HOMILÍA
Durante la misa en la plaza de San
Pedro el domingo 22 de octubre, Jornada mundial de las misiones
La Jornada misionera coincidió con el XXII aniversario del comienzo oficial del pontificado
El domingo 22 de octubre, Jornada
mundial de las misiones, que coincidía con el XXII aniversario del comienzo
oficial de su pontificado, Juan Pablo II celebró la misa en la plaza de San
Pedro a las diez de la mañana. Con esta celebración se clausuraban los
congresos internacionales misionológico y misionero, celebrados el primero en
la Pontificia Universidad Urbaniana y el segundo en el centro Mariápolis de
Castelgandolfo. Asistieron a la misa los participantes en los dos congresos
mundiales y miles de fieles de todos los continentes, numerosísimos religiosos
y religiosas, así como miembros de institutos seculares misioneros.
Concelebraron con el Santo Padre los cardenales Jozef Tomko, prefecto de la
Congregación para la evangelización de los pueblos, dicasterio organizador de
los congresos, quien al principio de la eucaristía le dirigió unas palabras;
Roger Etchegaray, presidente del Comité para el gran jubileo; Marcello Zago,
o.m.i., secretario del dicasterio misionero; y Charles A. Schleck, c.s.c.,
secretario adjunto y presidente de las Obras misionales pontificias.
Participaron varios cardenales, entre ellos Eduardo Martínez Somalo, camarlengo
de la Santa Iglesia romana, y Camillo Ruini, vicario del Papa para la diócesis
de Roma; y numerosos arzobispos y obispos. Estaban también presentes el
vicepresidente de la República de Panamá, Arturo Vallarino. Las dos primeras
lecturas se hicieron en inglés y francés, el salmo responsorial se cantó en
italiano, y el evangelio se proclamó español. La oración de los fieles se
hizo en portugués, chino, italiano, árabe, polaco y alemán. El Papa pronunció
la homilía que publicamos. Al final de la misa, entregó el mandato e impuso la
cruz a doce misioneros y misioneras de los cinco continentes; procedían de
Bangladesh, Benin, Cuba, Estados Unidos, Filipinas, Haití, India, Irlanda,
Malta, Nigeria, República Checa y Togo. Luego, el Papa pronunció la alocución
mariana que ofrecemos en la primera página e impartió la bendición apostólica.
Después, pasando en el coche panorámico, saludó a la multitud congregada en
la plaza.
1. "El Hijo del
hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y
dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45).
Estas palabras del Señor, amadísimos
hermanos y hermanas, resuenan hoy, Jornada mundial de las misiones, como buena
nueva para toda la humanidad y como programa de vida para la Iglesia y para
cada cristiano. Lo ha recordado al inicio de la celebración el cardenal Jozef
Tomko, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos,
informando de que se hallan presentes, esta mañana, en esta plaza, delegados de
127 naciones que han participado en el Congreso misionero internacional, y
estudiosos de varias confesiones que han venido para el Congreso misionológico
internacional. Agradezco al cardenal Tomko las palabras de felicitación que me
ha dirigido y todo el trabajo que, juntamente con los miembros de la Congregación
que preside, lleva a cabo al servicio del anuncio del Evangelio en el mundo.
"El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar
su vida como rescate por muchos". Estas palabras constituyen la
autopresentación del Maestro divino. Jesús afirma de sí mismo que vino para
servir y que precisamente en el servicio y en la entrega total de sí hasta la
cruz revela el amor del Padre. Su rostro de "siervo" no disminuye su
grandeza divina; más bien, la ilumina con una nueva luz.
Jesús es el "Sumo Sacerdote" (Hb 4, 14); es el Verbo que
"estaba en el principio en Dios: todo fue hecho por él, y sin él no
se hizo nada de cuanto existe" (Jn 1, 2). Jesús es el Señor, que
"a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo" (Flp
1, 6-7); Jesús es el Salvador, al que "podemos acercarnos con plena
confianza". Jesús es "el camino, la verdad y la vida" (Jn
14, 6), el pastor que ha dado la vida por las ovejas (cf. Jn 10, 11), el
jefe que nos lleva a la vida (cf. Hch 3, 15).
2. El compromiso misionero brota como fuego de amor de la
contemplación de Jesús y del atractivo que posee. El cristiano que ha
contemplado a Jesucristo no puede menos de sentirse arrebatado por su esplendor
(cf. Vita consecrata, 14) y testimoniar su fe en Cristo, único Salvador
del hombre. ¡Qué gran gracia es esta fe que hemos recibido como don de lo
alto, sin ningún mérito por nuestra parte! (cf. Redemptoris
missio, 11).
Esta gracia se transforma, a su vez, en fuente
de responsabilidad. Es una gracia que nos convierte en heraldos y apóstoles:
precisamente por eso decía yo en la encíclica Redemptoris missio que
"la misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe en
Cristo y en su amor por nosotros" (n. 11). Y también: "El
misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble"
(ib., 91).
Fijando nuestra mirada en Jesús, el misionero del Padre y el sumo sacerdote, el
autor y perfeccionador de nuestra fe (cf. Hb 3, 1; 12, 2), es como
aprendemos el sentido y el estilo de la misión.
3. Él no vino para ser servido, sino
para servir y dar su vida por todos. Siguiendo las huellas de Cristo, la entrega
de sí a todos los hombres constituye un imperativo fundamental para la
Iglesia y a la vez una indicación de método para su misión.
Entregarse significa, ante todo, reconocer
al otro en su valor y en sus necesidades. "La actitud misionera
comienza siempre con un sentimiento de profunda estima frente a lo que "en
el hombre había", por lo que él mismo, en lo íntimo de su espíritu, ha
elaborado respecto a los problemas más profundos e importantes; se trata de
respeto por todo lo que en él ha obrado el Espíritu, que "sopla donde
quiere"" (Redemptor hominis, 12).
Como Jesús reveló la solidaridad de Dios
con la persona humana asumiendo totalmente su condición, excepto el pecado, así
la Iglesia quiere ser solidaria con "el gozo y la esperanza, la tristeza y
la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres
y de todos los afligidos" (Gaudium et spes, 1). Se acerca a la
persona humana con la discreción y el respeto de quien quiere prestar un
servicio y cree que el servicio primero y mayor es el de anunciar el
Evangelio de Jesús, dar a conocer al Salvador, a Aquel que ha revelado al
Padre y a la vez ha revelado el hombre al hombre.
4. La Iglesia quiere anunciar a Jesús,
el Cristo, hijo de María, siguiendo el camino que Cristo mismo recorrió:
el servicio, la pobreza, la humildad y la cruz. Por tanto, debe resistir con
fuerza a las tentaciones que el pasaje evangélico de hoy nos permite entrever
en el comportamiento de los dos hermanos, los cuales querían sentarse "uno
a la derecha y otro a la izquierda" del Maestro, y también de los demás
discípulos, que se dejaron llevar del espíritu de rivalidad y competencia. La
palabra de Cristo traza una neta línea de división entre el espíritu
de dominio y el de servicio. Para un discípulo de Cristo ser el primero
significa ser "servidor de todos".
Es una alteración radical de valores, que
sólo se comprende dirigiendo la mirada al Hijo del hombre "despreciado y
abandonado de los hombres, varón de dolores y familiarizado con el
sufrimiento" (Is 53, 3). Son las palabras que el Espíritu Santo hará
comprender a su Iglesia con respecto al misterio de Cristo. Sólo en Pentecostés
los Apóstoles recibirán la capacidad de creer en la "fuerza de la
debilidad", que se manifiesta en la cruz.
Y aquí mi pensamiento va a los
numerosos misioneros que, día tras día, en silencio y sin el apoyo de
fuerzas humanas, anuncian y, antes aún, testimonian su amor a Jesús, a menudo
hasta dar su vida, como ha acontecido también recientemente. ¡Qué espectáculo
contemplan los ojos del corazón! ¡Cuántos hermanos y hermanas consumen
generosamente sus energías en las avanzadillas del reino de Dios!
Son obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, que nos representan a
Cristo, lo muestran concretamente como Señor que no vino para ser servido, sino
para servir y dar su vida por amor al Padre y a los hermanos. A todos va mi
aprecio y mi gratitud, así como un afectuoso estímulo a perseverar con
confianza. ¡Ánimo, hermanos y hermanas: Cristo está con vosotros!
Pero todo el pueblo de Dios debe colaborar
con quienes trabajan en la vanguardia de la misión "ad gentes", dando
cada uno su contribución, como intuyeron y subrayaron muy bien los fundadores
de las Obras misionales pontificias: todos pueden y deben participar en la
evangelización, incluso los niños, incluso los enfermos, incluso los pobres
con su óbolo, como el de la viuda cuyo ejemplo señaló Jesús (cf. Lc
21, 1-4). La misión es obra de todo el pueblo de Dios, cada uno en la
vocación a la que ha sido llamado por la Providencia.
5. Las palabras de Jesús sobre el
servicio son también profecía de un nuevo estilo de relaciones que es
preciso promover no sólo en la comunidad cristiana, sino también en la
sociedad. No debemos perder nunca la esperanza de construir un mundo más
fraterno. La competencia sin reglas, el afán de dominio sobre los demás a
cualquier precio, la discriminación realizada por algunos que se creen
superiores a los demás y la búsqueda desenfrenada de la riqueza, están en la
raíz de las injusticias, la violencia y las guerras.
Las palabras de Jesús se convierten, entonces, en una invitación a pedir
por la paz. La misión es anuncio de Dios, que es Padre; de Jesús, que es
nuestro hermano mayor; y del Espíritu, que es amor. La misión es colaboración,
humilde pero apasionada, en el designio de Dios, que quiere una humanidad
salvada y reconciliada. En la cumbre de la historia del hombre según Dios se
halla un proyecto de comunión. Hacia ese proyecto debe llevar la misión.
A la Reina de la paz, Reina de las misiones y Estrella de la evangelización le pedimos el don de la paz. Invocamos su maternal protección sobre todos los que generosamente colaboran en la difusión del nombre y del mensaje de Jesús. Que ella nos obtenga una fe tan viva y ardiente que haga resonar con fuerza renovada a los hombres de nuestro tiempo la proclamación de la verdad de Cristo, único Salvador del mundo.
Al final deseo recordar las palabras que pronuncié, hace veintidós años, en
esta misma plaza. "¡No tengáis miedo! Abrid las puertas a Cristo!".