DISCURSO Con ocasión de la IX Jornada mundial del enfermo, en la basílica de San Pedro, domingo 11 de febrero

Si aceptáis dócilmente la voluntad divina
seréis para muchos palabra de esperanza

 

El domingo 11 de febrero, memoria de la Virgen de Lourdes, se celebró la IX Jornada mundial del enfermo en Sydney (Australia), presidida por el cardenal Edward Bede Clancy, enviado especial del Papa. Esta Jornada se celebra también a nivel local. En Roma, en la basílica de San Pedro se fueron congregando desde las primeras horas de la tarde miles de peregrinos, que se prepararon para la celebración de la misa con oraciones, reflexiones, cantos y el rezo del rosario. Presidió la eucaristía, en nombre del Papa, el cardenal Camillo Ruini, su vicario para la diócesis de Roma. Concelebraron los arzobispos Oscar Rizzato, limosnero de Su Santidad, y Pietro Sambi, nuncio apostólico en Israel y Chipre, y delegado apostólico en Jerusalén y Palestina; y los obispos Armando Brambilla, auxiliar de Roma, encargado de la pastoral sanitaria, y Salvatore Boccaccio, pastor de la diócesis de Frosinone-Veroli-Ferentino; el p. Giovanni Battistelli, o.f.m., custodio de Tierra Santa, y numerosos sacerdotes. El templo estaba lleno de fieles; muchos eran los enfermos en camillas o sillas de ruedas, acompañados por sus familiares y los voluntarios que los atienden. Animó la celebración litúrgica el grupo "Amigos de la UNITALSI", compuesto por miembros de los coros de diversas parroquias romanas. En el ofertorio, cuatro sacerdotes de la Obra romana de peregrinaciones, acompañados por mons. Liberio Andreatta, administrador delegado de este organismo, presentaron una escultura de Cristo resucitado, colocado sobre una estrella de plata de catorce puntas (como la de la gruta de la Natividad de Belén), en cuyo interior arde una lámpara, que encendió más tarde el Santo Padre; en el mes de marzo será llevada a Tierra Santa por el cardenal Ruini. Esta iniciativa tiene por tema este año "Pedid paz para Jerusalén". Al final de la celebración, a las cinco y media de la tarde, Juan Pablo II entró en la basílica, recorrió la nave central y desde el altar de la Confesión pronunció el discurso que ofrecemos. Después, se apagaron las luces y el templo quedó iluminado solamente con la luz de las candelas. El Papa encendió la lámpara de la escultura que habían llevado en el momento del ofertorio. En ese ambiente, que recordaba la procesión de las antorchas de Lourdes, se cantó el Ave María. Su Santidad, durante casi una hora, saludó personalmente a todos los enfermos que se hallaban en camillas o en sillas de ruedas, ofreciendo a cada uno de ellos una bendición, una sonrisa y una palabra de consuelo.


Concluida la misa, los fieles salieron a la plaza de San Pedro y recibieron la bendición que el Romano Pontífice les impartió desde la ventana de su estudio privado.

 

Amadísimos hermanos y hermanas: 


1. Como todos los años nos volvemos a encontrar hoy, 11 de febrero, para una cita ya tradicional en la basílica vaticana. El pensamiento va naturalmente a la gruta de Massabielle, donde tanta gente se congrega para orar durante el año ante la imagen de la Inmaculada Concepción. Y, precisamente en nombre de María, os saludo a todos vosotros, que os habéis reunido aquí para la celebración eucarística y para una sugestiva procesión con antorchas, que hace revivir el ambiente típico de Lourdes. Saludo asimismo a quienes han promovido y organizado concretamente esta manifestación mariana, siempre conmovedora.


Saludo, en primer lugar, al cardenal vicario y a los obispos presentes; saludo a los responsables de la Obra romana de peregrinaciones y a todos los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que participan en el congreso teológico-pastoral nacional sobre el tema:  "Iglesia local, peregrinación y traditio fidei".


En particular, os saludo a vosotros, queridos enfermos, así como a los responsables y a los voluntarios de la UNITALSI, asociación benemérita que os asiste, especialmente durante las peregrinaciones.

 

Una gran lección de vida


2. Queridos enfermos y voluntarios, vuestra presencia cobra un significado singular, puesto que celebramos la Jornada mundial del enfermo, que ya ha llegado a su novena edición. Recuerdo aún la que vivimos el año pasado. Nos encontrábamos en el intenso clima espiritual del gran jubileo, y el testimonio de fe que dieron los que participaron en ella causó una gran impresión. La adhesión generosa de los enfermos a la voluntad del Señor constituye siempre una gran lección de vida. Como repetí en otra ocasión, la Iglesia cuenta mucho con el apoyo de los que se hallan probados por la enfermedad:  su sacrificio, a veces incluso poco comprendido, unido a su intensa oración, resulta misteriosamente eficaz para la difusión del Evangelio y para el bien de todo el pueblo de Dios.


Queridos hermanos y hermanas, quisiera repetiros mi más vivo agradecimiento por vuestra silenciosa misión en la Iglesia. Estad siempre profundamente persuadidos de que da una fuerza extraordinaria al camino de la entera comunidad eclesial.

 

La luz del Evangelio ilumina el dolor humano


3. Esta tarde, en el marco sugestivo de este encuentro, queremos sentirnos en comunión con nuestros hermanos que se han dado cita en Sydney (Australia), con ocasión de la Jornada mundial del enfermo. El tema que he elegido este año para esta celebración es:  "La nueva evangelización y la dignidad del hombre que sufre". Es importante considerar y meditar este tema, porque el dolor físico y el espiritual marcan, más o menos profundamente, la vida de todos, y es necesario que la luz del Evangelio ilumine también este aspecto de la existencia humana.


En la carta apostólica Novo millennio ineunte, que firmé el día de la clausura del jubileo, invité a todos los creyentes a contemplar el rostro de Jesús. En esa carta escribí:  "la contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la cruz" (n. 25).


Sobre todo vosotros, amigos enfermos, comprendéis cuán paradójica es la cruz, porque se os ha concedido sentir el misterio del dolor en vuestra misma carne. Cuando, a causa de una enfermedad grave, fallan las fuerzas, se alejan los proyectos largamente cultivados en el corazón. Al sufrimiento físico a menudo se añade el espiritual, debido a un sentimiento de soledad que atenaza a la persona. En la sociedad actual, cierta cultura considera a la persona enferma como un obstáculo molesto, y no reconoce la aportación valiosa que da, en el ámbito espiritual, a la comunidad. Es necesario y urgente redescubrir el valor de la cruz compartida con Cristo.

 

Pensar en el Paraíso no es evasión


4. En Lourdes, el 18 de febrero de 1858, la Virgen dijo a Bernardita:  "Yo no te prometo ser feliz en este mundo, sino en el otro". Durante otra aparición la invitó a dirigir la mirada al cielo. Escuchemos esas exhortaciones de la Madre celestial como si nos las dirigiera también a nosotros:  son una invitación a valorar correctamente las realidades terrenas, sabiendo que estamos destinados a una existencia eterna. Son una ayuda para sufrir con paciencia las contrariedades, los dolores y las enfermedades, con la perspectiva del Paraíso. A algunos les ha parecido a veces que pensar en el Paraíso es una forma de evadirse de la actividad diaria; al contrario, la luz de la fe ayuda a comprender mejor y, por tanto, a aceptar de modo más consciente la dura experiencia del sufrimiento. Santa Bernardita misma, probada duramente por el mal físico, exclamó un día:  "Cruz de mi Salvador, cruz santa, cruz adorable, sólo en ti pongo mi fuerza, mi esperanza y mi alegría. Tú eres el árbol de la vida, la escalera misteriosa que une la tierra al cielo y el altar sobre el cual quiero sacrificarme, muriendo por Jesús" (M. B. Soubirous, Carnet de notes intimes, p. 20).

 

Dios nunca os abandona


5. Este es el mensaje de Lourdes, que tantos peregrinos, sanos y enfermos, han acogido y hecho suyo. Que las palabras de la Virgen os fortalezcan interiormente, hermanos y hermanas que sufrís, a quienes renuevo la expresión de mi solidaridad fraterna. Con vuestra enfermedad, si aceptáis dócilmente la voluntad divina, podéis ser para muchos palabra de esperanza e incluso de alegría, porque decís al hombre de este tiempo, a menudo inquieto e incapaz de dar un sentido al dolor, que Dios no nos ha abandonado. Al vivir con fe vuestra situación, testimoniáis que Dios está cerca. Proclamáis que esta cercanía tierna y amorosa del Señor hace que no exista ninguna fase de la vida que no valga la pena vivir. La enfermedad y la muerte no son realidades de las que hay que escapar o que hay que criticar como inútiles; ambas son, más bien, etapas de un camino.


Me apremia, de igual manera, animar a cuantos se dedican con celo al cuidado de los enfermos, para que prosigan su valiosa misión de amor y experimenten en ella la consolación interior que el Señor dispensa a quien se convierte en buen samaritano del prójimo que sufre.


Con estos sentimientos, os abrazo a todos en el Señor y os bendigo de corazón.