Palabras del embajador Julio César Lupinacci

Santidad:

Tengo el altísimo honor de poner en vuestras manos las cartas credenciales que me acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República oriental del Uruguay ante la Santa Sede, así como las cartas de retiro de mi predecesor.

Represento a una nación que ha forjado su personalidad nutriéndose de los valores y los principios cristianos, no siempre practicados coherentemente a través de los avatares de su vida, pero siempre latentes en la conciencia de su pueblo y actuantes en los acontecimientos fundacionales de su historia.

Desde los albores de la patria, la Iglesia católica estuvo presente con su acción evangelizadora en tierra oriental.

El ideario de nuestro prócer José Artigas, que sentó las bases de nuestra institucionalidad democrática y sigue siendo hoy fuente de inspiración para nuestros gobernantes, tuvo en su formulación la colaboración inestimable de los sacerdotes que actuaron junto a Artigas, como el sabio Dámaso Antonio Larrañaga, fundador asimismo, por encargo del jefe de los Orientales, de la primera biblioteca pública.

Y poco después del inicio de la cruzada libertadora de los 33 Orientales, según enseña la tradición, su jefe, Juan Antonio Lavalleja, puso la campaña libertadora bajo la protección de la Virgen, ante cuya imagen, expuesta en la Iglesia parroquial de la Florida, inclinó la bandera tricolor rodeado del pueblo y de los miembros del Gobierno provisorio recién constituido.

Según la misma tradición, en el histórico 25 de agosto de 1825, la Asamblea de representantes de los pueblos de la Provincia oriental reunida para declarar la independencia y antes de proclamarla solemnemente, asistió en pleno, presidida por el presbítero Juan Francisco Larrobla, a una misa ante el altar de la misma imagen de la Virgen que, desde entonces, empezó a ser llamada popularmente Virgen de los Treinta y Tres. Ciento veintisiete años después, fue erigida patrona del Uruguay por Su Santidad Juan XXIII, respondiendo al fervoroso sentimiento general del pueblo creyente.

Una réplica de esa imagen fue traída a Roma, bendecida por Vuestra Santidad y entronizada en un altar de la cripta de la basílica de los Santos Doce Apóstoles, donde es objeto de veneración por los fieles católicos de la colonia uruguaya y los peregrinos uruguayos que visitan la ciudad eterna.

Asimismo, en el proceso de consolidación de nuestra nacionalidad y de la evolución política, social y cultural del Uruguay, jugaron papeles de fundamental importancia insignes figuras de prelados, clérigos y laicos católicos, como monseñor Jacinto Vera, primer arzobispo de Montevideo, cuya causa de beatificación está en marcha; monseñor Mariano Soler; el cardenal Antonio María Barbieri; el poeta de la patria Juan Zorrilla de San Martín; Francisco Bauzá; y muchos otros que contribuyeron a la construcción del Uruguay moderno.

Nuestra concepción del mundo y de la vida, nuestro ser nacional, están profundamente impregnados de la cosmovisión cristiana. Y el desarrollo y el progreso del país, sobre todo en los campos social, cultural y educativo, está indisolublemente ligado a la labor de la Iglesia católica por su constante aporte a la cultura nacional y sus abnegadas obras al servicio de la comunidad en la dignificación de las personas y de las familias, en la educación de los niños y los jóvenes, en la asistencia social de la que se benefician especialmente los más necesitados.

Bajo esa inspiración de los valores éticos y espirituales del cristianismo, la República oriental del Uruguay y la Santa Sede comparten los mismos objetivos en el ámbito internacional de promoción de la paz y la solidaridad entre los pueblos, de solución pacífica de las controversias, de defensa de la vida y de los derechos humanos, de cooperación para el desarrollo, de protección del medio ambiente, de combate al narcotráfico y al crimen organizado, de lucha contra la pobreza y la marginación, de justicia social internacional.

La consecución de esos objetivos es fuente de una fecunda y estrecha colaboración entre el Uruguay y la Santa Sede en los múltiples foros internacionales, y augura un permanente enriquecimiento de nuestras relaciones.

El pueblo y el Gobierno uruguayos siguen con profundo respeto y admiración los infatigables esfuerzos de Vuestra Santidad, a través de su magisterio, de sus gestos de amor evangélico, de su constante peregrinación por todos los caminos del mundo, para llevar a todos los pueblos y a todos los hombres de buena voluntad vuestros mensajes y vuestro testimonio sobre el valor intrínseco de la persona humana, sobre la defensa de la familia como célula básica de la sociedad, sobre la dimensión espiritual del desarrollo económico y social, sobre la subordinación de los logros de la ciencia a los principios morales y éticos, sobre la promoción de la justicia dentro de las naciones y entre las naciones, que, como lo señala Vuestra Santidad en su memorable encíclica «Centesimus annus», es el fundamento de la paz, supremo objetivo de la convivencia humana, del cual Vuestra Santidad es iluminado cruzado.

En este contexto, uno mi voz a quienes me precedieron representando al Uruguay ante la Santa Sede, en el reconocimiento del papel protagónico cumplido por la Iglesia y por Vuestra Santidad en la génesis y el desarrollo de los procesos que en los últimos años cambiaron profundamente el panorama internacional, trayendo a millones de seres humanos al pleno goce de sus derechos y libertades y abriendo a todo el mundo las puertas de la esperanza al umbral del nuevo milenio.

Santidad: el Uruguay, que es una sociedad de composición plural, en la cual individuos de todas las ideas, razas y creencias conviven en el marco de una organización auténticamente democrática en que se respetan plenamente los derechos humanos y las libertades fundamentales, ha logrado alcanzar, aun siendo un país en desarrollo, un alto nivel de calidad de vida para sus gentes, como lo demuestran los índices de las Naciones Unidas, y su Gobierno sigue esforzándose para asegurarles un futuro de mayor prosperidad y bienestar, poniendo énfasis en la educación y la justicia social, y sobre la base del afianzamiento de los valores espirituales imprescindibles para el desarrollo integral de todos y cada uno de sus habitantes, a fin de construir una sociedad más justa y más fraterna. Esa construcción tiene un pilar fundamental en la paz. Por ello el presidente Batlle está empeñado en sellar la paz entre los uruguayos, en superar las divisiones del pasado y restañar las heridas sufridas en un período doloroso de nuestra historia, buscando crear un estado del alma -según sus propias palabras- como esencia de esa paz, que nos permita trabajar todos juntos por el bien común.

En sus esfuerzos para lograr esa meta cuenta con el apoyo de la Iglesia uruguaya y la colaboración personal del arzobispo de Montevideo, monseñor Nicolás Cotugno.

Al hablar del desarrollo de mi país, no puedo dejar de referirme a la gran empresa de integración en que está embarcado el Uruguay, conjuntamente con otros tres países hermanos: Argentina, Brasil y Paraguay en el Mercado Común del Sur (MERCOSUR), al que se han asociado Bolivia y Chile. El Uruguay es consciente de que sus pasos para alcanzar plenamente aquel desarrollo deben transitar el camino de la integración, de la integración que se irá consolidando y perfeccionando en el Mercosur, y que mira asimismo a los demás países de América.

Ese proceso de integración que persigue el pleno y auténtico desarrollo integral de sus miembros, no puede sino fundarse en aquellos principios y valores espirituales sembrados por la acción evangelizadora de la Iglesia católica en América, que constituyen la raíz común de nuestros pueblos.

Santidad: al honrarme con esta alta misión, el presidente de la República me ha encargado de transmitirle sus muy cordiales saludos, así como sus sentimientos del más alto aprecio a vuestra obra de sembrador de amor fraterno, de verdad, de justicia y de paz, y a su excelsa persona, para quien formula sus mejores votos, que son los del pueblo uruguayo, de una larga y fecunda vida al servicio no sólo de la Iglesia sino de toda la humanidad.

Y para ese pueblo uruguayo, en cuya memoria ha quedado grabado indeleblemente el recuerdo de vuestras visitas pastorales de 1987 y 1988 y el impacto imperecedero de vuestro mensaje y vuestras enseñanzas, para católicos y no católicos, lo que ha quedado testimoniado con la imponente cruz erigida en el corazón de Montevideo donde Vuestra Santidad celebró una misa multitudinaria, me permito solicitaros la bendición apostólica, que seguramente recibirán con confianza y afecto profundos los millares y millares de fieles católicos del Uruguay y todos sus habitantes de buena voluntad.