad de cargas y obligaciones.

Es verdad, y lo prueba la historia palmariamente, que la mudanza de las condiciones sociales hace que muchas cosas que antes hacían aun las asociaciones pequeñas, hoy no las puedan ejecutar sino las grandes colectividades. Y, sin embargo, queda en la filosofía social fijo y permanente aquel importantísimo principio que ni puede ser suprimido ni alterado; como es ilícito quitar a los particulares lo que con su propia iniciativa y propia actividad pueden realizar para encomendarlo a una comunidad, así también es injusto, y al mismo tiempo de grave perjuicio y perturbación para el recto orden social, confiar a una sociedad mayor y más elevada lo que comunidades menores e inferiores pueden hacer y procurar. Toda acción de la sociedad debe, por su naturaleza, prestar auxilio a los miembros del cuerpo social, mas nunca absorberlos y destruirlos.

Conviene que la autoridad pública suprema deje a las asociaciones inferiores tratar por sí mismas los cuidados y negocios de menor importancia, que de otro modo le serían de grandísimo impedimento para cumplir con mayor libertad, firmeza y eficacia cuanto a ella sola corresponde, ya que sólo ella puede realizarlo, a saber: dirigir, vigilar, estimular, reprimir, según los casos y la necesidad lo exijan. Por lo tanto, tengan bien entendido esto los que gobiernan: cuando más vigorosamente reine el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, quedando en pie este principio de la función supletiva del Estado, tanto más firme será la autoridad y el poder social, y tanto más próspera y feliz la condición del Estado.

D)ARMONÍA ENTRE LAS CLASES

36. Esta debe ser, ante todo, la mira; éste el esfuerzo del Estado y de todos los buenos ciudadanos, que, cesando la lucha de clases opuestas, surja y aumente la concorde inteligencia de las profesiones.

La política social tiene, pues, que dedicarse a reconstituir las profesiones. Hasta ahora, en efecto, el estado de la sociedad humana sigue aún violento y, lo por tanto, inestable y vacilante, como basado en clases de tendencias diversas, contrarias entre sí y, por lo mismo, inclinadas a enemistades y luchas.

Aunque el trabajo, según explica muy bien Nuestro Predecesor en su Encíclica[47], no es vil mercancía, sino que ha de reconocerse en él la dignidad humana del obrero y no ha de ser comprado ni vendido como cualquier mercancía; sin embargo, en nuestros días, según están las cosas, sobre el mercado que llaman del trabajo, la oferta y la demanda separan a los hombres en dos bandos, como en dos ejércitos, y la disputa de ambos transforma tal mercado, como en un campo de batalla, donde, uno enfrente de otro, luchan cruelmente. Como todos ven, a tan gravísimo mal, que precipita a la sociedad humana hacia la ruina, urge poner un remedio cuanto antes. Pues bien; la perfecta curación no se obtendrá sino cuando, quitada de en medio esa lucha, se formen miembros del cuerpo social bien organizados; es decir, órdenes o profesiones en que se unan los hombres, no según el cargo que tienen en el mercado del trabajo, sino según las diversas funciones sociales que cada uno ejercita. Así como, siguiendo el impulso natural, los que están juntos en un lugar forman un municipio, así los que se ocupan en un mismo arte o profesión, sea económica, sea de otra especie, forman asociaciones o cuerpos, hasta el punto que muchos consideran esas agrupaciones, que gozan de su propio derecho, si no esenciales a la sociedad, al menos connaturales a ella.

El orden, como egregiamente dice el Doctor Angélico[48], es la unidad resultante de la conveniente disposición de muchas cosas; por esto el verdadero y genuino orden social requiere que los diversos miembros de la sociedad se junten en uno con algún vínculo firme. Esta fuerza de cohesión se encuentra, ya en los mismos bienes que se producen o servicios que se prestan, en lo cual de común acuerdo trabajan patronos y obreros de una misma profesión, ya en aquel bien común a que todas las profesiones juntas, cada una por su parte, amigablemente deben concurrir. Esta unión será tanto más fuerte y eficaz cuanto con mayor fidelidad cada individuo y cada orden pongan mayor empeño en ejercer su profesión y sobresalir en ella.

De todo lo que precede se deduce con facilidad que en dichas corporaciones indiscutiblemente tienen la primacía los intereses comunes a toda la profesión; y ninguno hay tan principal como la cooperación, que intensamente se ha de procurar, de cada una de las profesiones en favor del bien común de la sociedad. Pero en las cuestiones tocantes especialmente al logro y defensa de las ventajas o a las desventajas especiales de patronos y obreros, cuando fuere necesaria una deliberación, deberá hacerse separadamente por los unos y por los otros.

Apenas es necesario recordar que lo enseñado por León XIII sobre la forma política de gobierno puede aplicarse, guardada la debida proporción, a los colegios o corporaciones profesionales, a saber: que es libre a los hombres escoger la forma de gobierno que quisieren, quedando a salvo la justicia y las exigencias del bien común[49].

Ahora bien: así como los habitantes de un Municipio suelen fundar asociaciones con fines muy diversos en las cuales es completamente libre inscribirse o no inscribirse, así también los que ejercitan la misma profesión formarán unos con otros sociedades igualmente libres para alcanzar fines que en alguna manera están unidos con el ejercicio de la misma profesión. Nuestro Predecesor describió clara y distintamente estas asociaciones; Nos basta, pues, inculcar una sola cosa: que el hombre tiene libertad, no sólo de fundar estas asociaciones, que son de orden y derecho privado, sino también la de escoger para sus socios aquella reglamentación que ellos consideren más a propósito para sus fines[50]. Y ha de reivindicarse la misma libertad para fundar asociaciones que sobrepasen los límites de cada profesión. Las asociaciones libres que están florecientes y se gozan viendo sus saludables frutos, vayan preparándose el camino para formar aquellas otras agrupaciones más perfectas, u órdenes, de que hemos hecho mención, y promuévanlas con todo denuedo, según el espíritu de la doctrina social cristiana.

37. Nos resta atender a otra cosa, muy unida con lo anterior. Así como la unidad del cuerpo social no puede basarse en la oposición de clases, tampoco la recta organización del mundo económico puede entregarse al libre juego de la concurrencia de las fuerzas. Más aún; de tal principio, como de fuente emponzoñada, nacieron todos los errores de la ciencia económica individualista, la cual, suprimiendo por olvido o ignorancia el carácter social y moral del orden económico, sostuvo que éste había de ser juzgado y tratado como totalmente independiente de la autoridad pública, por cuanto que su principio directivo y su norma se hallaba en el mercado o libre concurrencia de los competidores; y con este principio habría de regirse mejor que por la intervención de cualquier entendimiento creado. Pero la libre concurrencia, aun cuando, encerrada dentro de ciertos límites, es justa y sin duda útil, no puede ser en modo alguno la norma reguladora de la vida económica; y lo probó demasiado la experiencia, mientras fueron aplicadas a la práctica las normas del espíritu individualista. Es, por lo tanto, completamente necesario que se reduzca y sujete de nuevo la economía a un verdadero y eficaz principio directivo. La dictadura económica, que ha sustituido recientemente a la libre concurrencia, mucho menos puede servir para ese fin directivo, ya que, inmoderada y violenta por naturaleza, para ser útil a los hombres necesita un freno enérgico y una dirección sabia -freno y dirección, que no puede darse a sí misma. Así que se ha de buscar algo superior y más noble para regir con severa integridad aquel poder económico, a saber: la justicia y la caridad social. Por lo tanto, las instituciones públicas y toda la vida social de los pueblos deben estar informadas por esa justicia; es conveniente y muy necesario que ésta sea verdaderamente eficaz, o sea, que de vida a todo el orden jurídico y social y la economía quede como imbuida por ella. La caridad social debe ser como el alma de ese orden; la autoridad pública no deberá desmayar en la tutela y defensa eficaz del mismo, y no le será difícil lograrlo si arroja de sí las cargas que, como decíamos antes, no le competen.

Más aún, convendría que varias naciones, unidas en sus estudios y trabajos, puesto que económicamente dependen en gran manera unas de otras y mutuamente se necesitan, promovieran con sabios tratados e instituciones una fausta y feliz cooperación de la economía internacional.

Restablecidos así los miembros del organismo social, y restituido el principio directivo del mundo económico-social, podrían aplicarse en alguna manera a este cuerpo las palabras del Apóstol acerca del cuerpo místico de Cristo: Todo el cuerpo trabado y unido recibe por todos los vasos y conductos de comunicación, según la medida correspondiente a cada miembro, el aumento propio del cuerpo para su perfección mediante la caridad[51].

Recientemente, todos lo saben, se ha iniciado una especial organización sindical y corporativa, de la cual, dada la materia de esta Nuestra Encíclica, parece bien dar aquí brevemente una idea con algunas consideraciones.

El mismo Estado de tal suerte constituye en personalidad jurídica al sindicato que, a la vez, le confiere un cierto privilegio de monopolio en cuanto que sólo el sindicato, así reconocido, puede representar a los obreros y a los patronos, respectivamente, y él solo puede concluir contratos y pactos de trabajo. La adscripción al sindicato es facultativa, y sólo en este sentido puede decirse que la organización sindical es libre, puesto que la cuota societaria y ciertas tasas especiales son obligatorias para todos los que pertenecen a una categoría determinada, sean obreros o patronos, así como para todos son obligatorios los contratos de trabajo estipulados por el sindicato jurídico. Es verdad que autorizadamente se ha declarado que el sindicato oficial no excluye de hecho la existencia de otras asociaciones profesionales.

Las corporaciones se constituyen por representantes de los sindicatos de obreros y patronos de la misma arte o profesión; y, en cuanto verdaderos y propios órganos e instituciones del Estado, dirigen y coordinan los sindicatos en las cosas de interés común.

La huelga está prohibida; si las partes no pueden ponerse de acuerdo, interviene la Magistratura.

Basta un poco de reflexión para ver las ventajas de esta organización, aunque la hayamos descrito sumariamente: la colaboración pacífica de las clases, la represión de las organizaciones y de los intentos socialistas, la acción moderadora de una magistratura especial. Para no omitir nada en argumento de tanta importancia, y en armonía con los principios generales más arriba expuestos y con lo que luego añadiremos, debemos asimismo decir que vemos no faltan quienes temen que, en dicha organización, el Estado se sustituya a la libre actividad, en lugar de limitarse a la necesaria y suficiente asistencia y ayuda; que la nueva organización sindical y corporativa tenga carácter excesivamente burocrático y político; y que, no obstante las ventajas generales señaladas, pueda servir a intentos políticos, particulares, más bien que a la preparación y comienzo de un mejor estado social.

Creemos que para alcanzar este nobilísimo intento, con verdadero y estable provecho para todos, es necesaria primero y principalmente la bendición de Dios y luego la colaboración de todas las buenas voluntades. Creemos, además, y como consecuencia natural de lo mismo, que ese mismo intento se alcanzará tanto más seguramente cuanto mayor sea la cooperación de las competencias técnicas, profesionales y sociales y, lo que es más, de los principios católicos y de la práctica de los mismos, no de parte de la Acción Católica (porque no pretende desarrollar actividad estrictamente sindical o política), sino de parte de aquellos de Nuestros hijos que la Acción Católica educa exquisitamente en los mismos principios y en el apostolado bajo la guía y el magisterio de la Iglesia; de la Iglesia, que en el terreno antes señalado, así como dondequiera que se agitan y regulan cuestiones morales, no puede olvidar o descuidar el mandato de custodia y de magisterio que se le confió divinamente.

Cuanto hemos enseñado sobre la restauración y perfección del orden social es imposible realizarlo sin la reforma de las costumbres: la historia misma nos lo muestra con toda claridad. Existió en otros tiempos un orden social, no ciertamente perfecto y completo en todas sus partes, pero sí conforme de algún modo a la recta razón, si se tiene en cuenta las condiciones y necesidades de la época. Pereció hace tiempo aquel orden de cosas; y no fue, ciertamente, porque no pudo adaptarse, por su propio desarrollo y evolución, a los cambios y nuevas necesidades que se presentaban, sino más bien, o porque los hombres, endurecidos en su egoísmo, se negaron a abrir los cuadros de aquel orden, como hubiera convenido, al número siempre creciente de la muchedumbre, o porque, seducidos por una apariencia de falsa libertad o por otros errores, y enemigos de cualquier clase de autoridad, intentaron sacudir de sí todo yugo.

Resta, pues, que, llamados de nuevo a juicio, así la organización actual económica como el socialismo, su más acérrimo acusador, y dictada sobre ambos franca y justa sentencia, averigüemos a fondo cuál es la raíz de tantos males; y señalamos, como su primero y más necesario remedio, la reforma de las costumbres.

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[1] Arcanum 10 febr. 1880.
[2] Diuturnum 29 iun. 1881.
[3] Immortale Dei 1 nov. 1885.
[4] Sapientiae christianae 10 ian. 1890.
[5] Quod apostolici muneris 28 dec. 1878.
[6] Libertas 20 iun. 1888.
[7] Rerum novarum n. 1.
[8] Rerum novarum n. 13.
[9] Rerum novarum n. 2.
[10] Cf. Rerum novarum n. 13.
[11] Mat. 7, 29.
[12] Rerum novarum n. 1.
[13] S. Ambrosius De excessu fratris sui Satyri, 1, 44.
[14] Rerum novarum n. 13.
[15] Baste indicar algunos docs.: Leo XIII, Ep. Ap. Praeclara 20 iun. 1894; Enc. Graves de communi 18 ian. 1901; Pius X, Motu pr. sobre la Acción popular cristiana 8 dec. 1903; Bened. XV, Enc. Ad
beatissimi 1 nov. 1922; Pius XI, Enc. Ubi Arcano 23 dec. 1922; Enc. Rite expiatis 30 april. 1926.
[16] Cf. La Hiérarchie catholique et le probleme social despuis l'Encyclique "Rerum novarum" -1891-
1931- páginas XVI-335, edit. por la Un. int. d'Etudes sociales, fundada en Malinas (1920) bajo la
presidencia del Card. Mercier, París, edics. "Spes", 1931.
[17] Is. 11, 12.
[18] Rerum novarum n. 26.
[19] Rerum novarum n. 29.
[20] Rerum novarum n. 38.
[21] Rerum novarum n. 44.
[22] Rerum novarum n. 45.
[23] Pius X Enc. Singulari quadam 24 sept. 1912.
[24] Cf. Carta de la S. Congr. del Concilio al Obispo de Lille (Liénart) 5 junio 1929.
[25] Cf. Rom. 1, 14.
[26] Rerum novarum n. 13.
[27] Ubi arcano 23 dec. 1922.
[28] Ibid.
[29] Rerum novarum n. 5.
[30] Cf. Rerum novarum n. 19.
[31] Rerum novarum n. 7.
[32] Alocución al Comité de Acción Católica para Italia, 16 mayo 1926.
[33] Rerum novarum n. 6.
[34] Rerum novarum n. 10.
[35] Rerum novarum n. 37.
[36] Cf. S. Th. 2. 2ae., 134.
[37] Rerum novarum n. 27.
[38] Rerum novarum n. 15.
[39] Rerum novarum n. 7.
[40] 2 Thess. 3, 10.
[41] Ibid. 3, 8-10.
[42] Rerum novarum n. 37.
[43] Rerum novarum n. 36.
[44] Rerum novarum n. 17.
[45] Cf. enc. Casti Connubii 31 dec. 1930.
[46] Cf. S. Th. De regimine principum 1, 15. -Rerum novarum n. 36.
[47] Cf. Rerum novarum n. 16.
[48] Cf. S. Th. Contra Gent. 3, 71; cf. 1a., 65, 2, i. c.
[49] Cf. enc. Immortale Dei 1 nov. 1885.
[50] Rerum novarum n. 44.
[51] Eph. 4, 16.