AD
CATHOLICI SACERDOTII
PÍO XI
ENCÍCLICA SOBRE EL SACERDOCIO CATÓLICO
III.
LA FORMACIÓN DE LOS CANDIDATOS AL SACERDOCIO
Seminarios
49. Si tan alta es la dignidad del sacerdocio y tan
excelsas las dotes que exige, síguese de aquí, venerables hermanos, la
imprescindible necesidad de dar a los candidatos al santuario una formación
adecuada. Consciente la Iglesia de esta necesidad, por ninguna otra cosa quizá,
en el transcurso de los siglos, ha mostrado tan activa solicitud y maternal
desvelo como por la formación de sus sacerdotes. Sabe muy bien que, si las
condiciones religiosas y morales de los pueblos dependen en gran parte del
sacerdocio, el porvenir mismo del sacerdote depende de la formación recibida,
porque también respecto a él es muy verdadero el dicho del Espíritu Santo: «La
senda que uno emprendió de joven, esa misma seguirá de viejo»[i].
Por eso la Iglesia, guiada por ese divino Espíritu, ha querido que en todas
partes se erigiesen seminarios, donde se instruyan y se eduquen con especial
cuidado los candidatos al sacerdocio.
Superiores y maestros
50. El seminario, por lo tanto, es y debe ser como
la pupila de vuestros ojos, venerables hermanos, que compartís con Nos el
formidable peso del gobierno de la Iglesia; es y debe ser el objeto principal de
vuestros cuidados. Ante todo, se debe hacer con mucho miramiento la elección de
superiores y maestros, y particularmente de director y padre espiritual, a quien
corresponde una parte tan delicada e importante de la formación del alma
sacerdotal. Dad a vuestros seminarios los mejores sacerdotes, sin reparar en
quitarlos de cargos aparentemente más importantes, pero que, en realidad, no
pueden ponerse en parangón con esa obra capital e insustituible; buscadlos en
otra parte, si fuere necesario, dondequiera que podáis hallarlos verdaderamente
aptos para tan noble fin; sean tales que enseñen con el ejemplo, mucho más que
con la palabra, las virtudes sacerdotales; y que juntamente con la doctrina
sepan infundir un espíritu sólido, varonil, apostólico; que hagan florecer en
el seminario la piedad, la pureza, la disciplina y el estudio, armando a tiempo
y con prudencia los ánimos juveniles no sólo contra las tentaciones presentes,
sino también contra los peligros mucho más graves a que se verán expuestos más
tarde en el mundo, en medio del cual tendrán que vivir para salvar a todos[ii].
Estudios filosóficos siguiendo a Sto. Tomás
51. Y a fin de que los futuros sacerdotes puedan
poseer la ciencia que nuestros tiempos exiigen, como anteriormente hemos
declarado, es de suma importancia que, después de una sólida formación en los
estudios clásicos, se instruyan y ejerciten bien en la filosofía escolástica
según el método, la doctrina y los principios del Doctor Angélico[iii].
Esta filosofía perenne, como la llamaba nuestro
gran predecesor León XIII, no solamente les es necesaria para profundizar en
los dogmas, sino que les provee de armas eficaces contra los errores modernos,
cualesquiera que sean, disponiendo su inteligencia para distinguir claramente lo
verdadero de lo falso; para todos los problemas de cualquier especie o para
otros estudios que tengan que hacer les dará una claridad de vista intelectual
que sobrepujará a la de muchos otros que carezcan de esta formación filosófica,
aunque estén dotados de más vasta erudición.
Seminarios regionales
52. Y si, como sucede, especialmente en algunas
regiones, la pequeña extensión de las diócesis, o la dolorosa escasez de
alumnos, o la falta de medios y de hombres a propósito no permitiesen que cada
diócesis tenga su propio seminario bien ordenado según todas las leyes del Código
de Derecho Canónico[iv] y las demás
prescripciones eclesiásticas, es sumamente conveniente que los obispos de
aquella región se ayuden fraternalmente y unan sus fuerzas, concentrándolas en
un seminario común, a la altura de su elevado objeto.
Las grandes ventajas de tal concentración compensarán
abundantemente los sacrificios hechos para conseguirlas. Aun lo doloroso que es
a veces para el corazón paternal del obispo ver apartados temporalmente del
pastor a los clérigos, sus futuros colaboradores, en los que quisiera
transfundir él mismo su espíritu apostólico, y alejados también del
territorio que deberá ser más tarde el campo de sus ministerios, será después
recompensado con creces al recibirlos mejor formados y provistos de aquel
patrimonio espiritual que difundirán con mayor abundancia y con mayor fruto en
beneficio de su diócesis. Por esta razón, Nos no hemos dejado nunca de animar,
promover y favorecer tales iniciativas, antes con frecuencia las hemos sugerido
y recomendado. Por nuestra parte, además, donde lo hemos creído necesario, Nos
mismo hemos erigido, o mejorado, o ampliado varios de esos seminarios
regionales, como a todos es notorio, no sin grandes gastos y graves afanes, y
con la ayuda de Dios continuaremos en adelante aplicándonos con el mayor celo a
fomentar esta obra, que reputamos como una de las más útiles al bien de la
Iglesia.
Selección de candidatos
53. Todo este magnífico esfuerzo por la educación
de los aspirantes a ministros del santuario de poco serviría si no fuese muy
cuidada la selección de los mismos candidatos, para los cuales se erigen y
sostienen los seminarios. A esta selección deben concurrir todos cuantos están
encargados de la formación del clero: superiores, directores espirituales,
confesores, cada uno en el modo y dentro de los límites de su cargo. Así como
deben con toda diligencia cultivar la vocación divina y fortalecerla, así con
no menor celo deben, a tiempo, separar y alejar a los que juzgaren desprovistos
de las cualidades necesarias, y que se prevé, por lo tanto, que no han de ser
aptos para desempeñar digna y decorosamente el ministerio sacerdotal. Y aunque
lo mejor es hacer esta eliminación desde el principio, porque en tales cosas el
esperar y dar largas es grave error y causa no menos graves daños, sin embargo,
cualquiera que haya sido la causa del retardo, se debe corregir el error, tan
pronto como se advirtiere, sin respetos humanos y sin aquella falsa compasión
que sería una verdadera crueldad no sólo para con la Iglesia, a quien se daría
un ministro inepto o indigno, sino también para con el mismo joven, que,
extraviado ese camino, se encontraría expuesto a ser piedra de escándalo para
sí y para los demás, con peligro de eterna perdición.
Signos de vocación sacerdotal
54. No será difícil a la mirada vigilante y
experimentada del que gobierna el seminario, que observa y estudia con amor, uno
por uno, a los jóvenes que le están confiados y sus inclinaciones, no será
difícil, repetimos, asegurarse de si uno tiene o no verdadera vocación
sacerdotal. La cual, como bien sabéis, venerables hermanos, más que en un
sentimiento del corazón, o en una sensible atracción, que a veces puede faltar
o dejar de sentirse, se revela en la rectitud de intención del aspirante al
sacerdocio, unida a aquel conjunto de dotes físicas, intelectuales y morales
que le hacen idóneo para tal estado. Quien aspira al sacerdocio sólo por el
noble fin de consagrarse al servicio de Dios y a la salvación de las almas, y
juntamente tiene, o al menos procura seriamente conseguir, una sólida piedad,
una pureza de vida a toda prueba y una ciencia suficiente en el sentido que ya
antes hemos expuesto, este tal da pruebas de haber sido llamado por Dios al
estado sacerdotal. Quien, por lo contrario, movido quizá por padres mal
aconsejados, quisiere abrazar tal estado con miras de ventajas temporales y
terrenas que espera encontrar en el sacerdocio (como sucedía con más
frecuencia en tiempos pasados); quien es habitualmente refractario a la
obediencia y a la disciplina, poco inclinado a la piedad, poco amante del
trabajo y poco celoso del bien de las almas; especialmente quien es inclinado a
la sensualidad y aun con larga experiencia no ha dado pruebas de saber
dominarla; quien no tiene aptitud para el estudio, de modo que se juzga que no
ha de ser capaz de seguir con bastante satisfacción los cursos prescritos;
todos éstos no han nacido para sacerdotes, y el dejarlos ir adelante, casi
hasta los umbrales mismos del santuario, les hace cada vez más difícil el
volver atrás, y quizá les mueva a atravesarlos por respeto humano, sin vocación
ni espíritu sacerdotal.
Responsables de la selección
55. Piensen los rectores de los seminarios, piensen
los directores espirituales y confesores, la responsabilidad gravísima que
echan sobre sí para con Dios, para con la Iglesia y para con los mismos jóvenes,
si por su parte no hacen todo cuanto les sea posible para impedir un paso tan
errado. Decimos que aun los confesores y directores espirituales podrían ser
responsables de un tan grave yerro, no porque puedan ellos hacer nada en el
fuero externo, cosa que les veda severamente su mismo delicadísimo cargo, y
muchas veces también el inviolable sigilo sacramental, sino porque pueden
influir mucho en el ánimo de cada uno de los alumnos, y porque deben dirigir a
cada uno con paternal firmeza según lo que su bien espiritual requiera. Ellos,
por lo tanto, sobre todo si por alguna razón los superiores no toman la mano o
se muestran débiles, deben intimar, sin respetos humanos, a los ineptos o a los
indignos la obligación de retirarse cuando están aún a tiempo, ateniéndose
en este particular a la sentencia más segura, que en este caso es también la más
favorable para el penitente, pues le preserva de un paso que podría serle
eternamente fatal.
Y si alguna vez no viesen tan claro que deben
imponer obligación, válganse al menos de toda la autoridad que les da su cargo
y del afecto paterno que tienen a sus hijos espirituales, para inducir a los que
no tienen las disposiciones debidas a que ellos mismos se retiren espontáneamente.
Acuérdense los confesores de lo que en materia semejante dice San Alfonso María
de Ligorio: «Generalmente hablando... (en estos casos), cuanto mayor rigor use
el confesor con el penitente, tanto más le ayudará a salvarse; y al revés,
cuanto más benigno se muestre, tanto más cruel será. Santo Tomás de
Villanueva llamaba a estos confesores demasiado benignos despiadadamente
piadosos, “impie pios”. Tal caridad es contraria a la caridad»[v].
Responsabilidad principal del obispo
56. Pero la responsabilidad principal será siempre
la del obispo, el cual, según la gravísima ley de la Iglesia, no debe conferir
las sagradas órdenes a ninguno de cuya aptitud canónica no tenga certeza moral
fundada en razones positivas; de lo contrario, no sólo peca gravísimamente,
sino que se expone al peligro de tener parte en los pecados ajenos[vi];
canon en que se percibe bien claramente el eco del aviso del Apóstol a Timoteo:
«A nadie impongas de ligero las manos ni te hagas partícipe de pecados ajenos»[vii].
«Imponer ligeramente las manos es (como explica nuestro predecesor San León
Magno) conferir la dignidad sacerdotal, sin haberlos probado, a quienes no
tienen ni la edad conveniente, ni el mérito de la obediencia, ni han sufrido
los debidos exámenes, ni el rigor de la disciplina, y ser partícipe de pecados
ajenos es hacerse tal el que ordena cual es el que no merecía ser ordenad»[viii],
porque, como dice San Juan Crisóstomo, dirigiéndose al obispo, «pagarás
también tú la pena de sus pecados, así pasados como futuros, por haberle
conferido la dignidad»[ix].
57. Palabras severas, venerables hermanos; pero más
terrible es aún la responsabilidad que ellas indican, la cual hacía decir al
gran obispo de Milán San Carlos Borromeo: «En este punto, aun una pequeña
negligencia de mi parte puede ser causa de muy grandes pecados»[x].
Ateneos, por lo tanto, al consejo del antes citado Crisóstomo: «No es después
de la primera prueba, ni después de la segunda o tercera, cuando has de imponer
las manos, sino cuando lo tengas todo bien considerado y examinado»[xi].
Lo cual debe observarse sobre todo en lo que toca a la santidad de la vida de
los candidatos al sacerdocio. «No basta —dice el santo obispo y doctor San Alfonso María de
Ligorio— que
el obispo nada malo sepa del ordenando, sino que debe asegurarse de que es
positivamente bueno»[xii].
Así que no temáis parecer demasiado severos si, haciendo uso de vuestro
derecho y cumpliendo vuestro deber, exigís de antemano tales pruebas positivas
y, en caso de duda, diferís para más tarde la ordenación de alguno; porque,
como hermosamente enseña San Gregorio Magno: «Se cortan, cierto, en el bosque
las maderas que sean aptas para los edificios, pero no se carga el peso del
edificio sobre la madera, luego de cortada en el bosque, sino después que al
cabo de mucho tiempo esté bien seca y dispuesta para la obra; que si no se
toman estas precauciones, bien pronto se quiebra con el peso»[xiii],
o sea, por decirlo con las palabras claras y breves del Angélico Doctor, «las
sagradas órdenes presuponen la santidad..., de modo que el peso de las órdenes
debe cargar sobre las paredes que la santidad haya bien desecado de la humedad
de los vicios»[xiv].
Normas de la Sagrada Congregación
de Sacramentos
58. Por lo demás, si se guardan diligentemente
todas las prescripciones canónicas, si todos se atienen a las prudentes normas
que, pocos años ha, hicimos Nos promulgar por la Sagrada Congregación de
Sacramentos sobre esta materia[xv],
se ahorrarán muchas lágrimas a la Iglesia, y al pueblo fiel muchos escándalos.
59. Y puesto que para los religiosos quisimos que se
diesen normas análogas[xvi],
a la par que encarecemos a quien corresponde su fiel observancia, advertimos a
todos los superiores generales de los Institutos religiosos que tienen jóvenes
destinados al sacerdocio, que tomen como dicho a sí todo lo que hasta aquí
hemos recomendado para la formación del clero, ya que ellos son los que
presentan sus súbditos para que sean ordenados por los obispos, y éstos
generalmente se remiten a su juicio.
60. Ni se dejen apartar, tanto los obispos como los
superiores religiosos, de esta bien necesaria severidad por temor a que llegare
a disminuir el número de sacerdotes de la diócesis o del Instituto. El Angélico
Doctor Santo Tomás se propuso ya esta dificultad, a la que responde así con su
habitual sabiduría y lucidez: «Dios nunca abandona de tal manera a su Iglesia
que no se hallen ministros idóneos en número suficiente para las necesidades
de los fieles si se promueve a los que son dignos y se rechaza a los indignos»[xvii].
Y en todo caso, como bien observa el mismo Santo Doctor, repitiendo casi a la
letra las graves palabras del concilio ecuménico IV Lateranense[xviii]:
«Si no se pudieran encontrar tantos ministros como hay ahora, mejor es que haya
pocas buenos que muchos malos»[xix].
Que es lo mismo que Nos recomendamos en una solemne
circunstancia, cuando con ocasión de la peregrinación internacional de los
seminaristas durante el año de nuestro jubileo sacerdotal, hablando al
imponente grupo de los arzobispos y obispos de Italia, dijimos que vale más un
sacerdote bien formado que muchos poco o nada preparados, con los cuales no
puede contar la Iglesia, si es que no tiene más bien que llorar[xx].
¡Qué terrible cuenta tendremos que dar, venerables hermanos, al Príncipe de
los Pastores[xxi],
al Obispo supremo de las almas[xxii],
si las hemos encomendado a guías ineptos y a directores incapaces!
Oración y trabajo por las vocaciones
61. Pero, aunque se deba tener siempre por verdad
inconmovible que no ha de ser el número, sin más, la principal preocupación
de quien trabaja en la formación del clero, todos, empero, deben esforzarse por
que se multipliquen los vigorosos y diligentes obreros de la viña del Señor;
tanto más cuanto que las necesidades morales de la sociedad, en vez de
disminuir, van en aumento.
Entre todos los medios que se pueden emplear para
conseguir tan noble fin, el más fácil y a la vez el más eficaz y más
asequible a todos (y que, por lo tanto, todos deben emplear) es la oración, según
el mandato de Jesucristo mismo: «La mies es mucha, mas los obreros pocos:
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies»[xxiii].
¿Qué oración puede ser más agradable al Corazón Santísimo del Redentor? ¿Cuál
otra puede tener esperanza de ser oída más pronto y obtener más fruto que ésta,
tan conforme a los ardientes deseos de aquel divino Corazón? Pedid, pues, y
se os dará[xxiv], pedid sacerdotes
buenos y santos, y el Señor, sin duda, los concederá a su Iglesia, como
siempre los ha concedido en el transcurso de los siglos, aun en los tiempos que
parecían menos propicios para el florecimiento de las vocaciones sacerdotales;
más aún, precisamente en esos tiempos los concedió en mayor número, como se
ve con sólo fijarse en la hagiografía católica del siglo XIX, tan rica en
hombres gloriosos del clero secular y regular, entre los que brillan como astros
de primera magnitud aquellos tres verdaderos gigantes de santidad, ejercitada en
tres campos tan diversos, a quienes Nos mismo hemos tenido el consuelo de ceñir
la aureola de los Santos: San Juan María Vianney, San José Benito Cottolengo y
San Juan Bosco.
62. No se han de descuidar, sin embargo, los medios
humanos de cultivar la preciosa semilla de la vocación que Dios Nuestro Señor
siembra abundantemente en los corazones generosos de tantos jóvenes; por eso
Nos alabamos y bendecimos y recomendamos con toda nuestra alma aquellas
provechosas instituciones que de mil maneras y con mil santas industrias,
sugeridas por el Espíritu Santo, atienden a conservar, fomentar y favorecer las
vocaciones sacerdotales. «Por más que discurramos —decía
el amable santo de la caridad, San Vicente de Paúl—,
siempre hallaremos que no podríamos contribuir a cosa ninguna tan grande como a
la formación de buenos sacerdotes»[xxv].
Nada, en realidad, hay más agradable a Dios, más honorífico a la Iglesia, de
más provecho a las almas, que el don precioso de un sacerdote santo. Y
consiguientemente, si quien da un vaso de agua a uno de los más pequeños entre
los discípulos de Jesucristo no perderá su galardón[xxvi],
¿qué galardón no obtendrá quien pone, por decirlo así, en las manos puras
de un joven levita el cáliz sagrado con la purpúrea Sangre del Redentor y
concurre con él a elevar al cielo tal prenda de pacificación y de bendición
para la humanidad?
Acción Católica y vocaciones
63. Aquí nuestro pensamiento se vuelve agradecido
hacia esa Acción Católica, con tan vivo interés por Nos imperada, impulsada y
defendida, la cual, como participación de los seglares en el apostolado jerárquico
de la Iglesia, no puede desinteresarse de este problema tan vital de las
vocaciones sacerdotales. De hecho, con íntimo consuelo nuestro la vemos
distinguirse en todas partes (al par que en los otros campos de la actividad
cristiana), de un modo especial en éste.
Y en verdad que el más rico premio de sus afanes
es, precisamente, la abundancia verdaderamente admirable de vocaciones al estado
sacerdotal y religioso que van floreciendo en sus filas juveniles, mostrando con
esto que no sólo es campo fecundo para el bien, sino también un jardín bien
guardado y cultivado, donde las más hermosas y delicadas flores pueden crecer
sin peligro de ajarse. Sepan apreciar todos los afiliados a la Acción Católica
el honor que de esto resulta para su asociación, y persuádanse que los
seglares católicos de ninguna otra manera entrarán de verdad a la parte de
aquella tan alta dignidad del real sacerdocio, que el Príncipe de los Apóstoles
atribuye a todo el pueblo cristiano[xxvii],
mejor que contribuyendo al aumento de las filas del clero secular y regular.
Familia y vocaciones
64. Pero el jardín primero y más natural donde
deben germinar y abrirse como espontáneamente las flores del santuario, será
siempre la familia verdadera y profundamente cristiana. La mayor parte de los
obispos y sacerdotes santos, cuyas alabanzas pregona la Iglesia[xxviii],
han debido el principio de su vocación y santidad a los ejemplos y lecciones de
un padre lleno de fe y virtud varonil, de una madre casta y piadosa, de una
familia en la que reinaba soberano, junto con la pureza de costumbres, el amor
de Dios y del prójimo. Las excepciones a esta regla de la providencia ordinaria
son raras y no hacen sino confirmarla.
Cuando en una familia los padres, siguiendo el
ejemplo de Tobías y Sara, piden a Dios numerosa descendencia que bendiga el
nombre del Señor por los siglos de los siglos[xxix]
y la reciben con acción de gracias como don del cielo y depósito precioso, y
se esfuerzan por infundir en sus hijos desde los primeros años el santo temor
de Dios, la piedad cristiana, la tierna devoción a Jesús en la eucaristía, y
a la Santísima Virgen, el respeto y veneración a los lugares y personas
consagrados a Dios; cuando los hijos tienen en sus padres el modelo de una vida
honrada, laboriosa y piadosa; cuando los ven amarse santamente en el Señor,
recibir con frecuencia los santos sacramentos, y no sólo obedecer a las leyes
de la Iglesia sobre ayunos y abstinencias, pero aun conformarse con el espíritu
de la mortificación cristiana voluntaria; cuando los ven rezar, aun en el mismo
lugar doméstico, agrupando en torno a sí a toda la familia, para que la oración
hecha así, en común, suba y sea mejor recibida en el cielo; cuando observan
que se compadecen de las miserias ajenas y reparten a los pobres de lo poco o
mucho que poseen, será bien difícil que tratando todos de emular los ejemplos
de sus padres, alguno de ellos a lo menos no sienta en su interior la voz del
divino Maestro que le diga: «Ven, sígueme[xxx],
y haré que seas pescador de hombres»[xxxi].
¡Dichosos los padres cristianos que, ya que no hagan objeto de sus más
fervorosas oraciones estas visitas divinas, estos mandamientos de Dios dirigidos
a sus hijos (como sucedía con mayor frecuencia que ahora en tiempos de fe más
profunda), siquiera no los teman, sino que vean en ellos una grande honra, una
gracia de predilección y elección por parte del Señor para con su familia!
65. Preciso es confesar, por desgracia, que con
frecuencia, con demasiada frecuencia, los padres, aun los que se glorían de ser
sinceramente cristianos y católicos, especialmente en las clases más altas y más
cultas de la sociedad, parece que no aciertan a conformarse con la vocación
sacerdotal o religiosa de sus hijos, y no tienen escrúpulo de combatir la
divina vocación con toda suerte de argumentos, aun valiéndose de medios
capaces de poner en peligro no sólo la vocación a un estado más perfecto,
sino aun la conciencia misma y la salvación eterna de aquellas almas que, sin
embargo, deberían serles tan queridas.
Este abuso lamentable, lo mismo que el introducido
malamente en tiempos pasados de obligar a los hijos a tomar estado eclesiástico,
aun sin vocación alguna ni disposición para él[xxxii],
no honra, por cierto, a las clases sociales más elevadas, que tan poco
representadas están en nuestros días, hablando en general, en las filas del
clero; porque, si bien es verdad que la disipación de la vida moderna, las
seducciones que, sobre todo en las grandes ciudades, excitan prematuramente las
pasiones de los jóvenes, y las escuelas, en muchos países tan poco propicias
al desarrollo de semejantes vocaciones, son, en gran parte, causa y dolorosa
explicación de la escasez de ellas en las familias pudientes y señoriales, no
se puede negar que esto arguye una lastimosa disminución de la fe en ellas
mismas.
66. En verdad, si se mirasen las cosas a la luz de
la fe, ¿qué dignidad más alta podrían los padres cristianos desear para sus
hijos, qué empleo más noble que aquel que, como hemos dicho, es digno de la
veneración de los ángeles y de los hombres? Una larga y dolorosa experiencia
enseña, además, que una vocación traicionada (no se tenga por demasiado
severa esta palabra) viene a ser fuente de lágrimas no sólo para los hijos,
sino también para los desaconsejados padres. Y quiera Dios que tales lágrimas
no sean tan tardías que se conviertan en lágrimas eternas.
CONCLUSIÓN
Exhortación a los sacerdotes
67. Y ahora queremos dirigir directamente nuestra
paternal palabra a todos vosotros, queridos hijos, sacerdotes del Altísimo, de
uno y otro clero, esparcidos por todo el orbe católico: llegue a vosotros,
gloria y gozo nuestro[xxxiii],
que lleváis con tan buen ánimo el peso del día y del calor[xxxiv],
que tan eficazmente nos ayudáis a Nos y a nuestros hermanos en el episcopado en
el desempeño de nuestra obligación de apacentar el rebaño de Cristo, llegue
nuestra voz de paterno agradecimiento, de aliento fervoroso, y a la par de
sentido llamamiento, que aun conociendo y apreciando vuestro laudable celo, os
dirigimos en las necesidades de la hora presente. Cuanto más van agravándose
estas necesidades, tanto más debe crecer e intensificarse vuestra labor
salvadora; puesto que vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz
del mundo[xxxv].
Llamados a ser santos
68. Mas, para que vuestra acción sea de veras
bendecida por Dios y produzca fruto copioso, es necesario que esté fundada en
la santidad de la vida. Esta es, como ya declaramos antes, la primera y más
importante dote del sacerdote católico; sin ésta, las demás valen poco; con
ésta, aun cuando las otras no sean tan eminentes, se pueden hacer maravillas,
como se verificó (por citar sólo algunos ejemplos) en San José de Cupertino
y, en tiempos más cercanos a nosotros, en aquel humilde cura de Ars, San Juan
María Vianney, antes mencionado, a quien Nos pusimos por modelo y nombramos
celestial patrono de todos los párrocos. Así, pues, ved —os
diremos con el Apóstol de las Gentes—, considerad vuestra vocación[xxxvi],
que el considerarla no podrá menos de haceros apreciar mejor cada día aquella
gracia que os fue dada por la sagrada ordenación y estimularos a caminar de un
modo digno del llamamiento con que fuisteis llamados[xxxvii].
Ejercicios espirituales y retiros mensuales
69. A esto os ayudará sumamente aquel medio que
nuestro predecesor, de s. m., Pío X, en su piadosísima y afectuosísima Exhortación
al Clero católico[xxxviii] (cuya lectura
asidua calurosamente os recomendamos), pone en primer lugar entre las cosas que
más ayudan a conservar y aumentar la gracia sacerdotal; medio aquel que Nos
también varias veces, y sobre todo en nuestra carta encíclica Mens nostra[xxxix],
paternal y solemnemente inculcamos a todos nuestros hijos, pero especialmente a
los sacerdotes, a saber: la práctica frecuente de los Ejercicios espirituales.
Y así como, al cerrarse nuestro jubileo sacerdotal, no creíamos poder dejar a
nuestros hijos recuerdo mejor y más provechoso de aquella fausta solemnidad que
invitarlos por medio de la susodicha encíclica a beber con más abundancia el
agua viva que salta hasta la vida eterna[xl],
en esta fuente perenne, puesta por Dios providencialmente en su Iglesia, así
ahora, a vosotros, queridos hijos, especialmente amados porque más directamente
trabajáis con Nos por el advenimiento del reino de Cristo en la tierra, no
creemos poder mostrar mejor nuestro paternal afecto que exhortándoos vivamente
a emplear ese mismo medio de santificación de la mejor manera posible, según
los principios y las normas expuestas por Nos en la citada encíclica, recogiéndoos
al sagrado retiro de los Ejercicios espirituales, no solamente en los tiempos y
en la medida estrictamente prescritos por las leyes eclesiásticas[xli],
pero aun con la mayor frecuencia y el mayor tiempo que os será permitido, no
dejando de tomar, después, de cada mes un día para consagrarlo a más
fervorosa oración y a mayor recogimiento[xlii],
como han acostumbrado a hacerlo siempre los sacerdotes más celosos.
Reavivar la gracia de Dios
70. En el retiro y en el recogimiento podrá también
reavivar la gracia de Dios[xliii]
quien por ventura hubiera venido a la herencia del Señor no por el camino recto
de la verdadera vocación, sino por fines terrenales y menos nobles; puesto que,
estando ya unido indisolublemente a Dios y a la Iglesia, no le queda sino seguir
el consejo de San Bernardo: «Sean buenas en adelante tus actuaciones y tus
aspiraciones, y sea santo tu ministerio; y de este modo, si no hubo antes vida
santa, por lo menos háyala después»[xliv].
La gracia de Dios, y especialmente la que es propia del sacramento del Orden, no
dejará de ayudarle, si con sinceridad lo desea, a corregir lo que entonces hubo
de defectuoso en sus disposiciones personales y a cumplir todas las obligaciones
de su estado presente, de cualquier manera que hubiere entrado en él.
Recogimiento y oración
71. De ese tiempo de recogimiento y de oración
ellos y todos saldréis bien pertrechados contra las asechanzas del mundo;
llenos de celo santo por la salvación de las almas; completamente inflamados en
amor de Dios, como deben estar los sacerdotes, más que nunca en estos tiempos,
en los que, junto a tanta corrupción y perversión diabólica, se nota en todas
partes del mundo un poderoso despertar religioso en las almas, un soplo del Espíritu
Santo que se extiende sobre el mundo para santificarlo y para renovar con su
fuerza creadora la faz de la tierra[xlv].
Llenos de este Espíritu Santo, comunicaréis este amor de Dios, como sagrado
incendio, a cuantos se llegaren a vosotros, viniendo a ser con toda verdad
portadores de Cristo en medio de esta sociedad tan perturbada, y que sólo de
Jesucristo puede esperar salvación, porque El es sólo y siempre el verdadero
Salvador del mundo[xlvi].
Exhortación a los seminaristas
72. Antes de terminar, queremos, oh jóvenes que os
estáis formando para el sacerdocio, volver hacia vosotros con la más
particular ternura nuestro pensamiento y dirigiros nuestra palabra, encomendándoos
de lo más íntimo del corazón que os preparéis con todo empeño para la gran
misión a que Dios os llama. Vosotros sois la esperanza de la Iglesia y de los
pueblos, que mucho o, por mejor decir, todo lo esperan de vosotros; porque de
vosotros esperan aquel conocimiento de Dios y de Jesucristo, activo y
vivificante, en el cual consiste la vida eterna[xlvii].
Procurad, por consiguiente, con la piedad, con la pureza, con la humildad, con
la obediencia, con el amor a la disciplina y al estudio, llegar a formaros
sacerdotes verdaderamente según os quiere Cristo. Persuadios de que la
diligencia que pongáis en esta vuestra sólida formación, por cuidadosa y
atenta que sea, nunca será demasiada, dependiendo, como en gran parte depende,
de ella toda vuestra futura actividad apostólica. Portaos de manera que la
Iglesia, en el día de vuestra ordenación sacerdotal, encuentre en vosotros lo
que de vosotros quiere, a saber, que «os recomienden la sabiduría del cielo,
las buenas costumbres y la larga práctica de la virtud, para que luego el buen
olor de vuestra vida deleite a la Iglesia de Jesucristo, y con la predicación y
ejemplo edifiquéis la casa, es decir, la familia de Dios»[xlviii].
Sólo así podréis continuar las gloriosas
tradiciones del sacerdocio católico y acelerar la hora tan deseada en la cual
la humanidad pueda gozar los frutos de la paz de Cristo en el reino de Cristo.
Misa votiva
73. Para terminar ya esta nuestra carta, nos
complacemos en comunicaros a vosotros, venerables hermanos nuestros en el
episcopado, y por vuestro medio a todos nuestros queridos hijos de uno y otro
clero, que como solemne testimonio de nuestro agradecimiento por la santa
cooperación con que ellos, siguiendo vuestra dirección y ejemplo, han hecho
tan abundantemente fructuoso para las almas este Año de la Redención; y más
todavía para que sea perenne el piadoso recuerdo y la glorificación de aquel
sacerdocio del cual el nuestro y el vuestro, venerables hermanos, y el de todos
los sacerdotes de Jesucristo, no es sino una participación, hemos creído
oportuno, oído el parecer de la Sagrada Congregación de Ritos, preparar una
Misa propia votiva de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, que tenemos el gusto
y consuelo de publicar junto con esta nuestra carta encíclica, y que se podrá
celebrar los jueves, conforme a las prescripciones litúrgicas.
74. No nos queda, venerables hermanos, sino dar a
todos la bendición apostólica y paterna, que todos desean y esperan del Padre
común; la cual sea bendición de acción de gracias por todos los beneficios
concedidos por la Divina Bondad en estos dos Años Santos extraordinarios de la
Redención, y que sea también una prenda de felicitaciones para el año nuevo
que va a comenzar.
Dado en Roma, junto a San Pedro, a 20 de diciembre
de 1935, en el 56.° aniversario de nuestra ordenación sacerdotal, de nuestro
pontificado año decimocuarto.
PIO XI
[i]
Prov 22,6.
[ii]
Cf. 1 Cor 9,22.
[iii] CIC (1917) c.1366, § 2.
[iv] CIC (1917) tít.2l, c.1352-1371.
[v] S. Alf. M. de Ligorio, Opere asc. 3 122 (Marietti 1847).
[vi]
CIC (1917) c.973,3.
[vii]
1 Tim 5,22.
[viii]
Ep. 12: PL 54,647.
[ix]
Hom. 16 in Tim:
PG 62,587.
[x]
Hom. ad ordinandos (1 junio 1577); Homiliae (ed. bibl. Ambros.
Mediol. 1747) 4,270.
[xi]
Hom. 16 in Tim.:
PG 62,587.
[xii]
Theol. mor. de Sacram. Ordin.
n.803.
[xiii]
Ep. 1,9,106: PL 70,1031.
[xiv]
II-II q.189, a.l ad 3.
[xv]
Instructio super
scrutinio candidatorum instituendo antequam ad Ordines promoveantur (27 dic.
1930): AAS 23 (1931) 120.
[xvi]
Instructio ad supremos Religiosorum, etc. Moderatores
de formatione clericali, etc. (1 dic. 1931): AAS 24,74-81.
[xvii]
Suppl. 36,4 ad l.
[xviii]
Conc. Later. IV, ann.1215, c.22.
[xix]
Suppl. 36,4 ad a.
[xx] Cf. L'Osservatore Romano, año 69, n.21022 (año 1929) n.176, 29-30 julio.
[xxi] Cf. 1 Pe 5,4.
[xxii] Ibíd., 2,25.
[xxiii] Mt 9,37,38.
[xxiv]
Mt 7,7.
[xxv]
Cf. P. Renaudin, Saint Vincent de Paul, c.5.
[xxvi]
Mt 10,42.
[xxvii]
Cf. 1 Pe 2,9.
[xxviii]
Cf. Eclo 44,15.
[xxix] Cf. Tob 8,9.
[xxx]
Mt 14,21.
[xxxi]
Cf. Mt 4,19.
[xxxii]
Cf. CIC (1917) c.971.
[xxxiii]
1 Tes 2,20.
[xxxiv]
Mt 20,12.
[xxxv]
Mt 5,13-14.
[xxxvi]
1 Cor 1,26.
[xxxvii]
Ef 4,1.
[xxxviii]
Haerent animo (4 agosto
1908): ASS 41,555-575.
[xxxix]
D. d.(20 dic. 1929): AAS 21,689-706.
[xl]
Cf. Jn 4,14.
[xli]
Cf. CIC (1917) c.126.595.1001.1367.
[xlii]
Cf. AAS 21,705.
[xliii]
Cf. 2 Tim 1,6.
[xliv]
Cf. Ep. 27, ad Ardut.: PL 182,131.
[xlv]
Cf. Sal 103,30.
[xlvi]
Jn 4,42.
[xlvii]
Jn 17,3.