DISCURSO Durante el encuentro con el Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, sábado 13 de enero

En este inicio del tercer milenio
todos unidos debemos salvar al hombre

 

Como es tradición al comienzo del año, Juan Pablo II recibió en audiencia el sábado 13 de enero al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, que había acudido a felicitarle por el nuevo año. El encuentro tuvo lugar en la sala Regia del palacio apostólico vaticano a las once de la mañana. Estuvieron presentes el cardenal secretario de Estado Angelo Sodano, con el sustituto de la Secretaría de Estado mons. Leonardo Sandri, y el asesor mons. Pedro López Quintana; el secretario para los Asuntos generales mons. Jean-Louis Tauran, con el subsecretario mons. Celestino Migliore y el jefe del protocolo mons. Tommaso Caputo; mons. Oscar Rizzato, limosnero de Su Santidad; el prefecto de la Casa pontificia mons. James M. Harvey y el prefecto adjunto mons. Stanislaw Dziwisz. Al comienzo de la audiencia, el embajador de la República de San Marino, Giovanni Galassi, decano del Cuerpo diplomático, dirigió a Su Santidad unas palabras en nombre de todos. El Romano Pontífice pronunció el importante discurso que publicamos.


El número de Estados que tienen relaciones diplomáticas con la Santa Sede son actualmente 174 (el año pasado establecieron relaciones diplomáticas Bahrein y Yibuti). De los 185 Estados presentes en la ONU, además de la República popular China, faltan Arabia Saudí y algunos Estados islámicos. Así mismo, existe una forma especial de representación con la Organización para la liberación de Palestina (OLP) y con las instituciones europeas; observadores o representantes permanentes de la Santa Sede actúan ante las Naciones Unidas, la Fao, la Unesco, la Osce, la Organización mundial del turismo y otras.

 


Excelencias; señoras y señores: 


1. Agradezco a cada uno de ustedes los buenos deseos que su decano, el embajador Giovanni Galassi, con tanta delicadeza ha sabido expresar y presentarme en nombre de todos. Muy cordialmente correspondo con mis mejores votos para cada uno de ustedes, a fin de que Dios los bendiga a ustedes y a sus naciones y conceda a todos un año próspero y feliz.


Pero una pregunta viene enseguida a la mente:  ¿Qué es un año feliz para un diplomático? El espectáculo que ofrece el mundo en este mes de enero de 2001 podría poner en duda la capacidad de la diplomacia para hacer que reinen el orden, la equidad y la paz entre los pueblos.


Sin embargo, no debemos resignarnos a la fatalidad de la enfermedad, de la pobreza, de la injusticia o de la guerra. Es cierto que, sin la solidaridad social o el recurso al derecho y a los instrumentos de la diplomacia, estas terribles situaciones serían aún más dramáticas y podrían incluso llegar a ser insolubles. Gracias pues, señoras y señores, por su acción y por sus esfuerzos constantes en favor del entendimiento y de la cooperación entre los pueblos.

 

Los diversos jubileos


2. El impulso del Año santo recién concluido y los diversos "jubileos", que han reunido y motivado a hombres y mujeres de todas las razas, edades y condiciones, ha demostrado, si había necesidad, que la conciencia moral sigue aún muy viva y que Dios habita en el corazón del hombre. Ante ustedes me limitaré a recordar el "Jubileo de los gobernantes, los parlamentarios y los políticos" al inicio de noviembre. El Papa ha tenido gran consuelo espiritual al ver tan buena voluntad y tanta disponibilidad en acoger la gracia de Dios. Así, una vez más, se ha demostrado la verdad de lo que tan magníficamente proclama la constitución pastoral "Gaudium et spes" del concilio ecuménico Vaticano II:  "La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que haya que salvarse. Igualmente, cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro" (n. 10).

 

La luz de Cristo


3. Siguiendo a los pastores, a los Magos y a todos los que, desde hace dos mil años, se han acercado al portal, también la humanidad actual se ha detenido algunos instantes en el día de Navidad para contemplar al Niño Jesús y recibir un poco de la luz que acompañó su nacimiento y que sigue iluminando las noches de los hombres. Esta luz nos dice que el amor de Dios será siempre más fuerte que el mal y la muerte.


Esta luz indica el camino a todos los que en nuestro tiempo, en Belén y en Jerusalén, buscan el camino de la paz. Nadie debe aceptar, en esa parte del mundo donde se produjo la revelación de Dios a los hombres, la banalización de una especie de guerrilla, la persistencia de la injusticia, el desprecio del derecho internacional o la marginación de los santos lugares y de las exigencias de las comunidades cristianas. Israelíes y palestinos no pueden por menos de proyectar su futuro juntos, y cada una de las dos partes debe respetar los derechos y tradiciones de la otra. Es tiempo de volver a los principios de la legalidad internacional:  prohibición de la apropiación de territorios por la fuerza, derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, respeto de las resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas y de las convenciones de Ginebra, por citar sólo los más importantes. Si no es así, todo puede fracasar:  desde las iniciativas unilaterales arriesgadas hasta una difusión difícilmente controlable de la violencia.


Esta misma luz llega a todas las demás regiones de nuestro planeta donde algunos hombres han elegido la violencia armada para hacer valer sus derechos o sus ambiciones. Pienso en este momento en África, continente en el que circulan demasiadas armas y donde demasiados países tienen una democracia incierta y una corrupción devastadora, donde el drama argelino y la guerra en el sur de Sudán siguen masacrando sin piedad a las poblaciones; no puedo olvidar el caos en el que se hallan sumidos los países de la región de los Grandes Lagos. Por ello, se debe acoger con satisfacción el acuerdo de paz alcanzado el pasado mes en Argel entre Etiopía y Eritrea, así como los esfuerzos felizmente concluidos en Somalia con vistas a una vuelta progresiva a la normalidad. Más cerca de nosotros, debo mencionar -y ¡con cuánta tristeza!- los atentados terroristas que siembran la muerte en España, hieren a todo el país y humillan a Europa entera, que busca su identidad. Hacia Europa miran muchos pueblos como un modelo en el cual inspirarse. ¡Que Europa no olvide jamás sus raíces cristianas, que han hecho fecundo su humanismo! ¡Que sea generosa con quienes -personas o naciones- llaman a su puerta!

 

Combatir la pobreza y las desigualdades sociales


4. La luz de Belén que se dirige "a los hombres de buena voluntad" nos hace presente el deber de combatir, siempre y en todas partes, la pobreza, la marginación, el analfabetismo, las desigualdades sociales o la vergonzosa trata de seres humanos. Nada de esto es inevitable y nos debemos felicitar de que reuniones e instrumentos internacionales hayan permitido solucionar, al menos en parte, estas llagas que ofenden a la humanidad. El egoísmo y la ambición de poder son los peores enemigos del hombre. Están, de diversos modos, en el origen de todos los conflictos. Esto se constata en particular en ciertas zonas de América del sur, donde las desigualdades socioeconómicas y culturales, la violencia armada o la guerrilla, la puesta en tela de juicio de las conquistas democráticas, debilitan el entramado social y hacen que las poblaciones pierdan la confianza en el futuro. Es preciso ayudar a este inmenso continente para que haga fructificar todo su patrimonio humano y material.


La desconfianza y las luchas, lo mismo que las secuelas de las crisis del pasado, pueden efectivamente ser superadas por la buena voluntad y la solidaridad internacional. Asia nos lo demuestra con el diálogo entre las dos Coreas y con el proceso de Timor oriental hacia la independencia.

 

Fraternidad universal


5. El creyente, y particularmente el cristiano, sabe que es posible otra lógica. Yo la resumiría en unas palabras que podrían parecer demasiado simples: ¡todo hombre es mi hermano! Si estuviéramos convencidos de que hemos sido llamados a vivir juntos, de que conviene conocerse, amarse y ayudarse, el mundo sería radicalmente diferente.


Mientras pensamos en el siglo que acaba de terminar, se impone una consideración a este respecto:  pasará a la historia como el siglo que ha visto las mayores conquistas de la ciencia y de la técnica, pero también como el siglo en el que la vida humana ha sido menospreciada de la manera más brutal.


Me refiero sobre todo a las crueles guerras que han surgido en Europa, a los totalitarismos que han esclavizado a millones de hombres y mujeres, pero también a las leyes que han "legalizado" el aborto o la eutanasia, y además a los modelos culturales que han diseminado la ideología del consumismo y del hedonismo a cualquier precio. Si el hombre altera los equilibrios de la creación, olvida que es responsable de sus hermanos y no cuida el entorno que el Creador ha puesto en sus manos, este mundo programado por la sola medida de nuestros proyectos podría llegar a ser irrespirable.

 

Construir entre todos la civilización del amor


6. Como recordé en mi mensaje para la Jornada mundial de la paz del 1 de enero, todos deberíamos aprovechar este año 2001, que la Organización de las Naciones Unidas ha señalado como "Año internacional del diálogo entre las civilizaciones", "para construir la civilización del amor ...[que] se apoya en la certeza de que hay valores comunes a todas las culturas, porque están arraigados en la naturaleza de la persona" (n. 16).


Ahora bien, ¿existe algo más común a todos que nuestra naturaleza humana? ¡Sí, en este inicio de milenio, salvemos al hombre! ¡Salvémoslo todos unidos! A los responsables de la sociedad toca proteger la especie humana, procurando que la ciencia esté al servicio de la persona; que el hombre no sea ya un objeto que se corta, se compra o se vende; y que las leyes no estén jamás condicionadas por el mercantilismo o las reivindicaciones egoístas de grupos minoritarios. Ninguna época de la historia de la humanidad ha escapado a la tentación de cerrarse el hombre en sí mismo con una actitud de autosuficiencia, de dominio, de poder y de orgullo. Pero este riesgo en nuestros días se ha hecho más peligroso para el corazón de los hombres que, por su esfuerzo científico, creen que pueden llegar a ser dueños de la naturaleza y de la historia.

 

Defender la dignidad y los derechos del hombre


7. Será siempre tarea de las comunidades de creyentes proclamar públicamente que ninguna autoridad, ningún programa político, ninguna ideología, puede reducir al hombre a lo que es capaz de hacer o de producir. Los creyentes tienen el deber imperioso de recordar a todos y en todas las circunstancias el misterio personal inalienable de cada ser humano, creado a imagen de Dios, capaz de amar como Jesús.


Desearía ahora reiterarles y reiterar por medio de ustedes a los gobernantes que les han acreditado ante la Santa Sede, la determinación de la Iglesia católica de defender al hombre, su dignidad, sus derechos y su dimensión trascendente. Aunque algunos se niegan a reconocer la dimensión religiosa del hombre y de su historia; aunque otros quieran reducir la religión a la esfera de lo privado; y aunque otros persigan todavía a las comunidades de creyentes, los cristianos seguirán proclamando que la experiencia religiosa forma parte de la experiencia humana. Es un elemento vital para la construcción de la persona y de la sociedad a la que pertenecen los hombres. Así se explica el vigor con que la Santa Sede ha defendido siempre la libertad de conciencia y de religión, en su dimensión individual y social. El drama que ha vivido la comunidad cristiana en Indonesia o las discriminaciones patentes de las que son víctimas todavía hoy otras comunidades de creyentes, cristianos o no cristianos, en algunos países de obediencia marxista o islámica, apremian a una vigilancia y a una solidaridad sin fisuras.

 

Trazar el camino del nuevo milenio


8. Estas son las ideas que me ha inspirado este encuentro tradicional, que me permite dirigirme de alguna manera a todos los pueblos de la tierra por medio de sus representantes más cualificados. Les pido que transmitan a todos sus compatriotas y a los gobernantes de sus países los fervientes votos que el Papa hace por sus intenciones. A través de esta historia en la que somos actores, tracemos el camino del milenio que comienza. Todos juntos ayudémonos unos a otros a ser dignos de la vocación a la que hemos sido llamados: 
formar una gran familia, feliz de sentirse amada por Dios, que nos quiere hermanos. ¡Que el Altísimo les bendiga a todos, así como a sus seres queridos!