1. En
el himno de alabanza que acabamos de proclamar (Sal 148, 1-5), el
Salmista convoca a todas las criaturas, llamándolas por su nombre. En las
alturas se asoman ángeles, sol, luna, estrellas y cielos; en la tierra se
mueven veintidós criaturas, tantas cuantas son las letras del alfabeto hebreo,
para indicar plenitud y totalidad. El fiel es como "el pastor del
ser", es decir, aquel que conduce a Dios todos los seres, invitándolos a
entonar un "aleluya" de alabanza. El salmo nos introduce en una
especie de templo cósmico que tiene por ábside los cielos y por naves las
regiones del mundo, y en cuyo interior canta a Dios el coro de las criaturas.
Esta
visión podría ser, por un lado, la representación de un paraíso perdido y,
por otro, la del paraíso prometido. Por eso el horizonte de un universo paradisíaco,
que el Génesis coloca en el origen mismo del mundo (c. 2), Isaías (c. 11) y el
Apocalipsis (cc. 21-22) lo sitúan al final de la historia. Se ve así que la
armonía del hombre con su semejante, con la creación y con Dios es el proyecto
que el Creador persigue. Dicho proyecto ha sido y es alterado continuamente por
el pecado humano, que se inspira en un plan alternativo, representado en el
libro mismo del Génesis (cc. 3-11), en el que se describe la consolidación de
una progresiva tensión conflictiva con Dios, con el semejante e incluso con la
naturaleza.
2. El
contraste entre los dos proyectos emerge nítidamente en la vocación a la que
la humanidad está llamada, según la Biblia, y en las consecuencias provocadas
por su infidelidad a esa llamada. La criatura humana recibe una misión de
gobierno sobre la creación para hacer brillar todas sus potencialidades. Es una
delegación que el Rey divino le atribuye en los orígenes mismos de la creación,
cuando el hombre y la mujer, que son "imagen de Dios" (Gn 1,
27), reciben la orden de ser fecundos, multiplicarse, llenar la tierra,
someterla y dominar los peces del mar, las aves del cielo y todo cuanto vive y
se mueve sobre la tierra (cf. Gn 1, 28). San Gregorio de Nisa, uno de los
tres grandes Padres capadocios, comentaba: "Dios creó al hombre de
modo tal que pudiera desempeñar su función de rey de la tierra (...). El
hombre fue creado a imagen de Aquel que gobierna el universo. Todo demuestra
que, desde el principio, su naturaleza está marcada por la realeza (...). Él
es la imagen viva que participa con su dignidad en la perfección del modelo
divino" (De hominis opificio, 4: PG 44, 136).
3. Sin
embargo el señorío del hombre no es "absoluto, sino ministerial, reflejo
real del señorío único e infinito de Dios. Por eso, el hombre debe vivirlo
con sabiduría y amor, participando de la sabiduría y del amor inconmensurables
de Dios" (Evangelium vitae, 52: L'Osservatore romano, edición
en lengua española, 31 de marzo de 1995, p. 12). En el lenguaje bíblico
"dar el nombre" a las criaturas (cf. Gn 2, 19-20) es el signo
de esta misión de conocimiento y de transformación de la realidad creada. Es
la misión no de un dueño absoluto e incensurable, sino de un administrador del
reino de Dios, llamado a continuar la obra del Creador, una obra de vida y de
paz. Su tarea, definida en el libro de la Sabiduría, es la de gobernar "el
mundo con santidad y justicia" (Sb 9, 3).
Por
desgracia, si la mirada recorre las regiones de nuestro planeta, enseguida nos
damos cuenta de que la humanidad ha defraudado las expectativas divinas. Sobre
todo en nuestro tiempo, el hombre ha devastado sin vacilación llanuras y valles
boscosos, ha contaminado las aguas, ha deformado el hábitat de la tierra, ha
hecho irrespirable el aire, ha alterado los sistemas hidro-geológicos y atmosféricos,
ha desertizado espacios verdes, ha realizado formas de industrialización
salvaje, humillando -con una imagen de Dante Alighieri (Paraíso, XXII,
151)- el "jardín" que es la tierra, nuestra morada.
4. Es
preciso, pues, estimular y sostener la "conversión ecológica", que
en estos últimos decenios ha hecho a la humanidad más sensible respecto a la
catástrofe hacia la cual se estaba encaminando. El hombre no es ya
"ministro" del Creador. Pero, autónomo déspota, está comprendiendo
que debe finalmente detenerse ante el abismo. "También se debe considerar
positivamente una mayor atención a la calidad de vida y a la ecología, que se
registra sobre todo en las sociedades más desarrolladas, en las que las
expectativas de las personas no se centran tanto en los problemas de la
supervivencia cuanto más bien en la búsqueda de una mejora global de las
condiciones de vida" (Evangelium vitae, 27: L'Osservatore
romano, edición en lengua española, 31 de marzo de 1995, p. 8). Por
consiguiente, no está en juego sólo una ecología "física", atenta
a tutelar el hábitat de los diversos seres vivos, sino también una ecología
"humana", que haga más digna la existencia de las criaturas,
protegiendo el bien radical de la vida en todas sus manifestaciones y preparando
a las futuras generaciones un ambiente que se acerque más al proyecto del
Creador.
5. Los
hombres y mujeres, en esta nueva armonía con la naturaleza y consigo mismos,
vuelven a pasear por el jardín de la creación, tratando de hacer que los
bienes de la tierra estén disponibles para todos y no sólo para algunos
privilegiados, precisamente como sugería el jubileo bíblico (cf. Lv 25,
8-13. 23). En medio de estas maravillas descubrimos la voz del Creador,
transmitida por el cielo y la tierra, por el día y la noche: un lenguaje
"sin palabras de las que se oiga el sonido", capaz de cruzar todas las
fronteras (cf. Sal 19, 2-5).
El libro de la Sabiduría, evocado por san Pablo, celebra esta presencia de Dios en el universo recordando que "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13, 5; cf. Rm 1, 20). Es lo que canta también la tradición judía de los Chassidim: "Dondequiera que yo vaya, Tú! ¡Dondequiera que yo esté, Tú..., dondequiera me vuelva, en cualquier parte que admire, sólo Tú, de nuevo Tú, siempre Tú" (M. Buber, I racconti dei Chassidim, Milán 1979, p. 256).