«PASCENDI DOMINICI GREGIS»

SOBRE LAS DOCTRINAS DE LOS MODERNISTAS

Carta encíclica del Papa San Pío X
promulgada el 8 de septiembre de 1907


 

E) LA EVOLUCIÓN

25. Para terminar toda esta materia sobre la fe y sus "variantes gérmenes" resta, Venerables Hermanos, oír, en último lugar, las doctrinas de los modernistas acerca del desenvolvimiento de entrambas cosas.

-Hay aquí un principio general: en toda religión que viva, nada existe que no sea variable, y que, por lo tanto, no deba variarse. De donde pasan a lo que en su doctrina es casi lo capital, a saber, la evolución. Si, pues, no queremos que el dogma, la Iglesia, el culto sagrado, los libros que como santos reverenciamos y aun la misma fe languidezcan con el frío de la muerte, deben sujetarse a las leyes de la evolución. No sorprenderá esto si se tiene en cuenta lo que sobre cada una de esas cosas enseñan los modernistas. Porque, puesta la ley de la evolución, hallamos descrita por ellos mismos la forma de la fe, dicen, fue rudimentaria y común para todos los hombres, porque brotaba de la misma naturaleza y vida humana. Hízola progresar la evolución vital, no por la agregación externa de nuevas formas, sino por una creciente penetración del sentimiento religioso en la conciencia. Aquel progreso se realizó de dos modos: en primer lugar, negativamente, anulando todo elemento extraño, como por ejemplo, el que provenía de familia o nación; después, positivamente, merced al perfeccionamiento intelectual y moral del hombre; con ello, la noción de lo divino se hizo más amplia y más clara, y el sentimiento religioso resultó más elevado. Las mismas causas, que trajimos antes para explicar el origen de la fe, hay que asignar a su progreso. A lo que hay que añadir ciertos hombres extraordinarios (que nosotros llamamos profetas, entre los cuales el más excelente fue Cristo), ya porque en su vida y palabras manifestaron algo de misterioso que la fe atribuía a la divinidad, ya porque lograron nuevas experiencias, nunca antes vistas, que respondían a la exigencia religiosa de cada época.

-Mas la evolución del dogma se origina principalmente de que hay que vencer los impedimentos de la fe, sojuzgar a los enemigos y refutar las contradicciones. Júntese a esto cierto esfuerzo perpetuo para penetrar mejor todo cuanto en los arcanos de la fe se contiene. Así, omitiendo otros ejemplos, sucedió con Cristo: Aquello más o menos divino que en él admitía la fe, fue creciendo insensiblemente y por grados hasta que, finalmente, se le tuvo por Dios.

-En la evolución del culto, el factor principal es la necesidad de acomodarse a las costumbres y tradiciones populares; y también, la de disfrutar el valor que ciertos actos han recibido de la costumbre. -En fin, la Iglesia encuentra la exigencia de su evolución en que tiene necesidad de adaptarse a las circunstancias históricas y a las formas, públicamente ya existentes, del régimen civil.

-Así es como los modernistas hablan de cada cosa en particular.

-Aquí, empero, antes de seguir adelante, queremos que se advierta bien esta doctrina de las necesidades o indigencias (o sea, en lenguaje vulgar, dei bisogni, como ellos la llaman más expresivamente), pues ella es como la base y fundamento, no sólo de cuanto ya hemos visto, sino también del famoso método que ellos denominan histórico.

26. Insistiendo aún en la doctrina de la evolución, debe además advertirse que, si bien las indigencias o necesidades impulsan a la evolución, si la evolución fuese regulada no más que por ellas, traspasando fácilmente los fines de la tradición y arrancada, por lo tanto, de su primitivo principio vital se encaminará más bien a la ruina que al progreso. Por lo que, ahondando más en la mente de los modernistas, diremos que la evolución proviene del encuentro opuesto de dos fuerzas, de las que una estimula el progreso, mientras la otra pugna por la conservación.

-La fuerza conservadora reside vigorosa en la Iglesia, y se contiene en la tradición. Represéntala la autoridad religiosa, y eso tanto por derecho, pues es propio de la autoridad el defender la tradición, como de hecho, puesto que, al hallarse fuera de las contingencias de la vida, pocos o ningún estímulo siente que la induzcan al progreso. Al contrario, en las conciencias de los individuos se oculta y se agita una fuerza que impulsa al progreso, que responde a interiores necesidades y que se oculta y se agita sobre todo en las conciencias de los particulares, especialmente de aquellos que están, como dicen, en contacto más particular e íntimo con la vida. Observad aquí, Venerables Hermanos, cómo yergue su cabeza aquella doctrina tan perniciosa que furtivamente introduce en la Iglesia a los laicos, como elementos de progreso.

-Ahora bien; de una especie de mutuo convenio y pacto entre la fuerza conservadora y la progresista, esto es, entre la autoridad y la conciencia de los particulares, nacen el progreso y los cambios. Pues las conciencias privadas, o por lo menos algunas de ellas, obran sobre la conciencia colectiva; ésta, a su vez, sobre las autoridades, obligándolas a pactar y someterse a lo ya pactado.

-Fácil es ahora comprender por qué los modernistas se admiran tanto, cuando comprenden que se les reprende o castiga. Lo que se les achaca como culpa, lo tienen ellos como un deber de conciencia.

-Nadie mejor que ellos comprende las necesidades de las conciencias, pues las penetran más íntimamente que la autoridad eclesiástica. En cierto modo, reúnen en sí mismos aquellas necesidades; y por eso, se sienten obligados a hablar y escribir públicamente. Castíguelos, si gusta, la autoridad; ellos se apoyan en la conciencia del deber, y por íntima experiencia saben que se les debe alabanzas y no reprensiones. Ya se les alcanza que ni el progreso se hace sin luchas ni hay luchas sin víctimas: sean ellos, pues, las víctimas, a ejemplo de los profetas y Cristo. Ni porque se les trate mal odian a la autoridad; confiesan voluntariamente que ella cumple su deber. Sólo se quejan de que no se les oiga, porque así se retrasa el "progreso" de las almas; llegará, no obstante, la hora de destruir esas tardanzas, pues las leyes de la evolución pueden refrenarse, pero no del todo aniquilarse. Continúan ellos por el camino emprendido; lo continúan, aun después de reprendidos y condenados, encubriendo su increíble audacia con la máscara de una aparente humildad. Doblan fingidamente sus cervices, pero con sus hechos y con sus planes prosiguen más atrevidos lo que emprendieron. Y obran así a ciencia y conciencia, ora porque creen que la autoridad debe ser estimulada y no destruida, ora porque les es necesario continuar en la Iglesia, a fin de cambiar insensiblemente la conciencia colectiva. Pero, al afirmar eso, no caen en la cuenta de que reconocen que disiente de ellos la conciencia colectiva, y que, por lo tanto, no tienen derecho alguno de ir proclamándose intérpretes de la misma.

27. Así, pues, Venerables Hermanos, según la doctrina y maquinaciones de los modernistas, nada hay estable, nada inmutable en la Iglesia. En la cual sentencia les precedieron aquellos de quienes Nuestro Predecesor Pío IX ya escribía: Esos enemigos de la revelación divina, prodigando estupendas alabanzas al progreso humano, quieren, con temeraria y sacrílega osadía, introducirlo en la religión católica, como si la religión fuese obra de los hombres y no de Dios, o algún invento filosófico que con trazas humanas pueda perfeccionarse[14].

Cuanto a la revelación, sobre todo, y a los dogmas, nada se halla de nuevo en la doctrina de los modernistas, pues es la misma reprobada ya en el Syllabus, de Pío IX, y enunciada así: La revelación divina es imperfecta, y por lo mismo sujeta a progreso continuo e indefinido, que corresponda al progreso de la razón humana[15]; y con más solemnidad en el Concilio Vaticano, por estas palabras: Ni, pues, la doctrina de la fe que Dios ha revelado se propuso como un invento filosófico para que la perfeccionasen los ingenios humanos, sino como un depósito divino se entregó a la Esposa de Cristo, a fin de que la custodiara fielmente e infaliblemente la declarase. De aquí que se han de retener también los dogmas sagrados en el sentido perpetuo que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, ni jamás hay que apartarse de él con color y nombre de más alta inteligencia[16]; con esto, sin duda, el desarrollo de nuestros conocimientos, aun acerca de la fe, lejos de impedirse, antes se facilita y promueve. Por ello, el mismo Concilio Vaticano prosigue diciendo: Crezca, pues, y progrese mucho e incesantemente la inteligencia, ciencia, sabiduría, tanto de los particulares como de todos, tanto de un solo hombre como de toda la Iglesia, al compás de las edades y de los siglos; pero sólo en su género, esto es, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la misma sentencia[17].

28. Después que, entre los partidarios del modernismo, hemos examinado al filósofo, al creyente, al teólogo, resta que igualmente examinemos al historiador, al crítico, al apologista y al reformador.

Algunos de entre los modernistas, que se dedican a escribir historia, se muestran en gran manera solícitos por que no se les tenga como filósofos; y aun alardean de no saber cosa alguna de filosofía. Astucia soberana: no sea que alguien piense que están llenos de prejuicios filosóficos y que no son, por consiguiente, como afirman, enteramente objetivos. Es, sin embargo, cierto que toda su historia y crítica respira pura filosofía; y sus conclusiones se derivan, mediante ajustados raciocinios, de los principios filosóficos que defienden. Lo cual fácilmente entenderá quien reflexione sobre ello.

-Los tres primeros cánones de dichos historiadores o críticos son aquellos principios mismos, que hemos atribuido arriba a los filósofos; es a saber: el agnosticismo, el principio de la transfiguración de las cosas por la fe, y el otro, que Nos pareció podía llamarse de la desfiguración. Vamos a ver las conclusiones de cada uno de ellos.

-Según el agnosticismo la historia, no de otro modo que la ciencia, versa únicamente sobre fenómenos. Luego, así Dios como cualquier intervención divina en lo humano, se han de relegar a la fe, como pertenecientes tan sólo a ella.

-Por lo tanto, si se encuentra algo que conste de dos elementos, uno divino y otro humano -como sucede con Cristo, la Iglesia, los Sacramentos y muchas otras cosas de ese género-, de tal modo se ha de dividir y separar, que lo humano vaya a la historia, lo divino a la fe. De aquí la conocida división, que hacen los modernistas, del Cristo histórico y el Cristo de la fe; de la Iglesia de la historia, y la de la fe; de los Sacramentos de la historia, y los de la fe; y otras muchas a este tenor.

-Después, el mismo elemento humano que, según vemos, el historiador reclama para sí tal cual aparece en los monumentos, ha de reconocerse que ha sido realzado por la fe mediante la transfiguración más allá de las condiciones históricas. Y así conviene de nuevo distinguir las adiciones hechas por la fe, para referirlas a la fe misma y a la historia de la fe; así, tratándose de Cristo, todo lo que sobrepase a la condición humana, ya natural, según enseña la psicología, ya la correspondiente al lugar y edad en que vivió.

-Además, en virtud del tercer principio filosófico, han de pasarse también como por un tamiz las cosas que no salen de la esfera histórica; y eliminan y cargan a la fe igualmente todo aquello que, según su criterio, no se incluye en la lógica de los hechos, como dicen, o no se acomoda a las personas. Pretenden, por ejemplo, que Cristo no dijo nada que pudiera sobrepasar a la inteligencia del vulgo que le escuchaba. Por ello borran de su historia real y remiten a la fe cuantas alegorías aparecen en sus discursos. Se preguntará, tal vez, ¿según qué ley se hace esta separación? Se hace en virtud del carácter del hombre, de su condición social, de su educación, del conjunto de circunstancias en que se desarrolla cualquier hecho; en una palabra, si no nos equivocamos, según una norma que al fin y al cabo viene a parar en meramente subjetiva. Esto es, se esfuerzan en identificarse ellos con la persona misma de Cristo, como revistiéndose de ella; y le atribuyen lo que ellos hubieran hecho en circunstancias semejantes a las suyas.

-Así, pues, para terminar, a priori y en virtud de ciertos principios filosóficos -que sostienen, pero que aseguran no saber-, afirman que en la historia que llaman real Cristo no es Dios, ni ejecutó nada divino; como hombre, empero, realizó y dijo lo que ellos, refiriéndose a los tiempos en que floreció, le dan derecho de hacer o decir.

29. Así como de la filosofía recibe sus conclusiones la historia, así la crítica, de la historia. Pues el crítico, siguiendo los datos que le ofrece el historiador, divide los documentos en dos partes: lo que queda, después de la triple partición, ya dicha, lo refieren a la historia real; lo demás, a la historia de la fe o interna. Distinguen con cuidado estas dos historias, y adviértase bien cómo oponen la historia de la fe a la historia real, en cuanto real. De donde se sigue que, como ya dijimos, hay dos Cristos: uno, el real, y otro, el que nunca existió de verdad, y que sólo pertenece a la fe: el uno, que vivió en determinado lugar y época; y el otro, que sólo se encuentra en las piadosas especulaciones de la fe. Tal, por ejemplo, es el Cristo que presenta el evangelio de San Juan, libro que no es, en todo su contenido, sino una mera especulación.

-No termina con esto el dominio de la filosofía sobre la historia. Divididos, según indicamos, los documentos en dos partes, de nuevo interviene el filósofo con su dogma de la inmanencia vital, y hace saber que cuanto se contiene en la historia de la Iglesia se ha de explicar por la emanación vital. Y, como la causa o condición de cualquier emanación vital se ha de colocar en cierta necesidad o indigencia, se deduce que el hecho se ha de concebir después de la necesidad y que, históricamente, es aquél posterior a ésta.

-¿Qué hace, en ese caso, el historiador? Examinando de nuevo los documentos, ya los que se hallan en los Sagrados Libros, ya los sacados de dondequiera, teje con ellos un catálogo de las singulares necesidades que, perteneciendo, ora al dogma, ora al culto sagrado, o bien a otras cosas, se verificaron sucesivamente en la Iglesia. Una vez terminado el catálogo, lo entrega al crítico. Y éste pone mano en los documentos destinados a la historia de la fe, y los distribuye de edad en edad, de forma que cada uno responda al catálogo, guiado siempre por aquel principio, de que la necesidad precede al hecho y el hecho a la narración. Puede alguna vez acaecer que ciertas partes de la Biblia, como las epístolas, sean el mismo hecho creado por la necesidad. Sea de esto lo que quiera, hay una regla fija, y es que la fecha de un documento cualquiera se ha de determinar solamente según la fecha en que cada necesidad surgió en la Iglesia.

-Hay que distinguir, además, entre el comienzo de cualquier hecho y su desarrollo; pues lo que puede nacer en un día no se desenvuelve sino con el transcurso del tiempo. Por eso debe el crítico dividir los documentos, ya distribuidos, según hemos dicho, por edades, en dos partes -separando los que pertenecen al origen de la cosa y los que pertenecen a su desarrollo-, y luego de nuevo volverá a ordenarlos según los diversos tiempos.

30. En este punto entra de nuevo en escena el filósofo, y manda al historiador que ordene sus estudios conforme a lo que prescriben los preceptos y leyes de la evolución. El historiador vuelve a escudriñar los documentos, a investigar sutilmente las circunstancias y condiciones de la Iglesia en cada época, su fuerza conservadora, sus necesidades internas y externas que la impulsaron al progreso, los impedimentos que sobrevinieron, en una palabra, todo cuanto contribuya a precisar de qué manera se cumplieron las leyes de la evolución. Finalmente, y como consecuencia de este trabajo, puede ya trazar a grandes rasgos la historia de la evolución. Viene en ayuda el crítico, y ya adopta los restantes documentos. Ya corre la pluma, ya sale la historia concluida.

-Ahora preguntamos: ¿a quién se ha de atribuir esta historia? ¿Al historiador o al crítico? A ninguno de ellos, ciertamente, sino al filósofo. Allí todo es obra de apriorismo, y de un apriorismo que rebosa en herejías. Causan verdaderamente lástima estos hombres, de los que el Apóstol diría: Desvaneciéronse en sus pensamientos..., pues, jactándose de ser sabios, han resultado necios[18]; pero ya llegan a molestar, cuando ellos acusan a la Iglesia por mezclar y barajar los documentos en forma tal que hablen en su favor. Achacan, a saber, a la Iglesia aquello mismo de que abiertamente les acusa su propia conciencia.

31. De esta distribución y ordenación -por edades- de los documentos, necesariamente se sigue que ya no pueden atribuirse los Libros Sagrados a los autores a quienes realmente se atribuyen. Por esa causa, los modernistas no vacilan a cada paso en asegurar que esos mismos libros, y en especial el Pentateuco y los tres primeros Evangelios, de una breve narración que en sus principios eran, fueron poco a poco creciendo con nuevas adiciones e interpolaciones, hechas a modo de interpretación, ya teológica, ya alegórica, o simplemente intercaladas tan sólo para unir entre sí las diversas partes.

-Y para decirlo con más brevedad y claridad es necesario admitir la evolución vital de los Libros Sagrados, que nace del desenvolvimiento de la fe y es siempre paralela a ella. -Añaden, además, que las huellas de esa evolución son tan manifiestas, que casi se puede escribir su historia. Y aun la escriben en realidad con tal desenfado, que pudiera creerse que ellos mismos han visto a cada uno de los escritores que en las diversas edades trabajaron en la amplificación de los Libros Sagrados.

-Y, para confirmarlo, se valen de la crítica que denominan textual, y se empeñan en persuadir que este o aquel otro hecho o dicho no está en su lugar, y traen otras razones por el estilo. Parece en verdad que se han formado como ciertos modelos de narración o discursos, y por ellos concluyen con toda certeza sobre lo que se encuentra como en su lugar propio y qué es lo que está en lugar indebido.

-Por este camino, quiénes puedan ser aptos para fallar, aprécielo el que quiera. Sin embargo, quien los oiga hablar de sus trabajos sobre los Libros Sagrados, en los que es dado descubrir tantas incongruencias, creería que casi ningún hombre antes de ellos los ha hojeado, y que ni una muchedumbre casi infinita de doctores, muy superiores a ellos en ingenio, erudición y santidad de vida, los ha escudriñado en todos sus sentidos. En verdad que estos sapientísimos doctores tan lejos estuvieron de censurar en nada las Sagradas Escrituras, que cuanto más íntimamente las estudiaban mayores gracias daban a Dios porque así se dignó hablar a los hombres. Pero ¡ay, que nuestros doctores no estudiaron los Libros Sagrados con los auxilios con que los estudian los modernistas! Esto es, no tuvieron por maestra y guía a una filosofía que reconoce su origen en la negación de Dios, ni se erigieron a sí mismos como norma de criterio.

32. Nos parece que ya está claro cuál es el método de los modernistas en la cuestión histórica. Precede el filósofo; sigue el historiador; luego ya, de momento, vienen la crítica interna y la crítica textual. Y, porque es propio de la primera causa comunicar su virtud a las que la siguen, es evidente que semejante crítica no es una crítica cualquiera, sino que con razón se la llama agnóstica, inmanentista, evolucionista; de donde se colige que el que la profesa y usa, profesa los errores implícitos de ella y contradice a la doctrina católica.

-Siendo esto así, podría sorprender en gran manera que entre católicos prevaleciera este linaje de crítica. Pero esto se explica por una doble causa: la alianza, en primer lugar, que une estrechamente a los historiadores y críticos de este jaez, por encima de la variedad de patria o de la diferencia de religión; además, la grandísima audacia con que todos unánimemente elogian y atribuyen al progreso científico lo que cualquiera de ellos profiere, y con que todos arremeten contra el que quiere examinar por sí el nuevo portento, y acusan de ignorancia al que lo niega, mientras aplauden al que lo abraza y defiende. Y así se alucinan muchos que, si considerasen mejor el asunto, se horrorizarían.

-A favor, pues, del poderoso dominio de los que yerran y del incauto asentimiento de ánimos ligeros se ha creado una como corrompida atmósfera que todo lo penetra, difundiendo su pestilencia.

33. Pasemos al apologista. También éste, entre los modernistas, depende del filósofo, por dos razones: indirectamente, ante todo, al tomar por materia la historia escrita según la norma, como ya vimos, del filósofo: directamente, luego, al recibir de él sus dogmas y sus juicios. De aquí la afirmación corriente en la escuela modernista, que la nueva apología debe dirimir las controversias de religión por medio de investigaciones históricas y psicológicas. Por lo cual los apologistas modernistas emprenden su trabajo avisando a los racionalistas que ellos defienden la religión, no con los Libros Sagrados o con historias usadas vulgarmente en la Iglesia, y que estén escritas por el método antiguo, sino con la historia real, compuesta según las normas y métodos modernos. Y eso lo dicen, no cual si arguyesen ad hominem, sino porque creen en la realidad que sólo tal historia ofrece la verdad. De asegurar su sinceridad al escribir, no se cuidan; son ya conocidos entre los racionalistas y alabados también como soldados que militan bajo una misma bandera; y de esas alabanzas, que el verdadero católico rechazaría, se congratulan ellos y las oponen a las reprensiones de la Iglesia.

-Pero veamos ya cómo uno de ellos compone la apología. El fin que se propone alcanzrar es éste: llevar al hombre, que todavía carece de fe, a que logre acerca de la religión católica aquella experiencia que es, conforme a los principios de los modernistas, el único fundamento de la fe. Dos caminos se ofrecen para esto: uno objetivo, subjetivo el otro. El primero brota del agnosticismo y tiende a demostrar que hay en la religión, principalmente en la católica, tal virtud vital, que persuade a cualquier psicólogo y lo mismo a todo historiador de sano juicio, que es menester que en su historia se oculte algo desconocido. A este fin urge probar que la actual religión católica es absolutamente la misma que Cristo fundó, o sea: no otra cosa que el progresivo desarrollo del germen introducido por Cristo. Luego, en primer lugar, debemos señalar qué germen sea ése; y ellos pretenden significarlo mediante la fórmula siguiente: Cristo anunció que en breve se establecería el advenimiento del reino de Dios, y del que él sería el Mesías, esto es, su autor, y su organizador, ejecutor, por divina ordenación. Tras esto se ha de mostrar cómo dicho germen, siempre inmanente en la religión católica y permanente, insensiblemente y según la historia, se desenvolvió y adaptó a las circunstancias sucesivas, tomando de éstas para sí vitalmente cuanto le era útil en las formas doctrinales, culturales, eclesiásticas, y venciendo al mismo tiempo los impedimentos, si alguno salía al paso, desbaratando a los enemigos y sobreviviendo a todo género de persecuciones y luchas. Después que todo esto, impedimentos, adversarios, persecuciones, luchas, lo mismo que la vida, fecundidad de la Iglesia y otras cosas a este tenor, se mostraren tales que, aunque en la historia misma de la Iglesia aparezcan incólumes las leyes de la evolución, no basten con todo para explicar plenamente la misma historia; entonces se presentará delante y se ofreceá espontáneamente lo incógnito. Así hablan ellos. Mas en todo este raciocinio no advierten una cosa: que aquella determinación del germen primitivo únicamente se debe al apriorismo del filósofo agnóstico y evolucionista, y que la definición que dan del mismo germen es gratuita y creada según conviene a sus propósitos.

34. Estos nuevos apologistas, al paso que trabajan por afirmar y persuadir la religión católica con las argumentaciones referidas, aceptan y conceden de buena gana que hay en ella muchas cosas que pueden ofender a los ánimos. Y aun llegan a decir públicamente, con cierta delectación mal disimulada, que también en materia dogmática se hallan errores y contradicciones, aunque añadiendo que no sólo admiten excusa, sino que se produjeron justa y legítimamente: afirmación que no puede menos de excitar el asombro. Así también, según ellos, hay en los Libros Sagrados muchas cosas científica o históricamente viciadas de error; pero dicen que allí no se trata de ciencia o de historia, sino sólo de la religión y las costumbres. Las ciencias y la historia son allí a manera de una envoltura, con la que se cubren las experiencias religiosas y morales, para difundirlas más fácilmente entre el vulgo; el cual, como no las entendería de otra suerte, no sacaría utilidad, sino daño de otra ciencia o historia más perfecta. Por lo demás, agregan, los Libros Sagrados, como por su naturaleza son religiosos, necesariamente viven una vida: mas su vida tiene también su verdad y su lógica, distintas ciertamente de la verdad y lógica racional, y hasta de un orden enteramente diverso, es a saber, la verdad de la adaptación y proporción, así al medio (como ellos dicen) en que se desarrolla la vida, como al fin por el que se vive. Finalmente, llegan hasta afirmar sin ninguna atenuación, que todo cuanto se explica por la vida es verdadero y legítimo.

35. Nosotros, ciertamente, Venerables Hermanos, para quienes la verdad no es más que una, y que consideramos que los Libros Sagrados, como escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor[19], aseguramos que todo aquello es lo mismo que atribuir a Dios una mentira de utilidad u oficiosa, y aseveramos con las palabras de San Agustín: Una vez admitida en tan alta autoridad alguna mentira oficiosa, no quedará ya ni la más pequeña parte de aquellos libros que, si a alguien le parece o difícil para las costumbres o increíble para la fe, no se refiera por esa misma perniciosísima regla, al propósito o a la condescendencia del autor que miente[20]. De donde se seguirá, como añade el mismo santo Doctor, que en aquéllas (es a saber, en las Escrituras) cada cual creerá lo que quiera y dejará de creer lo que no quiera. Pero los apologistas modernistas, audaces, aun van más allá. Conceden, además, que en los Sagrados Libros ocurren a veces, para probar alguna doctrina, raciocinios que no se rigen por ningún fundamento racional, cuales son los que se apoyan en las profecías; pero los defienden también como ciertos artificios oratorios, que están legitimados por la vida. ¿Qué más? Conceden y aun afirman, que el mismo Cristo erró manifiestamente al indicar el tiempo del advenimiento del reino de Dios, lo cual, dicen, no debe maravillar a nadie, pues también El estaba sujeto a las leyes de la vida.

-¿Qué suerte puede caber después de esto a los dogmas de la Iglesia? Estos se hallan llenos de claras contradicciones; pero, fuera de que la lógica vital las admite, no contradicen a la verdad simbólica, como quiera que se trata en ellas del Infinito, el cual tiene infinitos aspectos. Finalmente, todas estas cosas las aprueban y defienden de suerte que no dudan en declarar que no se puede atribuir al Infinito honor más excelso que el afirmar de El cosas contradictorias.

-Mas, cuando ya se ha legitimado la contradicción, ¿qué habrá que no pueda legitimarse?

36. Por otra parte, el que todavía no cree no sólo puede disponerse a la fe con argumentos objetivos, sino también con los subjetivos. Para ello los apologistas modernistas se vuelven a la doctrina de la inmanencia. En efecto; se empeñan en persuadir al hombre de que en él mismo, y en lo más profundo de su naturaleza y de su vida, se ocultan el deseo y la exigencia de alguna religión, y no de una religión cualquiera, sino precisamente la católica; pues ésta, dicen, la reclama absolutamente el pleno desarrollo de la vida.

-En este lugar conviene que de nuevo Nos lamentemos grandemente, pues entre los católicos no faltan algunos que, si bien rechazan la doctrina de la inmanencia como doctrina, la emplean, no obstante, para una finalidad apologética; y esto lo hacen tan sin cautela, que parecen admitir en la naturaleza humana no sólo una capacidad y conveniencia para el orden sobrenatural -lo cual los apologistas católicos lo demostraron siempre, añadiendo las oportunas salvedades- sino una verdadera y auténtica exigencia.

-Mas, para decir verdad, esta exigencia de la religión católica la introducen sólo aquellos modernistas que quieren pasar por más moderados; pues los que llamaríamos integrales pretenden demostrar cómo en el hombre, que todavía no cree, está latente el mismo germen que hubo en la conciencia de Cristo, y que él transmitió a los hombres.

-Así, pues, Venerables Hermanos, reconocemos que el método apologético de los modernistas, que sumariamente dejamos descrito, se ajusta por completo a sus doctrinas; método ciertamente lleno de errores, como las doctrinas mismas; apto, no para edificar, sino para destruir; no para hacer católicos, sino para arrastrar a los mismos católicos a la herejía y aun a la destrucción total de cualquier religión.

37. Queda, finalmente, ya hablar sobre el modernista, en cuanto reformador. Ya cuanto hasta aquí hemos dicho manifiesta de cuán vehemente afán de novedades se hallan animados tales hombres; y dicho afán se extiende por completo a todo cuanto es cristiano. Quieren que se renueve la Filosofía, principalmente en los Seminarios: de suerte que, relegada la escolástica a la historia de la Filosofía, como uno de tantos sistemas ya envejecidos, se enseñe a los alumnos la filosofía moderna, la única verdadera y la única que corresponde a nuestros tiempos.

-Para renovar la Teología, quieren que la llamada racional tome por fundamento la filosofía moderna; y exigen principalmente que la Teología positiva tenga como fundamento la historia de los dogmas. Reclaman también que la Historia se escriba y enseñe conforme a su método y a las modernas prescripciones.

-Ordenan que los dogmas y su evolución deben ponerse en armonía con la ciencia y la historia.

-Por lo que se refiere a la catequesis, solicitan que en los libros para el catecismo no se consignen otros dogmas sino los que hubieren sido reformados y que estén acomodados al alcance del vulgo.

-Acerca del sagrado culto, dicen que hay que disminuir las devociones exteriores y prohibir su aumento; por más que otros, más inclinados al simbolismo, se muestran en ello más indulgentes en esta materia.

-Andan clamando que el régimen de la Iglesia se ha de reformar en todos sus aspectos, pero principalmente en el disciplinar y dogmático; y, por lo tanto, que se ha de armonizar interior y exteriormente con lo que llaman conciencia moderna, que íntegramente tiende a la democracia; por lo cual se debe conceder al clero inferior y a los mismos laicos cierta intervención en el gobierno, y se ha de repartir la autoridad, demasiado concentrada y centralizada.

-Las Congregaciones romanas, deben asimismo reformarse, y principalmente las llamadas del Santo Oficio y del Indice.

-Pretenden asimismo que se debe variar la influencia del gobierno eclesiástico en los negocios políticos y sociales, de suerte que, al separarse de los ordenamientos civiles, sin embargo se adapte a ellos para imbuirlos con su espíritu.

-En la parte moral, hacen suya aquella sentencia de los americanistas: que las virtudes activas han de ser antepuestas a las pasivas, y que deben practicarse aquéllas con preferencia a éstas.

-Piden que el clero se forme de suerte que presente su antigua humildad y pobreza, pero que en sus ideas y actuación se adapte a los postulados del modernismo.

-Hay, por fin, algunos que, ateniéndose de buen grado a sus maestros protestantes, desean que se suprima en el sacerdocio el celibato sagrado.

-¿Qué queda, pues, intacto en la Iglesia, que no deba ser reformado por ellos y conforme a sus opiniones?

38. En toda esta exposición de la doctrina de los modernistas, Venerables Hermanos, pensará por ventura alguno que Nos hemos detenido demasiado; pero era de todo punto necesario ya para que ellos no Nos acusaran, como suelen, de ignorar sus cosas; ya para que sea manifiesto que, cuando tratamos del modernismo, no hablamos de doctrinas vagas y sin ningún vínculo de unión entre sí, sino como de un cuerpo definido y compacto, en el cual, si se admite una cosa de él, se siguen las demás por necesaria consecuencia. Por eso hemos procedido de un modo casi didáctico, sin rehusar algunas veces los vocablos bárbaros de que usan los modernistas.

Y ahora, abarcando con una sola mirada la totalidad del sistema, ninguno se maravillará si lo definimos afirmando que es un conjunto de todas las herejías. Pues, en verdad, si alguien se hubiera propuesto reunir en uno el jugo y como la esencia de cuantos errores existieron contra la fe, nunca podría obtenerlo más perfectamente de lo que han hecho los modernistas. Pero han ido tan lejos que no sólo han destruido la religión católica, sino, como ya hemos indicado, absolutamente toda religión. Por ello les aplauden tanto los racionalistas; y entre éstos, los más sinceros y los más libres reconocen que han logrado, entre los modernistas, sus mejores y más eficaces auxiliares.

39. Pero volvamos un momento, Venerables Hermanos, a aquella tan perniciosa doctrina del agnosticismo. Según ella, no existe camino alguno intelectual que conduzca al hombre hacia Dios; pero el sentimiento y la acción del alma misma le deparan otro mejor. Sumo absurdo, que todos ven. Pues el sentimiento del ánimo responde a la impresión de las cosas que nos proponen el entendimiento o los sentidos externos. Suprimid el entendimiento, y el hombre se irá tras los sentidos exteriores, con inclinación mayor aún que la que ya le arrastra. Un nuevo absurdo: pues todas las fantasías acerca del sentimiento religioso no destruirán el sentido común; y este sentido común nos enseña que cualquier perturbación o conmoción del ánimo no sólo no nos sirve de ayuda para investigar la verdad, sino más bien de obstáculo. Hablamos de la verdad en sí; esa otra verdad subjetiva, fruto del sentimiento interno y de la acción, si es útil para formar juegos de palabras, de nada sirve al hombre, al cual interesa principamente saber si fuera de él hay o no un Dios, en cuyas manos debe un día caer.

-Para obra tan grande, le señalan, como auxiliar, la experiencia. Y, ¿qué añadirá ésta a aquel sentimiento del ánimo? Nada absolutamente; y sí tan sólo una cierta vehemencia, a la que luego resulta proporcional la firmeza y la convicción sobre la realidad del objeto. Pero, ni aun con estas dos cosas, el sentimiento deja de ser sentimiento, ni le cambian su propia naturaleza siempre expuesta al engaño, si no se rige por el entendimiento; aun le confirman y le ayudan en tal carácter, porque el sentimiento, cuanto más intenso sea, más sentimiento será.

-En materia de sentimiento religioso y de la experiencia religiosa en él contenida (y de ello estamos tratando ahora), sabéis bien, Venerables Hermanos, cuánta prudencia es necesaria y al propio tiempo cuánta doctrina para regir a la misma prudencia, Lo sabéis por el trato de las almas, principalmente de algunas de aquellas en las cuales domina el sentimiento; lo sabéis por la lectura de las obras de ascética: obras, que los modernistas menosprecian, pero que ofrecen una doctrina mucho más sólida y una sutil sagacidad mucho más fina que las que ellos se atribuyen a sí mismos.

40. Nos parece, en efecto, una locura, o, por lo menos, extremada imprudencia, tener por verdaderas, sin ninguna investigación, experiencias íntimas del género de las que propalan los modernistas. Y si es tan grande la fuerza y la firmeza de estas experiencias, ¿por qué, dicho sea de paso, no se atribuye alguna semejante a la experiencia que aseguran tener muchos millares de católicos, acerca de lo errado del camino por donde los modernistas andan? Por ventura, ¿sólo ésta sería falsa y engañosa? Mas la inmensa mayoría de los hombres profesan y profesaron siempre firmemente que no se logra jamás el conocimiento de Dios con sólo el sentimiento y la experiencia, sin ninguna guía ni luz de la razón. Sólo resta otra vez, pues, recaer en el ateísmo y en la negación de toda religión.

-Ni tienen por qué prometerse los modernistas mejores resultados de la doctrina del simbolismo que profesan: pues si, como dicen, cualesquiera elementos intelectuales no son otra cosa sino símbolos de Dios, ¿por qué no será también un símbolo el mismo nombre de Dios o el de la personalidad divina? Pero si es así, podrá llegarse a dudar de la divina personalidad; y entonces, ya queda abierto el camino que conduce al panteísmo.

-Al mismo término, es a saber, a un puro y descarnado panteísmo, conduce aquella otra teoría de la inmanencia divina, pues preguntamos: Aquella inmanencia, ¿distingue a Dios del hombre, o no? Si le distingue ¿en qué se diferencia entonces de la doctrina católica, o por qué rechazan la doctrina de la revelación externa? Mas si no le distingue, ya tenemos el panteísmo. Pero esta inmanencia de los modernistas pretende y admite que todo fenómeno de conciencia procede del hombre en cuanto hombre; luego entonces, por legítimo raciocinio, se deduce de ahí que Dios es una misma cosa con el hombre, de donde se sigue el panteísmo.

-Finalmente, la distinción que proclaman entre la ciencia y la fe no permite otra consecuencia, pues ponen el objeto de la ciencia en la realidad de lo cognoscible, y el de la fe, por lo contrario, en la de lo incognoscible. Pero la razón de que algo sea incognoscible no es otra que la total falta de proporción entre la materia de que se trata y el entendimiento; pero este defecto de proporción nunca podría suprimirse, ni aun en la doctrina de los modernistas; luego lo incognoscible lo será siempre, tanto para el creyente como para el filósofo. Luego, si existe alguna religión, será la de una realidad incognoscible. Y, entonces, no vemos por qué dicha realidad no podría ser aun la misma alma del mundo, según algunos racionalistas afirman.

-Pero, por ahora, baste lo dicho para mostrar claramente por cuántos caminos el modernismo conduce al ateísmo y a suprimir toda religión. El primer paso, lo dio el protestantismo; el segundo, corresponde al modernismo; muy pronto hará su aparición el ateísmo.

II. CAUSAS Y REMEDIOS
TÁCTICA MODERNISTA
REMEDIOS EFICACES

41. Para un conocimiento más profundo del modernismo, así como para mejor buscar remedios a mal tan grande, conviene ahora, Venerables Hermanos, escudriñar algún tanto las causas de donde este mal recibe su origen y alimento.

La causa próxima e inmediata es, sin duda, la perversión de la inteligencia. Se le añaden, como remotas, estas dos: la curiosidad y el orgullo. La curiosidad, si no se modera prudentemente, basta por sí sola para explicar cualesquier errores.

Con razón escribió Gregorio XVI, Predecesor Nuestro[21]: Es muy deplorable hasta qué punto vayan a parar los delirios de la razón humana cuando uno está sediento de novedades y, contra el aviso del Apóstol, se esfuerza por saber más de lo que conviene saber, imaginando, con excesiva confianza en sí mismo, que se debe buscar la verdad fuera de la Iglesia católica, en la cual se halla sin el más mínimo sedimento de error.

Pero mucho mayor fuerza tiene para obcecar el ánimo, e inducirle al error, el orgullo que, hallándose como en su propia casa en la doctrina del modernismo, saca de ella toda clase de pábulo y se reviste de todas las formas. Por orgullo conciben de sí tan atrevida confianza, que vienen a tenerse y proponerse a sí mismos como norma de todos los demás. Por orgullo se glorían vanísimamente, como si fueran los únicos poseedores de la ciencia, y dicen, altaneros e infatuados: No somos como los demás hombres; y para no ser comparados con los demás abrazan y sueñan todo género de novedades, por muy absurdas que sean. Por orgullo desechan toda sujeción y pretenden que la autoridad se acomode con la libertad. Por orgullo, olvidándose de sí mismos, discurren solamente acerca de la reforma de los demás, sin tener reverencia alguna a los superiores ni aun a la potestad suprema. En verdad, no hay camino más corto y expedito para el modernismo que el orgullo. ¡Si algún católico, sea laico o sacerdote, olvidado del precepto de la vida cristiana que nos manda negarnos a nosotros mismos si queremos seguir a Cristo, no destierra de su corazón el orgullo, ciertamente se hallará dispuesto como el que más a abrazar los errores de los modernistas!

Por lo cual, Venerables Hermanos, conviene tengáis como primera obligación vuestra el resistir a hombres tan orgullosos, ocupándolos en los oficios más oscuros e insignificantes, para que sean tanto más humillados cuanto más alto pretendan elevarse, y para que, colocados en lugar inferior, tengan menos facultad para dañar. Además, ya vosotros mismos personalmente, ya por los rectores de los Seminarios, examinad diligentemente a los alumnos del sagrado clero, y si hallareis alguno de espíritu soberbio, alejadlo con la mayor energía del sacerdocio: ¡ojalá se hubiese hecho esto siempre con la vigilancia y constancia que era menester!

42. Y si de las causas morales pasamos a las que proceden de la inteligencia, se nos ofrece primero y principalmente la ignorancia.

-En verdad que todos los modernistas sin excepción, quieren ser y pasar por doctores en la Iglesia, y aunque con palabras grandilocuentes subliman la filosofía moderna y desprecian la escolástica, no abrazaron la primera deslumbrados por sus aparatosos artificios, sino porque su completa ignorancia de la segunda les privó del instrumento necesario para suprimir la confusión en las ideas y para refutar los sofismas. Y del consorcio de la falsa filosofía con la fe ha nacido el sistema de ellos, inficionado por tantos y tan grandes errores.

TÁCTICA MODERNISTA

En cuya propagación ¡ojalá gastaran menos empeño y solicitud! Pero es tanta su actividad, tan incansable su trabajo, que da verdadera tristeza ver cómo se consumen, con intención de arruinar la Iglesia, tantas fuerzas que, bien empleadas, hubieran podido serle de gran provecho. De dos artes se valen para engañar los ánimos: procuran primero allanar los obstáculos que se oponen, y buscan luego con sumo cuidado, aprovechándolo con tanto trabajo como constancia, cuanto les puede servir.

Tres son principalmente las cosas que tienen por contrarias a sus conatos: el método escolástico de filosofar, la autoridad de los Padres y la tradición, el magisterio eclesiástico. Contra ellas dirigen sus más violentos ataques. Por esto ridiculizan generalmente y desprecian la filosofía y teología escolástica, y ya hagan esto por ignorancia o por miedo, o, lo que es más cierto, por ambas razones, es cosa averiguada que el deseo de novedades va siempre unido con el odio del método escolástico y no hay otro más claro indicio de que uno empiece a inclinarse a la doctrina del modernismo que el comenzar a aborrecer el método escolástico. Recuerden los modernistas y sus partidarios la condenación con que Pío IX estimó que debía reprobarse la opinión de los que dicen[22]: El método y los principios, con los cuales los antiguos Doctores escolásticos cultivaron la Teología, no corresponden a las necesidades de nuestro tiempo ni al progreso de la ciencia. Por lo que toca a la tradición, se esfuerzan astutamente en pervertir su naturaleza y su importancia, a fin de destruir su peso y autoridad.

Pero esto no obstante, los católicos venerarán siempre la autoridad del Concilio II de Nicea, que condenó a aquellos que osan..., conformándose con los criminales herejes, despreciar las tradiciones eclesiásticas e inventar cualquier novedad..., o excogitar torcida o astutamente para desmoronar algo de las legítimas tradiciones de la Iglesia católica. Estará en pie la profesión del Concilio IV Constantinopolitano: Así, pues, profesamos conservar y guardar las reglas que la Santa, Católica y Apostólica Iglesia ha recibido, así de los santos y celebérrimos Apóstoles como de los Concilios ortodoxos, tanto universales como particulares, como también de cualquier Padre inspirado por Dios y maestro de la Iglesia. Por lo cual los Pontífices Romanos Pío IV y Pío IX decretaron que en la profesión de la fe se añadiera también lo siguiente: Admito y abrazo firmísimamente las tradiciones apostólicas y eclesiásticas y las demás observancias y constituciones de la misma Iglesia.

Ni más respetuosamente que sobre la tradición sienten los modernistas sobre los santísimos Padres de la Iglesia, a los cuales, con suma temeridad, proponen públicamente, como muy dignos de toda veneración, pero como sumamente ignorantes de la crítica y de la historia: si no fuera por la época en que vivieron, serían inexcusables.

43. Finalmente, ponen su empeño todo en menoscabar y deblitar la autoridad del mismo ministerio eclesiástico, ya pervirtiendo sacrílegamente su origen, naturaleza y derechos, ya repitiendo con libertad las calumnias de los adversarios contra ella. Cuadra, pues, bien al clan de los modernistas lo que tan apenado escribió Nuestro Predecesor:

Para hacer despreciable y odiosa a la mística Esposa de Cristo, que es verdadera luz, los hijos de las tinieblas, acostumbraron a atacarla en público con absurdas calumnias, y llamarla, cambiando la fuerza y razón de los nombres y de las cosas, amiga de la obscuridad, fautora de la ignorancia y enemiga de la luz y progreso de las ciencias[23].

Por ello, Venerables Hermanos, no es de maravillar que los modernistas ataquen con extremada malevolencia y rencor a los varones católicos que luchan valerosamente por la Iglesia. No hay ningún género de injuria con que no los hieran; y a cada paso les acusan de ignorancia y de terquedad. Cuando temen la erudición y fuerza de sus adversarios, procuran quitarles la eficacia, oponiéndoles la conjuración del silencio. Manera de proceder contra los católicos tanto más odiosa cuanto que al propio tiempo levantan sin ninguna moderación, con perpetuas alabanzas, a todos cuantos con ellos consienten; los libros de éstos, llenos por todas partes de novedades, recíbenlos con gran admiración y aplauso; cuanto con mayor audacia destruye uno lo antiguo, rehusa la tradición y el magisterio eclesiástico, tanto más sabio lo van pregonando. Finalmente, ¡cosa que pone horror a todos los buenos!, si la Iglesia condena a alguno de ellos, no sólo se aúnan para alabarle en público y por todos medios, sino que llegan a tributarle casi la veneración de mártir de la verdad.

-Con todo este estrépito, así de alabanzas como de vituperios, conmovidos y perturbados los entendimientos de los jóvenes, por una parte para no ser tenidos por ignorantes, por otra para pasar por sabios, a la par que estimulados interiormente por la curiosidad y la soberbia, acontece con frecuencia que se dan por vencidos y se entregan al modernismo.

44. Pero esto pertenece ya a los artificios con que los modernistas expenden sus mercancías. Pues ¿qué no maquinan a trueque de aumentar el número de sus secuaces? En los Seminarios y Universidades andan a la caza de las cátedras, que convierten poco a poco en cátedras de pestilencia. Aunque sea veladamente, inculcan sus doctrinas predicándolas en los púlpitos de las Iglesias; con mayor claridad las publican en sus reuniones y las introducen y realzan en las instituciones sociales. Con su nombre o seudónimos publican libros, periódicos, revistas. Un mismo escritor usa varios nombres para así engañar a los incautos con la fingida muchedumbre de autores. En una palabra; en la acción, en las palabras, en la imprenta, no dejan nada por intentar, de suerte que parecen poseídos de frenesí.

-Y todo esto ¿con qué resultado? ¡Lloramos que un gran número de jóvenes, que fueron ciertamente de gran esperanza y hubieran trabajado provechosamente en beneficio de la Iglesia, se hayan apartado del recto camino! Nos son causa de dolor muchos más que, aun cuando no hayan llegado a tal extremo, como inficionados por un aire corrompido, se acostumbraron a pensar, hablar y escribir con mayor laxitud de lo que a católicos conviene. Están entre los seglares; también entre los sacerdotes, y no faltan donde menos eran de esperarse, en las mismas Ordenes religiosas. Tratan los estudios bíblicos conforme a las reglas de los modernistas. Escriben historias donde, so pretexto de aclarar la verdad, sacan a luz con suma diligencia y con cierta manifiesta fruición todo cuanto parece arrojar alguna mácula sobre la Iglesia. Movidos por cierto apriorismo, usan todos los medios para destruir las sagradas tradiciones populares; desprecian las sagradas reliquias celebradas por su antigüedad. En resumen, arrástralos el vano deseo de que el mundo hable de ellos, lo cual piensan no lograr si dicen solamente las cosas que siempre y por todos se dijeron. Y entretanto, tal vez estén convencidos de que prestan un servicio a Dios y a la Iglesia; pero, en realidad, perjudican gravísimamente, no sólo con su labor, sino por la intención que los guía, y porque prestan auxilio utilísimo a las empresas de los modernistas.

REMEDIOS EFICACES

45. Nuestro Predecesor, de f. r., León XIII, procuró oponerse enérgicamente, de palabra y por obra, a este ejército de tan grandes errores que encubierta y descubiertamente nos acomete. Pero los modernistas, como ya hemos visto, no se intimidan fácilmente con tales armas, y simulando sumo respeto o humildad, han torcido hacia sus opiniones las palabras del Pontífice Romano, y han aplicado a otros cualesquiera sus actos; así el daño se ha hecho de día en día más poderoso.

-Por ello, Venerables Hermanos, hemos resuelto sin más demora acudir a los más eficaces remedios. Os rogamos encarecidamente que no sufráis que en tan graves negocios se eche de menos en lo más mínimo vuestra vigilancia, diligencia y fortaleza; -y lo que os pedimos, y de vosotros esperamos, lo pedimos también y lo esperamos de los demás pastores de almas, de los educadores y maestros de la juventud clerical, y muy especialmente de los maestros superiores de las familias religiosas.

46. I) En primer lugar, pues, por lo que toca a los estudios, queremos, y definitivamente mandamos, que la Filosofía escolástica se ponga por fundamento de los estudios sagrados.

A la verdad, si hay alguna cosa tratada por los escolásticos con demasiada sutileza o enseñada inconsideradamente, si hay algo menos concorde con las doctrinas comprobadas de los tiempos modernos, o finalmente, que de ningún modo se puede aprobar, de ninguna manera está en Nuestro ánimo el proponerlo para que sea seguido en nuestro tiempo[24].

Lo principal que es preciso notar es que, cuando prescribimos que se siga la Filosofía escolástica, entendemos principalmente la que enseñó Santo Tomás de Aquino, acerca de la cual, cuanto decretó Nuestro Predecesor queremos que siga vigente y, en cuanto fuere menester, lo restablecemos y confirmamos mandando que por todos sea exactamente observado. A los Obispos pertenecerá estimular y exigir, si en alguna parte se hubiese descuidado en los Seminarios, que se observe en adelante, y lo mismo mandamos a los superiores de las Ordenes religiosas. Y a los maestros les exhortamos a que tengan fijamente presente que el apartarse del Doctor de Aquino, en especial en las cuestiones metafísicas, nunca dejará de ser de gran perjuicio.

47. Colocado ya así este cimiento de la Filosofía, constrúyase con gran diligencia el edificio teológico.

Promoved, Venerables Hermanos, con todas vuestras fuerzas el estudio de la Teología, para que los clérigos salgan de los Seminarios llenos de una gran estima y amor a ella y que la tengan siempre por su estudio favorito. Pues en la grande abundancia y número de disciplinas que se ofrecen al entendimiento codicioso de la verdad, a nadie se le oculta que la Sagrada Teología reclama para sí el lugar primero; tanto, que fue sentencia antigua de los sabios que a las demás artes y ciencias les pertenecía la obligación de servirla y prestarle su obsequio como criadas[25].

A esto añadimos que también Nos parecen dignos de alabanza algunos que, sin menoscabo de la reverencia debida a la Tradición, a los Padres y al Magisterio eclesiástico, se esfuerzan por ilustrar la Teología positiva con las luces tomadas de la verdadera Historia, conforme al juicio prudente y a las normas católicas (lo cual no se puede decir igualmente de todos). Cierto, hay que tener ahora más cuenta que antiguamente de la Teología positiva; pero hagamos esto de modo que no sufra detrimento la escolástica, y reprendamos a los que de tal manera alaban la Teología positiva, que parecen con ello despreciar la escolástica, a los cuales hemos de considerar como fautores de los modernistas.

48. Sobre las disciplinas profanas, baste recordar lo que sapientísimamente dijo Nuestro Predecesor[26]: Trabajad animosamente en el estudio de las cosas naturales, en el cual los inventos ingeniosos y los útiles atrevimientos de nuestra época, así como los admiran con razón los contemporáneos, así los venideros los celebrarán con perenne aprobación y alabanzas. Pero hagamos esto, sin daño de los estudios sagrados, lo cual avisa Nuestro mismo Predecesor, continuando con estas gravísimas palabras[27]: La causa de los cuales errores, quien diligentemente la investigare, hallará que consiste principalmente en que en estos nuestros tiempos, cuanto mayor es el fervor con que se cultivan las ciencias naturales, tanto más han decaído las disciplinas más graves y elevadas, de las que algunas casi yacen olvidadas de los hombres; otras se tratan con negligencia y superficialmente y (cosa verdaderamente indigna) empañando el esplendor de su primera dignidad, se vician con doctrinas perversas y con las más audaces opiniones. Mandamos, pues, que los estudios de las ciencias naturales se conformen a esta regla en los sagrados Seminarios.

49. II) Preceptos estos Nuestros y de Nuestro Predecesor, que conviene tener muy en cuenta siempre que se trate de elegir los rectores y maestros de los Seminarios o de las Universidades católicas.

-Cualesquiera que de algún modo estuvieren imbuídos de modernismo, sin miramiento de ninguna clase sean apartados del oficio, así de regir como de enseñar, y si ya lo ejercitan, sean destituidos; asimismo, los que descubierta o encubiertamente favorecen al modernismo, ya alabando a los modernistas, y excusando su culpa, ya censurando la Escolástica o a los Padres o al Magisterio eclesiástico o rehusando la obediencia a la potestad eclesiástica en cualquiera que residiere; y no menos, los amigos de novedades en la Historia, la Arqueología o los estudios bíblicos, así como los que descuidan la ciencia sagrada o parecen anteponerle las profanas. En esta materia, Venerables Hermanos, principalmente en la elección de maestros, nunca será demasiada la vigilancia y la constancia; pues los discípulos se forman las más de las veces según el ejemplo de sus profesores; por lo cual, penetrados de la obligación de vuestro oficio, obrad en ello con prudencia y fortaleza.

-Con semejante severidad y vigilancia han de ser examinados y elegidos los que piden las órdenes sagradas; ¡lejos, muy lejos de las sagradas órdenes el amor de las novedades! Dios aborrece los ánimos soberbios y contumaces.

-Ninguno en lo sucesivo reciba el doctorado en Teología o Derecho canónico, si antes no hubiere seguido los cursos establecidos de Filosofía escolástica; y si lo recibiese, sea inválido.

-Lo que sobre la asistencia a las Universidades ordenó la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares en 1896 a los clérigos de Italia, así seculares como regulares, decretamos que se extienda a todas las naciones[28].

-Los clérigos y sacerdotes que se matricularen en cualquier Universidad o Instituto católico, no estudien en la Universidad oficial las ciencias de que hubiere cátedras en los primeros. Si en alguna parte se hubiere permitido esto, mandamos que no se permita en adelante.

-Los Obispos, que estén al frente del régimen de dichos Institutos o Universidades, procuren con toda diligencia que se observe constantemente todo lo mandado hasta aquí.

50. III) También es deber de los Obispos el cuidar que los escritos de los modernistas o que saben a modernismo o lo promueven, si han sido publicados, no sean leídos; y, si no lo hubieren sido, no se publiquen.

No se permita tampoco a los adolescentes de los Seminarios, ni a los alumnos de las Universidades, cualesquier libros, periódicos, y revistas de este género, pues no les harían menos daño que los contrarios a las buenas costumbres; antes bien, les dañarían más por cuanto atacan los principios mismos de la vida cristiana.

Ni hay que formar otro juicio de los escritos de algunos católicos, hombres por lo demás sin mala intención; pero que, ignorantes de la ciencia teológica y empapados en la filosofía moderna, se esfuerzan por concordar ésta con la fe, pretendiendo, como dicen, promover la fe por este camino. Tales escritos, que se leen sin temor, precisamente por el buen nombre y opinión de sus autores, tienen mayor peligro para inducir paulatinamente al modernismo.

Y en general, Venerables Hermanos, para poner orden en tan grave materia, procurad enérgicamente que cualesquier libros de perniciosa lectura que anden en la diócesis de cada uno de vosotros, sean desterrados, usando para ello aun de la solemne prohibición. Pues, por más que la Sede Apostólica emplee todo su esfuerzo para quitar de en medio semejantes escritos, ha crecido ya tanto su número, que apenas hay fuerzas capaces de catalogarlos todos; de donde resulta que algunas veces venga la medicina demasiado tarde, cuando el mal ha arraigado por la demasiada dilación. Queremos, pues, que los Prelados de la Iglesia, depuesto todo temor, y sin dar oídos a la prudencia de la carne ni a los clamores de los malos, desempeñen cada uno su cometido, con suavidad, pero constantemente, acordándose de lo que en la Constitución apostólica Officiorum prescribió León XIII: Los Ordinarios, aun como delegados de la Sede Apostólica, procuren proscribir y quitar de manos de los fieles los libros y otros escritos nocivos publicados o extendidos en la diócesis[29], con las cuales palabras, si por una parte se concede el derecho, por otra se impone el deber. Ni piense alguno haber cumplido con esta parte de su oficio, con delatarnos algún que otro libro, mientras se consiente que otros muchos se esparzan y divulguen por todas partes.

Ni se os debe poner delante, Venerables Hermanos, que el autor de algún libro haya obtenido en otra diócesis la facultad que llaman ordinariamente Imprimatur; ya porque puede ser falsa, ya porque se pudo dar con negligencia o por demasiada benignidad, o por demasiada confianza puesta en el autor; cosa esta última que quizá ocurra alguna vez en las Ordenes religiosas. Añádase que, así como no a todos convienen los mismos manjares, así los libros que son indiferentes en un lugar, pueden, en otro, por el conjunto de las circunstancias, ser perjudiciales; si, pues, el Obispo, oída la opinión de personas prudentes, juzgare que debe prohibir algunos de estos libros en su diócesis, le damos facultad espontáneamente y aun le encomendamos esta obligación. Hágase en verdaddel modo más suave, limitando la prohibición al clero, si esto bastare; y quedando en pie la obligación de los libreros católicos de no exponer para la venta los libros prohibidos por el Obispo.

Y ya que hablamos de los libreros, vigilen los Obispos, no sea que por codicia del lucro comercien con malas mercancías. Ciertamente, en los catálogos de algunos se anuncian en gran número los libros de los modernistas, y no con pequeños elogios. Si, pues, tales libreros se niegan a obedecer, los Obispos, después de haberles avisado, no vacilen en privarles del título de libreros católicos, y mucho más del de episcopales, si lo tienen: y delatarlos a la Sede Apostólica, si están condecorados con el título pontificio.

Finalmente, recordamos a todos los que se contiene en la mencionada Constitución apostólica Officiorum, artículo 26: Todos los que han obtenido facultad apostólica de leer y retener libros prohibidos, no pueden, por eso sólo, leer y retener cualesquier libros o periódicos prohibidos por los Ordinarios del lugar, salvo en el caso de que en el indulto apostólico se les hubiere dado expresamente la facultad de leer y retener libros condenados por quienquiera que sea.

51. IV) Pero tampoco basta impedir la venta y lectura de los malos libros, sino que es menester evitar su publicación; por lo cual los Obispos deben conceder con suma severidad la licencia para imprimirlos.

Mas porque, conforme a la Constitución Officiorum, son muy numerosas las publicaciones que solicitan el permiso del Ordinario, y el Obispo no puede por sí mismo enterarse de todas, en algunas diócesis se nombran, para hacer este reconocimiento, censores ex officio en suficiente número. Esta institución de censores Nos merece los mayores elogios, y no sólo exhortamos, sino que absolutamente prescribimos, que se extienda a todas las diócesis. En todas las curias episcopales haya, pues, censores de oficio, que reconozcan las cosas que se han de publicar: elíjanse de ambos cleros, sean recomendables por su edad, erudición y prudencia, y tales que sigan una vía media y segura en el aprobar y reprobar doctrinas. Encomiéndese a éstos el reconocimiento de los escritos que, según los artículos 41 y 42 de la mencionada Constitución, necesiten licencia para publicarse. El censor dará su sentencia por escrito; y, si fuere favorable, el Obispo otorgará la licencia de publicarse, con la palabra Imprimatur, a la cual se deberá anteponer la fórmula Nihil obstat, añadiendo el nombre del censor.

En la curia romana institúyanse censores de oficio, no de otra suerte que en todas las demás, los cuales designará el Maestro del Sacro Palacio Apostólico, oído antes el Cardenal-Vicario del Pontífice in Urbe, y con la anuencia y aprobación del mismo Sumo Pontífice. El propio Maestro tendrá a su cargo el señalar los censores que deban reconocer cada escrito, y darán la facultad, así él como el Cardenal-Vicario del Pontífice, o el Prelado que hiciere sus veces, presupuesta la fórmula de aprobación del censor, como arriba decimos, y añadido el nombre del mismo censor.

Sólo en circunstancias extraordinarias y muy raras, al prudente arbitrio del Obispo, se podrá omitir la mención del censor. Los autores no lo conocerán nunca, hasta que hubiere declarado la sentencia favorable, a fin de que no se cause a los censores alguna molestia, ya mientras reconocen los escritos, ya en el caso de que no aprobaran su publicación.

-Nunca se elijan censores de las Ordenes religiosas sin oír antes en secreto la opinión del Superior de la provincia o, cuando se tratare de Roma, del Superior general; el cual dará testimonio, bajo la responsabilidad de su cargo, acerca de las costumbres, ciencia e integridad de doctrina del elegido.

-Recordamos a los superiores religiosos la gravísima obligación que les incumbe, de no permitir nunca que se publique escrito alguno por sus súbditos, sin que medie la licencia suya, y la del Ordinario.

-Finalmente, mandamos y declaramos que el título de censor, de que alguno estuviera adornado, nada vale ni jamás puede servir para dar fuerza a sus propias opiniones privadas.

52. Dichas estas cosas en general, mandamos especialmente que se guarde con diligencia lo que en el art. 42 de la Constitución Officiorum se decreta con estas palabras: Se prohibe a los individuos del clero secular el tomar la dirección de diarios u hojas periódicas, sin previa licencia de su Ordinario. Y si algunos usaren malamente de esta licencia, después de avisados, sean privados de ella.

-Por lo que toca a los sacerdotes que se llaman corresponsales o colaboradores, como acaece con frecuencia que publiquen en los periódicos o revistas escritos inficionados con la mancha del modernismo, vigílenles bien los Obispos; y si faltaren, avísenles y hasta prohíbanles seguir escribiendo. Amonestamos muy seriamente a los superiores religiosos, para que hagan lo mismo; y si obraren con alguna negligencia, provean los Ordinarios como Delegados del Sumo Pontífice.

Los periódicos y revistas escritos por católicos tengan, en cuanto fuere posible, censor señalado; el cual deberá leer oportunamente todas las hojas o fascículos, luego de publicados; y si hallare algo peligrosamente expresado, imponga una rápida retractación. Y los Obispos tendrán esta misma facultad, aun contra el juicio favorable del censor.

54. V) Más arriba hemos hecho mención de los congresos y públicas asambleas, por ser reuniones donde los modernistas procuran defender públicamente y propagar sus opiniones.

Los Obispos no permitirán en lo sucesivo que se celebren asambleas de sacerdotes sino rarísima vez; y, si las permitieren, sea bajo condición de que no se trate en ellas de cosas tocantes a los Obispos o a la Sede Apostólica; que nada se proponga o reclame que induzca usurpación de la sagrada potestad, y que no se hable en ninguna manera de cosa alguna que tenga sabor de modernismo, presbiterianismo o laicismo.

A estos congresos, cada uno de los cuales deberá autorizarse por escrito y en tiempo oportuno, no podrán concurrir sacerdotes de otras diócesis sin Letras comendaticias del propio Obispo.

Y todos los sacerdotes tengan muy fijo en el ánimo lo que recomendó León XIII con estas gravísimas palabras[30]: Consideren los sacerdotes como cosa intangible la autoridad de sus Prelados, teniendo por cierto que el ministerio sacerdotal, si no se ejercitare conforme al magisterio de los Obispos, no será ni santo, ni muy útil, ni honroso.

54. VI) Pero ¿de qué aprovechará, Venerables Hermanos, que Nos expidamos mandatos y preceptos, si no se observaren puntual y firmemente? Lo cual, para que felizmente suceda, conforme a Nuestros deseos, Nos ha parecido conveniente extender a todas las diócesis lo que hace muchos años decretaron prudentísimamente para las suyas los Obispos de Umbría[31]: Para expulsar -decían- los errores ya esparcidos y para impedir que se divulguen más o que salgan todavía maestros de impiedad que perpetúen los perniciosos efectos que de aquella divulgación procedieron, el Santo Sínodo, siguiendo las huellas de San Carlos Borromeo, decreta que en cada diócesis se instituya un Consejo de varones probados de uno y otro clero, al cual pertenezca vigilar qué nuevos errores y con qué artificios se introduzcan o diseminen, y avisar de ello al Obispo, para que, tomado consejo, ponga remedio con que este daño pueda sofocarse en su mismo principio, para que no se esparza más y más, con detrimento de las almas, o, lo que es peor, crezca de día en día y se confirme.

Mandamos, pues, que este Consejo, que queremos se llame de Vigilancia, sea establecido cuanto antes en cada diócesis, y los varones que a él se llamen podrán elegirse del mismo o parecido modo al que fijamos arriba respecto de los censores. En meses alternos y en día prefijado se reunirán con el Obispo y quedarán obligados a guardar secreto acerca de lo que allí se tratare o dispusiere.

Por razón de su oficio tendrán las siguientes incumbencias: investigarán con vigilancia los indicios y huellas de modernismo, así en los libros como en las cátedras; prescribirán prudentemente, pero con prontitud y eficacia, lo que conduzca a la incolumidad del clero y de la juventud.

Eviten la novedad de los vocablos, recordando los avisos de León XIII[32]: No puede aprobarse en los escritos de los católicos aquel modo de hablar que, siguiendo las malas novedades, parece ridiculizar la piedad de los fieles y anda proclamando un nuevo orden de vida cristiana, nuevos preceptos de la Iglesia, nuevas aspiraciones del espíritu moderno, nueva vocación social del clero, nueva civilización cristiana y otras muchas cosas por este estilo. Tales modos de hablar no se toleren ni en los libros ni en las lecciones. -No descuiden aquellos libros en que se trata de algunas piadosas tradiciones locales o sagradas reliquias; ni permitan que tales cuestiones se traten en los periódicos o revistas destinados al fomento de la piedad, ni con palabras que huelan a desprecio o escarnio, ni con sentencia definitiva; principalmente, si, como suele acaecer, las cosas que se afirman no salen de los límites de la probabilidad o estriban en opiniones preconcebidas.

55. Acerca de las sagradas reliquias, obsérvese lo siguiente: Si los Obispos, a quienes únicamente compete esta facultad, supieren de cierto que alguna reliquia es supuesta, retírenla del culto de los fieles. Si las "auténticas" de alguna reliquia hubiesen perecido, ya por las revoluciones civiles ya por cualquier otro caso fortuito, no se proponga a la pública veneración sino después de haber sido convenientemente reconocida por el Obispo. El argumento de la prescripción o de la presunción fundada sólo valdrá, cuando el culto tenga la recomendación de la antigüedad, conforme a lo decretado en 1896 por la Sagrada Congregación de Indulgencias y Sagradas Reliquias, al siguiente tenor: Las reliquias antiguas deben conservarse en la veneración qe han tenido hasta ahora, a no ser que, en algún caso particular, haya argumento cierto de ser falsas o supuestas.

-Cuando se tratare de formar juicio acerca de las piadosas tradiciones, conviene recordar que la Iglesia usa en esta materia de prudencia tan grande que no permite que tales tradiciones se refieran por escrito, sino con gran cautela y hecha la declaración previa ordenada por Urbano VIII, y aunque esto se haga como se debe, la Iglesia no asegura, con todo, la verdad del hecho; se limita a no prohibir creer al presente, salvo que falten humanos argumentos de credibilidad. Enteramente lo mismo decretaba hace treinta años la Sagrada Congregación de Ritos[33]: Tales apariciones o revelaciones no han sido aprobadas ni reprobadas por la Sede Apostólica, la cual permite sólo que se crean piamente, con mera fe humana, según la tradición que dicen existir, confirmada con idóneos documentos, testimonios y monumentos. Quien siguiere esta regla estará libre de todo temor, pues la devoción de cualquier aparición, en cuanto mira al hecho mismo y se llama relativa, contiene siempre implícita la condición de la verdad del hecho; mas, en cuanto es absoluta, se funda siempre en la verdad, por cuanto se dirige a la misma persona de los Santos a quienes honramos. Lo propio debe afirmarse de las reliquias.

-Encomendamos, finalmente, al mencionado Consejo de Vigilancia que ponga los ojos asidua y diligentemente, así en las instituciones sociales como en cualesquier escritos de materias sociales, para que no se esconda en ellos algo de modernismo, sino que concuerden con los preceptos de los Pontífices Romanos.

56. VII) Para que estos mandatos no caigan en olvido, queremos y mandamos que los Obispos de cada diócesis, pasado un año después de la publicación de las presentes Letras, y en adelante cada tres años, den cuenta a la Sede Apostólica, con Relación diligente y jurada, de las cosas que en esta Nuestra Epístola se ordenan; asimismo, de las doctrinas que dominan en el clero y, principalmente, en los Seminarios y en los demás institutos católicos, sin exceptuar a los exentos de la autoridad de los Ordinarios. Lo mismo mandamos a los Superiores generales de las Ordenes religiosas, por lo que a sus súbditos se refiere.

CONCLUSIÓN

Estas cosas, Venerables Hermanos, hemos creído deberos escribir para procurar la salud de todo creyente. Los adversarios de la Iglesia abusarán ciertamente de ellas, para refrescar la antigua calumnia que nos designa como enemigos de la sabiduría y del progreso de la humanidad. Mas para oponer algo nuevo a estas acusaciones, que refuta con perpetuos argumentos la historia de la religión cristiana, tenemos designio de promover con todas Nuestras fuerzas una Institución particular, en la cual, con ayuda de todos los católicos insignes por la fama de su sabiduría, se fomenten todas las ciencias y todo género de erudición, teniendo por guía y maestra la verdad católica. Plegue a Dios que podamos realizar felizmente este propósito, con el auxilio de todos los que aman sinceramente a la Iglesia de Cristo. Pero de esto os hablaremos en otra ocasión.

Entretanto, Venerables Hermanos, para vosotros, en cuyo celo y diligencia tenemos puesta la mayor confianza, con toda Nuestra alma pedimos la abundancia de luz muy soberana que, en medio de los peligros tan grandes para las almas a causa de los errores que de doquier nos invaden, os ilumine en cuanto os incumbe haer y para que os entreguéis con enérgica fortaleza a cumplir lo que entendiereis. Asístaos con su virtud Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe; y con su auxilio e intercesión asístaos la Virgen Inmaculada, destructora de todas las herejías, mientras Nos, en prenda de Nuestra caridad y del divino consuelo en la adversidad, de todo corazón os damos, a vosotros y a vuestro Clero y fieles, Nuestra Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 8 de septiembre de 1907, año quinto de Nuestro Pontificado.


14 Enc. Qui pluribus 8 nov. 1846.

15 Syll. pr. 5.

16 Const. Dei Filius cap. 4.

17 Loc. cit.

18 Rom. 1, 21, 22.

19 Conc. Vat. De revelat. cap. 2.

20 Ep. 28, 3.

21 Enc. Singulari Nos.

22 Syll. pr. 13.

23 Motu pr. Ut mysticam 11 mart. 1891.

24 Leo XIII, enc. Aeterni Patris.

25 Leo XIII, Litt. ap. In magna 10 dec. 1889.

26 Alloc. 7 mart. 1880.

27 Loc. cit.

28 Cf. A.S.S. 29, 359.

29 Ibid. 30, 39.

30 Enc. Nobilissima Gallorum 10 febr. 1884.

31 Act. Consess. Epp. Umbriae, nov. 1849, tit. 2, art. 6.

32 Instr. S. C. NN. EE. EE. 27 ian. 1902.

33 Decr. 2 maii 1877.