Mandamientos |
72.- EL DÉCIMO MANDAMIENTO DE LA LEY DE DIOS ES: NO CODICIARAS LOS
BIENES
AJENOS.
72,1. Este mandamiento está contenido en el séptimo. Pero insiste en que
también se puede pecar deseando tomar lo ajeno. Se trata, naturalmente, de un
deseo desordenado y consentido. Eso no quiere decir que sea pecado el desear
tener, si pudieras lícitamente, una cosa como la de tu prójimo.
Este
mandamiento no prohíbe un ordenado deseo de riquezas, como sería una aspiración
a un mayor bienestar legítimamente conseguido; manda conformarnos con los bienes
que Dios nos ha dado y con los que honradamente podamos adquirir.
Pero sí
sería pecado murmurar con rabia contra Dios porque no te da más; y tener envidia
de los bienes ajenos.
72,2. No dejes que la amargura de corazón corroa la paz de tu alma.
Aunque
la vida sea dura y la queja asome a tus labios, no dejes que la amargura se
apodere de tu corazón. Esfuérzate por mejorar tu situación y satisfacer tus
necesidades, pero sin amargura. Dios lo quiere y la Iglesia -como madre tuya- es
la primera que lo procura, enseñando a todos lo que el trabajador se merece.
Recuerda lo que te he dicho en el cuarto mandamiento. Esfuérzate, sí; pero
siempre por medios lícitos; no con espíritu de rebeldía, ni de odios, sino con
espíritu cristiano, con fe en la Providencia de Dios, y sin olvidar que en esta
vida no se puede hacer desaparecer el sufrimiento.
Por otra parte, no olvides
que no consiste todo en amontonar dinero.
Es mucho más importante hacer
buenas obras, pues el premio eterno del cielo vale más que todo el oro del
mundo. Si creyéramos esto de verdad, pondríamos mucho más empeño en practicar el
bien.
La autoridad debe poner los medios para fomentar una mejor prosperidad
pública y mejorar el nivel de vida del pueblo, con una justa distribución de la
riqueza. Los padres deben procurar los bienes convenientes para asegurar a sus
hijos un buen porvenir. Los poseedores de riquezas deben cuidar de su mayor
rendimiento y de su acertada inversión para crear otras fuentes de riqueza y
nuevos puestos de trabajo, en conformidad con las necesidades del bien
común.
Todos debemos cooperar, con nuestro trabajo, al mayor bienestar y
prosperidad pública y privada.
Pero el deseo de riquezas debe estar moderado
por la virtud de la justicia distributiva y social. Y no podemos aspirar a ellas
sino por medios lícitos y con fines honestos. El deseo inmoderado de riquezas
con fines egoístas y medios injustos provoca luchas sociales e incluso guerras
entre las naciones.
Codicia es la idolatría del dinero. Es un deseo de poseer
sin límites que lleva a la explotación del prójimo, o a no compartir los bienes
propios con los necesitados.
El ansia de dinero puede esclavizar lo mismo al
que lo tiene que al que no lo tiene.
La Iglesia exalta el desprendimiento de
los bienes de este mundo. Pero esto no se opone al progreso que tiende a hacer
desaparecer la miseria que impide practicar la virtud de algunos sectores
sociales.
72,3. Los trabajos fisiológicos de Bert sobre el oxígeno, necesario para
nuestras células, han demostrado que si están faltas de él, padecen y mueren;
pero un exceso, también les es nocivo, porque les resulta convulsivo(882).
Es
decir, que nuestro organismo está hecho para una medida; y lo mismo resulta
nocivo una carencia que un exceso. Lo mismo que ocurre con el oxígeno, ocurre
con el azúcar, el calor o la libertad. Tan perjudicial es una carencia como un
exceso. Y también con los bienes materiales.
Lo mismo que hay un mínimo
económico vital, debería fijarse un máximo vital no sobrepasable para poder
permanecer en el equilibrio humano.
En los países donde el progreso ha
alcanzado metas altísimas, y una libertad de costumbres sin freno, han resultado
hombres cansados de vivir. Por eso en ellos se multiplican tanto los suicidios.
La Iglesia tiene sus razones cuando enseña una ascética de lucha y de
vencimiento propio. Esta superación del hombre sobre sí mismo, aunque exige
esfuerzo y sacrificio, llena también de satisfacciones la vida.
La felicidad
no está en tener muchas cosas, sino en saber disfrutar de lo que se tiene. La
felicidad brota de lo más íntimo de nuestro ser.
Quien busca la felicidad
fuera de sí mismo es como un caracol en busca de casa. La alegría es posible en
todas las circunstancias de la vida.
Los que no la encuentran es porque la
buscan donde no está. En lugar de buscarla en uno mismo, la buscan en cosas
exteriores que dejan el corazón vacío, y después viene el tedio y la tristeza.
La felicidad no depende de lo que nos pasa, sino de cómo lo percibimos. La
felicidad está en disfrutar de lo que tenemos, y no en desear lo que no podemos
tener. La persona feliz siempre encuentra algo positivo en lo negativo.
(882) - CHAUCHARD: El humanismo y la ciencia, III, 5. Ed.
FAX. Madrid
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