1. La
página de san Lucas que acabamos de escuchar nos presenta a María como
peregrina de amor. Pero Isabel atrae la atención hacia su fe y, refiriéndose a
ella, pronuncia la primera bienaventuranza de los evangelios: "Feliz
la que ha creído". Esta expresión es "como una clave que nos abre a
la realidad íntima de María" (Redemptoris Mater, 19).
Por eso, como coronamiento de las catequesis del gran jubileo del año 2000,
quisiéramos presentar a la Madre del Señor como peregrina en la fe. Como hija
de Sion, ella sigue las huellas de Abraham, quien por la fe obedeció "y
salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber a dónde
iba" (Hb 11, 8).
Este símbolo
de la peregrinación en la fe ilumina la historia interior de María, la
creyente por excelencia, como ya sugirió el concilio Vaticano II:
"la bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo
fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz" (Lumen gentium, 58).
La Anunciación "es el punto de partida de donde inicia todo el camino de
María hacia Dios" (Redemptoris Mater, 14): un camino de fe
que conoce el presagio de la espada que atraviesa el alma (cf. Lc 2, 35),
pasa por los tortuosos senderos del exilio en Egipto y de la oscuridad interior,
cuando María "no entiende" la actitud de Jesús a los doce años en
el templo, pero conserva "todas estas cosas en su corazón" (Lc
2, 51).
2. En
la penumbra se desarrolla también la vida oculta de Jesús, durante la cual María
debe hacer resonar en su interior la bienaventuranza de Isabel a través de una
auténtica "fatiga del corazón" (Redemptoris Mater, 17).
Ciertamente, en la vida de María no faltan las ráfagas de luz, como en las
bodas de Caná, donde, a pesar de la aparente indiferencia, Cristo acoge la
oración de su Madre y realiza el primer signo de revelación, suscitando la fe
de los discípulos (cf. Jn 2, 1-12).
En el
mismo contrapunto de luz y sombra, de revelación y misterio, se sitúan las dos
bienaventuranzas que nos refiere san Lucas: la que dirige a la
Madre de Cristo una mujer de la multitud y la que destina Jesús a "los que
oyen la palabra de Dios y la guardan" (Lc 11, 28).
La cima de
esta peregrinación terrena en la fe es el Gólgota, donde María vive íntimamente
el misterio pascual de su Hijo: en cierto sentido, muere como madre al
morir su Hijo y se abre a la "resurrección" con una nueva maternidad
respecto de la Iglesia (cf. Jn 19, 25-27). En el Calvario María
experimenta la noche de la fe, como la de Abraham en el monte Moria y, después
de la iluminación de Pentecostés, sigue peregrinando en la fe hasta la Asunción,
cuando el Hijo la acoge en la bienaventuranza eterna.
3. "La
bienaventurada Virgen María sigue "precediendo" al pueblo de Dios. Su
excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante
para la Iglesia, para los individuos y las comunidades, para los pueblos y las
naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad" (Redemptoris Mater, 6).
Ella es la estrella del tercer milenio, como fue en los comienzos de la era
cristiana la aurora que precedió a Jesús en el horizonte de la historia. En
efecto, María nació cronológicamente antes de Cristo y lo engendró e insertó
en nuestra historia humana.
A ella nos
dirigimos para que siga guiándonos hacia Cristo y hacia el Padre, también en
la noche tenebrosa del mal y en los momentos de duda, crisis, silencio y
sufrimiento. A ella elevamos el canto preferido de la Iglesia de Oriente:
el himno Akáthistos, que en 24 estrofas exalta líricamente su figura.
En la quinta estrofa, dedicada a la visita a Isabel, exclama:
"Salve,
oh tallo del verde Retoño. Salve, oh rama del Fruto incorrupto. Salve, al pío
Arador tú cultivas. Salve, tú plantas a quien planta la vida.
Salve, oh
campo fecundo de gracias copiosas. Salve, oh mesa repleta de dones divinos.
Salve, un Prado germinas de toda delicia. Salve, al alma preparas Asilo seguro.
Salve, incienso de grata plegaria. Salve, ofrenda que el mundo concilia. Salve,
clemencia de Dios para el hombre. Salve, confianza del hombre con Dios.
Salve, ¡Virgen
y Esposa!".
4. La
visita a Isabel se concluye con el cántico del Magnificat, un himno que
atraviesa, como melodía perenne, todos los siglos cristianos: un himno
que une los corazones de los discípulos de Cristo por encima de las divisiones
históricas, que estamos comprometidos a superar con vistas a una comunión
plena. En este clima ecuménico es hermoso recordar que Martín Lutero, en 1521,
dedicó a este "santo cántico de la bienaventurada Madre de Dios"
-como él decía- un célebre comentario. En él afirma que el himno "debería
ser aprendido y guardado en la memoria por todos" puesto que "en el
Magnificat María nos enseña cómo debemos amar y alabar a Dios... Ella
quiere ser el ejemplo más grande de la gracia de Dios para impulsar
a todos a la confianza y a la alabanza de la gracia divina" (M. Lutero, Scritti
religiosi, a cargo de V. Vinay, Turín 1967, pp. 431 y 512).
María celebra el primado de Dios y de su gracia que elige a los últimos y a los despreciados, a "los pobres del Señor", de los que habla el Antiguo Testamento; cambia su suerte y los introduce como protagonistas en la historia de la salvación.
5. Desde que Dios la contempló con amor, María se convirtió en signo de
esperanza para la multitud de los pobres, de los últimos de la tierra, que serán
los primeros en el reino de Dios. Ella copia fielmente la opción de Cristo, su
Hijo, que a todos los afligidos de la historia repite: "Venid a mí
todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré" (Mt
11, 28). La Iglesia sigue a María y al Señor Jesús caminando por las sendas
tortuosas de la historia, para levantar, promover y valorizar la inmensa procesión
de mujeres y hombres pobres y hambrientos, humillados y ofendidos (cf. Lc
1, 52-53). La humilde Virgen de Nazaret, como afirma san Ambrosio, no es
"el Dios del templo, sino el templo de Dios" (De Spiritu Sancto
III, 11, 80). Como tal, a todos los que recurren a ella los guía hacia el
encuentro con Dios Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.