Crónica de la apertura de la Jornada

De nuevo se celebra en Roma este año la Jornada mundial de la juventud. Como se sabe, estas Jornadas son un momento fuerte de evangelización del mundo juvenil, un medio importante de diálogo entre la Iglesia y los jóvenes, y una fiesta de esperanza. Se alternan la celebración a nivel mundial y la que se realiza a nivel diocesano: el Papa, al establecerlas de modo oficial en 1986, determinó que se celebraran en las diócesis cuando se creyera más, oportuno y cada dos años se tuviera un encuentro internacional.

Se han celebrado ya siete encuentros internacionales: Roma (1985) con ocasión del Año internacional de la juventud, Buenos Aires (1987), Santiago de Compostela, España (1989), Czestochovva, Polonia (1991), Denver, Estados Unidos (1993), Manila (1995) y París (1997). La afluencia de jóvenes ha ido siempre en aumento; en la apertura de la actual jornada participaron más de un millón.

Desde el comienzo -esta es la XV Jornada- Juan Pablo II encargó la organización de las Jornadas mundiales de la juventud al Consejo pontificio para los laicos, dicasterio vaticano que se ocupa de los fieles laicos en el mundo y, por tanto, también de la juventud.

La gran peregrinación de jóvenes, procedentes demás de ciento cincuenta países de todos los continentes, ha convertido a la ciudad eterna, del 15 al 20 de agosto, en la capital de la juventud. La mayoría de los participantes en la Jornada, muchos de los cuales fueron llegando a Italia los días anteriores, se alojan en familias, en parroquias, en centros escolares u otros lugares adaptados para ello.

Como se sabe, Su Santidad ha hospedado a quince jóvenes en el palacio apostólico de Castelgandolfo: tres de cada uno de los cinco continentes.

La mañana del día 15, solemnidad de la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma al cielo, los jóvenes se distribuyeron por las diversas parroquias de Roma y otros lugares de culto para participar en la eucaristía, y fueron acogidos con el gesto típico de la caridad cristiana; el lavatorio de los pies, como nos enseñó nuestro Señor Jesucristo en la última cena y como san Felipe Neri recibía a los peregrinos que venían a Roma para el Año santo. El tema de la celebración fue «María del Magnif¡cat»: María introduce a los jóvenes en el misterio de la Encarnación, que es el centro de esta jornada mundial.

Por la tarde, tuvo lugar el acto oficial de apertura, que se celebró en dios momentos sucesivos: el primero en la explanada de San Juan de Letrán, catedral de Roma; y el segundo en la plaza de San Pedro.

Poco antes de las seis de la tarde, Juan Pablo II se trasladó desde Castelgandolfo y llegó en el coche descubierto a la explanada de San Juan de Letrán, donde se habían congregado principalmente los jóvenes de Roma y del resto de Italia; muchos estaban allí desde la hora del Ángelus, y amenizaron la espera con cantos ejecutados por jóvenes pertenecientes a asociaciones y movimientos eclesiales, reflexiones sobre la paz, la lucha contra la pobreza, la abolición de la pena de muerte, la condonación de la deuda externa de los países pobres, etc., y momentos de alegría, manifestando la voluntad de estar juntos y testimoniar su fe, irresistible y contagiosa. Juntamente con el coro «Viva la gente», los jóvénes entonaron varias canciones; con la compañía «Ánimo, venid», cantaron la sencillez y la «perfecta alegría» de san Francisco de Asís; y se conmovieron profundamente cuando el superior del sacro convento les mostró la reliquia del autógrafo de san Franc¡sco a fray León con las alabanzas «al Dios Altísimo». Algunos jóvenes colocaron en el palco, cerca de dos olivos, una reproducción de la Virgen Salus populi romani y del Crucifijo de San Damián, que habló al «Pobrecillo de Asís» y que le hizo orientar su vida hacia la radical¡dad evangélica.

Su Santidad entró en la plaza acompañado de los cardenales Camillo Ruin¡, vicario suyo para la diócesis de Roma y presidente de la Conferencia episcopal italiana, y James Francis Stafford, presidente del Consejo pontificio para los laicos. Participaron también en el encuentro algunos cardenales, entre ellos el secretario de Estado, Angelo Sodano.

A las seis en punto, después de saludar a los miles de f¡eles distribuidos en los diferentes sectores, que llenaban también las plazas y calles adyacentes, comenzó el acto de acogida con el saludo de dos jóvenes y del cardenal Ruin¡. Siguió la intervención del Vicario de Cristo, que se vio interrumpida en varias ocasiones por el entusiasmo de los jóvenes mediante aplausos, aclamaciones y cantos. El Papa dialogaba cordialmente con los muchachos, sin importarle el paso del tiempo; hasta que -despues de mirar el reloj- dijo que tenía que trasladarse a la plaza de San Pedro para saludar a los jóvenes de los distintos continentes y llevarles al mismo tiempo su saludo. En la página 4 ofrecemos las palabras que les dirigió el Obispo de Roma.

Aunque el programa era que la segunda parte comenzara en la plaza de San Pedro a las siete de la tarde, la multitud que fue encontrando sobre todo en las cercanías del Vaticano hizo que se retrasara hasta después de las siete y media. Desde la columnata de la plaza de San Pedro flameaban ciento cincuenta y nueve banderas de las naciones de proveniencia de los jóvenes participantes en el encuentro mundial. En los balcones laterales de la fachada de la basílica colgaban dos estandartes con el tema de la jornada: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros», y la leyenda «Jóvenes de todo el mundo, sois nuestros amigos y huéspedes». En el balcón central ondeaba un tapiz que representaba el misterio de la venida del Espíritu Santo, y a ambos lados de la puerta central del templo había dos grandes olivos. Las estatuas de san Pedro y san Pablo estaban adornadas con claveles rojos. En la parte derecha del atrio, destacaba una gran cruz de hierro, cuya base se transformó en la tienda bíblica. El centro de las escalinatas estaba convertido en un gran jardín, cuya ornamentación fue obsequio del ayuntamiento de Roma.

Correspondió al cardenal Stafford dirigir las palabras de saludo al Romano Pontífice y dos jóvenes del Foro internacional, de la República de Guinea y de Corea, le dieron la bienvenida en nombre de todos. Al comienzo de la celebración, desde dos de los balcones de la basílica resonaron trompetas, cuernos y otros instrumentos de aire. Al ritmo de las notas del himno «Jubilate Deo», tres jóvenes vestidos de blanco ejecutaron una danza ante Juan Pablo II. Luego saludaron al Romano Pontífice muchachos de República de Guinea, Corea, Francia, Canadá y Papúa Nueva Guinea, representando a los cinco continentes. Seguidamente el Papa dio la bienvenida a los miles de jóvenes que participaban en esta celebración y les presentó las figuras de san Pedro y san Pablo como dos olivos plantados en el sólido terreno de la fe y dos lamparas que arden ante el Señor de la historia; al mismo tiempo les deseó que su luz resplandezca ante los hombres. Fue en este momento cuando Juan Pablo II entregó lámparas a dos parejas de jóvenes: una formada por una camerunense y un húngaro, y otra formada por una nicaragüense y un israelí.

Mientras se cantaba el Magníficat, el Papa puso incienso en las lámparas que tres chicas -una nigeriana, una jordana y una tailandesa- depositaban junta al cuadro de la Virgen, «Salus populi romani», al misma tiempo que otras tres chicas -una italiana, otra de San Vicente-Antillas y otra albanesa- adornaban con cestos de flores.

Siguió la presentación de los continentes: ocho jóvenes con banderas de distintos colores según continentes (el verde, para los cuarenta y cinco países de África; el rojo, para los veintinueve de América; el amarillo, para los cuarenta y tres de Asia; el azul, para los treinta y nueve de Europa; y el naranja para los cuatro de Oceanía) subieron al atrio y presentaron una fina coreografía, mientras otros se situaban con banderas en el obelisco y en torno a la gran cruz. Cantos, coros y aclamaciones, junto con expresiones de alegría, entusiasmo y emoción, se sucedían sin cesar, especialmente cuando el Papa iba citando a los diferentes grupos de jóvenes, en particular a los de los países marcados por el odio, la violencia, la guerra...

Juan Pablo II fue acogiendo a dos representantes de cada continente y les impuso una medalla, símbolo de la peregrinación jubilar a Roma. Un grupo de jóvenes de los diferentes continentes danzó al ritmo de instrumentos de percusión, con coreografía original, creada expresamente para realizar la «construcción de la tienda»: «El Verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros». Lentamente, el plano central de la cruz de hierro se ensanchaba y la tienda blanca adquiría su forma. Un joven vestido de rojo llevó el libro de los Evangelios, lo colocó en la tienda, mientras la asamblea cantaba el Aleluya, y leyó en español el prólogo del evangelio de san Juan. Se cantó de nuevo el Aleluya y el Santo Padre pronunció el discurso que publicamos en la página 5. Luego rezó así: «Jesucristo, Verbo de Dios, que os ha convocado de todos los continentes y os invita a la conversión, guíe vuestros pasos, ilumine vuestra mente y haga puro vuestro corazón para que seáis mensajeros alegres del Evangelio».

Siguió la oración de los fieles en francés, inglés y alemán y el canto del paternóster, antes de impartir la bendición.

En el acto participaron también treinta cardenales y numerosos arzobispos y obispos de todo el mundo.