Jesucristo, Señor de la historia

Mensaje de la Conferencia episcopal de Argentina al final de su LXXIX Asamblea plenaria

 

Memoria que funda la esperanza

Estamos celebrando el gran jubileo porque hace 2000 años nacía Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre. Ahora que la familia humana se encamina a un nuevo milenio de su historia, la Iglesia católica hace memoria de la primera Navidad, en la que el Hijo de Dios ingresaba como hombre en el tiempo y en la historia. La puerta de la basílica de San Pedro, que Juan Pablo II abrió en la Navidad de 1999, es un signo de que la gracia de Dios que Jesús nos trajo se ofrece con abundancia a los que iniciamos este tramo de la historia. Es una oportunidad para que la buena noticia anunciada a los pobres acerca de la llegada de un tiempo de liberación y libertad, se haga carne en iniciativas de justicia y santidad (cf. Lc 4, 18-19). Es ocasión para escuchar la invitación de Jesús resucitado que nos dice: «Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Ap 3, 20). Esta puerta abierta nos permite ingresar en la Iglesia, donde recibimos la invitación a un conjunto de pensamientos, actitudes y sentimientos con los cuales los seguidores de Jesús debemos vivir la memoria que funda la esperanza y emprender el camino del tercer milenio (cf. Incarnationis mysterium, 8).

Meditación y confesión de fe al comenzar un nuevo milenio

Es verdad que finalizamos un milenio en el que se ha silenciado a Dios y se ha profanado al hombre hasta proclamar la muerte de ambos, por medio de injusticias inmensas, de libertades conculcadas o mal vividas de escepticismo y desesperanza, de múltiples atropellos contra la vida, de nuevas formas de idolatría del tener, del placer y del poder. Pero precisamente en estas circunstancias Jesús nos está diciendo una vez más: «¡Levántate y camina!» (Lc 5, 23-24), «Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20), «¡Vengan a mí todos los que están cansados y afligidos, y yo los aliviaré!» (Mt 11, 28). Sabemos que, si Dios permite pruebas, es porque, en su misericordia, tiene preparado su auxilio eficaz. Más aún, sabemos que en medio de todas las oscuridades de esta época, Dios está sembrando semillas buenas y bellas. Por eso, exhortamos a los miembros del pueblo de Dios y también a todos los hombres de buena voluntad que viven en nuestra tierra: ¡No nos dejemos vencer por el mal! ¡Construyamos con Jesús un mundo nuevo!

Nos alientan las palabras y, sobre todo, los gestos tan elocuentes y significativos del Papa Juan Pablo II: su apremiante invitación a la conversión y a la renovación interior, su sincero reconocimiento de las culpas cometidas por los hijos de la Iglesia, sus repetidos llamados a la paz y la justicia entre todos. En su peregrinación a Tierra Santa, en la ciudad de Belén, expresó con voz firme: «"Aquí nació Cristo de la Virgen María": estas palabras, inscritas en el lugar en que según la tradición nació Jesús, son la razón del gran jubileo del año 2000. Son la razón de esta visita mía a Belén. Son la fuente de la alegría, la esperanza y la buena voluntad que, a lo largo de dos milenios, han llenado innumerables corazones humanos con sólo escuchar el nombre de Belén» (Juan Pablo II, 22 de marzo de 2000).

El milenio que amanece es una nueva oportunidad que Dios mismo nos está ofreciendo. Es el Dios creador, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, por quien fuimos llamados a formar un solo pueblo, que es la Iglesia, y en la cual, ayer, hoy y siempre, se encuentra la vida y la salvación. Por la gracia que Dios nos da, la celebración de los misterios, la proclamación de la Palabra, el testimonio de los santos, podemos responder con confianza, mirando con esperanza el futuro. Por eso los obispos argentinos hemos iniciado un renovado itinerario de reflexión, diálogo y participación en orden a preparar, con el pueblo de Dios, un nuevo documento que actualice las «Líneas pastorales para la nueva evangelización» (Conferencia episcopal argentina, 1990), destinado a los inicios de este milenio. En esta ocasión y para ayudar a vivir el sentido de este tiempo particular con una mirada impregnada de fe y esperanza, compartimos esta meditación, que es, al mismo tiempo, una confesión de fe en Jesucristo, Hijo del Padre y dador del Espíritu Santo. Él es la clave, el centro y el fin de toda la historia, el gozo del corazón humano y la plenitud total de sus aspiraciones (cf. Gaudium et spes, 10 y 45).

 

En el principio del tiempo

«Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de vida, es lo que les anunciamos. Porque la Vida se hizo visible, y nosotros la vimos y somos testigos, y les anunciamos la Vida eterna, que existía junto al Padre y que se nos ha manifestado» (1 Jn 1, 1-2).

Nuestra identidad en una época de cambios

El comienzo del año 2000 encuentra a la humanidad en un momento muy significativo. Algunas décadas atrás la Iglesia hablaba del amanecer de una nueva época de la historia humana caracterizada, sobre todo, por profundas transformaciones (cf. Gaudium et spes, 54). Pero ese amanecer no ha concluido. Más aún, aquellas situaciones nuevas se han vuelto más complejas todavía. Por eso podemos percibir qué es lo que termina, pero no descubrimos con la misma claridad aquello que está comenzando. Frente a esta novedad se entrecruzan la perplejidad y la fascinación, la desorientación y el deseo de futuro. En este contexto se plantean, a veces de un modo oculto y desordenado, preguntas urgentes: ¿Quién soy en realidad? ¿Cuál es nuestro origen y cuál nuestro destino? ¿Qué sentido tienen el esfuerzo y el trabajo, el dolor y el fracaso, el mal y la muerte? Tenemos necesidad de volver sobre estos interrogantes fundamentales. En una época de profundas transformaciones, la cuestión de la identidad aparece como uno de los grandes desafíos. Y esta problemática afecta de modo decisivo al crecimiento a la maduración y a la felicidad de todos. En este marco, queremos anunciar lo que creemos, porque el Evangelio es una luz para estos planteamientos que nos inquietan.

Nacidos del amor

Los seres humanos tenemos un origen común. Todos hemos sido creados por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios está al comienzo de la vida de cada varón y mujer. Nuestro origen no reside en la casualidad. No provenimos de una fuerza sin nombre y sin rostro. No somos el fruto de una lucha, de un capricho o de una mera ley de la naturaleza. Nuestro origen es un Dios que ama.

Que este mensaje llegue al corazón de los que transitan la existencia en la angustia o la rebelión por no hallar sentido al haber nacido; a los hombres que, cuando se remontan hacia el pasado, experimentan el dolor de no haber sido queridos y valorados; a los que, cuando buscan en la fuente de su vida, descubren violencia y agresión; a aquellos que, revisando su historia personal, no encuentran sino pobreza y desamparo; a la multitud de quienes, en el correr de los acontecimientos, quedan atrapados en la inmediatez de lo cotidiano.

A ellos y a todos les recordamos que nuestro origen, y por tanto nuestra identidad, está en Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que es la fuente inagotable y primera de nuestra existencia. En el principio de cada uno de nosotros está la iniciativa divina, libre y gratuita. Hemos sido pensados y queridos por él. Por ello toda vida humana debe ser considerada sagrada e inviolable.

Más aún, el Padre nos ha creado en su Hijo Jesucristo y nos ha destinado a reproducir su imagen (cf. Rm 8, 29; Ef 1, 5). «¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente» (1 Jn 3, 1). Por eso, nuestra identidad y vocación más profunda es la de ser hijos e hijas. En su ser más íntimo ninguno de nosotros es huérfano. Sabernos redimidos por Cristo, renacidos del Espíritu, sentirnos y comportarnos como hijos del Padre, es el corazón de la vida cristiana.

Una convivencia con sentido infinito

Dios Padre nos ha creado como hijos e hijas haciéndonos colaboradores en su obra creadora; co-creadores de vida y de amor, formadores de familia y constructores de historia. Nos ha hecho protagonistas. Más aún, él nos ha hecho criaturas sociales y políticas. «Para el hombre existir es convivir... la persona es esencialmente social. Sólo cuando a semejanza de la unión entre las personas divinas realizamos entre los hombres la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad, encuentra su plenitud la imagen de Dios que llevamos en nosotros» (Conferencia episcopal argentina, Iglesia y comunidad nacional, 60). Así como en el origen de la vida de cada ser humano, también en el principio de la vida social está Dios. Esto tiene su primera y fundamental realización en la vida familiar. Dios, que es familia, creó la familia a su imagen y semejanza. El existir con otros y el vivir juntos no es el fruto de una desgracia a la que haya que resignarse, ni un hecho accidental que debamos soportar; ni siquiera se trata de una mera estrategia para poder sobrevivir. Toda vida en sociedad tiene para las personas un fundamento más hondo: Dios mismo. Él es uno, con una unidad sin comparaciones adecuadas. Pero también es Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas realmente distintas. Por lo tanto, la distinción y la unidad en Dios son ambas sagradas. A su imagen y semejanza, Dios nos ha creado distintos, pero necesitados unos de otros. Por eso es importante tanto el reconocimiento de las diversidades como la valoración de la unidad y de lo que es común. Pluralidad y diálogo, intercambio y apertura; unidad, valores comunes e idiosincrasia como nación no son alternativas entre las que hay que optar, sino dimensiones en las que hay que vivir. Diversidad en la unidad entre los grupos, etnias, partidos políticos y organizaciones intermedias. Unidad en la diversidad entre las provincias y regiones. Diversidad en la unidad entre la Argentina y nuestra patria grande lat¡noamericana. Unidad en la diversidad en América y el mundo (cf. Ecclesia in America, 5 y 32). Fundados en el misterio de Dios hemos de construir cada día, entre todos, la historia común.

La patria nacida del corazón de Dios

Por eso, lo que señalábamos sobre la identidad de las personas se puede aplicar también, en un sentido análogo, a los países. La cuestión, tantas veces debatida, acerca de la identidad nacional se plantea hoy de un modo nuevo (cf. Iglesia y comunidad nacional, 8 y 79). Creemos que nuestra patria es un don de Dios confiado a nuestra libertad, un regalo de amor que debemos cuidar y mejorar. Esto mismo nos exige superar progresivamente las tensiones históricas de nuestro ser como país (cf. Conferencia episcopal argentina, El Evangelio ante la crisis de la civilización, 4-6). En tiempos marcados por la globalización, no debe debilitarse la voluntad de ser una nación, una familia fiel a su historia, a su identidad y a sus valores humanos y cristianos. Al mismo tiempo la, conciencia de nuestra identidad, lejos de encerrarnos en nuestros límites, debe abrirnos con solidaridad a las dimensiones de un mundo cada vez más interrelacionado.

 

En la plenitud de los tiempos

«Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer» (Ga 4, 4).

Nos amó hasta dar la vida

Para nosotros, cristianos, no basta afirmar que nuestro origen está en un Dios que nos ama. Creemos que ese amor de Dios Padre llegó a un extremo incomprensible, misterioso, deslumbrantemente bello. Nos envió a su propio Hijo, verdadero Dios, para que se hiciera verdadero hombre, con una carne como la nuestra, un corazón como el nuestro, una historia como la nuestra, sin caer en las miserias de nuestros odios, egoísmos y mezquindades. Es hombre verdadero, pero libre de pecado (cf. Hb 4, 15). Modelo perfecto de lo que el Padre quiere que seamos. En él culmina el plan de Dios. Él es la plenitud del tiempo y el centro de la historia.

Sin embargo, el hombre rechazó su presencia y quiso eliminar su persona y su mensaje. Su amor por el hombre llegó a la «locura» (cf. 1 Co 1, 18 ss), aceptó ser clavado en la cruz y entregarse por nosotros hasta experimentar el más amargo y profundo dolor. Así, su sangre derramada nos purificó de nuestros pecados (cf. Hb 8, 14) . El Señor reacciona ante el pecado del hombre con un ofrecimiento inaudito de misericordia y de perdón.

Pero, el Padre no podía dejar al Hijo amado bajo el poder de la muerte. Y Jesucristo nuestro redentor resucitó. ¡Vive! Por eso su presencia también es una realidad para nosotros. Él visita la pobre existencia de cada ser humano para derramar la vida nueva del Espíritu Santo. Los que supieron descubrirlo reconocen que hay un antes y un después de haberlo conocido. Antes y después de Cristo la vida no es la misma (cf. Ecclesia in America, 8-12).Así lo proclaman, por ejemplo, san Pablo, san Francisco de Asís, Edith Stein y tantos otros santos que han reflejado en su vida la presencia luminosa de Jesús.

Sumergidos en el tiempo

Esta preciosa verdad, y la llegada del tercer milenio, constituyen una ocasión excepcional para meditar acerca del tiempo en el cual estamos sumergidos. Así como sucede con todas las cosas que son parte de lo cotidiano, raramente nos detenemos a pensar en él. Pero, si lo hacemos, podemos descubrir que el tiempo es una realidad sorprendente. Imitando la reflexión de un antiguo libro bíblico (cf. Qo 3, 1-8), podemos decir que hay tiempos de amaneceres, de comienzo y de nacimiento; y otros de despedida, de final y de muerte. Hay tiempos en los que nada parece suceder, donde la vida apenas transcurre; y hay otros en los que se agolpan las situaciones fuertes de la existencia. Hay tiempos acompañados y compartidos; otros vacíos y abandonados. Hay tiempos de gracia y de promesas; hay otros de amenaza y frustración. Hay horas, días y años que parecen más largos e intensos que otros. En fin, nos preguntamos: ¿Para qué es el tiempo? ¿Para gastarlo, para soportarlo, para salir de él? Pues, si bien cada día o cada año es una realidad distinta, los días y años se van sumando unos a otros con su repetición y su rutina, provocando muchas veces una sensación de monotonía y cansancio. Cada día es un «volver a comenzar» y cada noche es un «volver a concluir», donde parece no haber novedad (cf. Qo 1, 9-10). Sin embargo, en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental. Dentro de su dimensión ha sido creado el mundo y en su interior se desarrolla la historia de la salvación. Todo año, todo tiempo y todo momento ha sido abrazado por la encarnación y la resurrección de Cristo. En él, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios (cf. Tertio millennio adveniente, 10).

El Señor del tiempo y de la historia

Todo esto nos lleva a confesar lo que creemos, y lo que creen también las otras Iglesias y comunidades eclesiales hermanas: ¡Jesucristo es el Señor del tiempo y de la historia!

Jesús es Señor de la historia por su nacimiento. Siendo la plenitud de la vida, ha sido enviado a poner «su carpa» en medio de nuestras vidas pequeñas para hacerlas grandes y luminosas. Vivió como uno de nosotros y no tuvo vergüenza de llamarse hermano nuestro. El tiempo humano de! nacimiento, del crecimiento, del trabajo humilde, de la vida familiar, ha sido visitado por la eternidad.

Jesús es Señor de la historia por su pasión y su muerte. No se alejó de las historias de los seres humanos reales ni esquivó la conflictividad que atraviesa el tiempo de los hombres. Vivió expuesto al rechazo y al dolor; hasta que le llegó su «hora», tan temida (cf. Mc 14, 35) y tan ansiada (cf. Jn 12, 27), en la que padeció la violencia, la tortura y la muerte en cruz. El pesebre y el calvario, su nacer y el morir son los primeros modos del señorío del Hijo de Dios sobre la historia. Él es Señor haciéndose niño, servidor y mártir.

Jesús es Señor de la historia por su resurrección. La vida y la muerte entran en la vida eterna del Hijo. En su cuerpo resucitado una parte de este mundo ya alcanzó la plenitud definitiva y la eternidad ha acogido para siempre al tiempo y a la historia. Su vida resucitada atrae nuestras vidas caminantes para que lleguen también a la luz que no tiene ocaso.

Jesús es Señor de la historia por su nueva presencia a partir de Pentecostés. El Espíritu Santo hace presente a Jesús resucitado en cualquier tiempo y circunstancia histórica. Gracias a la acción del Espíritu, ya no habrá ninguna historia humana, ningún tiempo que no pueda tener al Hijo de Dios como compañero de camino. Su presencia es más profunda que cualquier soledad.

Jesús es Señor de la historia porque nos da la certeza de que la historia de cada ser humano concluye en el Dios que quiere que todos se salven. Es la coronación de la vocación trascendente a la que los hombres estamos llamados.

Nuestra historia impulsada hacia adelante

Dios ha salvado al hombre por Jesucristo en el tiempo y en la historia. Por eso decimos que la salvación no se realiza al margen de la historia. No estamos llamados a salvarnos «de» la historia, sino «en» ella. El encuentro con Jesucristo y la salvación que él ofrece se dieron, se dan y se darán en el corazón de la vida, en medio de sus circunstancias concretas: vínculos, conflictos y dolores; sentimientos, experiencias y acontecimientos; personas y comunidades. Pero, si las «pequeñas» historias son visitadas por Dios, también las «grandes» pueden recibirlo. También el nuestro es un tiempo disponible para el encuentro con Jesús resucitado, un tiempo favorable y oportuno. Queremos compartir con todos los argentinos esta convicción. La magnitud de las transformaciones y de los desafíos que afrontamos pueden ser una ocasión para descubrir aspectos nuevos de la visita de Dios. La sociedad y la Iglesia están puestas ante un futuro difícil de descifrar, en el que se entrecruzan oportunidades y amenazas. Creemos que lo inédito de este tiempo es una ocasión para dejarnos sorprender por Dios; que una época nueva de la historia humana es una oportunidad para abrirse al eterno Viviente. Para ello se nos está ofreciendo especialmente el auxilio de la gracia de Dios, el poder de su Espíritu.

En la Iglesia, que brota del corazón abierto de Cristo, el Espíritu Santo impulsa a la humanidad para que vaya entrando cada vez más en la plenitud del Resucitado. En el amanecer de un nuevo milenio, la Iglesia no deja de invocar al Espíritu de vida para que él derrame su dinamismo en esta historia; porque sin el Espíritu este mundo pierde su verdadera fuerza, el empuje del amor que puede lanzarlo hacia adelante.

La enorme inequidad que interpela a todos

El mismo Espíritu Santo nos ayuda a mirar el mundo con los ojos de Cristo y así nos permite descubrir su belleza y sus posibilidades, pero también su miseria, todo lo que se opone al ideal del Evangelio. La inmensa dignidad de cada ser humano se funda en el hecho de que todos los hombres hemos sido creados por un Padre que nos ama y hemos sido hechos hermanos de Jesucristo por su encarnación. «Precisamente en el interior de nuestra profesión de fe descubrimos que la grandeza del hombre está profundamente vinculada con la realidad de Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Conferencia episcopal argentina, Líneas pastorales para la nueva evangelización, 26; cf. Gaudium et spes, 22). Por eso afirmamos que «la fe en Dios está estrechamente asociada con la dignidad del hombre» (ib., 20) y que, a la luz de esta verdad, los atentados a la vida, desde su concepción hasta su muerte natural, los ataques a la familia, la insuficiente extensión de la educación y su carencia de valores, la destrucción de personas y pueblos adquieren una mayor dramaticidad.

De entre todas las heridas a la dignidad, en 1990 los obispos argentinos destacábamos una que conserva toda su actualidad en el umbral del nuevo milenio, la «justicia demasiado largamente esperada»: «La justicia, derecho fundamental de las personas y comunidades, exige superar con apremio las múltiples situaciones en que es conculcada. Una de las más clamorosas es el problema de la pobreza, que se extiende y agrava hasta dimensiones infrahumanas de miseria» (ib., 13).

En nuestra carta pastoral de 1998 recordamos una vez más la urgencia y profundidad de esta problemática: «Somos conscientes de las dificultades en que vive nuestro pueblo. Éstas provienen en gran parte de la cultura ambiente, que propone el competir y el éxito económico como valores supremos. Y, sobre todo, nos duele la situación de penuria, y hasta exclusión total, que esta filosofía y práctica económicas van provocando y que afectan más gravemente a los más pobres» (Compartir la multiforme gracia de Dios, 3). El neoliberalismo imperante tiende a proponerse como «justificación ideológica de algunas actitudes y modos de obrar en el campo social y político que causan la marginación de los más débiles» (Ecclesia in America, 56).

Hoy, con tristeza y preocupación, constatamos que la pérdida del sentido de justicia y la falta de respeto hacia los demás se han agudizado y se han convertido en una enorme situación de inequidad, arraigada profundamente entre nosotros. Constituyen una gravísima corrupción moral. Por eso exhortamos a cada uno de los argentinos a mirar su propio corazón, sus opciones concretas y su forma de actuar, para preguntarse si no está participando también él, en mayor o menor grado, en la construcción de esa red de inmoralidad que conduce a la pobreza y favorece tantas formas de violencia y egoísmo. Cada uno, según sus posibilidades y responsabilidad, debe cooperar para eliminar estas verdaderas estructuras de pecado (cf. Sollicitudo reí socialis, 36; IV Conferencia general del Episcopado latinoamericano, Santo Domingo, 243).

El alimento para el amor y la justicia

El año 2000 nos presenta el desafío de redescubrir el compromiso de Dios con el mundo (cf. Jn 3, 16), su reino de justicia y paz como horizonte de la sociedad, su amor preferencial por los pobres, débiles y sufrientes y su llamado a recrear la convivencia social mediante la práctica de la justicia y de la caridad. Jesús, a través de su Iglesia, nos regala su presencia sustancial en la Eucaristía, fuente y culmen de toda la vida cristiana.

La Eucaristía es escuela de amor a Dios y de amor al prójimo. La misma fe que reconoce a Jesús en el Sacramento del amor debe descubrirlo, contemplarlo y servirlo en los más necesitados, especialmente en los más pobres, con quienes ha querido identificarse con una ternura especial y a quienes llama «mis hermanos más pequeños» (Mt 25, 40). Jesús está presente en el santísimo Sacramento, de modo que al comer su Cuerpo y beber su Sangre se abran los ojos de nuestra fe para saber vivir como verdaderos hijos de Dios y descubrir las otras formas de su presencia, particularmente en el hermano injustamente postergado y necesitado (cf. Mt 25, 31-46), donde Jesús prolonga su pasión. Al escuchar su palabra y al reconocerlo en la fracción del pan, nosotros, como los discípulos de Emaús, sentimos que nuestro corazón arde de amor apasionado y compasivo (cf. Lc 24, 32). El encuentro con él robustece la caridad, para poder perseverar en el amor a pesar del desgaste del tiempo. Por todo esto es esencial que nuestras comunidades redescubran el significado del domingo y de la asamblea que lo celebra.

Presencia que invita a la conversión y a la amistad

Esta presencia especial de Jesús en la Eucaristía es una permanente invitación al encuentro con él, que ha querido entrar en nuestra historia para hacernos partícipes de su vida divina. Saber que allí está nuestro Redentor, el que nos amó hasta el fin, no puede dejarnos indiferentes. Él está allí para encontrarse con nosotros, para ofrecernos un abrazo de amistad que calme nuestras angustias y alivie nuestros cansancios. Él está allí para escuchar aquello que con nadie podemos conversar. Está allí para decirnos lo que más necesitamos escuchar. Está para alimentarnos en el camino y derramar su Espíritu de vida en nuestros corazones, porque él quiere sanar nuestra debilidad, impulsarnos a la lucha por la verdad y la justicia, y preservarnos de las atracciones del mal, que nos seduce y enferma.

Pero, además, el jubileo nos invita a redescubrir que él está también presente en su palabra para alimentar nuestra fe, para iluminar nuestro camino, para hablarnos de su amor, para llamarnos a la justicia y a la paz. Leer su palabra en oración, escucharla con deseo en la misa, es estar ante él, como el amigo que se sienta a sus pies, prestándole atención, recibiendo su luz (cf. Lc 10, 39). Además, Jesús está presente en todos los sacramentos, en los pastores que actúan en su nombre, en los hermanos unidos, en las devociones y en la alabanza de su pueblo, y viene a nuestro encuentro en cada ser humano -sobre todo en los pobres y enfermos- yen cada acontecimiento de nuestra vida (cf. Sacrosanctum Concilium, 7; III Conferencia general del Episcopado latinoamericano, Documento de Puebla, 196). El jubileo nos invita a reconocer estas presencias para renovar nuestro encuentro con Cristo vivo. La conversión, 

actitud característica del Año santo (cf. Incarnationis mysterium, 11), es el fruto de habernos dejado encontrar por él y es también el camino para una intimidad mayor con él (cf. Ecclesia in America, 26). Esta actitud se concreta de modo especial en la celebración frecuente del sacramento de la reconciliación.

Queremos recorrer como pueblo de Dios este camino de conversión, ayudándonos y estimulándonos unos a otros, para que el rostro de Cr¡sto se refleje cada vez mejor en las personas y en las estructuras de su Iglesia amada.

 

En el final de los tiempos...

«Porque nosotros creemos que Jesús murió y resucitó: de la misma manera, Dios llevará con Jesús a los que murieron con él» (1 Ts 4, 14).

«Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5).

«El que garantiza estas cosas afirma: "¡Sí, volveré pronto!". ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).

El mal que nos agobia y nos detiene

Jesús resucitado está presente, vivo entre nosotros, pero el estado en que se encuentra nuestro mundo parece decirnos otra cosa. Cristo, hecho un niño indefenso en Belén e indefenso también en la cruz, ha querido someterse a los límites de esta historia. Es cierto que es el Hijo de Dios, es verdad que ha resucitado glorioso (cf. Rm 1, 4). Pero él ha querido depender de nuestra pobre libertad, enferma y débil. Es cierto que él tiene la iniciativa, que él nos ofrece su gracia, pero nuestra capacidad de elegir y las consecuencias del pecado hacen que podamos decirle que no; él ha querido respetar esa libertad. Eso nos permite vivir una historia donde podemos caer y levantarnos, retroceder y volver a avanzar; eso mismo, que nos parece valioso es lo que explica tantas injusticias, tanta violencia, tanta incertidumbre y tanto dolor.

¿Qué se puede esperar?

La cercanía del tercer milenio ha puesto en primer plano la cuestión del futuro de la humanidad y ha favorecido la difusión de una gran variedad de ideas sobre lo que vendrá. Para algunos, el mundo está cerca de su final catastrófico, la destrucción estaría a las puertas y hasta tendría fecha precisa. Extrañas predicciones, antiguas y nuevas, asegurarían que el fin está cerca. Para otros, el universo está en su infancia, recién ha concluido su primera etapa de vida; ha comenzado una nueva era. Hay quienes piensan que simplemente no hay futuro, el porvenir posee tan poco significado como lo tiene el presente y lo tuvo el pasado. Otros viven como si todo se redujera al instante, al hoy y aquí, para alcanzar el mayor bienestar posible. El tiempo se contrae en el hoy, sin memoria del ayer y sin apertura al mañana; el futuro sería una ilusión que distrae del presente e impide vivirlo a fondo. La falsa idea de la reencarnación, la afirmación de que tenemos varias vidas sucesivas, lamentablemente gana hoy adeptos, incluso entre los cristianos.

Esta breve descripción, ciertamente incompleta, refleja la actualidad del tema del futuro y la importancia de la reflexión sobre la historia. Es evidente que el modo como las personas y los grupos sociales conciben el fin de los tiempos tiene un gran impacto sobre la manera de afrontar el presente. El camino de la vida es muy diferente de acuerdo al final que uno presienta o imagine. ¿Es acaso lo mismo si al fin del camino no hay nada ni nadie, o si en la meta de la existencia hay una Presencia y un abrazo? Peregrinar la vida, engendrar y educar hijos, construir historia, apostar al amor y forjar futuro no tienen los mismos motivos si el vacío lo ha de devorar todo o si al final nos espera Alguien. La situación cultural actual, crecientemente plural, nos invita a redescubrir la originalidad del mensaje judeo-cristiano sobre la historia: un camino personal y comunitario con origen, sentido y plenitud final en Dios.

Preparando el futuro

Una cosa hay cierta para los creyentes: el conjunto de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida responde a la voluntad de Dios. Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios de la vida. Por eso, las personas que mediante su trabajo procuran el sustento para sí y su familia y realizan generosamente una tarea en la sociedad, desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen a que se cumplan los designios de Dios en la historia de nuestra patria (cf. Gaudium et spes, 34). Más aún, creemos que nuestro trabajo cotidiano prepara el «material del reino de los cielos» (ib., 38) y que todos los frutos de nuestro esfuerzo, realizados con la ayuda del Espíritu de Jesucristo, «volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados» en el reino futuro, cuando, vencida la muerte, se consumará la obra de Dios, ahora misteriosamente presente (cf. ib., 39). Los creyentes encontramos en nuestra fe un nuevo motivo para trabajar en la edificación de un mundo más humano. La esperanza en un futuro más allá de la historia nos compromete mucho más con la suerte de esta historia. ¡Cómo deseamos que esta esperanza activa empape la conciencia y la conducta de cada uno de nuestros hermanos! Pero, estas mismas convicciones que reflejan el significado profundo del esfuerzo cotidiano y del trabajo, también revelan con mayor hondura la gravedad de algunas situaciones, como por ejemplo, la problemática del desempleo y de la precariedad laboral, una verdadera enfermedad social muy extendida entre nosotros. Muchos que quisieran colaborar para construir esta historia común están privados de la posibilidad de trabajar, y ni siquiera pueden encaminar su propia familia hacia un futuro mejor.

Una promesa que supera toda expectativa

A quienes ponen su confianza en un progreso científico ¡limitado; a quienes confían casi religiosamente en mecanismos socio-económicos para la edificación de una nueva humanidad, como la absolutización de las leyes del mercado; a quienes se desalientan por los múltiples indicadores negativos que hacen temer por el futuro de la familia humana; a aquellos a quienes el futuro angustia, les anunciamos la verdad de la esperanza cristiana. El camino de la historia debe abrirse a una plenitud que la humanidad no puede alcanzar por sí misma. La historia está abierta a la acción de Dios, que transformará este mundo de una manera que no sospechamos. La segunda venida de Jesucristo que esperamos, la parusía, consumación de su obra y plenitud final del tiempo y de la historia humana, no será sólo continuación del presente, mera prolongación de lo que somos, sino también novedad que irrumpe, gracia que nos sale al encuentro. Ese futuro reclama nuestro esfuerzo, pero es, ante todo, el fruto de un amor más grande. La comunidad humana reconciliada en Cristo es el futuro prometido a cada mujer y varón. Éste es el sentido profundo de lo que proclamamos al final del Credo: «creemos en la resurrección de la carne y en la vida eterna».

Una esperanza para todos

Un anuncio cargado de esperanza, que brota del encuentro con Jesucristo, el «crucificado que resucitó» (cf. Mt 28, 5-6, Mc 16, 6; Lc 24, 6), ilumina nuestra situación, marcada por tantas limitaciones y pecados. ¡Jesús volverá!: al final de los tiempos vendrá a consumar su triunfo y secará toda lágrima, «y no habrá más muerte ni pena ni queja ni dolor, porque todo lo de antes pasó. Y no habrá allí ninguna maldición. (...) Tampoco existirá la noche» (Ap 21, 4; 22, 3.5). ¡Jesús irrumpirá como juez! En el atardecer de la vida de cada uno y en el crepúsculo de la historia universal seremos juzgados en el amor. ¡Jesús reinará! Toda la creación, recogida en él, será ofrecida al Padre, para que circule plenamente por ella la vida de la Trinidad. ¡Jesús hará nuevas todas las cosas! Entonces será la reunión final de toda la familia humana. «Dios será todo en todos» (1 Co 15, 28), ya que la creación y la humanidad serán «la morada de Dios entre los hombres: él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios estará con ellos» (Ap 21, 3).

La fortaleza del pueblo creyente

De modo particular en este Año jubilar compartimos con todos nuestros hermanos la riqueza de la fe y de la esperanza, y les deseamos con toda la fuerza de nuestro corazón «que el Dios de la esperanza los llene de alegría y de paz en la fe, para que la esperanza sobreabunde en ustedes por obra del Espíritu Santo» (Rm 15, 13). En este sentido, es necesario que apreciemos los signos de esperanza presentes entre nosotros, a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos (cf. Tertio millennio adveniente, 46). Uno de esos signos es la fe de nuestro pueblo, sobre todo de los más sencillos, que en situaciones angustiosas, donde no parece haber una salida imaginable, son capaces de aferrarse a Dios con todo el corazón. La confianza en un Amor que los supera les ayuda a seguir caminando.

 

Reflexión final

Jesucristo ayer, hoy y para siempre

Nosotros creemos y confesamos: ¡Jesucristo es el Señor del principio, de la plenitud y del futuro de la historia! Nuestra meditación ha procurado desentrañar algunos aspectos del potencial de luz, belleza y verdad, contenidos en este anuncio apasionado. El encuentro con el Señor del principio de la historia nos abre a una nueva comprensión de las grandes cuestiones acerca de nuestro origen y nuestra identidad. El encuentro con el Señor de la plenitud de los tiempos nos revela el sentido más profundo de este tiempo humano; también nos permite vislumbrar la riqueza de la providencia de Dios y la gravedad de la responsabilidad que tenemos para lograr una historia más justa y plena. El encuentro con el Señor del final de la historia nos descubre un panorama original sobre el futuro de la humanidad y del mundo material, hoy tan amenazado. La esperanza y el trabajo, el don y la tarea, la alegría y el dolor se abren al encuentro definitivo con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Un pueblo que se convierte y renueva

La Iglesia se sabe enviada por Jesucristo vivo al encuentro de los seres humanos de todos los tiempos. Por eso, cuando la familia humana comienza a transitar un nuevo milenio, ella quiere renovarse en su vocación de acompañar y servir a la humanidad. La Iglesia del tercer milenio, arraigada en los sentimientos de Cristo Jesús, quiere experimentar como suyos los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de este nuevo tiempo; desea ardientemente sentirse íntima y realmente solidaria del género humano en esta etapa del camino (cf. Gaudium et spes, 1). Esta vocación a la compañía y la solidaridad es la que se expresa cuando afirmamos que la Iglesia es el pueblo de Dios peregrino. Pero, por el mismo hecho de ser peregrina, sabe que también sus hijos -desde los laicos hasta los obispos- cometen errores, caen, se resisten a la conversión. Por eso reconoce que debe estar dispuesta a pedir perdón y a renovarse permanentemente bajo el impulso del Espíritu Santo. Sin embargo, la Iglesia es siempre, con sus luces y sus sombras, signo e instrumento de salvación para todos los hombres (cf. Lumen gentium, 1).

En este tiempo de gracia hacemos llegar a todos esta invitación: ¡Recibamos el Espíritu Santo que brota del Corazón de Cristo resucitado! ¡Dejemos que Dios nos renueve y nos reconcilie en nuestras familias, en nuestras comunidades cristianas y en nuestra sociedad! ¡No nos resistamos a cambiar lo que debe ser transformado! ¡Ofrezcámonos a Jesús como instrumentos para construir la nueva civilización de la justicia y el amor! ¡Trabajemos todos a la luz del Señor de la historia!

La Madre que consuela y anima

Hoy la Iglesia en la Argentina se lanza a esta permanente peregrinación como un niño confiado, porque puede tomarse de la mano de su Madre, la Virgen santísima. Junto a la cruz de Jesús estaba la madre, y a su lado el discípulo amado en nombre de toda la Iglesia. Y en ese momento sagrado Jesús nos dijo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 27). María vive gloriosa con Jesús y está con cada uno de nosotros ofreciéndonos la ternura y el vigor de su presencia materna. Ella sabe que las grandes cosas deben construirse con valentía, cada día, en medio de las cosas pequeñas, con la entrega y la prontitud propias de quien imita a Jesús en el amor hasta la muerte de cruz. Ella, que nos visitó en Luján, en Itatí, en el valle de Catamarca, en el milagro de Salta, y en tantos otros lugares de nuestra tierra, nos alcance de su Hijo la generosidad, la valentía y la honestidad necesarias para construir un mundo distinto y una historia mejor.

Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, ruega por nosotros, para que podamos escuchar a Jesús que nos dice: «Tengan confianza» (Mt 9, 22), «Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

San Miguel, 13 de mayo de 2000, memoria de Nuestra Señora de Fátima

Los obispos de la Argentina