CATEQUESIS
DEL PAPA
en la audiencia general del miércoles, 15 de noviembre
1. En el programa de este Año jubilar no podía faltar la dimensión del diálogo ecuménico y del interreligioso, como ya señalé en la carta apostólica Tertio millennio adveniente (cf. nn. 53 y 55). La línea trinitaria y eucarística que hemos desarrollado en las anteriores catequesis nos lleva ahora a reflexionar en este otro aspecto, tomando en consideración ante todo el problema del restablecimiento de la unidad entre los cristianos. Lo hacemos a la luz de la narración evangélica sobre los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35), observando el modo como los dos discípulos, que se alejaban de la comunidad, fueron impulsados a hacer el camino inverso y a volver a ella.
2. Los dos discípulos abandonaban el lugar en donde Jesús había sido
crucificado, porque ese acontecimiento era para ellos una cruel desilusión. Por
ese mismo hecho, se alejaban de los demás discípulos y volvían, por decirlo
así, al individualismo. "Conversaban entre sí sobre todo lo que había
pasado" (Lc 24, 14), sin comprender su sentido. No entendían que
Jesús había muerto "para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban
dispersos" (Jn 11, 52). Sólo veían el aspecto tremendamente
negativo de la cruz, que arruinaba sus esperanzas: "Nosotros esperábamos
que sería él el que iba a librar a Israel" (Lc 24, 21). Jesús
resucitado se les acerca y camina con ellos, "pero sus ojos no podían
reconocerlo" (Lc 24, 16), porque desde el punto de vista espiritual
se encontraban en las tinieblas más oscuras. Entonces Jesús, mediante una
larga catequesis bíblica, les ayuda, con una paciencia admirable, a volver a la
luz de la fe: "Empezando por Moisés y continuando por todos los
profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras" (Lc
24, 27). Su corazón comenzó a arder (cf. Lc 24, 32). Pidieron a su
misterioso compañero que se quedara con ellos. "Cuando se puso a la mesa
con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando.
Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su
lado" (Lc 24, 30-31). Gracias a la explicación luminosa de las
Escrituras, habían pasado de las tinieblas de la incomprensión a la luz de la
fe y se habían hecho capaces de reconocer a Cristo resucitado "al partir
el pan" (Lc 24, 35).
El efecto de este cambio profundo fue un impulso a ponerse nuevamente en camino,
sin dilación, para volver a Jerusalén y unirse a "los Once y a los que
estaban con ellos" (Lc 24, 33). El camino de fe había hecho posible
la unión fraterna.
3. El nexo entre la interpretación de la palabra de Dios y la Eucaristía
aparece también en otros pasajes del Nuevo Testamento. San Juan, en su
evangelio, relaciona esta palabra con la Eucaristía cuando, en el discurso de
Cafarnaúm, nos presenta a Jesús que evoca el don del maná en el desierto
reinterpretándolo en clave eucarística (cf. Jn 6, 32-58). En la Iglesia
de Jerusalén, la asiduidad en la escucha de la didaché, es
decir, de la enseñanza de los Apóstoles basada en la palabra de
Dios, precedía a la participación en la "fracción del pan" (Hch 2,
42).
En Tróade, cuando los cristianos se congregaron en torno a san Pablo para
"la fracción del pan", san Lucas refiere que la reunión comenzó con
largos discursos del Apóstol (cf. Hch 20, 7), ciertamente para alimentar
la fe, la esperanza y la caridad. De todo esto se deduce con claridad que la unión
en la fe es la condición previa para la participación común en la Eucaristía.
Con la liturgia de la Palabra y la Eucaristía, como nos recuerda el concilio
Vaticano II citando a san Juan Crisóstomo (In Joh. hom. 46), "los
fieles unidos al obispo, al tener acceso a Dios Padre por medio de su Hijo, el
Verbo encarnado, que padeció y fue glorificado, en la efusión del Espíritu
Santo, consiguen la comunión con la santísima Trinidad, hechos "partícipes
de la naturaleza divina" (2 P 1, 4). Consiguientemente, por la
celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de estas Iglesias, se
edifica y crece la Iglesia de Dios, y mediante la concelebración se manifiesta
la comunión entre ellas" (Unitatis redintegratio, 15). Por
tanto, este nexo con el misterio de la unidad divina engendra un vínculo de
comunión y amor entre los que participan en la única mesa de la Palabra y la
Eucaristía. La única mesa es signo y manifestación de la unidad. "Por
consiguiente, la comunión eucarística está inseparablemente unida a la plena
comunión eclesial y a su expresión visible" (La búsqueda de la unidad
Directorio ecuménico, 1993, n. 129).
4. A esta luz se comprende cómo las divisiones doctrinales existentes
entre los discípulos de Cristo congregados en las diversas Iglesias y
comunidades eclesiales limitan la plena comunión sacramental. Sin embargo, el
bautismo es la raíz profunda de una unidad fundamental que vincula a los
cristianos a pesar de sus divisiones. Por eso, aunque los cristianos aún
divididos no pueden participar en la misma Eucaristía, es posible introducir en
la celebración eucarística, en casos específicos previstos por el Directorio
ecuménico, algunos signos de participación que expresan la unidad ya
existente y van en la dirección de la comunión plena de las Iglesias en torno
a la mesa de la Palabra y del Cuerpo y Sangre del Señor. Así, "en
ocasiones excepcionales y por causa justa, el obispo diocesano puede permitir
que un miembro de otra Iglesia o comunidad eclesial desempeñe la función de
lector durante la celebración eucarística de la Iglesia católica" (n.
133). Asimismo, "cuando una necesidad lo exija o lo aconseje una verdadera
utilidad espiritual, con tal de que se evite el peligro de error o de
indiferentismo", entre católicos y cristianos orientales es lícita cierta
reciprocidad para los sacramentos de la penitencia, la Eucaristía y la unción
de los enfermos (cf. nn. 123-131).
5. Con todo, el árbol de la unidad debe crecer hasta su plena expansión,
como Cristo suplicó en la gran oración del Cenáculo, que hemos proclamado al
inicio (cf. Jn 17, 20-26; Unitatis redintegratio, 22). Los límites
en la intercomunión ante la mesa de la Palabra y de la Eucaristía deben
transformarse en una llamada a la purificación, al diálogo y al camino ecuménico
de las Iglesias. Son límites que nos hacen sentir con más intensidad,
precisamente en la celebración eucarística, el peso de nuestras laceraciones y
contradicciones. Así la eucaristía es un desafío y una provocación puesta en
el corazón mismo de la Iglesia para recordarnos el extremo e intenso deseo de
Cristo: "Que sean uno" (Jn 17, 11. 21).
La Iglesia no debe ser un cuerpo de miembros divididos y doloridos, sino un
organismo vivo y fuerte que avanza sostenido por el pan divino, como lo
prefigura el camino de Elías (cf. 1 R 19, 1-8), hasta la cima del
encuentro definitivo con Dios. Allí, finalmente, se llevará a cabo la visión
del Apocalipsis: "Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba
del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su
esposo" (Ap 21, 2).