«ECCLESIAM SUAM»

EL "MANDATO" DE LA IGLESIA
EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO

Carta Encíclica del
Papa Pablo VI
promulgada el 6 de agosto de 1964


 

II
LA RENOVACIÓN

14. Nos domina, además, el deseo de que la Iglesia de Dios sea como Cristo la quiere, una, santal enteramente consagrada a la perfección, a la cual El la ha llamado y para la cual la ha preparado. Perfecta en su concepción ideal, en pensamiento divino, la Iglesia ha de tender a la perfección en su expresión real, en su existencia terrenal. Tal es el gran problema moral que domina la vida entera de la Iglesia, el que da su medida, el que la estimula, la acucia, la sostiene, la llena de gemidos y de súplicas, de arrepentimiento y de esperanza, de esfuerzo y de confianza, de responsabilidades y de méritos. Es un problema inherente a las realidades teológicas de las que depende la vida humana; no se puede concebir el juicio sobre el hombre mismo, sobre su naturaleza, sobre su perfección originaria y sobre las ruinosas consecuencias del pecado original, sobre la capacidad del hombre para el bien y sobre la ayuda que necesita para desearlo y realizarlo, sobre el sentido de la vida presente y de su finalidad, sobre los valores que el hombre desea o de los que dispone, sobre el criterio de perfección y de santidad y sobre los medios y los modos de dar a la vida su grado más alto de belleza y plenitud, sin referirse a la enseñanza doctrinal de Cristo y del consiguiente magisterio eclesiástico. El ansia por conocer los caminos del Señor es y debe ser continua en la Iglesia, y querríamos Nos que la discusión, siempre tan fecunda y variada, que sobre las cuestiones relativas a la perfección se va sosteniendo de siglo en siglo, aun dentro del seno de la Iglesia, recobrase el interés supremo que merece tener; y esto, no tanto para elaborar nuevas teorías cuanto para despertar nuevas energías, encaminadas precisamente hacia la santidad que Cristo nos enseñó y que con su ejemplo, con su palabra, con su gracia, con su escuela, sostenida por la tradición eclesiástica, fortificada con su acción comunitaria, ilustrada por las singulares figuras de los Santos, nos hace posible conocerla, desearla y aun conseguirla.

PERFECCIONAMIENTO DE LOS CRISTIANOS

15. Este estudio de perfeccionamiento espiritual y moral se halla estimulado aun exteriormente por las condiciones en que la Iglesia desarrolla su vida. Ella no puede permanecer inmóvil e indiferente ante los cambios del mundo que la rodea. De mil maneras éste influye y condiciona la conducta práctica de la Iglesia. Ella, como todos saben, no está separada del mundo, sino que vive en él. Por eso los miembros de la Iglesia reciben su influjo, respiran su cultura, aceptan sus leyes, asimilan sus costumbres. Este inmanente contacto de la Iglesia con la sociedad temporal le crea una continua situación problemática, hoy laboriosísima. Por una parte, la vida cristiana, tal como la Iglesia la defiende y promueve, debe continuar y valerosamente evitar todo cuanto pueda engañarla, profanarla, sofocarla, como para inmunizarse contra el contagio del error y del mal; por otra, no sólo debe adaptarse a los modos de concebir y de vivir que el ambiente temporal le ofrece y le impone, en cuanto sean compatibles con las exigencias esenciales de su programa religioso y moral, sino que debe procurar acercarse a él, purificarlo, ennoblecerlo, vivificarlo y santificarlo; tarea ésta, que impone a la Iglesia un perenne examen de vigilancia moral y que nuestro tiempo reclama con particular apremio y con singular gravedad. También a este propósito la celebración del Concilio es providencial. El carácter pastoral que se propone adoptar, los fines prácticos de poner al día [aggiornamento] la disciplina canónica, el deseo de facilitar lo más posible -en armonía con el carácter sobrenatural que le es propio- la práctica de la vida cristiana, confieren a este Concilio un mérito singular ya desde este momento, cuando aún falta la mayor parte de las deliberaciones que de él esperamos. En efecto, tanto en los Pastores como en los Fieles, el Concilio despierta el deseo de conservar y acrecentar en la vida cristiana su carácter de autenticidad sobrenatural y recuerda a todos el deber de imprimir ese carácter positiva y fuertemente en la propia conducta, ayuda a los débiles para ser buenos, a los buenos para ser mejores, a los mejores para ser generosos y a los generosos para hacerse santos. Descubre nuevas expresiones de santidad, excita al amor a que se haga fecundo, provoca nuevos impulsos de virtud y de heroísmo cristiano.

SENTIDO DE LA "REFORMA"

16. Naturalmente, al Concilio corresponderá sugerir qué reformas son las que se han de introducir en la legislación de la Iglesia; y las Comisiones posconciliares, sobre todo la constituida para la revisión del Código de Derecho Canónico, y designada por Nos ya desde ahora, procurarán formular en términos, concretos las deliberaciones del Sínodo ecuménico. A vosotros, pues, Venerables Hermanos, os tocará indicarnos las medidas que se han de tomar para hermosear y rejuvenecer el rostro de la Santa Iglesia. Quede una vez más manifiesto Nuestro propósito de favorecer dicha reforma. ¡Cuántas veces en los siglos pasados este propósito ha estado asociado en la historia de los Concilios! Pues bien, que lo esté una vez más, pero ahora no ya para desarraigar de la Iglesia determinadas herejías y generales desórdenes que, gracias a Dios no existen en su seno, sino para infundir un nuevo vigor espiritual en el Cuerpo Místico de Cristo, en cuanto sociedad visible, purificándolo de los defectos de muchos de sus miembros y estimulándolo a nuevas virtudes.

Para que esto pueda realizarse, mediante el divino auxilio, Nos sea permitido presentaros ahora algunas consideraciones previas que sirvan para facilitar la obra de la renovación, para infundirle el valor que ella necesita -pues, en efecto, no se puede llevar a cabo sin algún sacrificio- y para trazarle algunas líneas según las cuales pueda mejor realizarse.

17. Ante todo, hemos de recordar algunos criterios que nos advierten sobre las orientaciones con que ha de procurarse esta reforma. Mas ello no puede referirse ni a la concepción esencial, ni a las estructuras fundamentales de la Iglesia católica. La palabra "reforma" estaría mal empleada, si la usáramos en ese sentido. No podemos acusar de infidelidad a nuestra amada y santa Iglesia de Dios, pues tenemos por suma gracia pertenecer a ella y que de ella suba a nuestra alma el testimonio de que somos hijos de Dios[28]. ¡Oh, no es orgullo, no es presunción, no es obstinación, no es locura, sino luminosa certeza y gozosa convicción la que tenemos de haber sido constituidos miembros vivos y genuinos del Cuerpo de Cristo, de ser auténticos herederos del Evangelio de Cristo, de ser directamente continuadores de los Apóstoles, de poseer en el gran patrimonio de verdades y costumbres que caracterizan a la Iglesia católica, tal cual hoy es, la herencia intacta y viva de la primitiva tradición apostólica. Si esto constituye nuestro blasón, o mejor, el motivo por el cual debemos dar gracias a Dios siempre[29] constituye también nuestra responsabilidad ante Dios mismo, a quien debemos dar cuenta de tan gran beneficio; ante la Iglesia, a quien debemos infundir con la certeza el deseo, el propósito de conservar el tesoro -el depositum de que habla San Pablo[30]- y ante los Hermanos todavía separados de nosotros, y ante el mundo entero, a fin de que todos venga a compartir con nosotros el don de Dios.

De modo que en este punto, si puede hablarse de reforma, no se debe entender cambio, sino más bien confirmación en el empeño de conservar la fisonomía que Cristo ha dado a su Iglesia, más aún, de querer devolverle siempre su forma perfecta que, por una parte, corresponda a su diseño primitivo y que, por otra, sea reconocida como coherente y aprobada en aquel desarrollo necesario que, como árbol de la semilla, ha dado a la Iglesia, partiendo de aquel diseño, su legítima forma histórica y concreta. No nos engañe el criterio de reducir el edificio de la Iglesia, que se ha hecho amplio y majestuoso para la gloria de Dios, como magnífico templo suyo, a sus iniciales proporciones mínimas, como si aquellas fuesen las únicas verdaderas, las únicas buenas; ni nos ilusione el deseo de renovar la estructura de la Iglesia por vía carismática, como si fuese nueva y verdadera aquella expresión eclesial que surgiera de ideas particulares -fervorosas sin duda y tal vez persuadidas de que gozan de la divina inspiración-, introduciendo así arbitrarios sueños de artificiosas renovaciones en el diseño constitutivo de la Iglesia. Hemos de servir a la Iglesia, tal como es, y debemos amarla con sentido inteligente de la historia y buscando humildemente la voluntad de Dios, que asiste y guía a la Iglesia, aunque permite que la debilidad humana obscurezca algo la pureza de sus líneas y la belleza de su acción. Esta pureza y esta belleza son las que estamos buscando y queremos promover.

DAÑOS Y PELIGROS DE LA CONCEPCIÓN PROFANA DE LA VIDA

18. Preciso es asegurar en nosotros estas convicciones a fin de evitar otro peligro que el deseo de reforma podría engendrar, no tanto en nosotros, Pastores -defendidos por un vivo sentido de responsabilidad-, cuanto en la opinión de muchos fieles que piensan que la reforma de la Iglesia debe consistir principalmente en la adaptación de sus sentimientos y de sus costumbres a las de los mundanos. La fascinación de la vida profana es hoy poderosa en extremo. El conformismo les parece a muchos ineludible y prudente. El que no está bien arraigado en la fe y en la práctica de la ley eclesiástica, fácilmente piensa que ha llegado el momento de adaptarse a la concepción profana de la vida, como si ésta fuese la mejor, la que un cristiano puede y debe apropiarse. Este fenómeno de adaptación se manifiesta así en el campo filosófico (¡cuánto puede la moda aun en el reino del pensamiento, que debería ser autónomo y libre y sólo ávido y dócil ante la verdad y la autoridad de reconocidos maestros!) como en el campo práctico, donde cada vez resulta más incierto y difícil señalar la línea de la rectitud moral y de la recta conducta práctica. El naturalismo amenaza vaciar la concepción original del cristianismo; el relativismo, que todo lo justifica y todo lo califica como de igual valor, va contra el carácter absoluto de los principios cristianos; la costumbre de suprimir todo esfuerzo y toda molestia en la práctica ordinaria de la vida, acusa de inutilidad fastidiosa a la disciplina y a la «ascesis» cristiana; más aún, a veces el deseo apostólico de acercarse a los ambientes profanos o de hacerse acoger por los espíritus modernos -de los juveniles especialmente- se traduce en una renuncia a las formas propias de la vida cristiana y a aquel mismo estilo de conducta que debe dar a tal empeño de acercamiento y de influjo educativo su sentido y su vigor. ¿No es acaso verdad que a veces el clero joven, o también algún celoso religioso guiado por la buena intención de penetrar en la masa popular o en grupos particulares, trata de confundirse con ellos en vez de distinguirse, renunciando con inútil mimetismo a la eficacia genuina de su apostolado? De nuevo, en su realidad y en su actualidad, se presenta el gran principio, enunciado por Jesucristo: estar en el mundo, pero no ser del mundo; y dichosos nosotros si Aquel que siempre vive para interceder por nosotros[31] eleva todavía su tan alta como conveniente oración ante el Padre Celestial: No ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del mal[32].

NO INMOVILIDAD, SINO "AGGIORNAMENTO"

19. Esto no significa que pretendamos creer que la perfección consista en la inmovilidad de las formas, de que la Iglesia se ha revestido a lo largo de los siglos; ni tampoco en que se haga refractaria a la adopción de formas hoy comunes y aceptables de las costumbres y de la índole de nuestro tiempo. La palabra, hoy ya famosa, de Nuestro venerable Predecesor Juan XXIII, de f.m., la palabra "aggiornamento" la tendremos Nos siempre presenta como norma y programa; lo hemos confirmado como criterio directivo del Concilio Ecuménico, y lo recordaremos como un estímulo a la siempre renaciente vitalidad de la Iglesia, a su siempre vigilante capacidad de estudiar las señales de los tiempos y a su siempre joven agilidad de probar... todo y de apropiarse lo que es bueno[33]; y ello, siempre y en todas partes.

OBEDIENCIA, ENERGÍAS MORALES, SACRIFICIO

20. Repitamos, una vez más, para nuestra común advertencia y provecho: La Iglesia volverá a hallar su renaciente juventud, no tanto cambiando sus leyes exteriores cuanto poniendo interiormente su espíritu en actitud de obedecer a Cristo, y, por consiguiente, de guardar las leyes que ella, en el intento de seguir el camino de Cristo, se prescribe a sí misma: he ahí el secreto de su renovación, esa es su metanoia, ese su ejercicio de perfección. Aunque la observancia de la norma eclesiástica pueda hacerse más fácil por la simplificación de algún precepto y por la confianza concedida a la libertad del cristiano de hoy, más conocedor de sus deberes y más maduro y más prudente en la elección del modo de cumplirlos, la norma, sin embargo, permanece en su esencial exigencia: la vida cristiana, que la Iglesia va interpretando y codificando en prudentes disposiciones, exigirá siempre fidelidad, empeño, mortificación y sacrificio; estará siempre marcada por el camino estrecho del que nos habla Nuestro Señor[34]; exigirá de nosotros, cristianos modernos, no menores sino quizá mayores energías morales que a los cristianos de ayer; una prontitud en la obediencia, hoy no menos debida que en lo pasado, y acaso más difícil, ciertamente más meritoria, porque es guiada más por motivos sobrenaturales que naturales. No es la conformidad al espíritu del mundo, ni la inmunidad a la disciplina de una razonable ascética, ni la indiferencia hacia las libres costumbres de nuestro tiempo, ni la emancipación de la autoridad de prudentes y legítimos superiores, ni la apatía respecto a las formas contradictorias del pensamiento moderno las que pueden dar vigor a la Iglesia, las que pueden hacerla idónea para recibir el influjo de los dones del Espíritu Santo, pueden darle la autenticidad en el seguir a Cristo Nuestro Señor, pueden conferirle el ansia de la caridad hacia los hermanos y la capacidad de comunicar su mensaje de salvación, sino su actitud de vivir según la gracia divina, su fidelidad al Evangelio del Señor, su cohesión jerárquica y comunitaria. El cristiano no es el regalado y cobarde, sino el fuerte y fiel.

Sabemos muy bien cuán larga se haría la exposición si quisiésemos trazar aun sólo en sus líneas principales el programa moderno de la vida cristiana; ni pretendemos ahora adentrarnos en tal empresa. Vosotros, por lo demás, sabéis cuáles sean las necesidades morales de nuestro tiempo, y no cesaréis de llamar a los fieles a la comprensión de la dignidad, de la pureza, de la austeridad de la vida cristiana, como tampoco dejaréis de denunciar, en el mejor modo posible, aun públicamente, los peligros morales y los vicios que nuestro tiempo padece. Todos recordamos las solemnes exhortaciones con que la Sagrada Escritura nos amonesta: Conozco tus obras, tus trabajos y tu paciencia y que no puedes tolerar a los malos[35]; y todos procuraremos ser pastores vigilantes y activos. El Concilio Ecuménico debe darnos, a nosotros mismos, nuevas y saludables prescripciones; y todos ciertamente tenemos que disponer, ya desde ahora, nuestro ánimo para recibirlas y ejecutarlas.

EL ESPÍRITU DE POBREZA

21. Pero no queremos omitir dos indicaciones particulares que creemos tocan a necesidades y deberes principales, y que pueden ofrecer tema de reflexión para las orientaciones generales de una buena renovación de la vida eclesiástica. Aludimos primeramente al espíritu de pobreza. Creemos que está de tal manera proclamado en el santo Evangelio, tan en las entrañas del plan de nuestro destino al reino de Dios, tan amenazado por la valoración de los bienes en la mentalidad moderna, que es por otra parte necesario para hacernos comprender tantas debilidades y pérdidas nuestras en el tiempo pasado y para hacernos también comprender cuál debe ser nuestro tenor de vida y cuál el método mejor para anunciar a las almas la religión de Cristo, y que es, en fin, tan difícil practicarlo debidamente, que nos atrevemos a hacer mención explícita de él, en este Nuestro mensaje, no tanto porque Nos tengamos el propósito de dar especiales disposiciones canónicas a este respecto, cuanto para pediros a vosotros, Venerables Hermanos, el aliento de vuestro consentimiento, de vuestro consejo y de vuestro ejemplo. Esperamos de vosotros que, como voz autorizada interpretáis los mejores impulsos, en los que palpita el Espíritu de Cristo en la Santa Iglesia, digáis cómo deben los Pastores y los fieles educar hoy, para la pobreza, el lenguaje y la conducta: Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, nos avisa el Apóstol[36]; y como debemos al mismo tiempo proponer a la vida eclesiástica aquellos criterios y normas que deben fundar nuestra confianza más sobre la ayuda de Dios y sobre los bienes del espíritu, que sobre los medios temporales; que deben recordarnos a nosotros y enseñar al mundo la primacía de tales bienes sobre los económicos, así como los límites y subordinación de su posesión y de su uso a lo que sea útil para el conveniente ejercicio de nuestra misión apostólica.

La brevedad de esta alusión a la excelencia y obligación del espíritu de pobreza, que caracteriza al Evangelio de Cristo, no nos dispensa de recordar que este espíritu no nos impide la compresión y el empleo, en la forma que se nos consiente, del hecho económico agigantado y fundamental en el desarrollo de la civilización moderna, especialmente en todos sus reflejos, humanos y sociales. Pensamos más bien que la liberación interior, que produce el espíritu de pobreza evangélica, nos hace más sensibles y nos capacita más para comprender los fenómenos humanos relacionados con lo factores económicos, ya para dar a la riqueza y al progreso, que ella puede engendrar, la justa y a veces severa estimación que le conviene, ya para dar a la indigencia el interés más solícito y generoso, ya, finalmente, deseando que los bienes económicos no se conviertan en fuentes de luchas, de egoísmos y de orgullo entre los hombres, sino que más bien se enderecen por vías de justicia y equidad hacia el bien común, y que por lo mismo cada vez sean distribuidos con mayor previsión. Todo cuanto se refiere a estos bienes económicos -inferiores, sin duda, a los bienes espirituales y eternos, pero necesarios a la vida presente- encuentra en el discípulo del Evangelio un hombre capaz de una valoración sabia y de una cooperación humanísima: la ciencia, la técnica, y especialmente el trabajo en primer lugar, se convierten para Nos en objeto de vivísimo interés, y el pan que de ahí procede se convierte en pan sagrado tanto para la mesa como para el altar. Las enseñanzas sociales de la Iglesia no dejan duda alguna a este respecto, y de buen grado aprovechamos esta ocasión para afirmar una vez más expresamente Nuestra coherente adhesión a estas saludables doctrinas.

HORA DE LA CARIDAD

22. La otra indicación que queremos hacer es sobre el espíritu de caridad: pero ¿no está ya este tema muy presente en vuestros ánimos? ¿No marca acaso la caridad el punto focal de la economía religiosa del Antiguo y del Nuevo Testamento? ¿No están dirigidos a la caridad los pasos de la experiencia espiritual de la Iglesia? ¿No es acaso la caridad el descubrimiento cada vez más luminoso y más gozoso que la teología, por una lado, la piedad, por otro, van haciendo en la incesante meditación de los tesoros de la Escritura y los sacramentales, de los que la Iglesia es heredera, depositaria, maestra y dispensadora? Creemos con Nuestros Predecesores, con la corona de los Santos, que nuestros tiempos han dado a la Iglesia celestial y terrena, y con el instinto devoto del pueblo fiel, que la caridad debe hoy asumir el puesto que le corresponde, el primero, el más alto, en la escala de los valores religiosos y morales, no sólo en la estimación teórica, sino también en la práctica de la vida cristiana. Esto sea dicho tanto de la caridad para con Dios, que es reflejo de su Caridad sobre nosotros, como de la caridad que por nuestra parte hemos de difundir nosotros sobre nuestro prójimo, es decir, el género humano. La caridad todo lo explica. La caridad todo lo inspira. La caridad todo lo hace posible, todo lo renueva. La caridad todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera[37]. ¿Quién de nosotros ignora estas cosas? Y si las sabemos, ¿no es ésta acaso la hora de la caridad?

CULTO A MARÍA

23. Esta visión de humilde y profunda plenitud cristiana conduce nuestro pensamiento hacia María Santísima, como a quien perfecta y maravillosamente lo refleja en sí, más aún, lo ha vivido en la tierra y ahora en el cielo goza de su fulgor y beatitud. Florece felizmente en la Iglesia el culto a Nuestra Señora y Nos complacemos, en esta ocasión, en dirigir vuestros espíritus para admirar en la Virgen Santísima -Madre de Cristo y, por consiguiente, Madre de Dios y Madre nuestra- el modelo de la perfección cristiana, el espejo de las virtudes sinceras, la maravilla de la verdadera humanidad. Creemos que el culto a María es fuente de enseñanzas evangélicas: en Nuestra peregrinación a Tierra Santa, de Ella que en la beatísima, la dulcísima, la humildísima, la inmaculada criatura, a quien cupo el privilegio de ofrecer al Verbo de Dios carne humana en su auténtica e inocente belleza, quisimos derivar la enseñanza de la autenticidad cristiana, y a Ella también ahora volvemos la mirada suplicante, como a amorosa maestra de vida, mientras razonamos con vosotros, Venerables Hermanos, sobre la regeneración espiritual y moral de la vida de la Iglesia.


28. Rom. 8, 16.

29. Cf. Eph. 5, 20.

30. Cf. 1 Tim. 6, 20.

31. Cf. Hebr. 7, 25.

32. Io. 17, 15.

33. Cf. 1 Thes. 5, 21.

34. Cf. Mat. 7, 13.

35. Apoc. 2, 2.

36. Phil. 2, 5.

37. 1 Cor. 13, 7.