Gestos Jubilares

Reflexiones de los obispos de lo República Argentina en su LXXIX asamblea plenaria

 

Amnistía para los indocumentados
con motivo del gran jubileo

La Iglesia, por su misión específica, está marcada profundamente en su acción pastoral por el compromiso con el pueblo de Dios migrante por el mundo. Las orientaciones de Su Santidad Juan Pablo II, en el mensaje de la «Jornada mundial de los emigrantes del año 2000» (21 de noviembre de 1999), nos invitan a reflexionar y tener en cuenta:

«Al celebrar el gran jubileo del año 2000, la Iglesia no quiere olvidar las tragedias que han marcado el siglo que está a punto de concluir. (...) La buena nueva es anuncio del amor infinito del Padre, que se manifestó en Jesucristo, el cual vino al mundo "para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52). (...) Y considera urgente con respecto al reconocimiento efectivo de los derechos de los emigrantes, que se sepa superar, en relación a ellos, una actitud estrictamente nacionalista a fin de crear una legislación que reconozca el derecho a la emigración y favorezca su integración».

Los inmigrantes que carecen de documentación constituyen una realidad y conforman por sus características socioeconómicas un grupo de extranjeros marginados.

La necesidad de buscar una inserción social para ellos tiene que ver con un objetivo de justicia y con los derechos humanos de los inmigrantes. También con la necesidad de que, estando estos migrantes bajo la protección de la Constitución nacional y las leyes argentinas, se adapten e integren en esta comunidad, reconociendo que su proyecto de vida está fundamentalmente relacionado con nuestro país. Sus diferencias culturales son un verdadero enriquecimiento para nuestra identidad, que siempre se caracterizó por integrar la diversidad en la unidad.

Por eso, nos parece necesario que se otorgue una amnistía amplia y generosa, que responda a la difícil y afligente situación de muchos indocumentados.

La Conferencia episcopal argentina solicita la amnistía en el año del gran jubileo. La misma se inscribe en el marco de los programas de regularización migratoria, que tienen como objetivo integrar a los inmigrantes indocumentados, y a sus familias residentes, a las estructuras sociales, económicas y culturales de la sociedad argentina.

Por otra parte, consideramos que nuestra petición no se limita ni se agota en la posibilidad de esta amnistía. Hay razones para considerar que se trata no sólo de una medida de regularización, sino del inicio de un cambio significativo y auspicioso para el tratamiento del fenómeno de las migraciones en la Argentina.

La Comisión católica para las migraciones tiene casi cincuenta años de experiencia en la atención integral de inmigrantes y refugiados y cuenta con antecedentes históricos de colaboración con el Gobierno argentino en iniciativas humanitarias a favor de los inmigrantes.

A partir de un acuerdo firmado en ocasión del último decreto de amnistía (1992), se prestó apoyo y colaboración para su implementación, motivo por el cual en caso de dar curso favorable a la presente petición, esta institución, dependiente de la Conferencia episcopal argentina, ofrece nuevamente su ayuda a nivel nacional.

Que Nuestra Señora, Madre de los inmigrantes, tenga a bien interceder ante las necesidades de todos sus hijos.

 

El gran jubileo y el derecho
a la tierra de los pueblos aborígenes

El documento «Para una mejor distribución de la tierra», del Consejo pontificio Justicia y paz, propone: «Solicitar a todos los niveles una fuerte toma de conciencia de los dramáticos problemas humanos, sociales y éticos que desencadena el fenómeno de la concentración y de la apropiación indebida de la tierra. Se trata de problemas que golpean en su dignidad a millones de seres humanos y privan de una perspectiva de paz a nuestro mundo».

La Conferencia episcopal argentina reconoce que estos problemas también se presentan en nuestro país y afectan particularmente a las comunidades aborígenes.

Fundamentos doctrinales y jurídicos
del derecho a la tierra

Juan Pablo II, en sus múltiples viajes por América Latina, ha percibido esta situación y ha dejado asentada una extraordinaria doctrina en relación con estos temas. En su carta apostólica Tertio millennio adveniente, de preparación para el gran jubileo del año 2000 del nacimiento de Jesucristo, nos impulsa a responder al pedido incesante de los pueblos aborígenes en relación a sus tierras. El Año jubilar debe servir al restablecimiento de la «justicia social». «En la tradición del Año jubilar encuentra una de sus raíces la doctrina social de la Iglesia», señala el Papa (ib., 13).

El documento del Consejo pontificio Justicia y paz refleja la situación de los pueblos aborígenes de nuestro país, cuando afirma: «En la mayoría de los casos, la expansión de las grandes empresas agrícolas, la construcción de grandes instalaciones hidroeléctricas, la explotación de los recursos mineros, petrolíferos y madereros de los bosques en las áreas de expansión de la frontera agrícola han sido decididas, planificadas y realizadas sin considerar los derechos de los habitantes indígenas. Todo esto tiene lugar de forma legal, pero el derecho de propiedad promulgado por la ley se encuentra en conflicto con el derecho de uso del suelo originado por una ocupación y por una pertenencia cuyos orígenes se remontan a tiempos muy lejanos. Los pueblos indígenas, que en su cultura y en su espiritualidad consideran la tierra como el valor fundamental y el factor que los une y que alimenta su identidad, perdieron el derecho legal de propiedad de las tierras donde viven desde hace siglos en el momento en que se crearon los primeros latifundios. (...) También puede ocurrir que los indígenas corran el riesgo, absurdo pero concreto, de que se les considere como invasores de sus propias tierras» (n. 11).

«Las consecuencias sociales son elevadas y graves. (...) Los pueblos indígenas presionados para que se alejen de sus tierras, asisten a la disolución de sus instituciones económicas, sociales, políticas y culturales, y ven cómo se destruye el equilibrio medio ambiental de sus territorios» (n. 19).

Por otra parte, la Constitución nacional ha realizado un aporte significativo al reconocimiento de la dignidad de los pueblos aborígenes, al declarar sin ambigüedades sus derechos y deberes: «Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural, reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás derechos que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones» (art. 75, inc. 17, 1994).

Algunas provincias han reformado sus Constituciones para adecuarlas al espíritu y a la letra de la Constitución nacional. También existen leyes provinciales específicas que establecen suficientes fundamentos jurídicos para concretar el derecho a la tierra. Otras provincias argentinas todavía están en deuda respecto de este proceso.

La realidad
de las tierras aborígenes

En los últimos años algunas comunidades aborígenes de la Argentina han podido recuperar parte de sus territorios tradicionales. Sin embargo, tanto en el norte como en el sur del país podemos constatar situaciones que atentan contra la existencia de las poblaciones aborígenes:

- Algunos títulos de las tierras fueron confeccionados sin respetar lo preceptuado en la Constitución nacional;

- se entregan parcelas insuficientes a familias o comunidades numerosas, que no permiten la subsistencia ni el desarrollo humano;

- se entregan tierras fiscales a comunidades aborígenes sin resolver con criterios justos las cuestiones que también atañen a pobladores criollos en esas mismas tierras, en las que han convivido pacíficamente durante generaciones, con posibles conflictos entre pobres y transferencia del problema a los grupos afectados. Al mismo tiempo se constata el otorgamiento de tierras a nuevos propietarios debido a privilegios y favoritismos políticos;

- se atenta contra la unidad y la organización de las comunidades aborígenes, que solicitan un título único e indiviso para mantener su cohesión social, el ecosistema y los recursos naturales;

- se ofrecen tierras en zonas alejadas de los territorios tradicionales donde viven otras comunidades aborígenes y donde hay otros ecosistemas, inadecuados a las pautas culturales, posibilidades y necesidades de quienes las reciben;

- se dan inexplicables dilaciones en las decisiones políticas;

- en los últimos años se ha podido constatar un acelerado proceso de concentración y «apropiación indebida de la tierra por parte de propietarios o empresas nacionales e internacionales, en algunos casos apoyadas por instituciones del Estado, que pisotean todo derecho adquirido (...), despojando a los pequeños agricultores y a los pueblos indígenas de sus tierras» («Para una mejor distribución de la tierra», 33).

Recomendaciones
en el espíritu del gran jubileo:

- Exhortar al Gobierno nacional y a los gobiernos provinciales, en sus diversos poderes, a acelerar la transferencia o devolución de las tierras que los pueblos aborígenes reclaman legítimamente, haciendo efectivos los derechos de estos pueblos, ampliamente reconocidos en los nuevos instrumentos legales;

- solicitar al Gobierno nacional que proceda a hacer el depósito, en la sede de Ginebra, de la ratificación del Convenio 169 de la OIT, aprobado por la ley nacional n. 24.071, para que nuestro país se comprometa ante la comunidad internacional a resguardar los derechos indígenas;

- pedir a los gobiernos que se implementen los mecanismos necesarios para que las comunidades aborígenes -convenientemente informadas- puedan participar en las decisiones que las afectan;

- valorar el gesto de diversas instituciones eclesiales, que han cedido o procurado tierras a comunidades aborígenes; alentamos a continuar esta actitud de solidaridad;

- alentar a las comunidades aborígenes y criollas que conviven en un mismo suelo a crecer en la amistad social y comunitaria, y a dar testimonio de ella ante la sociedad.

Valoramos las inquietudes de las distintas Iglesias cristianas con las cuales podemos compartir una actitud ecuménica. Agradecemos y pedimos a Dios que bendiga la labor de todos los cristianos y de las instituciones públicas y privadas que contribuyen eficazmente, de múltiples maneras, al bien de los pueblos aborígenes. Les animamos fraternalmente a continuar en este empeño de amor y de dignidad.

La Iglesia, reconociendo la obra creadora de Dios, quiere caminar junto a los pueblos aborígenes en espíritu de ayuda y de servicio y seguir contribuyendo a reparar las injusticias del pasado y del presente. Pedimos perdón a Dios y a los pueblos aborígenes por las acciones de los cristianos que en este ámbito no han sido fieles a Cristo y al Evangelio. Pedimos a María, que en Guadalupe manifestó su predilección por los pueblos aborígenes en la persona del indiecito Juan Diego, que los acompañe con su protección maternal.

 

Reflexiones sobre los encarcelados
en ocasión del gran jubileo

El jubileo es un tiempo en el cual la Iglesia, por misericordia de Dios, ejerce su ministerio de reconciliación de manera extraordinaria para que cada uno de nosotros se arrepienta de sus pecados y cambie su conducta; poniéndonos así en condiciones de recuperar lo que con nuestras solas fuerzas no podríamos alcanzar: la participación en la vida de Dios, verdadera respuesta a las aspiraciones profundas del corazón humano (cf. Incarnationis mysterium, 2).

En este espíritu jubilar nos dirigimos en primer lugar a los encarcelados, porque también ellos, como todos los hermanos, son llamados a buscar la misericordia de Dios en el perdón, la conversión y la libertad interior.

Conscientes de la situación de inseguridad reinante, que motiva comprensibles reclamos por parte de la ciudadanía, compartimos el injusto sufrimiento de tantas personas que son víctimas del accionar delictivo. Nos preocupa el miedo que se vive en nuestra sociedad, miedo que limita, paraliza y que es, a su vez, generador de nueva violencia. Sin embargo, en este gran jubileo queremos hacer algunas reflexiones.

Es verdad que el Estado de derecho debe contar con leyes justas que garanticen la paz social. Es necesario recordar que las leyes penales han de imponer sanciones proporcionadas a la gravedad de los delitos. Por otro lado, la administración de justicia debe caracterizarse por un sano equilibrio entre firmeza y humanidad, celeridad en los procesos e independencia de toda injerencia ajena a ella.

El Estado tiene la misión de garantizar eficazmente las condiciones para que la actividad judicial pueda cumplir adecuadamente sus fines. Es deber de la sociedad entera contribuir a la justicia, nota esencial de una nación políticamente madura.

El jubileo comporta una exigencia de hacer realidad una cultura de la justicia, tanto en el orden institucional como en el nivel de los hábitos profundos de los servidores de la sociedad: en el ámbito político, económico, social, educativo y de los medios de comunicación social. Es necesario superar actitudes de hipocresía social que fomentan la difusión de la violencia y el crimen, al tiempo que reclaman mayor seguridad. Sólo así será posible vencer el flagelo de la corrupción que afecta de un modo tan hondo y extenso nuestra cultura actual.

La necesaria celeridad de los procesos a veces se ve gravemente entorpecida por el ingente número de causas y la escasez de medios humanos y materiales para proveerlas adecuadamente. Es preciso, sin embargo, que la lentitud de las causas sea combatida de todas las formas posibles, tanto por el bien de los acusados como por el de la sociedad en su conjunto.

De acuerdo con la Constitución nacional destacamos la necesidad de mejorar las condiciones de vida de los encarcelados, profundizar el esfuerzo orientado a su reeducación y rehabilitación, incluyendo una adecuada capacitación laboral, en orden a su reinserción social una vez cumplida la pena. Es preciso, además, garantizar al encarcelado una completa asistencia sanitaria. Lamentamos que en muchísimas cárceles tengan que convivir encausados, procesados y condenados bajo el mismo régimen.

Conspira directamente contra la calidad de vida en las cárceles el hacinamiento que deben padecer los privados de la libertad, no sólo debido a la falta de instalaciones dignas, sino también a la morosidad de los juicios: una gran parte de dicha población está constituida por procesados sin sentencia firme.

Siempre ha de evitarse la imposición de sanciones al encarcelado que comporten riesgo o perjuicio a su salud física, mental o a su vida de relación, especialmente respecto al contacto con su familia.

Valoramos la labor que realizan los capellanes penitenciarios, consagrados y fieles laicos en la asistencia y evangelización de los privados de libertad y sus familiares. Asimismo, destacamos -aun sin desconocer la existencia de graves inconductas reglamentarias- la abnegación de aquellos miembros del personal penitenciario que con la ejemplaridad de sus conductas facilitan la recuperación de los privados de libertad.

El jubileo constituye una invitación a descubrir y realizar signos que hagan visible la misericordia de Dios, lo cual es hoy especialmente necesario en el orden de la caridad hacia quienes viven situaciones de marginación (cf. Incarnationis mysterium, 12). Uno de esos signos con relación a quienes están privados de la libertad podría ser el recurso más frecuente a la antigua institución de la conmutación o reducción de penas.

Es, sin duda, inquietante para muchos el pensar que personas que han delinquido puedan quedar en libertad, pero es asimismo un signo de fortaleza y grandeza de espíritu que una sociedad sea capaz no sólo de legislar sobre los delitos y sancionarlos con severidad, sino también de ejercer la misericordia hasta el perdón con aquellos que han demostrado arrepentimiento por su delito, el dolor de haberlo cometido y los hábitos de un cambio de conducta. Invitamos a cada encarcelado a una conversión del corazón a Jesucristo, para reconciliarse con él y la sociedad, en la cual habrá de reintegrarse.

Es necesario proceder de acuerdo con las leyes establecidas y se han de someter las causas a un estudio personalizado considerando todas sus circunstancias. A este fin, cuando fuere necesario, habrá de incrementarse el número de juzgados de ejecución penal, de tal modo que los jueces puedan atender de manera personal a los encarcelados y controlar efectivamente la ejecución de las penas.

Tanto para los cristianos como para todo hombre de buena voluntad, este año jubilar ha de ser un momento privilegiado en el que se experimente la fuerza renovadora del amor de Dios, que perdona y reconcilia (cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Cuaresma del año 2000, n. 4). Jesús prosigue su presencia en quien está privado de libertad y nos dice «estuve preso y me vinieron a ver» (Mt 25, 36). Que nuestros hermanos encarcelados puedan compartir el gozo de este tiempo de gracia jubilar y que la Virgen María, Madre de todos los hombres, nos haga muy sensibles a su dignidad y a sus necesidades.

San Miguel, 11 de mayo de 2090

Los obispos de Argentina