«Volvamos a descubrir el don y el misterio que hemos recibido»

Celebración del jubileo de los presbíteros en Roma del 14 al 18 de mayo

Mons. Celso MORGA
Congregación para el clero

«¡Volvamos a descubrir el don y el misterio que hemos recibido!». Es este el logotipo del jubileo de los presbíteros, que tendrá lugar en Roma del 14 al 18 de mayo próximos.

«¡Volvamos a descubrir nuestro sacerdocio a la luz de la Eucaristía!», nos invita el Santo Padre en su última Carta dirigida a los sacerdotes, con motivo del Jueves santo de 2000, firmada en el Cenáculo, donde por vez primera resonaron las palabras de la consagración eucarística: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros... Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados».

Volvamos a descubrir nuestro ser sacerdotal a la luz de la Eucaristía, porque la Eucaristía es «dimensión constitutiva del sacerdocio de Cristo y, en consecuencia, de nuestro sacerdocio» (Carta del Santo Padre a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo, 23 de marzo de 2000, n. 8: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de marzo de 2000, p. 21).

En la Eucaristía se contiene -iperennemente actual!- el don supremo de su vida, que Jesús hizo de una vez para siempre al Padre por nosotros y por nuestra salvación. Ofrenda de valor eterno, ofrenda que nos ha abierto, de par en par, el camino de la comunión con Dios, el acceso a la intimidad de la vida divina.

La Eucaristía no es un simple recuerdo de esta ofrenda, no es una vuelta simbólica al pasado, sino «memorial», actualización, presencia viva del mismo Señor, Sacerdote y Víctima.

El «memorial» de aquel Amor que se entrega «hasta el fin» (Jn 13, 1) fue encomendado por el mismo Redentor, para que fuera repetido en sus gestos y palabras «hasta que vuelva» (1 Co 11, 26), a los Apóstoles y a quienes ellos, y sus sucesores, hicieran partícipes de este preciso mandato. Cristo Señor instituyó la Eucaristía como «memorial» de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus Apóstoles celebrarlo hasta su retorno, «constituyéndolos, entonces, sacerdotes del Nuevo Testamento» (Concilio de Trento: DS 1740).

De modo que «la acción eucarística, celebrada por los sacerdotes, hará presente en toda generación cristiana, en cada rincón de la tierra, la obra realizada por Cristo. En todo lugar donde se celebre la Eucaristía, de modo incruento, se hará presente el sacrificio del Calvario y estará presente Cristo mismo, Redentor del mundo» (Carta del Santo Padre a los sacerdotes, 11: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de marzo de 2000, p. 21).

De modo excelente se expresa esta verdad en el Prefacio I de la Santísima Eucaristía del Misal romano: «En verdad es justo y necesario darte gracias... por Cristo, Señor nuestro, verdadero y único Sacerdote. El cual, al instituir el sacrificio de la eterna alianza, se ofreció a sí mismo como víctima de salvación, y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya».

La Iglesia, obediente a su Señor, ha encomendado siempre la realización de la Eucaristía al sacerdocio ministerial en sus dos grados (episcopado y presbiterado) -con el diaconado, como tercer grado del sacramento del orden, destinado a ayudar y servir a los dos primeros-, aunque todo el pueblo de Dios participa del sacerdocio de Cristo en virtud del bautismo y la confirmación (cf. Lumen gentium, 10).

Precisamente a esta realización del «memorial» eucarístico tiende y en ella se consuma el ministerio de los sacerdotes (cf. Presbyterorum ordinis, 2). Esta acción es el centro, la raíz y la culminación del servicio que los sacerdotes ministeriales están llamados a realizar en bien de toda la familia de los bautizados y de todos los hombres de todos los tiempos. Precisamente este servicio hace que «su presencia y su ministerio sean únicos, necesarios e insustituibles» (Carta del Santo Padre a los sacerdotes, 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de marzo de 2000, p. 20).

Pero este mandato del Señor: «Haced esto en memoria mía», la Iglesia no nos lo transmite como un mandato extrínseco, en el que la persona del ministro puede quedar al margen. El «haced esto en memoria mía» ordena, asume la persona misma del destinatario y la configura con Cristo, sumo y eterno Sacerdote, mediante un «vínculo ontológico específico» (Pastores dabo vobis, 11; Directorio para la vida y el ministerio de los presbíteros, 2), que hace del ministro, principalmente en la celebración de la Eucaristía, el mismo Cristo (ipse Christus).

Todo ello comporta, lógicamente, por parte del ministro, una coherencia de vida, una profunda unidad existencial, que intenta traducir en la vida la actualización de la muerte y resurrección de Cristo que realiza en el misterio. La celebración, a ser posible diaria, de la santa misa será así, para el sacerdote, el corazón de su vida de entrega y dedicación a todos los hombres, comenzando por sus hermanos en la fe. Como bellamente dice la última Carta circular de la Congregación para el clero: «Aunque solamente Jesucristo es, al mismo tiempo, Sacerdos et Hostia, su ministro, injertado en el dinamismo misionero de la Iglesia, es sacramentalmente sacerdos, pero a la vez está llamado a ser también hostia, a tener "los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (Flp 2, 5)» (El presbítero, maestro de la Palabra, ministro de los sacramentos y guía de la comunidad, ante el tercer milenio cristiano: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de julio de 1999, pp. 5-12).

Permaneciendo él mismo fiel a esta entrega de la propia vida, en íntima unión sacramental y de sentimientos con Cristo en el Cenáculo, el presbítero logrará, sin ninguna duda, que el amor de Cristo, presente en la Eucaristía, crezca en la comunidad cristiana a él confiada.

Tenemos ante nuestros ojos dos mil años de la Encarnación. Tenemos delante de nuestros ojos innumerables ejemplos de sacerdotes santos, que han repetido, con fidelidad y coherencia de vida, las palabras y gestos de la consagración. También, es verdad, en la historia del sacerdocio ministerial se advierte la presencia oscura del pecado. Los presbíteros somos bien conscientes de la fragilidad de nuestras vasijas de barro. Pidamos perdón sincero al Señor por nuestras caídas e intentemos imitar a los mejores de entre nosotros que han sabido seguir la huellas del Buen Pastor «que da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11).

En el contexto del gran Jubileo de la Encarnación, el Santo Padre nos invita a contemplar, en todo su esplendor y belleza, el sacerdocio de Cristo Jesús y, por tanto, la íntima conexión que existe entre su sacerdocio y su persona: «el sacerdocio de Cristo no es "accidental", no es una tarea que él habría podido incluso no asumir, sino que está inscrito en su identidad de Hijo encarnado, de Hombre-Dios» (Carta del Santo Padre a los sacerdotes, 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de marzo de 2000, p. 21).

De modo semejante, nuestro sacerdocio -el sacerdocio de Cristo- está inscrito en nuestras pobres personas, en nuestras vasijas de barro. Vasijas de barro que saben que pueden contar siempre con su Amor, con su gracia y con la ayuda fraterna de tantos hermanos en el sacerdocio y del pueblo de Dios, que sigue creyendo en la fuerza de Cristo que actúa a través de sus sacerdotes, a pesar de todas sus fragilidades.