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70.- EL OCTAVO MANDAMIENTO DE LA LEY DE DIOS ES: NO DIRAS FALSO TESTIMONIO NI MENTIRAS.
70,1. Este mandamiento manda no mentir, ni contar los defectos del prójimo sin necesidad, ni calumniarlo, ni pensar mal de él sin fundamento, ni descubrir secretos sin razón suficiente que lo justifique.
70,2. Este mandamiento prohíbe manifestar cosas ocultas que sabemos bajo
secreto. Hay cosas que caen bajo secreto natural. No se puede revelar, sin causa
grave, algo de lo que tenemos conocimiento, que se refiere a la vida de otra
persona, y cuya revelación le causaría un daño. Esta obligación subsiste aunque
no se trate de un secreto confiado, y aunque no se haya prometido
guardarlo.
Para que sea un secreto legítimo no es necesario que se refiera a
materias graves: secretos de Estado, secreto profesional, etc. Aunque el nombre
de secreto no sea el más adecuado, cae también en este ámbito la legítima
reserva que toda persona guarda sobre su vida privada y familiar. En la mayoría
de los casos se trata de cosas conocidas en el círculo de los amigos, es decir,
más que de ocultar algo se trata de no darle una publicidad innecesaria.
Es
lícito revelar un secreto (aun el confiado) para evitar un daño muy grave al que
lo posee, o al que lo confió, o a tercera persona inocente injustamente
perjudicada por el que confió el secreto, o por necesidad del bien común. Pero
lo que el sacerdote sabe bajo secreto de confesión no lo puede revelar por nada
del mundo, ni para salvar su vida, ni para evitar una guerra mundial (ver nº 90
).
70,3. Leer cartas no dirigidas a nosotros puede ser pecado grave(878).
Nos
exponemos a enterarnos de cosas graves que no tenemos derecho a conocer; a no
ser que se suponga permiso del remitente o del destinatario. Pero es lícito a
los padres leer las cartas de los hijos que aún están bajo su potestad, aunque
no deberían hacerlo sin causa justificada. Lo mejor es que los hijos
espontáneamente se las lean cuando parezca conveniente.
También pueden los
Superiores leer las cartas de sus súbditos cuando sospechan fundadamente que en
ellas se contiene algo malo, o si la Regla les concede este derecho. Se
exceptúan, sin embargo, las cartas dirigidas a los Superiores Mayores, y las
destinadas a los confesores, que nunca deben ser leídas por nadie que no sea el
destinatario.
70,4. Murmurar es difundir defectos del prójimo en su ausencia.
En materia
de murmuración es posible llegar a pecado grave si se quita la fama, aunque las
cosas que se dicen sean verdaderas, si son graves y no son públicas; a no ser
que haya causa que lo justifique, como sería evitar un daño. Además, muchas
veces, después, no se puede restituir bien la fama que se ha quitado. Pasa como
cuando se derrama un cubo de agua, que nunca se puede recoger de nuevo todo el
agua.
Quien con sus preguntas, interés, etc., induce eficazmente a otro para
que difame injustamente al prójimo, peca, grave o levemente, contra la justicia,
según la gravedad de lo que se diga.
Quien al oírlo se alegra, peca contra la
caridad. Quien pudiendo impedirlo, no lo hace, peca si es un superior: por
ejemplo, el padre en la familia. Un igual generalmente no tiene obligación de
impedirlo, al menos obligación de pecado grave. Y si prevé que su intervención
sólo ha de servir para empeorar la cosa, es mejor no decir nada; pero desde
luego, tampoco puede dar muestras de aprobación a la falta. Se puede mostrar
desagrado guardando silencio, no prestando atención, e incluso defendiendo o
excusando al prójimo, si esto no es contraproducente. Hay personas que tienen el
mal gusto de estar siempre revolviendo los defectos de los demás: se parecen a
los escarabajos peloteros. En cambio, en una ocasión oí este elogio de cierta
persona: «Siempre habla bien de todo el mundo». Verdad que esto segundo es mucho
más bonito?
Siempre que puedas, elogia lo digno de elogio. A todo el mundo le
gusta verse estimado. Y, además, todos tienen derecho a que se les reconozcan
sus méritos.
Los responsables de los medios de comunicación social tienen
obligación de servir a la verdad y de no ofender a la caridad.
No deberíamos
hablar mal de nadie. A no ser con causa justificada, como sería al aconsejar a
otro, prevenirle, etc. No es falta de caridad atacar al lobo, sino caridad con
las ovejas.
Hay que saber ver el lado bueno de las cosas. Ante media botella,
uno se entristece porque está medio vacía; pero otro se alegra porque todavía le
queda media botella.
Una persona a quien estaban criticando de otra pidió una
hoja de papel y en el centro puso un punto.
Entonces preguntó a la
criticona:
- Tú qué ves aquí?
- Un punto negro.
- Pues yo veo una hoja
blanca.
Eso de «piensa mal y acertarás», aunque a veces dé resultado, es muy
poco cristiano. Es mil veces mejor esto otro: «piensa bien de todos mientras no
tengas razones claras que justifiquen el pensar mal».
Aparte de que la
experiencia nos enseña que el hombre más mentiroso dice mayor número de verdades
que de mentiras, y que el más malvado hace muchas más acciones buenas o
indiferentes que malas. Por eso dijo Jesucristo: «No juzguéis y no seréis
juzgados»(879).
Se trata naturalmente de un juicio ligero. No se han de
juzgar sin motivo desfavorablemente las acciones de los demás o las intenciones
de ellas.
Es muy difícil juzgar con justicia a los demás. Las apariencias, a
veces, engañan. La verdad queda oculta en el corazón. Y sólo Dios conoce el
corazón de los hombres.
Algunas personas necesitan estar siempre en el
candelero. Que todos las miren y admiren. Como los Gigantes y Cabezudos en
algunas procesiones: se buscan un armatoste para sobresalir y ser mirados por
todos. Aunque este muñeco sea de cartón-piedra y por dentro esté vacío. Pero
ellos quieren sobresalir, aparecer grandes, mayores que los demás. Por eso se
meten dentro de esos gigantes de feria. Y si no encuentran el muñeco que les
aúpe, se ponen una gran cabeza de cartón como los cabezudos: critican todo y a
todos; porque sólo ellos tienen siempre la verdad en todo. Los demás son
ignorantes, ingenuos o malvados. Todos riegan fuera del tiesto. Los únicos que
saben lo que hay que hacer para acertar son ellos. Lo malo es que hay una gran
desproporción entre su cabezota de cartón y su corazón, que, quizás, tiene
también mucho de cartón.
70,5. La calumnia es quitar la fama al prójimo atribuyéndole pecados o
defectos que no tiene, o faltas que no ha cometido.
Hay obligación de
restituir la fama o la honra que se ha quitado, y reparar los daños que se hayan
seguido, si han sido previstos, al menos, en confuso.
La calumnia será grave
o leve según que la materia de la calumnia sea grave o leve. Pero advierten los
moralistas que en esto es muy fácil llegar a la gravedad, por lo mucho que el
hombre estima su propia fama. Todo el mundo da más valor a su propia honra que a
un puñado de monedas.
Puedes restituir la fama hablando bien de la persona de
quien antes hablaste mal, alabándola en otras cosas -si lo que dijiste era
verdadero-, o diciendo que te has enterado de que aquello que contaste no es
verdad -si lo que dijiste fue falso-. A no ser que parezca más prudente dejar ya
todo en el olvido.
70,6. La mentira debe evitarse porque es pecado. Pero generalmente es pecado
venial. La mentira será grave si hace daño grave a otros.
La mentira debe
evitarse, además, por el daño que nos hace a nosotros mismos. Al embustero nadie
le cree, aunque diga la verdad.
La confianza entre las personas es un gran
valor. Sólo puede haber confianza cuando reina la verdad.
La mentira perturba
el orden social y la pacífica convivencia entre los hombres. Sin la mutua
confianza, fundada en la verdad, no es posible la sociedad humana. Todos los
hombres sentimos gran atracción por la verdad, aunque a veces nos cuesta vivir
siendo fieles a la verdad.
Una cosa es mentir y otra ocultar la verdad. Nunca
se puede mentir.
Pero, a veces, hay que ocultar la verdad. Por ejemplo, si a
un abogado le preguntan sobre asuntos secretos que no puede descubrir. Esta
manera de ocultar la verdad se llama restricción mental .
Se dice que una
persona habla con restricción mental, cuando da a sus palabras un sentido
distinto del que naturalmente tienen.
A veces hay obligación de ocultar la
verdad (sacerdotes, médicos), y otras no hay obligación de decirla: por ejemplo,
a quien hace preguntas indiscretas. «Mentir es negar la verdad a quien tiene
derecho de saberla»(880).
Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene
derecho de conocerla.
En filosofía cristiana son posibles y aceptadas dos
nociones de mentira: la de la negación de la verdad, sin más; y la de la
negación de la verdad al que tiene derecho de saberla. Tanto una como otra
definición se apoyan en los mismos datos ontológico-morales. La primera admite
las restricciones mentales. En el segundo caso, cuando uno pregunta sin derecho,
se le puede contestar cualquier cosa; pues a su indiscreción, en preguntar lo
que no debe, se le puede oponer nuestra discreción en no responderle. De suyo el
interlocutor tiene derecho a la verdad. Es la base de las relaciones humanas.
Pero hay casos en los que hay que ocultar la verdad a quien no tiene derecho de
saberla.
Entre los bienes que posee el hombre se encuentra la capacidad de
expresar y comunicar los pensamientos y afectos mediante la palabra... El buen
empleo de la palabra es para todos un deber de justicia. Sin este recto empleo
no sería posible convivir... La maldad de la falta de veracidad es algo patente:
incluso los que mienten ven mal que se utilice contra ellos la mentira... El
prójimo tiene derecho a que hablemos con verdad, pero no tiene derecho -salvo en
casos excepcionales- a que revelemos lo que puede ser materia de legítima
reserva... La ocultación de la verdad es lícita cuando existe causa
proporcionada.
Conviene, finalmente, advertir que no es pecado ninguno la
mentira jocosa, que ni beneficia ni perjudica a nadie, que se dice para
divertir, que todos pueden caer en la cuenta de que la cosa no fue así, sino que
se trata de una broma que se aclara después. Por ejemplo, las inocentadas del 28
de diciembre, que todo el mundo sabe que se trata de una broma.
(878) - ANTONIO ROYO MARÍN,O.P.:Teología Moral para
seglares,1º,2ª,III,nº 398,4ª,c. Ed.BAC
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(879) - Evangelio de San Mateo, 7:1
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(880) - Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2483
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