1. "¡Sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad!". Esta exclamación de san Agustín en su comentario al evangelio de san Juan (In Johannis Evangelium 26, 13) de alguna manera recoge y sintetiza las palabras que san Pablo dirigió a los Corintios y que acabamos de escuchar: "Porque el pan es uno, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, pues todos participamos de ese único pan" (1 Co 10, 17). La Eucaristía es el sacramento y la fuente de la unidad eclesial. Es lo que ha afirmado desde el inicio la tradición cristiana, basándose precisamente en el signo del pan y del vino. Así, la Didaché, una obra escrita en los albores del cristianismo, afirma: "Como este fragmento estaba disperso por los montes y, reunido, se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino" (9, 4).
2. San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III haciéndose eco de
estas palabras, dice: "Los mismos sacrificios del Señor ponen de
relieve la unidad de los cristianos fundada en la sólida e indivisible caridad.
Dado que el Señor, cuando llama cuerpo suyo al pan compuesto por la unión de
muchos granos de trigo, indica a nuestro pueblo reunido, que él sustenta; y
cuando llama sangre suya al vino exprimido de muchos racimos y granos de uva
reunidos, indica del mismo modo a nuestra comunidad compuesta por una multitud
unida" (Ep. ad Magnum 6). Este simbolismo eucarístico aplicado a la
unidad de la Iglesia aparece frecuentemente en los santos Padres y en los teólogos
escolásticos. "El concilio de Trento, al resumir su doctrina, enseña que
nuestro Salvador dejó en su Iglesia la Eucaristía "como un símbolo (...)
de su unidad y de la caridad con la que quiso estuvieran íntimamente unidos
entre sí todos los cristianos" y, por lo tanto, "símbolo de aquel
único cuerpo del cual él es la cabeza""
(Pablo VI, Mysterium fidei, n. 23: Ench. Vat., 2, 424;
cf. concilio de Trento, Decr. de SS. Eucharistia, proemio y c. 2). El Catecismo
de la Iglesia católica sintetiza con eficacia: "Los que reciben
la Eucaristía se unen más íntimamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los
une a todos los fieles en un solo cuerpo: la
Iglesia" (n. 1396).
3. Esta doctrina tradicional se halla sólidamente arraigada en la
Escritura. San Pablo, en el pasaje ya citado de la primera carta a los
Corintios, la desarrolla partiendo de un tema fundamental: el de la koinonía,
es decir, de la comunión que se instaura entre el fiel y Cristo en la Eucaristía.
"El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión (koinon|a)
con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión (koinon|a)
con el cuerpo de Cristo?" (1 Co 10, 16). El evangelio de san Juan
describe más precisamente esta comunión como una relación extraordinaria de
"interioridad recíproca": "él en mí y yo en él".
En efecto, Jesús declara en la sinagoga de Cafarnaúm: "El que come
mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él" (Jn 6, 56).
Es un tema que Jesús subraya también en los discursos de la última Cena
mediante el símbolo de la vid: el sarmiento sólo tiene vida y da fruto
si está injertado en el tronco de la vid, de la que recibe la savia y la
vitalidad (cf. Jn 15, 1-7). De lo contrario, solamente es una rama seca,
destinada al fuego: aut vitis aut ignis, "o la vid o el
fuego", comenta de modo lapidario san Agustín (In Johannis Evangelium
81, 3). Aquí se describe una unidad, una comunión, que se realiza entre el
fiel y Cristo presente en la Eucaristía, sobre la base de aquel principio que
san Pablo formula así: "Los que comen de las víctimas
participan del altar" (1 Co 10, 18).
4. Esta comunión-koinon|a, de tipo "vertical" porque se une al
misterio divino engendra, al mismo tiempo, una comunión-koinon|a, que podríamos
llamar "horizontal", o sea, eclesial, fraterna, capaz de unir con un vínculo
de amor a todos los que participan en la misma mesa. "Porque el pan es uno
-nos recuerda san Pablo-, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, pues todos
participamos de ese único pan" (1 Co 10, 17). El discurso de la
Eucaristía anticipa la gran reflexión eclesial que el Apóstol desarrollará
en el capítulo 12 de esa misma carta, cuando hablará del cuerpo de
Cristo en su unidad y multiplicidad. También la célebre descripción de la
Iglesia de Jerusalén que hace san Lucas en los Hechos de los Apóstoles delinea
esta unidad fraterna o koinon|a, relacionándola con la fracción del pan, es
decir, con la celebración eucarística (cf. Hch 2, 42). Es una comunión
que se realiza de forma concreta en la
historia: "Perseveraban en oír la
enseñanza de los Apóstoles y en la comunión fraterna (koinon|a),
en la fracción del pan y en la oración (...). Todos los que creían vivían
unidos, teniendo todos sus bienes en común"
(Hch 2, 42-44).
5. Por eso, reniegan del significado profundo de la Eucaristía quienes la
celebran sin tener en cuenta las exigencias de la caridad y de la comunión. San
Pablo es severo con los Corintios porque su asamblea "no es comer la cena
del Señor" (1 Co 11, 20) a causa de las divisiones, las injusticias
y los egoísmos. En ese caso, la Eucaristía ya no es ágape, es decir,
expresión y fuente de amor. Y quien participa indignamente, sin hacer que
desemboque en la caridad fraterna, "come y bebe su propia condenación"
(1 Co 11, 29). "Si la vida cristiana se manifiesta en el
cumplimiento del principal mandamiento, es decir, en el amor a Dios y al prójimo,
este amor encuentra su fuente precisamente en el santísimo Sacramento, llamado
generalmente sacramento del amor" (Dominicae coenae, 5). La Eucaristía
recuerda, hace presente y engendra esta caridad.
Así pues, acojamos la invitación del obispo y mártir san Ignacio, que
exhortaba a los fieles de Filadelfia, en Asia menor, a la unidad:
"Una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo y un solo cáliz para
unirnos con su sangre; un solo altar, así como no hay más que un solo
obispo" (Ep. ad Philadelphenses, 4). Y con la liturgia, oremos
a Dios Padre: "Que, fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu
Hijo, y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un
solo espíritu" (Plegaria eucarística III).