Antropología cristiana

y homosexualidad

P. Georges COTTIER, o.p.
Teólogo de la Casa pontificia

El volumen número 38 de la colección Cuadernos de L'Osservatore Romano, que lleva por título «Antropología cristiana y homosexualidad», incluye numerosos comentarios de algunos expertos en las diversas disciplinas relacionadas con este tema: psicológicas, jurídicas, bíblicas y pastorales. Estos ensayos, presentados por el profesor Giuseppe Dalla Torre, se publicaron originariamente como artículos en el diario L'Osservatore Romano, entre marzo y abril de 1997. La primera edición del volumen se agotó rápidamente. Es necesario dar las gracias al editor que, con la segunda edición del Cuaderno, pone nuevamente a disposición del público este valioso material.

Para las personas en particular, pero también para la sociedad y el orden jurídico, las cuestiones relacionadas con la homosexualidad revisten una gravedad notoria. Las provocaciones y la turbulencia de las pasiones con respecto a este asunto complejo, y a menudo doloroso, aumentan la confusión, que ya es grande.

Esta colección de ensayos tiene el mérito de afrontar el problema verdadero y proponer orientaciones inspiradas en la antropología cristiana. Además, constituye un valioso instrumento de reflexión y una guía prudente para poder tomar decisiones.

Una primera serie de problemas atañe a la persona con tendencias homosexuales. Estos problemas guardan relación con el origen de la homosexualidad, que aún sigue siendo misterioso y que, de cualquier forma, no responde a un esquema unívoco. Otros problemas son de índole psicológica y relacional.

Sin embargo, la interpretación de los problemas, y el tipo de solución que se trata de darles se insertan en el marco de ciertas concepciones antropológicas fundamentales. Estas concepciones, si se profundiza convenientemente, resultan de verdad liberadoras.

La carta publicada por la Congregación para la doctrina de la fe, con fecha 1 de octubre de 1986, sobre la atención pastoral a las personas homosexuales enunció un principio básico: «La persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, no puede ser definida de manera adecuada con una referencia reductiva sólo a su orientación sexual. (...) Todos tienen la misma identidad fundamental: el ser criatura y, por gracia, hijo de Dios, heredero de la vida eterna» (n. 16). En otras palabras, la persona trasciende su sexualidad; por tanto, no puede quedar prisionera de ella. En este primer nivel ontológico, todos los seres humanos, en cuanto personas, tienen los mismos derechos. Todos tienen derecho al respeto; nadie debe ser objeto de discriminación o desprecio. El respeto se ha de expresar también con el lenguaje: se debe hablar de personas homosexuales, evitando apelativos que encasillen a las personas en una categoría: homosexuales, lesbianas.

Incumbe alas personas responder libremente a la vocación a la filiación divina y a la vida eterna. La ley moral -ley natural y ley evangélica- las ilumina y orienta a lo largo de este camino de eternidad. Nadie está excluido de la vocación a la santidad, del mismo modo que nadie está exento de las exigencias de la ley moral, que son exigencias de libertad.

Esta vocación primaria constituye el horizonte de toda vocación específica. Por tanto, en relación con este horizonte se comprende el sentido de la sexualidad humana. Aquí encontramos el segundo dato importante. Al crear al ser humano a su imagen y semejanza, Dios los hizo varón y mujer. La distinción de los sexos funda una relación de complementariedad, que se realiza precisamente en el matrimonio único e indisoluble, abierto a la procreación. En el matrimonio se verifica, de acuerdo con el designio divino, un diálogo privilegiado. Mediante la entrega conyugal recíproca, los esposos cooperan con Dios en la transmisión de la vida. Para los bautizados, esta relación única ha sido elevada por Cristo a la dignidad de sacramento. Desde esta perspectiva, se comprende la grandeza de la vocación a la paternidad y a la maternidad.

Pero ¿no se deduce, como consecuencia de lo anterior, la exclusión cruel de las personas homosexuales y su inevitable marginación? En realidad, no es así, por dos razones.

La primera se refiere al nexo entre la vocación primaria de toda persona a la vida divina y la vocación específica al matrimonio. Este nexo, por sí mismo, no representa para todos una necesidad. La vocación a la vida divina es trascendente con respecto a cualquier otra, no porque se les oponga, sino más bien porque constituye el principio supremo de integración de toda llamada particular, que encuentra en ella la plenitud de su sentido.

Es significativo que la Iglesia, la cual no deja de subrayar la grandeza de la paternidad y la maternidad en el matrimonio, aliente al mismo tiempo las vocaciones a la vida consagrada y al celibato. En efecto, reconoce que estas dan un testimonio de la espera del Reino y del carácter radical de sus exigencias. No hay que olvidar que los hombres y las mujeres que por amor al Señor renuncian a las responsabilidades y a las alegrías familiares tienen una mayor disponibilidad para estar cerca de todos los que sufren abandono, desprecio y soledad. En la pastoral diaria, más de una persona homosexual ha encontrado acogida y consuelo en un sacerdote o en una persona consagrada.

La segunda razón es que el uso de la facultad sexual debe estar regulado por la virtud de la castidad. Las exigencias de esta virtud se imponen a todos: a los jóvenes, a las parejas casadas, a los solteros y a las personas consagradas. Ciertamente, las modalidades de ejercicio de la castidad varían según el estado de vida; los actos relativos a la sexualidad sólo son moralmente lícitos dentro del matrimonio, en el que su ejercicio sigue estando regulado por esta misma virtud de la castidad. Fuera del matrimonio, esos actos carecen de rectitud moral, es decir, son de índole pecaminosa, al oponerse, como tales, a la auténtica realización de la persona.

Aquí se manifiesta la importancia de la distinción entre orientación homosexual y actos homosexuales. La primera no es imputable a la persona que la descubre en sí. En cambio, los segundos, en contraste con la regla moral, si se realizan deliberada y voluntariamente, constituyen pecado.

La fidelidad a las exigencias de una vida casta puede ser difícil y requerir sacrificios. Pero difícil no quiere decir imposible. Quien recurre con confianza a la oración y a los sacramentos puede luchar victoriosamente contra las tentaciones, y las victorias que obtiene son fuente de alegría espiritual. Es verdad que, en nuestra civilización erotizada, muchas sirenas insinúan que resistir a impulsos considerados irresistibles puede causar desequilibrios psíquicos. Pero esto significa no caer en la cuenta de lo mucho que la persona puede crecer asumiendo con valentía sus responsabilidades y dominando sus instintos. La razón filosófica ya lo intuye; pero, a la luz de la fe, esta lucha de la libertad cobra una nueva dimensión. Lo muestra muy bien el documento al que me refiero (cf. Carta sobre la atención pastoral a las personas homosexuales, n. 12). La persona homosexual que trata de seguir a Cristo está llamada a realizar la voluntad de Dios en su vida, uniendo al sacrificio de la cruz del Señor todos los sufrimientos y dificultades que pueda experimentar a causa de su condición. Para el creyente, la cruz es un sacrificio fecundo, puesto que la vida y la redención brotan de la muerte de Jesús. Aunque esta actitud pueda suscitar burla, no hay que olvidar que este es el destino reservado a todos los discípulos de Cristo.

Por consiguiente, una vida marcada por la homosexualidad no está condenada a la esterilidad. Puede dar frutos espirituales y abrirse al servicio eficaz del próximo.

Los problemas vinculados a la homosexualidad deben considerarse, en primer lugar, en la esfera personal, sin ignorar la carga de sufrimiento y soledad que conllevan.

Sin embargo, no se puede desconocer su dimensión sociopolítica. Como recuerda la colección de ensayos antes citada, refiriéndose a los comportamientos contrastantes de Atenas y Roma, en el curso de la historia no todas las sociedades han reaccionado del mismo modo ante un problema que, probablemente, siempre ha existido.

¿Por qué hoy presenta las características que conocemos en las sociedades occidentales, donde los movimientos que agrupan a las personas homosexuales reivindican, en nombre de la igualdad, un reconocimiento público y jurídico de su unión?

Además del derecho de sucesión, estos grupos pretenden la legalización de sus uniones según el modelo del matrimonio y el derecho a la adopción para las parejas constituidas de este modo.

Estas reivindicaciones sugieren dos tipos de observaciones.

La primera observación concierne al diagnóstico. Estas reivindicaciones, en general, se imponen con virulencia, porque se apoyan en la ideología dominante: el liberalismo filosófico, aliado con el individualismo. El hombre es concebido como un ser autónomo, cuya prerrogativa esencial es la libertad. Esta consiste, ante todo, en la capacidad de disponer de sí y de satisfacer los propios deseos. Desde este punto de vista, no se ve cómo puede integrarse la sexualidad en una vocación a la comunión de las personas. Lo único que importa es el derecho del individuo al ejercicio de su facultad sexual. La crisis del matrimonio, que constatamos hoy, es una de las consecuencias de esta ideología. La misma lógica individualista favorece las reivindicaciones de los movimientos homosexuales.

Se comprende, y esta es nuestra segunda observación, por qué la Iglesia se opone decididamente a ese modo de pensar. Desde luego, lo hace con sus armas propias, es decir, tratando de persuadir respetuosamente a las personas, pero también con valentía, porque la lógica de esa concepción puede llevar a la destrucción del matrimonio y de la familia.

El problema reviste suma gravedad, y es de esperar que los legisladores y los gobiernos, sostenidos por una opinión pública iluminada, sean capaces de valorar a tiempo su importancia.

En efecto, la familia es la base de toda la vida social, a la que asegura estabilidad; de un modo quizá más decisivo aún, garantiza la calidad y la autenticidad de las relaciones interpersonales. Su función pedagógica es insustituible. Se tenga conciencia de ello o no, la ideología individualista sustituye las relaciones de entrega recíproca y de apertura generosa a la vida con relaciones narcisistas. Reivindicar para las parejas homosexuales y para las uniones de hecho derechos equivalentes o análogos a los del matrimonio y la familia, significa alterar la índole misma de estas instituciones, en las que se refleja el designio del Creador.

A los creyentes corresponde testimoniar la verdad de la afirmación de la Gaudium et spes (n. 12): la unión del hombre y la mujer en el matrimonio «constituye la primera forma de comunión entre personas». «La primera»: esto implica que se reconocen otras formas de comunión, siempre que no estén en contraste con aquella, que sigue siendo el paradigma. Por lo demás, es precisamente en la familia donde se educan los corazones para el sentido auténtico de la acogida.