AD
CATHOLICI SACERDOTII
PÍO XI
ENCÍCLICA
SOBRE EL SACERDOCIO CATÓLICO
INTRODUCCIÓN
l. Desde que, por ocultos designios de la divina
Providencia, nos vimos elevados a este supremo grado del sacerdocio católico,
nunca hemos dejado de dirigir nuestros más solícitos y afectuosos cuidados,
entre los innumerables hijos que nos ha dado Dios, a aquellos que, engrandecidos
con la dignidad sacerdotal, tienen la misión de ser la sal de la tierra y la
luz del mundo[i],
y de un modo todavía más especial, hacia aquellos queridísimos jóvenes que,
a la sombra del santuario, se educan y se preparan para aquella misión tan
nobilísima.
2. Ya en los primeros meses de nuestro pontificado,
antes aún de dirigir solemnemente nuestra palabra a todo el orbe católico[ii],
nos apresuramos, con las letras apostólicas Officiorum omnium, del 1 de
agosto de 1922, dirigidas a nuestro amado hijo el cardenal prefecto de la
Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades de Estudios[iii],
a trazar las normas directivas en las cuales debe inspirarse la formación
sacerdotal de los jóvenes levitas.
Y siempre que la solicitud pastoral nos mueve a
considerar más en particular los intereses y las necesidades de la Iglesia,
nuestra atención se fija, antes que en ninguna otra cosa, en los sacerdotes y
en los clérigos, que constituyen siempre el objeto principal de nuestros
cuidados.
3. Prueba elocuente de este nuestro especial interés
por el sacerdocio son los muchos seminarios que, o hemos erigido donde todavía
no los había, o proveído, no sin grande dispendio, de nuevos locales amplios o
decorosos, o puesto en mejores condiciones de personal y medios con que puedan más
dignamente alcanzar su elevado intento.
4. También, si con ocasión de nuestro jubileo
sacerdotal accedimos a que fuese festejado aquel fausto aniversario, y con
paterna complacencia secundamos las manifestaciones de filial afecto que nos venían
de todas las partes del mundo, fue porque, más que un obsequio a nuestra
persona, considerábamos aquella celebración como una merecida exaltación de
la dignidad y oficio sacerdotal.
5. Igualmente, la reforma de los estudios en las
Facultades eclesiásticas, por Nos decretada en la Constitución apostólica Deus
scientiarum Dominus, del 24 de mayo de 1931, la emprendimos con el principal
intento de acrecentar y levantar cada vez más la cultura y saber de los
sacerdotes[iv].
6. Pero este argumento es de tanta y tan universal
importancia, que nos parece oportuno tratar de él más de propósito en esta
nuestra carta, a fin de que no solamente los que ya poseen el don inestimable de
la fe, sino también cuantos con recta y pura intención van en busca de la
verdad, reconozcan la sublimidad del sacerdocio católico y su misión
providencial en el mundo, y sobre todo la reconozcan y aprecien los que son
llamados a ella: argumento particularmente oportuno al fin de este año, que en
Lourdes, a los cándidos destellos de la Inmaculada y entre los fervores del no
interrumpido triduo eucarístico, ha visto al sacerdocio católico de toda
lengua y de todo rito rodeado de luz divina en el espléndido ocaso del Jubileo
de la Redención, extendido de Roma a todo el orbe católico, de aquella Redención
de la cual nuestros amados y venerados sacerdotes son los ministros, nunca tan
activos en hacer el bien como en este Año Santo extraordinario, en el cual,
como dijimos en la Constitución apostólica Quod nuper, del 6 de enero
de 1933[v],
se ha celebrado también el XIX centenario de la institución del sacerdocio.
7. Con esto, al mismo tiempo que esta nuestra Carta
Encíclica se enlaza armónicamente con las precedentes, por medio de las cuales
tratamos de proyectar la luz de la doctrina católica sobre los más graves
problemas de que se ve agitada la vida moderna, es nuestra intención dar a
aquellas solemnes enseñanzas nuestras un complemento oportuno.
El sacerdote es, en efecto, por vocación y mandato
divino, el principal apóstol e infatigable promovedor de la educación
cristiana de la juventud[vi]; el sacerdote bendice en
nombre de Dios el matrimonio cristiano y defiende su santidad e indisolubilidad
contra los atentados y extravíos que sugieren la codicia y la sensualidad[vii];
el sacerdote contribuye del modo más eficaz a la solución, o, por lo menos, a
la mitigación de los conflictos sociales[viii],
predicando la fraternidad cristiana, recordando a todos los mutuos deberes de
justicia y caridad evangélica, pacificando los ánimos exasperados por el
malestar moral y económico, señalando a los ricos y a los pobres los únicos
bienes verdaderos a que todos pueden y deben aspirar; el sacerdote es,
finalmente, el más eficaz pregonero de aquella cruzada de expiación y de
penitencia a la cual invitamos a todos los buenos para reparar las blasfemias,
deshonestidades y crímenes que deshonran a la humanidad en la época presente[ix],
tan necesitada de la misericordia y perdón de Dios como pocas en la historia.
Aun los enemigos de la Iglesia conocen bien la
importancia vital del sacerdocio; y por esto, contra él precisamente, como
lamentamos ya refiriéndonos a nuestro amado México[x],
asestan ante todo sus golpes para quitarle de en medio y llegar así,
desembarazado el camino, a la destrucción siempre anhelada y nunca conseguida
de la Iglesia misma.
I. EL SACERDOCIO CATÓLIC0 Y SUS PODERES
El sacerdocio en las diversas religiones
8. El género humano ha experimentado siempre la
necesidad de tener sacerdotes, es decir, hombres que por la misión oficial que
se les daba, fuesen medianeros entre Dios y los hombres, y consagrados de lleno
a esta mediación, hiciesen de ella la ocupación de toda su vida, como
diputados para ofrecer a Dios oraciones y sacrificios públicos en nombre de la
sociedad; que también, y en cuanto tal, está obligada a dar a Dios culto público
y social, a reconocerlo como su Señor Supremo y primer principio; a dirigirse
hacia El, como a fin último, a darle gracias, y procurar hacérselo propicio.
De hecho, en todos los pueblos cuyos usos y costumbres nos son conocidos, como
no se hayan visto obligados por la violencia a oponerse a las más sagradas
leyes de la naturaleza humana, hallamos sacerdotes, aunque muchas veces al
servicio de falsas divinidades; dondequiera que se profesa una religión,
dondequiera que se levantan altares, allí hay también un sacerdocio, rodeado
de especiales muestras de honor y de veneración.
En el Antiguo Testamento
9. Pero a la espléndida luz de la revelación
divina el sacerdote aparece revestido de una dignidad mayor sin comparación, de
la cual es lejano presagio la misteriosa y venerable figura de Melquisedec[xi],
sacerdote y rey, que San Pablo evoca refiriéndola a la persona y al sacerdocio
del mismo Jesucristo[xii].
10. El sacerdote, según la magnífica definición
que de él da el mismo Pablo, es, sí, un hombre tomado de entre los hombres,
pero constituido en bien de los hombres cerca de las cosas de Dios[xiii],
su misión no tiene por objeto las cosas humanas y transitorias, por altas e
importantes que parezcan, sino las cosas divinas y eternas; cosas que por
ignorancia pueden ser objeto de desprecio y de burla, y hasta pueden a veces ser
combatidas con malicia y furor diabólico, como una triste experiencia lo ha
demostrado muchas veces y lo sigue demostrando, pero que ocupan siempre el
primer lugar en las aspiraciones individuales y sociales de la humanidad, de
esta humanidad que irresistiblemente siente en sí cómo ha sido creada para
Dios y que no puede descansar sino en El.
11. En las sagradas escrituras del Antiguo
Testamento, al sacerdocio, instituido por disposición divino-positiva
promulgada por Moisés bajo la inspiración de Dios, le fueron minuciosamente señalados
los deberes, las ocupaciones, los ritos particulares. Parece como si Dios, en su
solicitud, quisiera imprimir en la mente, primitiva aún, del pueblo hebreo una
gran idea central que en la historia del pueblo escogido irradiase su luz sobre
todos los acontecimientos, leyes, dignidades, oficios; la idea del sacrificio y
el sacerdocio, para que por la fe en el Mesías venidero[xiv]
fueran fuente de esperanza, de gloria, de fuerza, de liberación espiritual. El
templo de Salomón, admirable por su riqueza y esplendor, y todavía más
admirable en sus ordenanzas y en sus ritos, levantado al único Dios verdadero,
como tabernáculo de la Majestad divina en la tierra, era a la vez un poema
sublime cantado en honor de aquel sacrificio y de aquel sacerdocio que, aun no
siendo sino sombra y símbolo, encerraban tan gran misterio que obligó al
vencedor Alejandro Magno a inclinarse reverente ante la hierática figura del
Sumo Sacerdote[xv], y Dios mismo hizo sentir
su ira al impío rey Baltasar por haber profanado en sus banquetes los vasos
sagrados del templo[xvi].
Y, sin embargo, la majestad y gloria de aquel
sacerdocio antiguo no procedía sino de ser una prefiguración del sacerdocio
cristiano, del sacerdocio del Testamento Nuevo y eterno, confirmado con la
sangre del Redentor del mundo, de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
En el Nuevo Testamento
12. El Apóstol de las Gentes comprendía en frase
lapidaria cuanto se puede decir de la grandeza, dignidad y oficios del
sacerdocio cristiano, por estas palabras: «Así nos considere el hombre cual
ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios»[xvii].
El sacerdote es ministro de Jesucristo; por lo
tanto, instrumento en las manos del Redentor divino para continuar su obra
redentora en toda su universalidad mundial y eficacia divina para la construcción
de esa obra admirable que transformó el mundo; más aún, el sacerdote, como
suele decirse con mucha razón, es verdaderamente otro Cristo, porque continúa
en cierto modo al mismo Jesucristo: «Así como el Padre me envió a Mí, así
os envío Yo a vosotros»[xviii],
prosiguiendo también como El en dar, conforme al canto angélico, «gloria a
Dios en lo más alto de los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena
voluntad»[xix].
13. En primer lugar, como enseña el concilio de
Trento[xx],
Jesucristo en la última Cena instituyó el sacrificio y el sacerdocio de la
Nueva Alianza: Jesucristo, Dios y Señor nuestro, aunque se había de ofrecer
una sola vez a Dios Padre muriendo en el ara de la cruz para obrar en ella la
eterna redención, pero como no se había de acabar su sacerdocio con la muerte[xxi],
a fin de dejar a su amada Esposa la Iglesia un sacrificio visible, como a
hombres correspondía, el cual fuese representación del sangriento, que sólo
una vez había de ofrecer en la cruz, y que perpetuase su memoria hasta el fin
de los siglos y nos aplicase sus frutos en la remisión de los pecados que cada
día cometemos; en la última Cena, aquella noche en que iba a ser entregado[xxii],
declarándose estar constituido sacerdote eterno según el orden de Melquisedec[xxiii],
ofreció a Dios Padre su cuerpo y sangre bajo las especies de pan y vino, lo dio
bajo las mismas especies a los apóstoles, a quienes ordenó sacerdotes del
Nuevo Testamento para que lo recibiesen, y a ellos y a sus sucesores en el
sacerdocio mandó que lo ofreciesen, diciéndoles: «Haced esto en memoria mía»[xxiv].
Poder sacerdotal sobre el cuerpo de Cristo
14. Y desde entonces, los apóstoles y sus sucesores
en el sacerdocio comenzaron a elevar al cielo la ofrenda pura profetizada por
Malaquías[xxv], por la cual el nombre de
Dios es grande entre las gentes; y que, ofrecida ya en todas las partes de la
tierra, y a toda hora del día y de la noche, seguirá ofreciéndose sin cesar
hasta el fin del mundo.
Verdadera acción sacrificial es ésta, y no
puramente simbólica, que tiene eficacia real para la reconciliación de los
pecadores en la Majestad divina: Porque, aplacado el Señor con la oblación de
este sacrificio, concede su gracia y el don de la penitencia y perdona aun los
grandes pecados y crímenes.
La razón de esto la indica el mismo concilio
Tridentino con aquellas palabras: «Porque es una sola e idéntica la víctima y
quien la ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, el mismo que a Sí
propio se ofreció entonces en la Cruz, variando sólo el modo de ofrecerse»[xxvi].
Por donde se ve clarísimamente la inefable grandeza
del sacerdote católico que tiene potestad sobre el cuerpo mismo de Jesucristo,
poniéndolo presente en nuestros altares y ofreciéndolo por manos del mismo
Jesucristo como víctima infinitamente agradable a la divina Majestad. Admirables
cosas son éstas —exclama
con razón San Juan Crisóstomo—, admirables y que nos llenan de estupor[xxvii].
Sobre el Cuerpo místico
15. Además de este poder que ejerce sobre el cuerpo
real de Cristo, el sacerdote ha recibido otros poderes sublimes y excelsos sobre
su Cuerpo místico. No tenemos necesidad, venerables hermanos, de extendernos en
la exposición de esa hermosa doctrina del Cuerpo místico de Jesucristo, tan
predilecta de San Pablo; de esa hermosa doctrina, que nos presenta la persona
del Verbo hecho carne como unida con todos sus hermanos, a los cuales llega el
influjo sobrenatural derivado de El, formando un solo cuerpo cuya cabeza es El y
ellos sus miembros. Ahora bien: el sacerdote está constituido dispensador de
los misterios de Dios[xxviii]
en favor de estos miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, siendo, como es,
ministro ordinario de casi todos los sacramentos, que son los canales por donde
corre en beneficio de la humanidad la gracia del Redentor. El cristiano, casi a
cada paso importante de su mortal carrera, encuentra a su lado al sacerdote en
actitud de comunicarle o acrecentarle con la potestad recibida de Dios esta
gracia, que es la vida sobrenatural del alma. Apenas nace a la vida temporal, el
sacerdote lo purifica y renueva en la fuente del agua lustral, infundiéndole
una vida más noble y preciosa, la vida sobrenatural, y lo hace hijo de Dios y
de la Iglesia; para darle fuerzas con que pelear valerosamente en las luchas
espirituales, un sacerdote revestido de especial dignidad lo hace soldado de
Cristo en el sacramento de la confirmación; apenas es capaz de discernir y
apreciar el Pan de los Ángeles, el sacerdote se lo da, como alimento vivo y
vivificante bajado del cielo; caído, el sacerdote lo levanta en nombre de Dios
y lo reconforta por medio del sacramento de la penitencia; si Dios lo llama a
formar una familia y a colaborar con El en la transmisión de la vida humana en
el mundo, para aumentar primero el número de los fieles sobre la tierra y después
el de los elegidos en el cielo, allí está el sacerdote para bendecir sus bodas
y su casto amor; y cuando el cristiano, llegado a los umbrales de la eternidad,
necesita fuerza y ánimos antes de presentarse en el tribunal del divino Juez,
el sacerdote se inclina sobre los miembros doloridos del enfermo, y de nuevo le
perdona y le fortalece con el sagrado crisma de la extremaunción; por fin,
después de haber acompañado así al cristiano durante su peregrinación por la
tierra hasta las puertas del cielo, el sacerdote acompaña su cuerpo a la
sepultura con los ritos y oraciones de la esperanza inmortal, y sigue al alma
hasta más allá de las puertas de la eternidad, para ayudarla con cristianos
sufragios, por si necesitara aún de purificación y refrigerio. Así, desde la
cuna hasta el sepulcro, más aún, hasta el cielo, el sacerdote está al lado de
los fieles, como guía, aliento, ministro de salvación, distribuidor de gracias
y bendiciones.
Poder de perdonar
16. Pero entre todos estos poderes que tiene el
sacerdote sobre el Cuerpo místico de Cristo para provecho de los fieles, hay
uno acerca del cual no podemos contentarnos con la mera indicación que acabamos
de hacer; aquel poder que no concedió Dios ni a los ángeles ni a los arcángeles,
como dice San Juan Crisóstomo[xxix];
a saber: el poder de perdonar los pecados: «Los pecados de aquellos a quienes
los perdonareis, les quedan perdonados; y los de aquellos a quienes los
retuviereis, quedan retenidos»[xxx].
Poder asombroso, tan propio de Dios, que la misma soberbia humana no podía
comprender que fuese posible comunicarse al hombre: «¿Quién puede perdonar
pecados sino sólo Dios?»[xxxi];
tanto, que el vérsela ejercitar a un simple mortal es cosa verdaderamente para
preguntarse, no por escándalo farisaico, sino por reverente estupor ante tan
gran dignidad: «¿Quién es éste que aun los pecados perdona?»[xxxii].
Pero precisamente el Hombre-Dios, que tenía y tiene potestad sobre la tierra de
perdonar los pecados[xxxiii],
ha querido transmitirla a sus sacerdotes para remediar con liberalidad y
misericordia divina la necesidad de purificación moral inherente a la
conciencia humana.
¡Qué consuelo para el hombre culpable, traspasado
de remordimiento y arrepentido, oír la palabra del sacerdote que en nombre de
Dios le dice: Yo te absuelvo de tus pecados! Y el oírla de la boca de
quien a su vez tendrá necesidad de pedirla para sí a otro sacerdote no sólo
no rebaja el don misericordioso, sino que lo hace aparecer más grande, descubriéndose
así mejor a través de la frágil criatura la mano de Dios, por cuya virtud se
obra el portento. De aquí es que —valiéndonos
de las palabras de un ilustre escritor que aun de materias sagradas trata con
competencia rara vez vista en un seglar—, «cuando el sacerdote, temblorosa el alma a la
vista de su indignidad y de lo sublime de su ministerio, ha puesto sobre nuestra
cabeza sus manos consagradas, cuando, confundido de verse hecho dispensador de
la Sangre del Testamento, asombrado cada vez de que las palabras de sus labios
infundan la vida, ha absuelto a un pecador siendo pecador él mismo; nos
levantamos de sus pies bien seguros de no haber cometido una vileza... Hemos
estado a los pies de un hombre, fiero que hacía las veces de Cristo... y hemos
estado para volver de la condición de esclavos a la de hijos de Dios»[xxxiv].
El sacramento del Orden sella con forma indeleble
17. Y tan excelsos poderes conferidos al sacerdote
por un sacramento especialmente instituido para esto, no son en él transitorios
y pasajeros, sino estables y perpetuos, unidos como están a un carácter
indeleble, impreso en su alma, por el cual ha sido constituido sacerdote para
siempre[xxxv]
a semejanza de Aquel de cuyo eterno sacerdocio queda hecho partícipe. Carácter
que el sacerdote, aun en medio de los más deplorables desórdenes en que puede
caer por la humana fragilidad, no podrá jamás borrar de su alma. Pero
juntamente con este carácter y con estos poderes, el sacerdote, por medio del
sacramento del Orden, recibe nueva y especial gracia con derecho a especiales
auxilios, con los cuales, si fielmente coopera mediante su acción libre y
personal a la acción infinitamente poderosa de la misma gracia, podrá
dignamente cumplir todos los arduos deberes del sublime estado a que ha sido
llamado, y llevar, sin ser oprimido por ellas, las tremendas responsabilidades
inherentes al ministerio sacerdotal, que hicieron temblar aun a los más
vigorosos atletas del sacerdocio cristiano, como un San Juan Crisóstomo, un San
Ambrosio, un San Gregorio Magno, un San Carlos y tantos otros.
Poder de predicar la Palabra divina
18. Pero el sacerdote católico es, además,
ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios[xxxvi]
con la palabra, con aquel ministerio de la palabra[xxxvii]
que es un derecho inalienable y a la vez un deber imprescindible, a él impuesto
por el mismo Cristo Nuestro Señor: «Id, pues, y amaestrad todas las gentes...
enseñándoles a guardar cuantas cosas os he mandado»[xxxviii].
La Iglesia de Cristo, depositaria y guarda infalible de la divina revelación,
derrama por medio de sus sacerdotes los tesoros de la verdad celestial,
predicando a Aquel que es «luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a
este mundo»[xxxix], esparciendo con divina
profusión aquella semilla, pequeña y despreciable a la mirada profana del
mundo, pero que, como el grano de mostaza del Evangelio[xl],
tiene en sí la virtud de echar raíces sólidas y profundas en las almas
sinceras y sedientas de verdad, y hacerlas como árboles, firmes y robustos, que
resistan a los más recios vendavales.
19. En medio de las aberraciones del pensamiento
humano, ebrio por una falsa libertad exenta de toda ley y freno; en medio de la
espantosa corrupción, fruto de la malicia humana, se yergue cual faro luminoso
la Iglesia, que condena toda desviación —a la diestra o a la siniestra—
de la verdad, que indica a todos y a cada uno el camino que deben seguir. Y ¡ay
si aun este faro, no digamos se extinguiese, lo cual es imposible por las
promesas infalibles sobre que está cimentado, pero si se le impidiera difundir
profusamente sus benéficos rayos! Bien vemos con nuestros propios ojos a dónde
ha conducido al mundo el haber rechazado, en su soberbia, la revelación divina
y el haber seguido, aunque sea bajo el especioso nombre de ciencia, falsas teorías
filosóficas y morales. Y si, puestos en la pendiente del error y del vicio, no
hemos llegado todavía a más hondo abismo, se debe a los rayos de la verdad
cristiana que, a pesar de todo, no dejan de seguir difundidos por el mundo.
Ahora bien: la Iglesia ejercita su ministerio de la palabra por medio de los
sacerdotes, distribuidos convenientemente por los diversos grados de la jerarquía
sagrada, a quienes envía por todas partes como pregoneros infatigables de la
buena nueva, única que puede conservar, o implantar, o hacer resurgir la
verdadera civilización.
La palabra del sacerdote penetra en las almas y les
infunde luz y aliento; la palabra del sacerdote, aun en medio del torbellino de
las pasiones, se levanta serena y anuncia impávida la verdad e inculca el bien:
aquella verdad que esclarece y resuelve los más graves problemas de la vida
humana; aquel bien que ninguna desgracia, ni aun la misma muerte, puede
arrebatarnos, antes bien, la muerte nos lo asegura para siempre.
20. Si se consideran además, una por una, las
verdades mismas que el sacerdote debe inculcar con más frecuencia, para cumplir
fielmente los deberes de su sagrado ministerio, y se pondera la fuerza que en sí
encierran, fácilmente se echará de ver cuán grande y cuán benéfico ha de
ser el influjo del sacerdote para la elevación moral, pacificación y
tranquilidad de los pueblos. Por ejemplo, cuando recuerda a grandes y a pequeños
la fugacidad de la vida presente, lo caduco de los bienes terrenos, el valor de
los bienes espirituales para el alma inmortal, la severidad de los juicios
divinos, la santidad incorruptible de Dios, que con su mirada escudriña los
corazones y pagará a cada uno conforme a sus obras[xli].
Nada más a propósito que estas y otras semejantes enseñanzas para templar el
ansia febril de los goces y desenfrenada codicia de bienes temporales, que, al
degradar hoy a tantas almas, empujan a las diversas clases de la sociedad a
combatirse como enemigos, en vez de ayudarse unas a otras en mutua colaboración.
Igualmente, entre tantos egoísmos encontrados, incendios de odios y sombríos
designios de venganza, nada más oportuno y eficaz que proclamar muy alto el
mandamiento nuevo[xlii]
de Jesucristo, el precepto de la caridad, que comprende a todos, no conoce
barreras ni confines de naciones o pueblos, no exceptúa ni siquiera a los
enemigos.
21. Una gloriosa experiencia, que lleva ya veinte
siglos, demuestra la grande y saludable eficacia de la palabra sacerdotal, que,
siendo eco fiel y repercusión de aquella palabra de Dios que es viva y eficaz y
más penetrante que cualquier espada de dos filos, llega también hasta los
pliegues del alma y del espíritu[xliii],
suscita heroísmos de todo género, en todas las clases y en todos los países,
y hace brotar de los corazones generosos las más desinteresadas acciones.
Todos los beneficios que la civilización cristiana
ha traído al mundo se deben, al menos en su raíz, a la palabra y a la labor
del sacerdocio católico. Un pasado como éste bastaría, sólo él, cual prenda
segura del porvenir, si no tuviéramos más segura palabra[xliv]
en las promesas infalibles de Jesucristo.
22. También la obra de las misiones, que de modo
tan luminoso manifiesta el poder de expansión de que por la divina virtud está
dotada la Iglesia, la promueven y la realizan principalmente los sacerdotes,
que, abanderados de la ley y de la caridad, a costa de innumerables sacrificios,
extienden y dilatan las fronteras del reino de Dios en la tierra.
Poder de orar
23. Finalmente, el sacerdote, continuando también
en este punto la misión de Cristo, el cual pasaba la noche entera orando a Dios[xlv]
y siempre está vivo para interceder por nosotros[xlvi],
como mediador público y oficial entre la humanidad y Dios, tiene el encargo y
mandato de ofrecer a El, en nombre de la Iglesia, no sólo el sacrificio
propiamente dicho, sino también el sacrificio de alabanza[xlvii]
por medio de la oración pública y oficial; con los salmos, preces y cánticos,
tomados en gran parte de los libros inspirados, paga él a Dios diversas veces
al día este debido tributo de adoración, y cumple este tan necesario oficio de
interceder por la humanidad, hoy más que nunca afligida y más que nunca
necesitada de Dios. ¿Quién puede decir los castigos que la oración sacerdotal
aparta de la humanidad prevaricadora y los grandes beneficios que le procura y
obtiene?
Si aun la oración privada tiene a su favor promesas
de Dios tan magníficas y solemnes como las que Jesucristo le tiene hechas[xlviii],
¿cuánto más poderosa será la oración hecha de oficio en nombre de la
Iglesia, amada Esposa del Redentor? El cristiano, por su parte, si bien con
harta frecuencia se olvida de Dios en la prosperidad, en el fondo de su alma
siempre siente que la oración lo puede todo, y como por santo instinto, en
cualquier accidente, en todos los peligros públicos y privados, acude con gran
confianza a la oración del sacerdote. A ella piden remedios los desgraciados de
toda especie; a ella se recurre para implorar el socorro divino en todas las
vicisitudes de este mundanal destierro. Verdaderamente, el sacerdote está
interpuesto entre Dios y el humano linaje: los beneficios que de allá nos
vienen, él los trae, mientras lleva nuestras oraciones allá, apaciguando al Señor
irritado[xlix].
24. ¿Qué más? Los mismos enemigos de la Iglesia,
como indicábamos al principio, demuestran, a su manera, que conocen toda la
dignidad e importancia del sacerdocio católico cuando dirigen contra él los
primeros y más fuertes golpes, porque saben muy bien cuán íntima es la unión
que hay entre la Iglesia y sus sacerdotes. Unos mismos son hoy los más
encarnizados enemigos de Dios y los del sacerdocio católico: honroso título
que hace a éste más digno de respeto y veneración.
[i]
Mt 5,13-14.
[ii] Enc. Ubi arcano (23 dic. 1922).
[iii]
AAS 14, 449ss.
[iv] AAS 23, 241ss.
[v] AAS 25 5-10.
[vi]
Enc. Divini illius Magistri (31 dic. 1929).
[vii]
Enc. Casti connubii (31 dic. 1930).
[viii] Enc. Quadragesimo anno (15 mayo 1931).
[ix]
Enc. Caritate Christi (3 mayo 1932).
[x] Enc. Acerba animi (29 sept. 1932).
[xi] Cf. Gén 14,18.
[xii]
Cf. Heb 5,10; 6,20; 7,1-11.15.
[xiii]
Heb 5,1.
[xiv]
Cf. Heb cap. l l.
[xv] Cf. Fl. Jos., Antiq. 11,8,5.
[xvi] Cf. Dan 5.1-30.
[xvii]
1 Cor 4,1.
[xviii]
Jn 20,21.
[xix]
Lc 2,14.
[xx]
Sess.22, c.l.
[xxi]
Heb 7,24.
[xxii]
1 Cor 11,23ss.
[xxiii]
Sal 109,4.
[xxiv]
Lc 22,19; 1 Cor 11,24.
[xxv] Cf. Mal 1,11.
[xxvi]
Conc. Trid., sess.22,
c.2.
[xxvii] De sacerdotio 3,4: PG 48,642.
[xxviii] Cf. 1 Cor 4,1.
[xxix] De sacerdotio 3,5.
[xxx]
Jn 20,23.
[xxxi]
31. Mc 2,7.
[xxxii]
Lc 7,49.
[xxxiii] Lc 5,24.
[xxxiv] Manzoni, Osservazioni sulla morale cattolica, c.18.
[xxxv] Cf. Sal 109,4
[xxxvi]
Cf. 1 Cor 4,1.
[xxxvii]
Cf. Act 6,4.
[xxxviii]
Mt 28,19-20.
[xxxix]
Jn 1,9.
[xl]
Cf. Mt 13,31-32.
[xli]
Mt 16,27.
[xlii]
Cf. Jn 13,34.
[xliii]
Cf. Heb 4,12.
[xliv]
Cf. 2 Pe 1,19.
[xlv]
Cf. Lc 6,12.
[xlvi]
Cf. Heb 7,25.
[xlvii]
Cf. Sal 49,14.
[xlviii]
Cf. Mt 7,7-11; Mc 11,24; Lc 11,9-13.
[xlix]
S. Juan Crisóst., Homil. 5 in Is.