Josefina Bakhita, virgen

Religiosa sudanesa de la congregación de las Hijas de la Caridad (Canosianas)

Nació en 1869 cerca de la región del Darfur, Sudán. Su familia tenía una buena posición social; pertenecía a la tribu de los Dagiú, que son musulmanes de nombre, pero animistas de hecho. A los seis o siete años había vivido ya el drama del rapto de su hermana cuando, paseando por los campos de su casa, le tocó la misma suerte: los negreros la raptaron y vendieron cinco veces en los mercados de esclavos.

Bakhita no era el nombre que había recibido de sus padres cuando nació: el miedo que experimentó el día que la raptaron para venderla como esclava le provocó una amnesia que le hizo olvidar incluso su nombre. Bakhita, que en árabe significa «afortunada», fue el nombre que le dieron los secuestradores; Josefina fue el que recibió en el bautismo. Experimentó las humillaciones y los sufrimientos, físicos y morales de la esclavitud, pasando de mano en mano por varios dueños, que la sometieron a crueldades y malos tratos, le hicieron un tatuaje por incisión con 114 cortes en todo el cuerpo, excepto en la cara, y le frotaron las heridas con sal para impedir su cicatrización.

En sus escritos leemos: «No podría decir cómo me sentí. Me parecía morir a cada momento, especialmente cuando me frotaron con la sal. Inmersa en un lago de sangre, me llevaron al lecho, donde durante horas no supe nada de mí. Cuando volví en mí, me vi junto a mis compañeras (tatuadas también ellas) que sufrían atrozmente conmigo. Durante más de un mes fuimos condenadas a estar allí, tendidas en la estera, sin podernos mover, sin un pañuelo con el que enjugar el agua que salía continuamente de las llagas semiabiertas por la sal. Puedo decir que no estoy muerta por un milagro del Señor, que me había destinado a cosas mejores».

En Jartum la compró un cónsul italiano, Callisto Legnani, que se la llevó a Génova; poco después se la cedió a un amigo. Josefina, con la nueva familia, regresó a África, Suakin, donde permaneció un año.

Después volvió definitivamente a Italia. En 1888 fue confiada al cuidado de las religiosas canosianas de Venecia para que la prepararan al bautismo, que recibió el 9 de enero de 1890. Ese día no sabía cómo expresar su alegría; con frecuencia se la veía besar la fuente bautismal y decir: «Aquí me convertí en hija de Dios».

El 7 de diciembre de 1893 entró en el noviciado de las Hijas de la Caridad, en la Casa de los catecúmenos de Venecia, y el 8 de diciembre de 1896 emitió los votos temporales en la casa madre de Verona; regresó al Catecumenado, donde permaneció hasta 1902; fue trasladada a Schio; el 10 de agosto de 1927 emitió los votos perpetuos en Venecia (hasta entonces, toda la congregación los renovaba anualmente). Durante más de 50 años vivió dedicada a diversos trabajos en la casa de Schio: fue cocinera, ropera, bordadora y portera. Ya anciana, tuvo una enfermedad larga y dolorosa: artritis deformante con empeoramiento constante, bronquitis asmática, agravada con pulmonía doble. Se vio obligada a permanecer en silla de ruedas, pero seguía dando testimonio de fe, de bondad y de esperanza cristiana. Sus sentimientos hacia los que la habían esclavizado y torturado eran: «Si me encontrase con los negreros que me raptaron, e incluso con los que me torturaron, me arrodillaría a besar sus manos, porque si no me hubiera sucedido eso, ahora no sería cristiana ni religiosa». Los perdonaba con estas palabras: «¡Pobrecitos!, quizá no sabían que me hacían tanto daño: ellos eran mis amos, yo era su esclava. Lo mismo que nosotros estamos acostumbrados a hacer el bien, ellos hacían esto porque estaban habituados, no por maldad».

Murió en Schio el 8 de febrero de 1947. Su vida sencilla y humilde estuvo marcada por pequeños detalles que le ayudaron a construir un camino de santidad orientado hacia las bienaventuranzas evangélicas. Fue pobre de espíritu, bondadosa, misericordiosa, limpia de corazón, constructora de paz, hambrienta y sedienta de Dios... No hubo en ella huellas de autoafirmación ni de búsqueda de prestigio ni autosuficiencia, sino sólo y siempre una disponibilidad total a lo imprevisible de Dios. Como Magdalena, su santa fundadora, ella descubrió la realidad inefable de la presencia de María santísima en lo cotidiano y vivió junto a ella como persona viva. Sus últimas palabras fueron: «¡La Virgen! ¡La Virgen!».

Juan Pablo II la beatificó el 17 de mayo de 1992.