Mensaje del Papa para la XXXVIII Jornada mundial de oración por las vocaciones

Venerados hermanos en el episcopado; amadísimos hermanos y hermanas de todo el mundo:

1. La próxima «Jornada mundial de oración por las vocaciones», que tendrá lugar el 6 de mayo de 2001, por consiguiente, pocos meses después de la conclusión del gran jubileo, tendrá como tema: «La vida como vocación». Con este mensaje, deseo reflexionar con vosotros sobre una cuestión de indudable importancia en la vida cristiana.

La palabra «vocación» define muy bien las relaciones de Dios con todo ser humano en la libertad del amor, porque «toda vida es vocación» (Pablo VI, carta encíclica Populorum progressio, 15). Dios, al final de la creación, contempló al hombre y vio que estaba «muy bien» (cf. Gn 1, 31): lo hizo «a su imagen y semejanza», encomendó a la actividad de sus manos el universo y lo llamó a una íntima relación de amor.

La palabra «vocación» ayuda a comprender los dinamismos de la revelación de Dios y así manifiesta al hombre la verdad sobre su existencia. «La razón más alta de la dignidad humana -dice la constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II- consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (n. 19). En este diálogo de amor con Dios se funda la posibilidad para cada uno de crecer según líneas y características propias, recibidas como don, y capaces de «dar sentido» a la historia y a las relaciones fundamentales de su existencia diaria, mientras está en camino hacia la plenitud de la vida.

VIDA/DON RECIBIDO
2. Considerar la vida como vocación favorece la libertad interior, estimulando en la persona el anhelo de futuro, juntamente con el rechazo de una concepción de la existencia pasiva, aburrida y banal. Así, la vida asume el valor de «don recibido, que, por su naturaleza, tiende a convertirse en bien donado» (Documento Nuevas vocaciones para una nueva Europa, 1998, 16, b). El hombre muestra que ha renacido en el Espíritu, (cf. Jn 3, 3-5) cuando aprende a seguir el camino del mandamiento nuevo: «que os améis los unos a los otros, como yo os he amado» (Jn 15, 12). Se puede afirmar que, en cierto sentido, el amor es el ADN de los hijos de Dios; es «la vocación santa» con que hemos sido llamados «en virtud de su propósito y de la gracia que nos dio desde toda la eternidad en Cristo Jesús, y que se ha manifestado ahora con la aparición de nuestro Salvador, Jesucristo» (2 Tm 1, 9-10).

h/realizacion/entrega
En el origen de todo itinerario vocacional está el Emmanuel, el Dios con nosotros. Él nos revela que no estamos solos al construir nuestra vida, porque Dios camina con nosotros en medio de nuestras vicisitudes alternas, y, si lo queremos, teje con cada uno una maravillosa historia de amor, única e irrepetible, y, al mismo tiempo, en armonía con la humanidad y el cosmos entero. Descubrir la presencia de Dios en la propia historia, no sentirse ya huérfanos, sino saber que tenemos un Padre en quien podemos confiar plenamente, es el gran cambio que transforma el horizonte simplemente humano e impulsa al hombre a comprender, como afirma la Gaudium el spes, que «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo» (n. 24). Estas palabras del concilio Vaticano II encierran el secreto de la existencia cristiana y de toda auténtica realización humana.

3. Con todo, hoy esta lectura cristiana de la existencia debe tener en cuenta algunos rasgos característicos de la cultura occidental, en la que Dios está prácticamente marginado de la vida cotidiana. Precisamente por eso es necesario un compromiso concorde de toda la comunidad cristiana para «volver a evangelizar la vida». Para este compromiso pastoral fundamental hace falta el testimonio de hombres y mujeres que muestren la fecundidad de una existencia que tiene su manantial en Dios, su fuerza en la docilidad a la acción del Espíritu, y la garantía del sentido auténtico del esfuerzo diario en la comunión con Cristo y con la Iglesia. Es preciso que en la comunidad cristiana cada uno descubra su vocación personal y responda a ella con generosidad. Toda vida es vocación y todo creyente está invitado a cooperar en la edificación de la Iglesia. Sin embargo, en la «Jornada mundial de oración por las vocaciones» nuestra atención se dirige especialmente a la necesidad y a la urgencia de ministros ordenados y de personas dispuestas a seguir a Cristo por la senda exigente de la vida consagrada en la profesión de los consejos evangélicos.

Hacen falta ministros ordenados que sean «garantía permanente de la presencia sacramental de Cristo Redentor en los diversos tiempos y lugares» (Christifideles laici, 55) y, con la predicación de la Palabra y la celebración de la Eucaristía y de los demás sacramentos, guíen a las comunidades cristianas por los senderos de la vida eterna.

Hacen falta hombres y mujeres que con su testimonio mantengan «viva en los bautizados la conciencia de los valores fundamentales del Evangelio» y aviven «en la conciencia del pueblo de Dios la exigencia de responder con la santidad de la vida al amor de Dios derramado en los corazones por el Espíritu Santo, reflejando en la conducta la consagración sacramental obrada por Dios en el bautismo, la confirmación o el orden» (Vita consecrata, 33).

Que el Espíritu Santo suscite abundantes vocaciones de especial consagración, para que promuevan en el pueblo cristiano una adhesión cada vez más generosa al Evangelio y hagan más fácil a todos la comprensión del sentido de la existencia como transparencia de la belleza y de la santidad de Dios.

4. Mi pensamiento va ahora a los numerosos jóvenes sedientos de valores y a menudo incapaces de encontrar el camino que lleva a ellos. Sí, únicamente Cristo es el camino, la verdad y la vida. Por eso, es necesario ayudarles a encontrar al Señor y a entablar con él una relación profunda. Jesús debe entrar en su mundo, asumir su historia y abrir su corazón, para que aprendan a conocerlo cada vez más, a medida que siguen las huellas de su amor.

Pienso, al respecto, en el importante. papel que desempeñan los pastores del pueblo de Dios. A ellos les recuerdo las palabras del concilio Vaticano II: «Ante todo, los presbíteros han de llevar muy en el corazón el presentar a los fieles la excelencia y la necesidad del sacerdocio. Lo harán con el ministerio de la palabra y con el testimonio personal de una vida que claramente irradie alegría pascual y espíritu de servicio. (...) Para, conseguir este fin, es muy útil una dirección espiritual cuidada y prudente. (...) De ninguna manera, sin embargo, se debe esperar que la voz del Señor, al llamar, tenga que llegar a los oídos del futuro presbítero de forma extraordinaria. En efecto, más bien es preciso reconocerla y discernirla a partir de los signos con los que Dios muestra cada día su voluntad a los cristianos prudentes. Los presbíteros deben considerar atentamente esos signos» (Presbyterorum ordinis, ll).

Pienso, también, en los consagrados y consagradas, llamados a testimoniar que en Cristo se halla nuestra única esperanza. Sólo él nos puede proporcionar la energía para vivir sus mismas opciones de vida; sólo con el podemos salir al encuentro de las profundas necesidades de salvación de la humanidad. Quiera Dios que la presencia y el servicio de las personas consagradas abran el corazón y la mente de los jóvenes hacia horizontes de esperanza llenos de Dios y los forme en la humildad y en la gratuidad de amar y servir. Que su vida consagrada, tan significativa eclesial y culturalmente, se traduzca cada vez mejor en propuestas pastorales específicas, capaces de educar y formar a los jóvenes en la escucha de la llamada del Señor y en la libertad de espíritu para responder a ella con generosidad y prontitud.

5. Me dirijo ahora a vosotros, queridos padres cristianos, para exhortaros a estar cerca de vuestros hijos. No los dejéis solos frente a las grandes elecciones de la adolescencia y de la juventud. Ayudadles a no dejarse arrastrar por la búsqueda afanosa del bienestar y guiadlos hacia la alegría auténtica, la del espíritu. Haced que resuene en su corazón, a veces presa del miedo al futuro, la alegría liberadora de la fe. Enseñadles, como escribía mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI, «a gustar simplemente las múltiples alegrías humanas que el Creador pone en su camino: la alegría exaltante de la existencia y de la vida; la alegría del amor, honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio» (Gaudete in Domino, I).

La acción de la familia debe estar apoyada por la de los catequistas y los profesores cristianos, llamados de modo particular a promover el sentido de la vocación en los jóvenes. Su misión consiste en guiar a las nuevas generaciones hacia el descubrimiento del proyecto de Dios para ellas, cultivando la disponibilidad a convertir la propia vida, cuando Dios llama, en un don para la misión. Esto se realizará mediante opciones progresivas que preparen para el «sí» pleno, en virtud del cual toda la existencia se pone al servicio del Evangelio. Queridos catequistas y profesores, para obtener esto, ayudad a los muchachos que os han sido encomendados a mirar hacia las alturas, a evitar caer en la tentación constante de las componendas. Formadlos en la confianza en Dios, que es Padre y muestra la extraordinaria grandeza de su amor encomendando a cada uno una tarea personal al servicio de la gran misión de «renovar la faz de la tierra».

6. En el libro de los Hechos de los Apóstoles leemos que los primeros cristianos «perseveraban en oír la enseñanza de los Apóstoles y en la unión fraterna, en la fracción del pan y en la oración» (Hch 2, 42). Todo encuentro con la palabra de Dios es un momento muy adecuado para proponer la vocación. Meditar con frecuencia la sagrada Escritura ayuda a comprender el estilo y los gestos con que Dios elige, llama, educa y hace partícipes de su amor.

En la celebración de la Eucaristía y en la oración se comprenden mejor, las palabras de Jesús: «La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que mande obreros a su mies» (Mt 9, 37-38; cf. Lc 10, 2). Al orar por las vocaciones se aprende a mirar con sabiduría evangélica al mundo y a las necesidades de vida y de salvación de todo ser humano; además, se vive la caridad y la compasión de Cristo para con la humanidad y se tiene la gracia para poder decir, siguiendo el ejemplo de la Virgen: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).

Invito a todos a orar conmigo al Señor para que no falten obreros en su mies:

Padre santo, fuente perenne de la existencia y del amor, que en el hombre vivo muestras el esplendor de tu gloria y pones en su corazón la semilla de tu llamada, haz que nadie, por nuestra negligencia, ignore este don o lo pierda, sino que todos, con plena generosidad, caminen hacia la realización de tu Amor.

Señor Jesús, que en tu peregrinar por los caminos de Palestina, elegiste y llamaste a los Apóstoles y les encomendaste la misión de predicar el Evangelio, apacentar a los fieles y celebrar el culto divino, haz que tampoco falten hoy a tu Iglesia numerosos y santos sacerdotes, que lleven a todos los frutos de tu muerte y de tu resurrección.

Espíritu Santo, que santificas a la Iglesia con la constante efusión de tus dones, infunde en el corazón de los llamados a la vida consagrada un íntimo y fuerte celo por el Reino, para que con un sí generoso e incondicional, pongan su existencia al servicio del Evangelio.

Virgen santísima, que sin dudar te ofreciste a ti misma al Todopoderoso para la realización de su plan de salvación, infunde confianza en el corazón de los jóvenes, para que siempre haya pastores celosos que guíen al pueblo cristiano por el camino de la vida y almas consagradas que sepan testimoniar, con la castidad, la pobreza y la obediencia, la presencia liberadora de tu Hijo resucitado.

Amén.

Vaticano, 14 de septiembre de 2000