Tomás Regio, obispo

Nació en Génova el 9 de enero de 1818, de familia noble. Aunque se podía prever para él una carrera brillante, a los 20 años decidió hacerse sacerdote, dejándolo todo.

«Quiero hacerme santo a toda costa, basando mi vida sobre dos pilares seguros: la oración y la ascesis», dirá al hacer su elección definitiva. Recibió la ordenación sacerdotal el 18 de septiembre de 1841. A los 25 años, es nombrado vicerrector del seminario de Génova y sucesivamente rector del seminario de Chiávari. Se propuso impulsar a los futuros sacerdotes a estar dispuestos a comprometer su vida, sin titubeos, por Dios y por la Iglesia.

Precisamente mientras dirigía el seminario, desarrolló una intensa actividad como periodista: fue uno de los cofundadores del primer periódico italiano. En su periódico se preocupó de defender la fe y los principios auténticos del cristianismo.

En 1865, durante la campaña electoral, el «Estandarte católico» luchó, liderando a otros 25 periódicos, por promover listas de candidatos católicos, con la ilusión de crear un partido católico. Con todo, la propuesta resultaría demasiado audaz y cuando en el 1874 el «non expedit» sonó claro y los católicos fueron invitados a no votar, Tommaso «intuyó» que su periódico no podía continuar. Lo cerró sin ninguna queja, preocupado únicamente de estar en sintonía con el Papa y con la Iglesia. Sólo expuso claramente su pensamiento cuando fue consultado por la Santa Sede.

En 1877 fue consagrado obispo de Ventimiglia, diócesis sumamente pobre, que recorrió en más de una ocasión. Fue pastor clarividente y amante de su rebaño. Convocó tres sínodos en quince años. Creó nuevas parroquias, renovó la liturgia y en especial el canto; y se esforzó por mantener el patrimonio artístico de las iglesias.

En 1878 fundó una congregación religiosa, las Religiosas de Santa Marta, que tienen por finalidad «responder a las necesidades de todo tiempo». Les pidió acoger «a los más pobres entre los pobres... como Marta, que tuvo la ventura de servir a Jesús con el humilde trabajo de sus manos». Aprendieron de él a adorar en silencio, a alimentarse de la oración, a encontrar «de rodillas» las razones de una fe que hace descubrir a Cristo en los pequeños con quienes se identificaba.

Cuando, en 1887, un terremoto azotó la región, mons. Reggio, no obstante su avanzada edad, se presentó inmediatamente en el lugar del siniestro. No esperó la ayuda: la llevó. No se limitó a bendecir y a consolar; convocó a los párrocos y les pidió que elaboraran, parroquia por parroquia, un informe puntual y riguroso de la trágica situación. Las ayudas, recogidas también entre los lectores de varios periódicos «amigos», se distribuyeron con gran esmero.

Su sotana remendada y el reloj atado con un pedazo de cuerda, testimonian que verdaderamente, de rico que era, se había hecho «pobre» por su gente. La gran cantidad de huérfanas y huérfanos que dejó el terremoto constituyeron su primera preocupación: algunos fueron internados en centros ya existentes; otros, alojados en las casas de las Religiosas de Santa Marta, que «redujeron el espacio que ocupaban» para hacerles un lugar.

Fundó el orfanato de Ventimiglia y sus religiosas tuvieron que ocuparse de los niños, pero él, el obispo, siempre estuvo presente.

En 1892 escribió al Papa: «Ruego a Vuestra Santidad que me exima de mi cargo de obispo para poder volver a ser un simple sacerdote. Temo, Santo Padre, que al hacerse lento por la edad el obispo, toda la diócesis se duerma. Pido cesar de mi cargo en paz como un siervo fiel, y ruego confíe a otros una tarea tan pesada».

La respuesta del Santo Padre fue sorprendente: en mayo de ese mismo año lo nombró arzobispo de Génova. A pesar de tener 74 años y de las dificultades que implicaba, aceptó humildemente el encargo, para cumplir la voluntad de Dios.

Cuando en 1900 la Italia católica decidió consagrar a Dios y a la Virgen el nuevo siglo, mons. Reggio invitó a todos los obispos de la región a una gran peregrinación al monte Saccarello, donde se colocó la estatua del Redentor.

También él partió desde Génova en un vagón de tercera clase, con algunos sacerdotes, hacia Triora, un pueblecito a los pies del monte. El deseo de subir era muy fuerte, pero un malestar se lo impidió. Fue el inicio de la enfermedad que lo llevaría al término de su vida.

Murió en la tarde del 22 de noviembre de 1901 contestando a quien le preguntaba si deseaba algo: «Dios, Dios, Dios sólo me basta».