La Eucaristía, misterio del amor divino y proyecto de fraternidad

Primera parte de una carta pastoral de mons. Rafael Palmero, obispo de Palencia (España)

No podemos entender la Eucaristía considerando solamente alguno de sus aspectos. En la economía de la salvación, es decir, en la realización histórica del plan salvífico de Dios, este misterio no es sólo y primariamente comida, banquete, ni sólo acción de gracias, ni sólo sacrificio. Es, a la vez, don de Dios y sacrificio de acción de gracias; es glorificación del Padre y salvación del hombre; es regalo personal y eclesial; es promesa y exigencia... Tampoco puede ser considerada como conjunto de aspectos o dimensiones diversas; tenemos que descubrir su centro de unidad. La Eucaristía sólo se explica desde el misterio trinitario. La Iglesia se dirige en acción de gracias al Padre, fuente de todo bien y origen de la historia de la salvación, y recibe de él a Jesucristo, como don de Dios al hombre y a toda la humanidad; esto acontece por la fuerza del Espíritu Santo.

«La Eucaristía... es al mismo tiempo -precisa Juan Pablo II- sacramento-sacrificio, sacramento-comunión, sacramento-presencia, procurando devolver a Cristo amor por amor, para que él llegue a ser verdaderamente vida de nuestras almas» (Redemptor hominis, 20).

El misterio de la Eucaristía
proyección del misterio
de la Encarnación

Hablamos de la Eucaristía al iniciar el tercer milenio de la encarnación de Jesucristo. Por eso es conveniente que partamos de la relación que existe entre ambos misterios.

En febrero de 1999 recordábamos los obispos españoles: «La Encarnación y la Eucaristía no son dos misterios de fe separados, sino que se iluminan mutuamente y alcanzan un mayor significado el uno al lado del otro. Existe, por tanto, una correlación entre el misterio de la Encarnación y el misterio eucarístico. El misterio de la Encarnación se refleja en el de la Eucaristía de manera que la unión del Dios eterno con la humanidad -el admirable "intercambio" que canta la liturgia de Navidad- se proyecta en la participación sacramental eucarística» (Conferencia episcopal española, La Eucaristía, alimento del pueblo peregrino, 12: Ecclesia 2.937 [20 de marzo de 1999] 8-21, 10).

Y en la Encarnación celebramos que Dios se ha querido hacer Emmanuel, «Dios con nosotros» (Mt 1, 23). Pues bien, este acontecimiento se actualiza y perpetúa a lo largo de los siglos, de modo especial en el misterio de la Eucaristía. La conciencia clara de la presencia permanente de Jesucristo en la Eucaristía hacía exclamar a santa Teresa: «Hele aquí compañero nuestro en el santísimo Sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros» (santa Teresa de Jesús, Vida, 22, 6).

La Eucaristía
y la presencia del Señor hasta el final de los tiempos

El Dios manifestado al pueblo elegido es un Dios que se caracteriza por su presencia entre los hombres; es el «Emmanuel», el Dios-con-nosotros. Así lo confiesa Israel que, hasta cierto punto, se gloría diciendo a los demás pueblos: ¿Qué Dios hay tan cercano como nuestro Dios?

Pero en la plenitud de los tiempos Dios vino definitivamente a nosotros por medio de su H¡jo hecho carne, nacido de mujer, en todo semejante a los hombres, excepto en el pecado. «Soy yo, el que está hablando contigo», le dice Jesús a la samaritana cuando se presenta como el Mesías esperado. «No temáis -les dice Jesús a sus discípulos-. Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos».

Por el poder de su palabra y del Espíritu en los sacramentos de la salvación, oculto en los más pobres, Jesucristo prolonga su presencia entre nosotros a través de los siglos. «Sin embargo, entre todos estos modos y grados sobresale el que se produce bajo los signos sacramentales del pan y del vino consagrados por la acción santificadora del Espíritu Santo. Nos referimos a la llamada presencia "real" por antonomasia, presencia no meramente simbólica, sino "verdadera" y "sustancial" expresada y realizada eficazmente según la fe de la Iglesia» (cf. DS 1541; 1651; Catecismo de la Iglesia católica nn. 1374-1381; Pablo VI, Mysterium fídei: AAS 57 [1965] 764).

«El modo de la presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella "como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos". En el santísimo sacramento de la Eucaristía están "contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero". "Esta presencia se denomina 'real', no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen 'reales', sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente"» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1374).

«Cierto es -escribe don Manuel González- que Dios está en todas partes. Que donde él está su virtud le acompaña; pero el Cuerpo de Jesucristo no está en todas partes, sino en el cielo y en la Hostia consagrada, y por eso los bienaventurados en el cielo y los no menos venturosos moradores de los sagrarios de la tierra, pueden aspirar y sentir esa singular virtud del sacrosanto Cuerpo de Cristo» (Don Manuel González, Obras completas, Tomo I, «Mi comunión de María», n. 1270, p. 1082, Ed. Monte Carmelo y El Granito de Arena, Burgos 1999).

De hecho, en la Eucaristía se da una presencia real de la persona de Cristo, que es presencia oblativa, sacrificial, presencia «entregada». Dicha presencia entregada implica un proceso de transformación, una transición de lo «viejo» a lo «nuevo», del vino viejo al vino nuevo del convite del Reino. La tradición cristiana considera el simbolismo del trigo y su transformación en pan por la molienda como signo de la transformación sacrificial que tuvo lugar en Cristo y que se prolonga en la vida cristiana como proceso sacrificial de comunión integradora y transformadora. «En este pan se os indica -explicaba san Agustín en Hipona- cómo habéis de amar la unidad. ¿Por ventura fue hecho este pan de un solo grano de trigo? ¿No eran muchos los granos de trigo? Pero antes de convertirse en pan estaban separados; se unieron mediante el agua después de haber sido triturados. Si no es molido el trigo y amasado con agua, nunca podrá convertirse en esto que llamamos pan. Lo mismo os ha pasado a vosotros: mediante la humillación del ayuno y el rito del exorcismo habéis sido como molidos. Llegó el bautismo, y habéis sido como amasados con el agua para convertiros en pan. Pero todavía falta el fuego, sin el cual no hay pan. ¿Qué significa el fuego, es decir, la unción con el aceite? Puesto que el aceite alimenta el fuego, es el símbolo del Espíritu Santo» (Sermón 227).

Esta idea, explícita ya en san Cipriano (cf. Carta 63, 13), había sido explicada años antes en otra fiesta de Pascua por el propio san Agustín de esta manera:

«Centraos ahora en vosotros mismos; no existíais, fuisteis creados, llevados a la era del Señor y trillados con la fatiga de los bueyes, es decir, de los predicadores del Evangelio. Mientras permanecisteis en el catecumenado estabais como guardados en el granero; cuando disteis vuestros nombres, comenzasteis a ser molidos con el ayuno y los exorcismos. Luego os acercasteis al agua, fuisteis amasados y hechos unidad: os coció el fuego del Espíritu Santo, y os convertisteis en pan del Señor» (Sermón 229, 1).

Al celebrar en la Eucaristía la entrega de Jesús por nosotros, aprendemos a darnos, dando la vida por los hermanos, día a día, en momentos de prueba y en circunstancias favorables. ¡Siempre! Con esperanza fundada: «Aprenda -escribe el H. Rafael- el alma entregada a Dios a no añorar lo pasado ni a temer el porvenir» (MC 164, 795). Por la Eucaristía y en la Eucaristía Dios, más que cercano, se hace presente a los hombres por el amor.

La Eucaristía, «memorial de la pasión de Cristo»

«La víspera de su pasión», «la noche en que iba a ser entregado». La Eucaristía hace referencia a un hecho histórico y objetivo; fue fundada por Jesús y en su voluntad tiene la norma objetiva permanente de su celebración. La Eucaristía, sin embargo, no es mera continuación o repetición de la Pascua del Señor, que aconteció «de una vez por todas». Su relación con Cristo y con el acontecimiento de la cruz sólo se puede describir con la categoría bíblica de memorial. Lucas y Pablo conocen ya la fórmula: «Haced esto en memoria mía». La memoria en el pueblo de Israel no es sólo recuerdo de las maravillas realizadas por Yahvé con su pueblo; es también actualización: cuando Dios se acuerda de alguien es que interviene en su favor (mujeres estériles, salida de Israel de Egipto...). La cena de Pascua es algo más que recuerdo de la liberación del Señor. En el rito, el niño más pequeño pregunta al padre: ¿por qué esta noche no vamos a dormir como las demás noches? Y el padre le responde contándole las maravillas que obró Dios con ellos cuando salieron de la esclavitud de Egipto. Mediante la actualización litúrgica, el hecho salvador que aconteció en el pasado debe evocarse, celebrarse y hacerse valer ante Dios, para que Dios se acuerde de él y lo lleve a su plenitud escatológica, última, final.

El nuevo pueblo de Dios recuerda en la Eucaristía la nueva Alianza. La Eucaristía es, ante todo, celebración de la muerte y resurrección del Señor. La víspera de morir por nuestra salvación, Jesús entregó a sus discípulos, en la Cena de despedida, su Cuerpo y su Sangre como garantía de perdón y de alianza entre Dios y los hombres. «Esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros». «Este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados».

A lo largo de los siglos, seguimos manifestando: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». Ya en el siglo II san Justino describe la celebración de la Eucaristía que, en sus dimensiones esenciales, no ha cambiado con el paso de los tiempos: «Y el día que se llama del sol, en un mismo lugar se tiene una reunión de los que habitan en las ciudades o en los campos. Se leen públicamente las memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas en cuanto el tiempo lo permite. Cuando cesa el lector, el presidente hace en un discurso una amonestación y exhortaciones a imitar estas bellas cosas. Luego nos levantamos todos y oramos juntos en voz alta. Después, como ya hemos dicho, cuando se termina la oración, se trae pan con vino y agua. El que preside hace subir al cielo, en cuanto puede, las oraciones y las eucaristías y todo el pueblo responde con la aclamación "amén". Luego tiene lugar la distribución y repartición de estos alimentos eucaristizados, que son también llevados a los ausentes por los diáconos. Los que están en la abundancia y tienen voluntad dan lo que les place, cada uno por su propia elección. Y lo que se reúne se deposita cerca del presidente y... él se cuida de socorrer a todos los que se hallan en necesidad» (san Justino, Apología I, 67).

Hasta el siglo V la Iglesia antigua utilizó como clave de comprensión de la Eucaristía un esquema ternario: umbra-imago-veritas (sombra-¡magen-verdad). La realidad umbrátil coincide con la cena pascual de la antigua alianza. La verdad o realidad última coincide con el banquete escatológico. Y entre el signo y la realidad plena se sitúa la última Cena de Jesús y la Eucaristía de la Iglesia como imagen en la que culmina el pasado y se anticipa el futuro. Para santo Tomás de Aquino, la Eucaristía es a la vez signum rememorativum del hecho salv¡fico que tuvo lugar de una vez para siempre, signum demonstrativum de la salvación que se realiza en el presente y signum prognosticum, anticipación del banquete escatológico del Reino. El día del Corpus recitamos la antífona laudatoria en que decimos: «¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura» («O sacrum convivium in quo Christus sumitur, recolitur memoria passionis eius, mens impletur gratia et futurae gloriae nobis pignus datur»).

El recuerdo de la obra salv¡fica de Cristo (anámnesis) se hace bajo la forma de acción de gracias. Por eso muy pronto se llamó «eucaristía» (acción de gracias) a todo el acontecimiento de la cena del Señor, porque se ha vivido como memorial de alabanza. La plegaria eucarística se inicia con una invitación a la acción de gracias: «Demos gracias al Señor nuestro Dios», a la que el pueblo responde reconociendo que es justo y necesario. Todo ocurre bajo la acción del Espíritu en las dos invocaciones al Espíritu Santo (epícles¡s).

El banquete o comida ritual es frecuente en las diversas religiones como una manera de unirse con la d¡v¡n¡dad y de unirse los comensales entre sí.

En el Antiguo Testamento las comidas sagradas confirmaban la amistad entre los hombres o entre estos y Dios. La comida pascual era un recuerdo del amor de D¡os que velaba por los suyos. Alabanzas, cantos y danzas ambientaban el festín, anticipo del banquete final que D¡os ofrecerá a la humanidad entera (Is 25, 6). Desaparecerán entonces el hambre y la sed, habrá sobreabundancia de manjares y v¡no de solera, o lo que es lo mismo, habrá plenitud de vida y felicidad completa. «Miris, sed veris modis», de forma misteriosa, pero real.

Los manjares concretos del pan y del vino tienen también un fuerte contenido simbólico: el pan simboliza lo cotidiano de la vida; el vino expresa la alegría y la felicidad.

En el Nuevo Testamento, Jesús se presenta participando en diversas comidas (banquetes de bodas u otros) con las que los evangelistas prefiguran el banquete final del Reino (Jn 2, 1-12; Mt 11, 19). El banquete ocupa el centro de varias parábolas de Jesús (Mt 22, 1-13; 25, 1-13; Lc 14, 7-11). Comió con publícanos y pecadores en su v¡da pública y se ganó la enemistad de los judíos. Y, ya resucitado, come con. sus discípulos en algunas ocasiones. Dice, además, que su alimento es cumplir la voluntad del Padre (Mt 4, 4; Jn 4, 31-34) y se presenta a sí mismo como verdadero pan del cielo (Jn 6, 32-33; 7, 37).

La última Cena constituye la comida más importante de Jesús con sus discípulos. Se narra en cuatro textos del Nuevo Testamento (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 15-20; 1 Co 11, 23-26), pertenecientes, al parecer, a dos tradiciones distintas: la helen¡sta (Pablo-Lucas) y la palestinense (Marcos-Mateo). El relato de Pablo parece el más antiguo y el de Marcos el más semita. San Juan sustituye el relato de la Cena por el del lavatorio de los p¡es, presentando a Jesús como siervo (Jn 13, 1-17).

Hoy se da por probado que la cena de Jesús fue una cena pascual, que en tiempos de Jesús se celebraba de esta manera:

Se sacrificaban en el templo los corderos cuya sangre iba a ser derramada sobre el altar y, por la noche, a la hora acostumbrada por los judíos, se cenaba por familias o en pequeños grupos.

a) Tras una primera copa de vino, se bendecía a Dios por la fiesta y por la copa. Y se servía sin pan el primer plato: legumbres, hierbas amargas y salsa haroset. Se comía entonces lo servido.

Luego se presentaba el menú pascual: el cordero sacrificado, pan sin levadura tierno, hierbas amargas y harosef. Se servía una segunda copa de vino.

b) Con estos manjares en la mesa, alguien preguntaba: ¿Por qué hacemos esto hoy? Y el presidente recitaba la explicación o narración de la salida de Egipto (haggadá). Y explicaba el significado de cada manjar: los egipcios nos amargaron la vida, pero Dios nos liberó pasando por las casas de los israelitas. Seguía la recitación de algunos salmos que destacaban la intervención de Dios liberando (Hallel), y se bebía la segunda copa.

c) Oración del presidente sobre el pan ácimo. Se partía el pan y se tomaba la comida, recostados en señal de no esclavitud. Era servida una tercera copa de bendición (vino mezclado con agua) sobre la que se pronunciaba la acción de gracias por la comida, pasándola de uno a otro para que todos bebieran de ella.

d) Se servía la cuarta copa. Se continuaba con los salmos del Hallel. Se recitaba la plegaria de alabanza sobre la cuarta copa.

Jesús debió pronunciar la fórmula explicativa del pan con ocasión de la plegaria recitada antes de comer el plato principal (letra c) y la del vino al beber la tercera copa o copa de bendición. Con tales gestos proféticos, Jesús v¡ene a decir: voy a la muerte como verdadera víctima pascual y mi entrega t¡ene carácter expiatorio y sustitutivo (según el poema del siervo de Isaías). Para vosotros, la pascua tendrá un sentido nuevo: pediré¡s a Dios que se acuerde de mí, para que llegue a su reino y se cumpla todo. Seguid congregándoos como comunidad salvíf¡ca en torno a la mesa y pedid a Dios que se digne realizar pronto la consumación.

En resumen, Jesús no sólo sigue el ritual de la cena pascual judía, s¡no que lo cambia dándole una significación nueva, a estrenar. A diferencia de las costumbres judías, Jesús da de beber de la copa de bendición a todos los comensales (haciéndoles partíc¡pes de su suerte), y acompaña el ofrecimiento del pan y de la copa con unas palabras explicativas.

La Eucaristía es, por tanto, sacrificio de comunión: la comunión personal y eclesial es la meta y la plenitud de la celebración de la misma. De ahí que la Eucaristía no sea una comida común (1 Co 11, 17-34) y que la dimensión eclesial de la misma tenga consecuencias para la admisión no indiscriminada a la comunidad eucarística.

La Eucaristía banquete de comunión

«Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida... y el alma se llena de gracia».

El altar del sacrificio es también una mesa. Recibimos el Cuerpo y la Sangre de Jesús como alimento para el camino, cuya meta es la patria del cielo. Con este Pan de vida eterna nos rehacemos de cansancios y renace una y mil veces en nosotros la esperanza. Avanzamos en la vida fortalecidos.

En la Eucaristía Cristo no sólo nos da su cuerpo sino que, además, tiende a hacer de la multitud disgregada un único cuerpo con él y en él, una única «comunión de los santos». «Muchos somos un solo cuerpo porque comemos un único pan» (1 Co 10, 16). Esta estrecha vinculación entre la comunión eucarística y la familia eclesial encuentra una versión profunda y luminosa en el evangelio de san Juan. La comunión eucarística implica un doble dinamismo: un venir de Cristo a nosotros y un ir de nosotros a él (o un mutuo permanecer de él en nosotros y de nosotros en él), en un movimiento de vaivén que es esencial a todo encuentro personal, en el que las personas tienen que recorrer un camino de mutua donación. Sin él no cabría hablar de presencia como comunión mutua. San Agustín lo dice también bella y claramente: Cristo «viene a nosotros para hacernos templo suyo; nos lleva a él para hacernos cuerpo suyo» (Tratado sobre el Evangelio de san Juan, 27, 6). Para san Juan de Avila es evidente la doble dimensión (eucarística y eclesial) del cuerpo de Cristo: «Tiene Cristo dos cuerpos: uno el que recibió de la Virgen y otro somos nosotros». Así «comemos al Señor y, según se ha dicho, cómenos él a nosotros, como lo fuerte a lo flaco, e incorpóranos en sí, haciéndonos miembros suyos; o si ya lo estamos hechos, júntanos más consigo, haciéndonos más perfectamente parte de su sagrado cuerpo místico. De manera que lo que obrare con ellos será oficio de cabeza con miembros, pues los toma por tales. ¡Dichosa suerte, por cierto! Que no se contentó la divina Bondad con dar a los hombres gracia que los alumbre, virtudes que los esfuercen...» sino que «dioles otra cabeza que los gobernase, rigiese y moviese a bien obrar, como una cabeza rige y mueve a los miembros del cuerpo; y quiso que tal cabeza fuese Cristo» (Serm. Eucar., 40, en Obras II, 628. 63).

Ya en la Didajé (s. II) aparece la dialéctica dispersión-comunión: «Como este pan estaba disperso por los montes y, después, al ser reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu Reino» (9, 2). «Acuérdate, Señor, de tu Iglesia y congrégala desde los cuatro puntos cardinales en el Reino que has preparado para ella. Tuyo es el poder y la gloria por siempre, Señor» (10, 5).

Nos hallamos ante un simbolismo evocador con una cadencia a la vez eucarística y eclesial: la alusión al trigo lleva la referencia al pan, y la «congregación» de los granos de trigo en el granero del Reino es una clara alusión a la Iglesia en su proyección escatológica, última.

«El mayor sacrificio que podemos ofrecer a Dios -explica san Cipriano- es nuestra paz y la concordia fraterna, y un pueblo cuya unión sea reflejo de la unidad que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo».

Por ser banquete comunitario, la Eucaristía nos invita a la fraternidad con todos los hombres. «La celebración de la sagrada Eucaristía -recomienda el concilio Vaticano II-, para ser sincera y plena, debe llevar a las diversas obras de caridad y a la ayuda mutua, así como a la actividad misionera y a las diversas formas de testimonio cristiano» (Presbyterorum ordinis, 6). «Cristo nos amó -comentaba san Agustín- para que nos amásemos mutuamente, y con su amor nos mereció la gracia de poder estrecharnos en un vínculo de mutuo afecto y, por la dulce unión de los miembros con tal dulce nudo, llegar a formar el cuerpo de una cabeza tan noble» (Trat. Ev. Juan, 65, 1-2).

Pan para todos, para saciar el hambre de todos. Banquete de comunión: en cada ser humano que muere de hambre o de miseria se consuma el misterio de excomunión y de exclusión. Los que comulgamos con el Señor en el pan de la Eucaristía, ¿no vamos a ser capaces de una mayor comunión con todos los excluidos? «La Eucaristía fue siempre y debe ser ahora la más profunda revelación y celebración de la fraternidad humana de los discípulos y confesores de Cristo» (Redemptor hominis, 20).

La Eucaristía garantía de la gloria futura

«Se nos da la prenda de la gloria futura».

Otra característica del mensaje de Jesús lo constituye el ser no sólo anuncio de la próxima llegada del Reino de Dios, sino la identificación del Reino con su venida, con su propia persona. El Reino, según el Maestro, se anticipa en las comidas, es decir también su Cena está, como lo evidencia la referencia última, en la perspectiva y en la dinámica del Reino venidero (Mc 14, 25). En presencia y bajo la acción del Espíritu Santo, toda celebración de la Eucaristía es súplica ardiente de la Iglesia: ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22, 20).

La comunión eucarística remite más allá de sí misma a la consumación final o escatológica. Pablo habla expresamente del anuncio de su muerte «hasta que él vuelva» (1 Co 11, 26). En la Eucaristía gustamos de antemano el banquete de bodas celeste hacia el que peregrinamos y que de algún modo se anticipa en cada celebración. «El pan del maná celestial -escribe san Ildefonso de Toledo- que selló Cristo, con la realidad de su cuerpo cuando dijo: "Este es el pan vivo que bajó del cielo y da la vida al mundo" (Jn 6, 13)... para que el hombre, purificado y lleno de vida con estos misterios visibles, pueda ser introducido en la herencia de la posesión de los vivos» (De cognitione baptismi, 138). Por todo esto la festividad y la solemnidad son partes esenciales de la celebración eucarística y no han de ser interpretadas como pompa o triunfalismo. Esto puede tenerse en cuenta para el edificio, la decoración, la música, el lenguaje, los ornamentos, etc...

La espera de la venida de Cristo forma parte del misterio de la Iglesia y se hace visible en cada celebración eucarística. En efecto, en cada Eucaristía recordamos la gloria de Cristo resucitado esperando su gloriosa venida, que se anticipa de algún modo en ella.

Eucaristía y compromiso cristiano

La Eucaristía, alimento permanente de la Iglesia en estado de misión.

El significado original de la palabra «misa» hay que buscarlo en el rito de despedida que sigue a la bendición final de la Eucaristía, celebrada en lengua latina: «Ite, missa est». Partiendo de este rito de conclusión se llegará a entender la Eucaristía en su totalidad como bendición. En repetidas ocasiones se pide al Padre que bendiga los dones por la fuerza de su Espíritu. Pocos entienden hoy estas epíclesis, pero sin ellas la Eucaristía pierde su alma. Hemos de agradecer a los hermanos separados que esta dimensión de la Eucaristía se mantenga como parte central.

La epíclesis (oración para pedir que descienda el Espíritu Santo sobre la comunidad y sobre las ofrendas) explicita todo esto. Manifiesta que la Eucaristía no es algo en propiedad exclusiva del ordenamiento de la Iglesia o del clero; que en la Eucaristía no hay de ningún modo automatismo, sino que ésta es más bien oración humilde, aunque confiada y poderosa, para implorar el supremo don que es el Espíritu y su acción salvadora.

Cada Eucaristía termina con el envío a vivir en la vida diaria lo que hemos celebrado en la mesa del Señor. «A estas cosas, hermanos míos -explica san Agustín-, las llamamos sacramentos, porque en ellas es una cosa la que se ve y otra la que se entiende. Lo que se ve tiene forma corporal; lo que se entiende posee fruto espiritual. Por tanto, si quieres entender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol que dice a los fieles: "Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros" (1 Co 12, 27). En consecuencia, si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el Amén, y con vuestra respuesta lo rubricáis. Se te dice: "El cuerpo de Cristo", y respondes: "Amén". Sé miembro del cuerpo de Cristo para que sea auténtico el Amén» (Sermón 272).

De ahí que, como los discípulos de Emaús, también nosotros, al reconocer a Cristo resucitado en la fracción del pan, sintamos la necesidad de ir a evangelizar a los hermanos, compartiendo con ellos la alegría del encuentro con Cristo, resucitado y vivo (cf. Lc 24, 33-35). Este Amén es el que pronuncia el fiel que recibe la «comunión» según el rito restablecido por el concilio Vaticano II. ¿Asiente plenamente el que se calla? ¡No parece...!