Discurso
del Papa a la Comisión de los Episcopados de la Unión europea, viernes 30 de
marzo
La
Comisión de los Episcopados de la Unión europea acaba de celebrar su asamblea
plenaria de primavera en Roma. Este organismo fue creado en 1980 para favorecer
una cooperación más profunda entre los Episcopados de los Estados miembros de
la Unión europea, y de los mismos Episcopados con la Santa Sede, sobre las
cuestiones pastorales de interés común concernientes a la Unión. El viernes
30 de marzo, Juan Pablo II recibió en audiencia, en la sala Clementina, a los
miembros de dicha Comisión y, tras escuchar las palabras que le dirigió su
presidente, mons. Josef Homeyer, obispo de Hildesheim (Alemania), pronunció el
discurso que ofrecemos a continuación, traducido del italiano.
Señores
cardenales; venerados hermanos en el episcopado; amadísimos hermanos y
hermanas:
1. Me alegra daros una cordial bienvenida a cada uno de vosotros, que habéis venido a Roma para la asamblea plenaria de primavera de la Comisión de los Episcopados de la Unión europea. Agradezco, en particular, a monseñor Josef Homeyer, obispo de Hildesheim, las cordiales palabras que me ha dirigido en vuestro nombre.
Saludo
también a los representantes de las Conferencias episcopales de los Estados
candidatos a la Unión europea y a los miembros de la presidencia del Consejo de
las Conferencias episcopales de Europa, que participan en vuestro encuentro de
estudio y fraternidad. Saludo asimismo a los sacerdotes y a los laicos que, con
generosidad y competencia, colaboran en vuestra misión diaria.
Esta
reunión, signo de la intensa y profunda comunión que os une al Sucesor de
Pedro, me permite conocer más de cerca los proyectos y las perspectivas del
trabajo de colaboración de las comunidades eclesiales europeas. Vuestra Comisión
se propone afrontar desde el punto de vista pastoral las temáticas de creciente
relieve relativas a las competencias y a la actividad de la Unión europea y
favorecer la cooperación entre los Episcopados en lo que concierne a las
cuestiones de interés común.
Fundar
la Unión en los valores comunes
2. El proceso de integración europea, a pesar de algunas dificultades,
prosigue su camino, y otros Estados piden asociarse a la Unión de los Quince.
Pero la Unión que se está consolidando no debe ser solamente una realidad
geográfica y económica continental; debe buscar, ante todo, un entendimiento
cultural y espiritual, forjado mediante un fecundo entramado de múltiples y
significativos valores y tradiciones. La Iglesia, con espíritu de participación,
sigue dando su contribución específica a este importante proceso de integración.
Mis venerados predecesores reconocieron este camino como un itinerario seguro
hacia la paz y la concordia entre los pueblos, viendo en él una vía más ágil
para alcanzar el "bien común europeo".
Yo mismo he evocado muchas veces la imagen de una Europa que respira con dos
pulmones, no sólo desde el punto de vista religioso, sino también cultural y
político. Desde el comienzo de mi ministerio petrino he subrayado con
frecuencia que la construcción de la civilización europea debe fundarse en el
reconocimiento de la "dignidad de la persona humana y sus inalienables
derechos fundamentales, la inviolabilidad de la vida, la libertad y la justicia,
la fraternidad y la solidaridad" (Discurso a los participantes en el 76° encuentro de
Bergedorf sobre el tema "La división de Europa y la posibilidad de superar
esa situación", 17 de diciembre de 1984, n. 3:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de marzo de 1985, p. 8).
Testimoniar
siempre la esperanza evangélica
3. He querido, además, que a la misión de la Iglesia en Europa se
dedicaran dos Asambleas especiales del Sínodo de los obispos: las de 1991
y 1999. Sobre todo esta última, que tenía como tema "Jesucristo, vivo en
su Iglesia, fuente de esperanza para Europa", reafirmó con vigor que el
cristianismo puede dar al continente europeo una aportación decisiva y
fundamental de renovación y esperanza, proponiendo con nuevo impulso el anuncio
siempre actual de Cristo, único Redentor del hombre.
La Iglesia se siente "fortalecida con la virtud del Señor resucitado para
poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto
internos como externos, y revelar en el mundo el misterio de Cristo con
fidelidad" (Lumen gentium, 8). Con esta certeza también
vosotros, queridos hermanos y hermanas, estáis llamados a cumplir la tarea de
suscitar y cultivar en los cristianos europeos el compromiso de testimoniar la
esperanza evangélica. Para este fin, es necesaria una nueva época misionera,
que implique a todos los componentes del pueblo cristiano. Vuestra Comisión y
los Episcopados del continente se están dedicando oportunamente a la formación
religiosa y cultural de los fieles y al acompañamiento permanente de las
personas que, en todos los niveles, son responsables de la unificación europea.
En efecto, la construcción de una nueva Europa requiere hombres y mujeres
dotados de sabiduría humana y de un profundo sentido del discernimiento,
arraigado en una sólida antropología unida a la experiencia personal de la
trascendencia divina.
Los
derechos no dependen de mayorías arbitrarias
4. A veces en el mundo contemporáneo se manifiesta la convicción de que
el hombre puede establecer por sí mismo los valores que necesita. La sociedad
quisiera a menudo delegar la determinación de sus metas al cálculo racional, a
la tecnología o al interés de una mayoría. Es preciso reafirmar con firmeza
que la dignidad de la persona humana se funda en el designio del Creador, de
modo que los derechos que nacen de ella no están sujetos a intervenciones
arbitrarias de las mayorías, sino que todos deben reconocerlos y mantenerlos en
el centro de cualquier designio social y de cualquier decisión política. Sólo
una visión integral de la realidad, inspirada en los valores humanos perennes,
puede favorecer la consolidación de una comunidad libre y solidaria.
Los gobernantes y los responsables de la formulación de las leyes y de la
administración pública deben tener constantemente presente al ser humano y sus
exigencias fundamentales. En este campo la Iglesia no dejará de prestar su
contribución específica. Al ser experta en humanidad, sabe que la primera
tarea de toda sociedad consiste en tutelar la auténtica dignidad humana y el bien
común que, como afirma el concilio Vaticano II, "abarca el conjunto de
aquellas condiciones de vida social con las que los hombres, familias y
asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección propia"
(Gaudium et spes, 74).
Construir
entre todos la civilización del amor
5. Amadísimos hermanos y hermanas, para que este esfuerzo sea eficaz,
tiene que ir constantemente precedido y acompañado por la oración. Recurriendo
con humildad y confianza a Dios podemos obtener la luz y la valentía
indispensables para comunicar a nuestros hermanos el evangelio de la esperanza y
de la paz. Sólo a partir de Cristo y de su mensaje de salvación es posible
construir la civilización del amor. La Virgen María, venerada en tantos
santuarios esparcidos por el continente europeo, os sostenga en vuestra acción
apostólica y misionera.
Con estos deseos, a la vez que os animo a proseguir vuestro meritorio servicio a
la causa europea, os bendigo a todos de corazón.